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El lamento del Recolector de Huesos - Fictograma
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El lamento del Recolector de Huesos

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Wendy-Nikel

Publicado el 2025-07-16 16:07:26 | Vistas 173
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I


El desierto está colmado de huesos. A veces, si le prestas tu oído, los huesos te hablarán. Desde la lejanía, el Recolector de Huesos podría parecer un errante, con su cesto tejido de hisopo seco colgado a la espalda y sus brazos, piernas y cabeza cubiertos de plumas negroazuladas que titilan como lenguas de fuego sin luz. Podría parecer que vaga sin rumbo, un nómada que estira sus largas extremidades, sin un destino claro en su mente. Mas si estuvieras muy cerca de él, como los carroñeros que giran sobre su cabeza, entonando sus cantos burlones, verías sus ojos de obsidiana, fijos en un punto del horizonte. Notarías cómo ajusta el peso de su carga. Percibirías la pesadez de cada paso. Observarías la inclinación de su cabeza, el leve movimiento de sus oídos mientras escucha. Él escucha a los huesos, y los huesos, a su vez, le hablan.


II


El desierto está colmado de huesos. ¿Cómo no habría de estarlo? Tantas criaturas viven allí, y tantas perecen bajo su ardor. Junto a una roca yacen diminutas costillas de liebre, despojadas de carne por bestias mayores y abandonadas a secarse bajo el sol implacable. Son tan pequeñas que casi se desvanecen en el destello cegador del día. Tan pequeñas que podrían confundirse con cualquier cosa. O con nada. Ellas le hablan al Recolector de Huesos, y él las oye de lejos. Narran el hambre que se arrastró dentro de ellas, que las expulsó de la seguridad de su madriguera. Cuentan cómo las hojas del mezquite susurraban al viento mientras se desprendían de sus ramas. De la cautela —¡oh, la cautela!— que acompañaba cada paso planeado y ejecutado. Pero los huesos sabían, como saben los huesos, cuántas estaciones de la liebre ya habían pasado. Sabían que sus reflejos ya no eran los de antaño. Y así, el fin no fue tanto una sorpresa como la exhalación de un aliento largamente contenido. Cuando el Recolector de Huesos llega hasta ellos, se arrodilla ante los restos. Susurra palabras que ningún alma viva ha escuchado jamás y deposita los huesos con suavidad en su cesto.


III


El desierto está colmado de huesos. Cada día en este lugar es una carrera contra el hambre y la sed, y cada día hay quienes la pierden. A veces, al Recolector de Huesos le parece que su cesto es demasiado pesado. Los huesos que le llaman, llevan en sus huecos esperanzas, sueños, planes y pesares que solo se aligeran cuando el hueso que los envuelve se desmorona. Cuando el tiempo fluye con el movimiento del sol. El cesto presiona el hombro del Recolector de Huesos, hasta que sus plumas se doblan y se quiebran bajo su peso. Hasta que no le queda más remedio que detenerse, posar el cesto en el polvo, sentarse sobre él y descansar.


IV


El desierto está colmado de huesos. Como lo está el cesto del Recolector de Huesos. Su carga es tan pesada, el sol tan abrasador y los chillidos de los carroñeros tan estridentes que casi no escucha el lamento de un conjunto de huesos para él ahora desconocido. No son los huesos de una liebre, ni de un lagarto de cola de cebra, ni de una serpiente rayada. No son los huesos de una rata de madera, ni de un herrerillo, ni de un pinzón menor. No son de una criatura del desierto. Son de algo migratorio. De los que van de paso. De algo que se ha perdido. Los huesos le hablan de un hogar con agua abundante, donde las criaturas rara vez perecen de sed. Hablan, en su tono soñador, de arroyos azulados y senderos sombreados de verde. Están asustados, pues no pertenecen a un lugar como este, y ¿cómo sabrán sus congéneres qué fue de ellos? ¿Quién los buscará aquí?El Recolector de Huesos no habla mientras camina. Pero piensa. Piensa en senderos verdes y aguas azules que corren, y en el destino de aquella pequeña criatura perdida. Piensa en cuán pesado será en su cesto si no puede ofrecerle un poco de paz. Pero ¿cómo? En su distracción, no ve una piedra que sobresale del suelo. Tropieza y cae, y su cesto aterriza pesadamente sobre él. Le toma un momento reunir fuerzas y levantarse. Recordar por qué debe continuar. Toma la piedra culpable en su mano. Es pesada, pero no más que sus cargas, y al ver la planitud de su superficie, una idea comienza a formarse. “Habla”, le dice, colocándola junto a los huesos blanqueados. “Habla, que yo lo escribiré.” Los huesos hablan, y poco a poco, con un cincel improvisado, el Recolector de Huesos talla línea por línea, letra por letra, palabra por palabra sobre la piedra, hasta que un mensaje queda grabado para aquellos que vendrán a buscarle. “¿Pero cómo lo verán?”, le preguntan los huesos. “Se confundirá con todas las demás.” El Recolector de Huesos reflexiona. Piensa en las cosas que los huesos le han contado sobre su hogar, sobre los colores que solo ha visto en pequeños destellos en el desierto. Entonces se dedica a recolectar esos estallidos de color: la aquilea, el penacho del príncipe, la hierba escorpión y el astrágalo. Los trasplanta, uno por uno, junto a la piedra toscamente tallada, para que cualquiera que busque pueda verla. “¿Será suficiente?”, pregunta el Recolector de Huesos a los pequeños huesos inmóviles mientras se arrodilla nuevamente a su lado. Los huesos tiemblan de gratitud. Esta vez, cuando el Recolector de Huesos los recoge y les susurra las palabras que ningún alma viva ha oído, añade una línea más a su recitación. Susurra: “No te olvidaremos.” Mientras habla, siente cómo los huesos se aligeran, cómo el miedo se desliza de su médula reseca.


V


El desierto está colmado de huesos. Con rocas toscamente talladas y flores del desierto, el Recolector de Huesos los recuerda a todos.



FIN



Fuente: LightSpeed Magazine




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