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Para mecer o para devorar - Fictograma
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Para mecer o para devorar

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Eugenia-Triantafyllou

Publicado el 2025-07-27 13:33:20 | Vistas 161
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Érase una vez un hombre y una mujer con siete hijos, todos varones, humanos hasta la médula y pobres hasta los huesos. El menor, tan frágil y diminuto, era llamado Pulgarcito; pero, a pesar de su tamaño, su astucia era afilada como un cuchillo. Llegó entonces un año cruel, cuando la hambruna azotó sin piedad, y aquellos padres desesperados decidieron abandonar a sus hijos en el corazón del bosque.


Tu historia, sin embargo, no comienza con ellos. Comienza con el monstruo.


• • •


Sabes que eres hija de ogros. Durante el día, tus padres visten la piel de la normalidad: te alimentan, te visten, te envían a la escuela, como cualquier padre. Pero cuando el sol se extingue y la puerta de su dormitorio se cierra con un chasquido, aprendes pronto que no debes buscar su consuelo tras una pesadilla.


Allí comienza el crujido de los huesos, la lenta regeneración de brazos, piernas, vértebras y carne. Los oyes transformarse en algo ajeno, algo que acecha bajo la piel tensa que exhiben al alba. Sus voces, antes un murmullo suave, se quiebran en gruñidos guturales. Su risa se envenena con una maldad antigua. Su hambre insaciable por devorar la carne de niños como tú te mantiene despierta, con el corazón latiendo en la penumbra. "Los moleremos hasta hacer pasta", susurran, "y embutiremos sus entrañas en salchichas picantes."


Los escuchas, con el oído pegado a la pared que divide tu cuarto del suyo. Los observas cenar, con sus máscaras humanas, cada noche, rogando en silencio que sus vientres permanezcan saciados, que su hartazgo sea tan profundo que no giren el picaporte ni recorran los diez pasos del pasillo hasta tu cama.


No es tu imaginación. Lo sabes porque llevas en la sangre el saber ancestral de los niños que sienten monstruos bajo sus camas. Los monstruos no se esconden de los pequeños. Los niños no hacen las reglas de este mundo. Son frágiles. Fáciles de ignorar.


En tu mente resuena ya el chasquido de mandíbulas, el sorber de tuétanos. Por ahora, son ecos de un futuro incierto, de lo que podría sucederles a los niños que ayer jugaron contigo en el patio. De lo que podría sucederte a ti. Aun así, permaneces en tu cuarto, escrutando tu cuerpo en busca de señales de cambio. Porque, ¿a dónde más podrías ir? Eres hija de ogros, y eso significa que tú también eres un ogro. ¿Qué lugar en el mundo te aceptaría con esa marca?


• • •


Los niños regresaron a casa, guiados por el ingenio de Pulgarcito, y sus padres derramaron lágrimas de alivio. Pero la hambruna no distingue héroes, así que los enviaron de nuevo al bosque, más lejos, más profundo.


En su segunda huida, Pulgarcito halló una casa en la espesura y suplicó a la mujer que abrió la puerta que los acogiera.


—¡Pobres criaturas! —se lamentó ella—. ¿No saben que esta casa pertenece a un ogro que devora niños?


Conmovida, los dejó entrar y los escondió bajo la cama donde dormían las siete hijas del ogro.


Pero, en tu realidad, tu madre no los escondería. Los engulliría en su enorme, insaciable boca.


• • •


Eres alta para tu edad. Con once años, aparentas trece, y tus padres también son altos, pero no es la estatura lo que te hace ogro. Un ogro se nutre de niños. Hubo un tiempo en que tus padres te leían cuentos de hadas antes de dormir, y tú te acurrucabas en los brazos de tu madre, pensando: Esto no es un cuento.


Los niños te rehúyen, te llaman bicho raro, pero no sabes si es por tu rareza o porque, en el fondo, presienten tu naturaleza. Tus padres, en cambio, se mezclan con facilidad. Tu madre, alta y grácil, encanta a tus compañeros en la escuela con su sonrisa de hada. Tu padre se integra con los otros padres en los partidos de fútbol de los sábados. Algunos niños, como Pantelis, con sus gafas torcidas y su sonrisa boba, se acercan a ti. Jugáis al pilla-pilla en el recreo, y por un momento crees que tal vez eres humana, que tal vez fuiste adoptada en secreto. Lees cuentos de ogros con hijos humanos y tejes tu propia fantasía.


Hasta que Pantelis pide visitar tu casa. Tus hombros se encogen, pero accedes, con una advertencia: Siempre que te vayas antes del anochecer. Como en un cuento de hadas, si es que alguna vez hubo uno.


Tus padres lo reciben con entusiasmo excesivo. Compran dulces y snacks, os dejan jugar videojuegos en el salón, ignoran el refresco derramado en la alfombra. Quédate todo lo que quieras, le dicen, mientras se retiran a su dormitorio con pasos lentos.


Un escalofrío te recorre. Finges no notar el hambre que vibra en el aire. Pantelis no lo percibe, pero tú oyes sus murmullos tras la puerta: Solo un bocado. Sus padres no lo notarán. ¿Qué es un dedo, un trozo de hombro? Los ogros escuchan a los de su estirpe. Miras por la ventana. El mediodía se desvanece en tarde, la tarde en crepúsculo.


—Tienes que irte —dices—. Se hace tarde.


Esperas que no note el pánico en tu voz.


Pantelis, absorto en su juego, no te escucha. Mata robots en la pantalla, ajeno al peligro que se cierne.Te inclinas hacia él, tu nariz rozando el marco de sus gafas.


—Por favor, vete.


—¡Déjame en paz, bicho raro! —responde.Te detienes. En un cuento, él te escucharía. En un cuento, hallaría el modo de vencer a tus padres, y tú lo ayudarías. En un cuento, te llevaría con él.


—Vale —dices, fingiendo indiferencia. Sabes que lo que harás está mal, pero su rechazo te hiere, y quieres herirlo como el pequeño monstruo que eres—. Pregunta a mis padres si puedes quedarte.


Pantelis suspira, deja el mando y se dirige a la puerta del dormitorio. Lo observas desde la alfombra, con una curiosidad mórbida. Llama una vez, dos, y la puerta se abre.


Una mano, que debería ser la de tu madre, acaricia su rostro con garras de hueso. La palma, del tamaño de su cabeza, podría aplastarla como una uva. Pantelis se queda inmóvil, hipnotizado o paralizado. Tal vez ambas cosas. Dulce niño, susurra una voz hambrienta, quizás la de tu padre. Acércate un poco más. Hundiré mis dientes en tu carne tierna. Justo antes de que esa mano lo arrastre, algo estalla en tu pecho. Gritas:


—¡Vete, vete, vete!


No recuerdas los detalles de lo que sigue. Pero ves a Pantelis recobrar el sentido y correr por su vida. Sus gafas caen en el umbral, aplastadas por un pie gigantesco de uñas amarillas. Gritas: Por favor, llévame contigo, pero él no mira atrás. Una voz hambrienta retumba, quizás en la casa, quizás en tu cabeza: Lameré tus huesos hasta dejarlos limpios. Saborearé el dulce tuétano en mi lengua.


Al día siguiente, Pantelis no va a la escuela. Tus padres, sutilmente, te inician en sus tradiciones. Vuelven a leerte los cuentos de tu infancia, pero ahora con comentarios:


—¿Qué debe hacer un hombre? ¿Morirse de hambre?


—¡Los ogros nacen de la necesidad, no del capricho!


—Es un mundo de cómeme o te como —ríe tu padre, como si fuera un chiste genial.


Nunca hablan directamente de ser ogros, no durante el día, como tú no osas hacer ruido ni entrar en su cuarto por la noche. A veces te preguntas si te temen durante el día tanto como tú a ellos en la noche. O si esperan que descubras tu destino sola, como un instinto que hierve en tu sangre. Escudriñas tus manos, cuentas los nudos de tu columna con los dedos. Tu mandíbula sigue firme. Aún no eres un monstruo. Al menos no por fuera.


Pantelis regresa a la escuela con gafas nuevas. Te evita como si fueras una plaga y murmura con sus amigos, los normales. Sus miradas, más crueles que antes, te dicen que los puentes que construiste se han derrumbado.


Te acercas a Tina, una chica siempre amable, y preguntas qué dicen de ti, temiendo que la policía toque a tu puerta y te deje huérfana, mendigando migajas.


—Solo que lo golpeaste y le rompiste las gafas. Y que estás loca.Pero cuando tu madre visita la escuela, Pantelis la esquiva a toda costa.


• • •


Cuando el ogro regresó a casa, olió el aroma de carne humana fresca.¿Hay un niño aquí?, preguntó a su mujer. Huelo carne tierna.

Ella lo negó, diciendo que no había niños por allí. Hueles el ternero que aso al fuego. Ve a dar un beso a tus hijas.

—¡Sé lo que huelo! —insistió el ogro, pero fue a ver a sus hijas. Las amaba tanto que les ponía coronas en la cabeza. Jamás lastimaría a sus pequeños monstruos.


Eso te repites cada noche, cuando el miedo te paraliza.


• • •


A los dieciséis, te rapas el cabello y delineas tus ojos con kohl negro como el carbón. Quieres ser lo opuesto a tus padres. Si los niños te ven peligrosa, se alejarán de ti y de ellos. Nadie saldrá herido. Si todo falla, serás una bandera roja que todos, especialmente los niños, notarán desde lejos.


Pero Emilia es una bandera roja por derecho propio. No por su ropa, sino por su manera de moverse, como si danzara sobre el filo de una navaja. Donde tú eres alta, ella es menuda. Su cabello, negro azabache, cae hasta su cintura, ocultando un rostro pálido entre mechones y hombros hundidos. A veces, un moretón florece en su clavícula cuando su camiseta se desliza. A veces, es bajo su ojo, o un arañazo. Los cubre con maquillaje y cabello, pero tú los ves. Sabes de padres que fingen demasiado bien.


Es solo cuestión de tiempo antes de que tus labios encuentren los suyos, con la urgencia de dos chicas que reconocen al instante el dolor de la otra. Sabes de qué cuento viene Emilia. Su padre no conserva un empleo más de tres meses. Ella trabaja noches en una pizzería, robando porciones para saciar su hambre. Sus padres la han echado de casa más de una vez, dejándola volver solo por su dinero. Ella regresa por su hermano pequeño, demasiado frágil para valerse solo.


—Algún día tendré mi propia casa —dice entre besos—. Conozco a unos amigos que viven en un edificio abandonado del centro. Podrías visitarme.


Asientes, porque ¿qué más puedes hacer? Conoces sus pesadillas, pero ella no conoce las tuyas. Tal vez las sospecha. Tu familia parece respetable, desde fuera. Solo tú los avergüenzas. Pareces una niña mimada.


Asientes y te dejas besar, aferrándote a ella como si el cuento estuviera a punto de desvanecerse.


• • •


—¿No tienes una casa adonde volver?


Emilia te lanza una mirada de reojo mientras envuelve porciones de pizza grasienta en papel aún más grasiento, entregándolas a unos veinteañeros ebrios rumbo a un concierto.


Te encoges de hombros, molesta porque cree que no sabes lo que es no poder quedarte hasta tarde. La verdad es que no puedes. Tus padres insisten en que estés en casa antes del anochecer.


—No queremos que ocurra algo terrible —dicen, y sabes que ese “algo terrible” eres tú. No quieren que te transformes a la vista de todos. Por eso te miras en el espejo del baño cada quince minutos, fingiendo retocar tu maquillaje. Emilia puede pensar que es vanidad, pero es precaución.


—Puedo ahuyentar a los raritos. Todos los chicos piensan que doy miedo.


Pones tu mejor cara de dura, o lo que crees que es una.


Emilia resopla.


—Solo lo dices por decirlo. Eres de buen corazón, cariño.


Te desinflas, pero ella roza tu mejilla con un dedo pintado de verde.


—Oye, no te lo tomes a mal. Soy como tú. Toma.


—Te da una porción de pepperoni y queso, goteando grasa como cera derretida—. Invita la casa.


—¿Tu jefe no las cuenta?


Emilia guiña un ojo.


—No me paga lo suficiente. Esto es mi bono.


Sonríes sin querer.


—Solo quiero hacerte compañía. ¿No te da miedo estar aquí sola de noche?


—Aquí pasan cosas tan raras que no me creerías —mira alrededor, y por un instante ves a la niña asustada bajo su fachada. Luego, su flequillo cae sobre sus ojos y la ilusión se desvanece—. Aun así, es mejor que estar en casa.


No puedes decirle cuánto se parecen. Ni cuánto difieren en lo que importa. Eres una de esas cosas raras. No imagina lo cerca que está del peligro. Pero es todo lo que tienes, y no puedes dejarla ir.


Emilia calza plataformas imposiblemente altas que casi te igualan en altura.


—Sé lidiar con cosas raras. Por eso tengo estas. Confía en mí. Vete a casa.


• • •


Es tarde cuando suena el timbre. Tus padres llevan una hora en su cuarto. No te atreves a entrar. Tu teléfono vibra.


Hey, soy yo.


Lo sabías. Era inevitable. Ella es la heroína de este cuento. Tiene que venir a tu casa. Así funcionan los cuentos, ¿no? El niño, expulsado por la hambruna, encuentra la casa del ogro. Tus padres han invadido tu mente tanto tiempo que la realidad y el cuento se confunden.


El teléfono vibra de nuevo.


Abre, porfa. Necesito un lugar donde quedarme. Solo esta noche.


El hervor en tu pecho regresa. Te levantas, calculando escondites. Abres la puerta, y Emilia cae en tus brazos, olfateando tu camiseta como si fuera el mejor aroma del mundo. Algo se quiebra en ti.


—Silencio —susurras, aunque apenas ha hecho ruido—. Vamos a mi cuarto.


La guías de la mano, con su bolsa de deporte, por el pasillo. Al pasar por el cuarto de tus padres, el silencio pesa como un lobo al acecho.


—¿Cómo sabías dónde vivo?


Emilia resopla.


—Todo el mundo lo sabe. Hablé con tu madre, ¿recuerdas?


Tu corazón se hunde. Claro que tu madre está involucrada. Siempre lo ha estado, con sus actividades escolares y grupos juveniles. Las razones son obvias para ti, pero no para los demás. Emilia debe leer algo en tu rostro, porque se pone seria.


—Prometo irme por la mañana —dice, apartando la mirada. Imaginas un moretón tras su cabello, uno que no se atreve a mostrar.


Le acaricias la mejilla con suavidad.


—Está bien. Me alegro de que estés aquí. Pareces agotada.


—Estoy cansadísima, joder.


La llevas a la cama, tocando sus hombros. Ella te sigue, obediente, y os acurrucáis bajo las sábanas. La abrazas, tu barbilla en su cuello. ¿Tu cuerpo se siente más grande? ¿Tus brazos se alargan? No estás segura.


—Será la última vez que huya de casa —murmura—. Mañana llamaré a mi tía para que recoja a mi hermano.


—Está bien —dices—. Duerme.


No puedes añadir tu carga a la suya. Tus padres están en silencio esta noche. Tal vez lleguéis vivas al amanecer. La abrazas más fuerte.


Y os dormís juntas.


• • •


El ogro despertó en la noche, buscando a los niños. Pero Pulgarcito, astuto, había puesto las coronas de las hijas del ogro sobre sí mismo y sus hermanos. El hambre lo llevó donde dormían los niños, junto a la cama de sus hijas. Tomó su cuchillo y hizo lo que un ogro debe hacer.Satisfecho, volvió a la cama con su mujer.


Nadie dijo que los hijos de los ogros estén a salvo de su hambre.


• • •


Despiertas con dos figuras inclinadas sobre vosotras.


—¿Cuál es cuál? —gruñe tu padre en un susurro—. ¿Cuál es nuestra y cuál es la otra?


—¿Importa? Huelen igual. ¡Tengo hambre! —responde tu madre.


Entonces entiendes por qué el ogro del cuento devoró a sus hijas. Tus padres no son más que hambre encarnada. Son sombras alargadas, huecas, más espectros que gigantes. Sus cuerpos, masivos, llenan el cuarto, pero sus rostros están demacrados, pómulos afilados como cuchillos, tendones y huesos a punto de romperse.


¿Qué sucede cuando los ogros devoran a sus hijos? ¿Lloran su error?


Este es el momento del sacrificio. Todos los caminos te han llevado aquí.


—¡Despierta! —aúllas, con una voz que estremece incluso a tus padres, con sus bocas abiertas y dientes torcidos.


Los ojos de Emilia se abren, alertados por un instinto forjado en su propio hogar. Da un respingo, pero no retrocede ante las figuras espectrales que extienden sus manos en un abrazo mórbido.


—¿Cómo pudiste hacernos esto, hija? —ruge tu madre—. ¡Tenemos hambre! ¡Hemos estado hambrientos toda tu vida por tu culpa! Bañaremos sus miembros en miel, los asaremos hasta que crujan. Exprimiremos sus jugos y no te daremos ni un bocado.


—¡Que se jodan! —grita Emilia, pateando con sus plataformas con tal fuerza que hace retroceder a tus padres, a tus monstruos.


—¿Estos son tus padres? —pregunta, incrédula.


Te sonrojas. Por primera vez, admites sin duda que eres su hija. Sin quererlo, tus huesos crujen, tu carne se ablanda, elástica. Te has vuelto grande, tan grande que podrías derribar la casa al estirarte. Un vacío crece en ti, un hambre que no puedes ignorar.


—No supe cómo decírtelo —escondes tu rostro monstruoso entre las manos—. Lo he arruinado.


Por fin eres uno de nosotros, gruñen tus padres. Ayúdanos a preparar la cena o herviremos tu cabeza y la suya en un caldo de sus lenguas.


Los ogros devoran a sus hijos. La sangre no los detiene. Nada los detiene. Pero tampoco a ti. Das un paso adelante, tu cuerpo recién transformado vibrando con poder. Si Emilia sigue aquí, tus padres nunca lo sabrán.


Hablas en el lenguaje que solo los ogros entienden:


Patéticos monstruos miserables. Si me acerco lo suficiente, serán mi primer bocado. Los ogros también devoran a sus padres, y juro que lo haré con ustedes.


Tus padres sisean, retrocediendo hacia las sombras, atemorizados. Sus cuerpos parecen menguar, encorvarse ante tu presencia. Tal vez siempre temieron a su pequeño monstruo en ciernes.


Emilia toma tu mano y tira de ti con una fuerza que desconocías. Como si aún te reconociera. Te mueves, lenta, y tus padres no os detienen. Monstruo ingrato, gruñen, con miedo en la voz. Es una advertencia para que no regreses. Al salir del cuarto, la ira te abandona. Te sientes pequeña, asustada. Tus padres lo eran todo. ¿Adónde irás ahora?


Una mano cálida toca tu brazo.


—¿Vienes o no? —pregunta Emilia.—¿Segura que quieres que vaya contigo?


—Sí, siempre que prometas no comerme después.


Sabes que bromea, pero hay verdad en sus palabras. En todas partes, los monstruos acechan en la penumbra. No sabes si eres uno de ellos. Pero quieres descubrirlo.


Tomas su mano y enciendes las luces.


FIN

Fuente: https://www.lightspeedmagazine.com/fiction/some-to-cradle-some-to-eat/

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