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No llores mamá - Fictograma
misterio

No llores mamá

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manueldeandres

Publicado el 2025-08-01 08:59:40 | Vistas 153
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Soy escritor de relatos y novelas donde el misterio, el terror y lo paranormal se entrelazan con la vida cotidiana. Me interesa lo que se oculta tras lo aparente, las emociones que no se nombran y las preguntas que nadie quiere hacer. He publicado en varias antologías y actualmente trabajo en nuevas obras que combinan tensión narrativa y una mirada íntima sobre lo desconocido.

He conocido fictograma a través de Objective-Lion-5673, usuario de Reddit que me recomendó esta plataforma como un espacio interesante para compartir relatos con otros apasionados de la escritura.

No llores, mamá, está inspirado en un testimonio real que me conmovió profundamente.
Hay historias que no se olvidan. Esta habla del vínculo que persiste más allá de la muerte.
Es un relato breve, íntimo y perturbador, donde el dolor, la inocencia y lo inexplicable se dan la mano en una despedida en que nadie está preparado para vivir.

Espero que disfruten con su lectura.


No llores, mamá Tu voz aún canta en la alborada Como un eco que el alma guarda No es la jaula quien me retiene Es tu amor… el que me llama Anso Guzmerri Llegué a Ruiloba un martes por la tarde, con el cielo encapotado y el mar encrespado en el horizonte. El padre Ángel me había llamado dos días antes. Su voz, habitualmente serena, sonaba turbada. No insistió mucho: solo dijo que una familia del pueblo había perdido a su única hija en circunstancias dolorosas… y extrañas. Pues quizá yo podría ayudarles, aunque solo fuera escuchando. El caserío se abría entre prados húmedos y caminos de piedra. Las casas, con sus balcones de madera oscura, parecían ancladas en otro tiempo. Al pasar junto a una cuadra, el aroma a leña húmeda y estiércol me envolvió como una señal de bienvenida. Los padres vivían en una vivienda modesta, de muros gruesos y tejas oscuras, con una pequeña parra en la entrada que resistía el otoño. El padre Ángel me esperaba en el umbral junto a ellos. Ella —delgada, mirada apagada— se llamaba Magdalena. Él, Juan, tenía las manos curtidas por el trabajo en el campo y la mirada clavada en el suelo. No nos dimos la mano. No hacía falta. Dentro, el calor de la chimenea y un silencio denso como lana nos envolvieron. Me ofrecieron asiento junto a una mesa camilla, cubierta por un hule de flores y una estufa vieja debajo. El brasero chisporroteaba con desgana. Me senté, saqué mi cuaderno y aguardé. —Ella se llamaba Lucía —dijo Juan, con voz ronca—. Tenía ocho años. Murió hace tres meses. Ninguno alzó la vista. Magdalena giraba entre los dedos una medalla con la imagen de Santa Rita. El padre Ángel se mantenía en pie, apoyado en la pared, como si custodiar la escena fuera su único deber. —Dos días antes —continuó Juan—, tuvo fiebre muy alta. Deliraba. Pero decía cosas… cosas que nos dejaron helados. Que no quería dormir sola, que un hombre vestido de negro venía a por ella. Decía que lo veía desde la ventana. Que iba en una moto negra. Que le hablaba. Que le decía que se la iba a llevar pronto. Bajó la voz, como si cada palabra le pesara en la garganta. —Nos suplicaba. «No me dejéis sola, por favor… el señor de negro me quiere llevar.» Se lo decía a su madre, a mí… con los ojos como platos y esa voz que aún oigo por las noches. En sueños. Siempre en sueños. La voz se le quebró. Magdalena soltó la medalla y se tapó la boca con la mano. —No la dejamos sola ni un segundo. Pero al tercer día, ya sin fiebre, quiso volver a la escuela. Insistió. Y al volver, al doblar la curva del campo viejo… la atropellaron. Moto negra. El hombre no paró. Nunca lo encontraron. Nadie dijo nada durante un largo rato. Afuera, el viento golpeaba las contraventanas con la insistencia de quien quiere entrar a decir algo. Parecía un aviso. Y entonces, como si el silencio lo convocara, desde la habitación contigua se oyó un sonido inesperado: la risa aguda de una niña. Los tres se pusieron rígidos. Juan apretó los puños. —Es el periquito —dijo por fin Magdalena, apenas un susurro—. Desde que Lucía no está, no para de repetir su voz. Juan se levantó en silencio y se dirigió hacia una puerta al fondo del pasillo. Magdalena no se movió. Tenía la mirada fija en el mantel, como si temiera lo que estaba a punto de pasar. Yo los observaba sin decir nada, sintiendo esa clase de recogimiento que se tiene al entrar en una iglesia vacía. Desde el umbral, Juan me llamó con un gesto. Me levanté y lo seguí. En cuanto crucé el pasillo, noté el descenso de temperatura. Aquella habitación, a pesar de la chimenea encendida en el salón, parecía detenida en otro clima. Las paredes eran simples, sin adornos. Había una cama individual con una colcha doblada, una estantería con libros infantiles y una pequeña mochila colgada en la silla. Sobre una cómoda, junto a la ventana, estaba la jaula. Me acerqué despacio. El periquito era pequeño, de plumaje verde apagado, y tenía un gesto curioso, casi humano. No se agitaba. No piaba. Me miraba directamente. No me resultaba familiar ese tipo de mirada en un ave. Sus ojos eran pozos oscuros donde algo más que un pájaro parecía habitar. —Lucía lo llamaba Pepo —murmuró Juan a mi lado—. Se lo regalamos por su cumpleaños. No teníamos mucho, pero ella se puso feliz. Le hablaba cada día: «Hola, Pepo. Di hola». Él apenas respondía. Solo un chillido medio parecido… y mal. Pepo bajó del columpio y se acercó a los barrotes. Giró la cabeza con lentitud casi humana, como si quisiera asegurarse de que lo escuchábamos. Fue entonces cuando lo oí. —No llores, mamá… La voz era aguda, suave, con una entonación que me heló. No era el chillido de un ave. Era una frase pronunciada con intención, como si alguien —una niña— intentara consolar. Di un paso atrás. Pepo mantenía la cabeza ladeada, los ojos brillantes. Por un instante, me pareció que se le humedecían. Era absurdo, lo sé… pero eso vi. Magdalena apareció detrás de nosotros. La sentí más que verla. No dijo nada al principio. Luego susurró: —A veces también dice: «Estoy bien». Solo cuando estoy sola. O cuando me ve llorar. Y entonces, como respondiendo a una señal invisible, el periquito volvió a hablar. La misma voz, serena, imposible, como suspendida en el aire: —Estoy bien… Esa voz. La misma. Un tono tan sereno que resultaba más inquietante aún. En ese momento, Pepo dio media vuelta, picoteó unas semillas del comedero y se subió otra vez al columpio. Ya no quedaba nada de lo anterior. Era un pájaro normal. Silencioso. Ajeno a nosotros. Era solo un periquito… y, sin embargo, era algo más Me quedé ahí, de pie, incapaz de moverme. He grabado voces en psicofonías, he fotografiado habitaciones donde el aire parecía doblarse. Pero esto… esto era otra cosa. —Lo he visto antes. Lo he sentido antes. Pero nunca… nunca así. —dije, casi sin darme cuenta—. Nunca. Juan no respondió. Magdalena se quedó allí, mirando la jaula, con los ojos llenos de lágrimas. No sollozaba. Solo lloraba en silencio, como si cada palabra que salía del pico de ese animal fuera una herida y un consuelo a la vez. No quise romper el momento. Cerré mi cuaderno sin escribir nada. Hay cosas que no necesitan explicación. Solo respeto. Estábamos aún en silencio cuando el padre Ángel entró despacio en la habitación. No había hecho ruido al subir, pero su presencia llenó el espacio con una paz distinta, casi física. Se acercó a Magdalena y le puso una mano en el hombro. Ella no se giró, pero bajó la cabeza como si esa caricia bastara. —He venido muchas veces desde que ocurrió —dijo en voz baja—. Y siempre he sentido que Lucía no se ha ido del todo. Me miró un momento, buscando quizá una complicidad que no necesitaba palabras. Luego habló directamente a los padres, con la serenidad que solo dan los años y la fe. —No lo dudéis: vuestra hija está bien. Está en paz. Pero os quiere tanto… que no soporta veros sufrir así. Por eso se esfuerza, de la única forma que puede, en consolaros. Usa a Pepo porque es lo que tiene. Porque fue su amigo. Porque lo que nace del amor no muere con la muerte. Magdalena rompió a llorar del todo. Se cubrió el rostro con las manos, temblando. Juan no lloró, pero su mandíbula se tensó y bajó la cabeza como quien ha recibido un golpe suave pero firme. —No la retengáis con vuestro dolor —continuó el padre Ángel—. Dejad que siga su camino, sabiendo que estáis bien. Si logra enviaros consuelo desde donde está… es porque quiere veros en paz. Yo seguía en silencio, junto a la jaula. Pepo se columpiaba ahora tranquilo, como si la voz que lo habitaba se hubiera recogido de nuevo. Y, sin embargo, algo quedaba en el aire. Una vibración. Una ternura inexplicable. En ese instante comprendí que no había nada que añadir. Ni pruebas que recoger. Ni teorías que exponer. Solo había que estar allí. Ser testigo. Y callar. Porque hay misterios que no buscan explicación, sino silencio. Cuando salimos al porche, la luz empezaba a desvanecerse entre los prados. El cielo de Cantabria, cargado de nubes lentas, parecía contener el aliento. El aire olía a tierra mojada y a leña encendida. Nos despedimos sin prisas. Juan me dio la mano con firmeza, y por primera vez me sostuvo la mirada. Magdalena me abrazó sin decir palabra, pero comprendí todo lo que no podía expresar. —Vamos a intentarlo —me dijo ella, al fin—. Por Lucía. Para que nos vea en paz. Para que no sufra más por nosotros. —Eso es lo que querría —añadió Juan, con la voz algo más clara—. Que nos vea sonreír otra vez. Asentí. No era necesario decir más. A veces, lo único que uno puede ofrecer como investigador del misterio es su presencia, su respeto, y una certeza que va más allá de las pruebas. El padre Ángel me acompañó hasta el coche. Esta vez subió conmigo: lo dejaba en Santander, como de costumbre. Durante los primeros kilómetros nadie habló. Las luces bajas recortaban las curvas entre los árboles y las casas desperdigadas. Él fue el primero en romper el silencio. —Quiero creer que era ella… que era Lucía quien hablaba —dijo, mirando al frente—. Pero también hay una parte de mí que piensa que quizá solo es un periquito… que ha aprendido a hablar. Y el resto es coincidencia. O necesidad de consuelo. Saqué del bolsillo interior de mi chaqueta un pequeño dispositivo. Lo encendí y se iluminó una pantalla azulada. —¿Sabes lo que es esto? Me miró de reojo y sonrió apenas. —Creo que sí. Uno de tus detectores de fantasmas. Me hablaste de ellos una vez. Sabía que llevas alguno contigo, siempre. Asentí. —Sí. No se lo enseñé a los padres para no inquietarlos, pero lo llevaba encendido. Mira la pantalla. Le mostré el gráfico. En el centro, una curva breve y muy pronunciada. —¿Qué significa? —Un pico de campo electromagnético muy fuerte. Solo duró unos segundos. Este nivel suele detectarse cuando se abre un microondas que ha estado funcionando varios minutos… o cuando cae un rayo muy cerca. Se volvió hacia mí, lentamente. —Y no ha habido microondas. Ni tormenta. —No. Me miró en silencio, comprendiendo. Según mi experiencia —añadí—, esto lo provoca un espíritu cuando logra manifestarse. Además, habrás notado que hacía frío en la habitación de la niña a pesar de que la estufa estaba encendida. —Sí. Eso también ocurre en mis exorcismos. —Creo que para que esas presencias puedan manifestarse y que las veamos, necesitan absorber energía de su entorno. Lo que hemos presenciado esta tarde… fue real. No era un periquito repitiendo palabras. Era algo más. Mucho más. Ángel se recostó en el asiento, cruzó los brazos y, al cabo de un rato, murmuró: —Algún día deberías acompañarme a uno de mis exorcismos. Con tus aparatos. Sonreí sin apartar la vista de la carretera. —Será un honor, padre. Hice una pausa y añadí: —Pero antes deberías decirme a dónde van los demonios que expulsas… No vaya a ser que a alguno se le ocurra poseerme. Ángel soltó una carcajada suave, de esas que nacen del cansancio y la confianza. —Créeme, a mí también me gustaría saberlo. Conduje el resto del camino en silencio. Afuera, la noche se cerraba sobre las montañas. Pero dentro del coche había una extraña paz. Como si alguien, en algún lugar, nos estuviera dando las gracias. Y mientras bajábamos hacia Santander, comprendí que aquel misterio no me perseguiría como otros. Porque, en el fondo, ya había sido respondido.

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Avatar de Antropomaniaco
Antropomaniaco 2025-08-01 20:41:41

Me ha gustado. No esperaba un cuento de espíritus. Lástima del formateo que hace difícil seguir los diálogos. Mientras lo leía he sentido el lugar familiar hasta que al final ha mencionado cantabria y santander. Me ha hecho ilusión leer, por azar, a un paisano.

Avatar de Valentino-Prádena
Valentino-Prádena 2025-08-01 14:52:15

Un cuento fantasmal, bien narrado, que conmueve por la figura emocional de la niña y su tragedia. Saludos y bienvenido a la plataforma. Saludos.