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Operación Palangana - Fictograma
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Operación Palangana

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MarkelP

Publicado el 2025-08-06 18:53:00 | Vistas 193
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Las resacas a partir de los treinta te hacen sentir como si te hubieran llevado a toda velocidad por un camino sin asfaltar, dando volteretas dentro de un camión de la basura, y con el regusto de haber saboreado parte del contenido que transportaba. Cuando era más joven no era así, entonces no iban más allá de una jaqueca un poco fuerte y un ligero malestar. Con algunas excepciones, claro.
A decir verdad, a mí nunca me ha gustado especialmente el alcohol y solo bebía para poder hacer el ridículo sin tener que arrepentirme hasta el día siguiente. Es una excusa un poco pobre, pero cuando uno sufre de timidez crónica aguda es eso o quedarse en casa. Mi estrategia era beber para desinhibirme y luego seguir bebiendo para tratar de olvidar lo sucedido. Y supongo que también bebía porque en mi pueblo ser abstemio no estaba bien visto.
En la semana de fiestas de agosto, la norma no escrita de “emborracharse un mínimo de dos veces” se seguía a rajatabla por todo el mundo. En defensa de tan ilustre tradición, en mi cuadrilla adoptamos como lema el clásico “un clavo quita a otro clavo” y la extendimos a siete días.
Cuando tenía quince años, el penúltimo día de fiestas me encontraba un poco mal después de cinco intensos días. Siempre había tenido buen apetito, sobre todo cuando estaba de resaca, pero ese día me dolía la tripa y no era capaz de tragar un bocado. Pensé que probablemente la noche anterior habría comido algo en mal estado en algún puesto ambulante, de esos que guardan el género en una furgoneta al sol durante toda la tarde.
Aún así, esa noche salí a eso de las diez, después del toro de fuego. No tenía muchas ganas de juerga pero mantenía la esperanza de encontrar el clavo que reiniciara el ciclo. Estuve en tres o cuatro bares, paseando un vaso de cerveza que no era capaz de beber y sintiendo peor cuerpo a cada minuto que pasaba. Al final la gente se dio cuenta de que mi vaso no se vaciaba y, entre las risas y mofas de todo el pueblo, no me quedó más remedio que agachar la cabeza y retirarme a casa.
Por el camino de vuelta, vi a mi hermana pequeña y sus amigas escondidas detrás de unos coches. Compartían una botella de algo que no reconocí pero, humillado y hecho polvo como estaba, no tenía ninguna gana de acercarme a investigar. Me limité a levantar la mano izquierda en su dirección, con el dedo anular extendido. Ella me respondió con el mismo gesto pero con ambas manos. Tenía un revelador brillo en los ojos, con los mofletes colorados, y me dedicó un descoordinado bailoteo que la devolvió al suelo de un culetazo. En fin, con doce años ya era mayorcita para saber lo que hacía.
Ese año había venido mi prima a pasar las fiestas con nosotros. Yo, como buen anfitrión, rápidamente me ofrecí a cederle mi cama e irme a dormir al desván; la intimidad que proporcionaba ese pequeño y oscuro cuarto era invaluable. Tenía una cama vieja con un colchón cheposo que olía a humedad rancia, pero cuando te corre más alcohol que sangre por las venas, esas pequeñas incomodidades son inapreciables.
Nada más llegar, me desvestí y me tumbé aferrando un mohoso cojín contra mi tripa, sintiendo cómo cada protuberancia de la cama moldeaba mi cuerpo en lugar de ser al revés. Al poco rato, me entraron unas terribles náuseas que me obligaron a levantar. En el desván no había baño, y tampoco podía ir al de casa porque despertaría a toda la familia. Las únicas opciones eran vomitar por la ventana —sobre los coches aparcados en la acera— o bajar al pequeño cuarto de baño del sótano, tres plantas más abajo. En un acto de civismo, decidí lo segundo y ahí pude soltar lo poco que tenía en el estómago.
Aún temblando y con un sudor frío, acordándome de la madre que parió al del puesto de comida ambulante, volví por las escaleras camino a la cama. Iba despacio y en silencio, no quería que nadie se despertase y me viese en ropa interior en ese estado. Pero cuando iba por la mitad del camino volvieron las náuseas y tuve que volver a bajar corriendo.
Ya no me quedaba nada sólido dentro, lo que salía era todo líquido. Cuando se calmaron los espasmos y conseguí mantenerme de pie, me atreví a volver a subir. Esta vez, en un gran atisbo de lucidez, cogí una palangana para no tener que bajar si empezaban otra vez. Fue una sabia decisión: para cuando amaneció muchas horas más tarde estaba a punto de desbordar.

• • •


Hacia las nueve de la mañana oí que la familia ya deambulaba por la casa así que me decidí a levantarme. Cada vez estaba peor, a las náuseas y vómitos se habían añadido unos agudos pinchazos en el vientre. No me quedaba otra que tragarme el orgullo adolescente y suplicar por algún remedio mágico, consciente de que ésta iba a ser de esas historias que se cuentan en las cenas navideñas durante años y años. Pero primero bajé al cuarto de baño del sótano a vaciar la palangana antes de que la viese alguien, quería limitar en lo posible los detalles escabrosos de la historia.
Andar era doloroso así que cuando entré por la puerta de casa tenía cara de angustia y llevaba la palangana medio arrastrada por el suelo, como si fuera el osito de peluche favorito de un niño pequeño recién levantado. Así me vio mi abuela, cuya primera reacción fue bendecirme con el refrán “noches alegres, mañanas tristes”. Acto seguido apareció mi padre, que parecía que ya tenía su monólogo preparado de antemano.
Con los brazos cruzados sobre su abultada barriga, me dijo que tenía que aprender a beber bien, que esto me pasaba por no tener entrenado el cuerpo como era debido. Lo decía porque yo en las comidas solo bebía agua, a pesar de su insistencia en que debería tomar vino como el resto de la familia. Pero esta vez no lo decía enfadado, había un ligero tono de aprobación en su voz, satisfecho de ver confirmada su tesis en mi demacrado estado y con la esperanza de que hubiese aprendido la lección. El dato de que llevara más de veinticuatro horas sin probar alcohol no era relevante para su razonamiento.
Mi madre también me dejó claro que lo consideraba un buen escarmiento, pero al menos lo hizo con un abrazo —uno rápido, el amor materno no tapa las fosas nasales—. Después me llevó a la cocina y empezó a preparar un brebaje a base de hierbas. Mi abuela aportó a la cazuela variopintos ingredientes de su alijo personal.
Una vez en la taza, la sustancia tenía una pinta horrible y despedía un hedor aún peor. Al principio me negué a beberlo, pero cuando mi padre echó mano a un embudo y me señaló con él con un semblante que no daba lugar a interpretaciones, me tomé su contenido de dos largos tragos. A pesar de que se me insensibilizaron las papilas gustativas de lo caliente que estaba el caldo, pude notar que su sabor era tan desagradable como cabía esperar por su aspecto.
La reacción fue inmediata: la niña del exorcista habría sentido envidia de la potencia del chorro que salió por mi boca. Conseguí llegar al cuarto de baño pero no pude evitar salpicarlo todo. Me quedé un rato con la cabeza metida en el inodoro, esperando la previsible colleja por el estropicio que había montado, pero no llegó. Pareció ser considerado como parte del proceso de aprendizaje y pude volver a la cocina dejando a mi abuela en el baño, con la fregona en las manos.
—En un rato te sentirás mejor —dijo mi madre en tono conciliador.

No me lo parecía en absoluto, pero decidí aferrarme a mi firme creencia en que los mayores sabían lo que hacían. Rogué por algo que me quitase el mal sabor de boca que me había dejado la extraña medicina pero me lo negaron, argumentando que era mejor que se asentase el estómago antes de ingerir nada más.

Me preguntaron si el vómito había tenido ese color tan raro toda la noche, pero no se lo pude confirmar. La explicación que le dieron fue que sería por “alguna mezcla rara que habría bebido”.
Con todo dicho, me llevaron a la cama de mis padres. Por suerte, pudieron rescatar un pijama de mi cuarto ocupado, algo que me hizo sentir un poco más persona. Bajaron las persianas y me tumbé en el extremo más cercano a la puerta, en un cómodo colchón sin molestos bultos, pero con mi amiga la palangana cerca por si necesitaba un abrazo.
Dormité a ratos y vomité otros muchos. Hubo amenazas de continuar con el tratamiento medicinal, pero de alguna manera los conseguí convencer de que no había ayudado. Según transcurrían las horas me subió la fiebre —aunque nadie se molestó en tomarme la temperatura hasta después de comer— y empecé a tener conversaciones en susurros con la palangana cuando estábamos a solas.
A mediodía se levantaron mi hermana y mi prima. Se dedicaron a turnarse para entrar al cuarto de mis padres y soltarme pullas que supongo que ellas encontraban graciosas. Alguna vez me traían un vasito de agua pero al poco rato se lo tenía que entregar de mala gana a la palangana.
En cada visita de mi padre podía apreciar la transición en su tono de voz: de aleccionador a enfadado. La frase que más le oí decir fue “es que ese crío nunca hace caso”. Mi madre también estaba cambiando de actitud, pero tiraba más hacia la preocupación. Y mi abuela entraba cuando pensaba que estaba dormido; sin siquiera encender la luz, desde una esquina de la habitación se dedicaba a musitar oraciones a ese Dios suyo en el que yo no creía, lo que en mi estado febril resultaba muy siniestro.
Cuando entró la noche, mis padres, viendo que mi estado empeoraba en lugar de mejorar, decidieron llamar a mi tío médico. Llegó un poco achispado porque él también había estado disfrutando de la parte diurna de las fiestas, pero por lo menos llegó rápido. Me hizo quitar la camiseta del pijama y, tras una primera exploración —y un café—, empezó con el interrogatorio.
—¿Lleva todo el día con tanta fiebre?
—Lo hemos notado a la tarde, después de comer —dijo mi madre un poco avergonzada—. Al principio estaba en 37,6 pero poco a poco le ha ido subiendo y hace un rato ya estaba en 38,4. Por eso te hemos llamado.
—¿Te ha empezado a doler la tripa esta noche, cuando empezaste a vomitar?
—A doler fuerte sí, pero ayer ya me molestaba un poco por la resaca.
—¿Qué comiste ayer?
—Ayer no comió nada en todo el día—intervino mi madre, siempre dispuesta a ayudar—. Con la resaca que tenía del día anterior dijo que no le entraba.
—No importa —continuó mi tío, frotándose los ojos y sin dejarme responder—, si fuese una intoxicación tendría otros síntomas. ¿Te duele alguna parte en concreto o es por todo? —Tenía el rostro más serio que cuando llegó y la vista más centrada.
—Creo que por todo. Igual un poco más en la parte de abajo pero no sé decirte.
—¿Puede ser que te duela más la parte derecha que la izquierda?
—Igual sí —yo no sabía concretar nada, me dolían hasta las uñas de los pies. Solo quería una pastilla que me hiciera sentir mejor.
—Voy a hacer una prueba que igual te duele un poco —me dijo con una sonrisa, algo que no había mostrado hasta entonces.
Cuando un médico sonríe de repente, sin haber hecho un amago de chiste, a todo el mundo con dos dedos de frente le saltan las alarmas. Y más si viene acompañado de la palabra “dolor”. Me tensé por instinto, preparándome para lo que pudiese venir, pero él me pidió que me relajara todo lo posible.
Puso la mano izquierda con suavidad sobre la parte derecha de mi bajo vientre y la presionó con delicadeza ayudándose con la otra mano.
—¿Duele mucho?
Dolía pero era soportable. Falsa alarma, mi tío no era como otros médicos. Era buena gente y tenía tacto para tratar con pacientes que estaban sufriendo.
—Duele bastante, pero puedo aguant…
Sin dejarme terminar la frase, el muy cabrón soltó las dos manos de golpe y me hizo sentir tal agonía que se me nubló la vista. Fue tan brutal que pensé que me estaba sacando las tripas de un tirón. Una sólida S+ en mi tier list de dolores; mi nuevo diez en la escala del dolor: cortarme en un dedo con un cutter, un cuatro; recibir puntos por un golpe en la cabeza, un seis; pillarme un huevo con la cremallera de los vaqueros, un ocho —un nueve sumando la humillación cuando te pasa delante de media clase—.
Creo que grité pero no lo recuerdo bien. Solo escuché las palabras de mi tío a mis padres:
—Ya podéis ir corriendo al hospital. Es una apendicitis de libro y ya está muy avanzada.

• • •


El viaje al hospital fue una auténtica tortura. Eran solo cuarenta kilómetros, poco más de media hora, pero podía sentir en mis entrañas cada puñetero bache de la carretera.
Por un lado quería que corriese lo máximo posible para llegar cuanto antes y me quitasen lo que fuera. Por otro, tenía ganas de gritar a mi padre que por favor fuese más despacio porque me estaba haciendo papilla por dentro.
Sabía que una apendicitis no era algo muy grave porque conocía a gente que le habían operado sin grandes dramas. Pero el hecho de tener dentro algo que se estaba pudriendo resonaba en mi cabeza con el puesto de comida ambulante al que había estado culpando de mis dolores. Me hacía pensar en gusanos devorando todo lo que pillaban en la oscuridad de mis tripas. Y eso me llevaba a aferrarme con fuerza a mi inseparable palangana y hacerle reverencias dignas de un monarca.
Durante todo el trayecto mis padres no hablaron mucho. Supongo que se sentirían un poco culpables por no haber detectado antes la gravedad del asunto. Yo no estaba enfadado con ellos, por lo menos no había tenido que pasar otra noche entre los bultos del colchón del desván.
Cuando llegamos al hospital, nos estaban esperando —ventajas de tener un tío con contactos— y directamente me metieron a una sala para examinarme bien, dejando a mis padres en la sala de espera. No me dieron tiempo ni para despedirme de mi vieja compañera de plástico. La enfermera me pidió que me desvistiera para hacer unas pruebas.
—Súbete a la báscula, por favor. Tenemos que pesarte para calcular bien la anestesia.
Subí obedientemente, a pesar de que estando en ropa interior tenía frío y el contacto con la superficie metálica del aparato no ayudaba.
—Quédate todo lo quieto que puedas para que registre bien el peso. Mientras tanto, te voy a poner una inyección —y con una sonrisa añadió:— Tranquilo, que no duele.
Hija de puta, ¡esa ya me la sé! Mi cuerpo reaccionó por instinto nada más ver la jeringuilla en su mano: se me doblaron las piernas y el suelo se acercó a toda velocidad.
Cuando me desperté un poco más tarde estaba en una camilla. Me habían puesto un camisón abierto por detrás y, por alguna razón, mis calzoncillos habían desaparecido. Me dolía la cabeza del golpe que me había dado contra el suelo, aunque apenas lo notaba porque el foco del dolor estaba donde siempre y era más intenso que nunca.
—¿Te sientes mejor? ¿Cómo puede ser que aguantes el dolor de una apendicitis y te desmayes por una pequeña inyección?
—¿Dónde están mis gallumbos? —para mí era una prioridad absoluta, ¿por qué había aprovechado a quitármelos cuando estaba inconsciente? Podía haberme pedido que me los quitase con el resto de la ropa. Esa enfermera no era trigo limpio.
—No te preocupes, está todo guardado para después de la operación.
No era eso lo que te preguntaba, so pervertida. ¡Quiero saber qué necesidad tenías de dejarme en bolas! No quiero que se le vaya la mano al cirujano y estropee por accidente una herramienta que aún tengo sin estrenar.
No me atreví a decirle nada en voz alta, solo le lancé una mirada acusadora pero que en el fondo sabía que se parecía a la de un perro recién apaleado. Llevaba ya casi veinticuatro horas vomitando y eso se nota.
—En unos minutos vendrán los doctores y empezaremos, ¿vale?
Me quedé solo durante un rato tendido en la camilla de una habitación con una luz blanca muy intensa, vestido únicamente con un camisón semitransparente y un montón de tubos enchufados a mi antebrazo izquierdo, esperando a que llegasen los señores de los bisturíes para rajarme la tripa. La verdad, no era así como esperaba acabar las fiestas.
No tardaron mucho y enseguida se pusieron a preparar sus herramientas de carniceros. No veía nada porque lo hacían a mi espalda, lo que era mucho más inquietante porque tenía varias películas gore en mente relacionadas con esos sonidos metálicos.
Un chico joven con mascarilla se acercó a mi camilla. Parecía un buen tipo y quise preguntarle a ver si él sabía porqué me habían quitado los calzoncillos pero no me dio pie. Directamente puso una inyección en uno de los tubos que colgaban de mi brazo.
—Con esto vas a echar una siesta increíble, ya verás.
Y pasados un par de segundos se apagaron las luces.
Literalmente. SE FUE LA PUTA LUZ y se encendieron unos pequeños focos que iluminaban diez veces menos que los anteriores. Quería salir corriendo de ahí pero la anestesia ya me estaba haciendo efecto y no podía moverme ni hablar. Y los ojos se me cerraban solos.
—Tranquilo, todo va a ir bien —dijo la voz del anestesista.
Y en ese momento, con los ojos ya del todo cerrados, recé al Dios de mi abuela. Le pedí que por favor ese chico no estuviera sonriendo detrás de la mascarilla.

• • •


Cuando me desperté estaba en una habitación prácticamente a oscuras, iluminada por la escasa luz que entraba por una puerta abierta. No fue un despertar abrupto como esperaba, era consciente de donde estaba y me hacía una idea de lo que había pasado. Desde mi posición en un extremo de la sala, veía otras dos camillas ocupadas con gente durmiendo; una de ellas hasta roncaba plácidamente.
Aún estaba un poco atontado por la anestesia y me costaba moverme, pero por fin había desaparecido el dolor. Con esfuerzo, conseguí levantar un poco la cabeza y miré hacia mis pies. Lo primero que vi fue la tienda de campaña que había aparecido en el centro del camisón. La parte buena: no habían cortado lo que no debían; la mala: en ese momento entraron en el cuarto dos enfermeras.
—Buenos días —susurró una voz a mi lado.
Cerré los ojos intentando hacerme el dormido. Me concentraba muy fuerte en hacer fluir la sangre, que se dejase de acumular ahí. Pero no había forma. ¿Por qué me habían tenido que quitar los calzoncillos?
—Déjalo, está teniendo un sueño agradable —dijo otra voz.
—No, no. He visto que tenía los ojos abiertos cuando hemos entrado.
No tenía sentido disimular así que decidí abrirlos. Era una enfermera de unos cincuenta años con cara de simpática. Intenté decirle algo, no sé muy bien qué, pero tenía la boca pastosa y no conseguí vocalizar palabra alguna.
—¿Te encuentras bien? Todavía no podemos darte nada de beber pero si quieres te puedo traer unos bastoncillos de chupar.
Notaba el suave contacto del camisón y eso no hacía sino aumentar el tamaño del tipi a pesar de mis esfuerzos en plegarlo. Y veía a la mujer lanzando miradas furtivas en esa dirección.
—Todavía tienes que estar un rato más aquí así que no te preocupes —dijo la otra enfermera acercándose a mi camilla—. Duérmete, que se ve que estás… a gusto.
Esta otra era mucho más joven, de unos veinticinco o por ahí, y miraba descaradamente a donde no tendría que mirar. Seguro que era amiga de la que me había robado los gallumbos cuando me desmayé. Quería taparme un poco, aunque fuera con las manos, pero éstas tampoco me hacían caso. Asentí cerrando los ojos, mientras una lágrima se me escapaba hasta la almohada. Creí que había llegado al límite de humillación que puede soportar una persona. Pero no, siempre se puede caer un poco más bajo.
Unas horas más tarde, con mi cuerpo ya bajo control, me llevaron a la habitación que iba a compartir con un chico mayor al que habían operado unos días antes. Ahí me esperaban mis padres, que me confirmaron que la operación había salido bien. Les pregunté si les habían dado la ropa que llevaba puesta cuando llegamos y me dijeron que sí, que estaba todo en el armario (calzoncillos incluidos). Con la principal inquietud resuelta, pregunté si se había ido la luz mientras me operaban o lo había soñado. En efecto, un rayo había dejado sin luz toda la zona durante unas horas y el hospital había tenido que operar con los generadores de emergencia. Toda una aventura.
Me instalaron en una cama articulada con unas estupendas sábanas bajo las que pude por fin ponerme la ropa interior. Las enfermeras me recomendaron que tratase de dormir las próximas horas y eso hice, dormí durante lo que quedaba de noche y todo el día siguiente, despertándome lo justo para tomar la medicación.
A media mañana del segundo día, mis padres estaban hablando bastante serios en la puerta de la habitación. Cuando acabaron, mi madre salió afuera y mi padre se sentó en mi cama con cara de preocupación. Me temí lo peor: que una de las enfermeras me hubiera puesto una demanda por exhibicionismo. No iban por ahí los tiros, era mucho peor.
—A ver, no hay forma suave de decir esto. Ha dicho el médico que como no mees en las próximas 24 horas te van a meter un tubo por el pito para terminar de expulsar los restos de la anestesia. Ya te puedes poner las pilas.
El rey de las sutilezas, mi padre. Como aún no me dejaban comer ni beber nada no había tenido la necesidad de ir al baño, ni siquiera se me había pasado por la cabeza. Además, me sentía muy débil como para ir hasta allí arrastrando el gotero.
Mi padre, leyéndome la mente, sacó una bacinilla de debajo de la cama y la dejó sobre la mesilla.
—No hace falta que te explique cómo funciona, ¿verdad?
No, me hacía una idea demasiado clara de todo.
Tenía el siniestro artilugio en la mano, un pariente cercano de mi palangana, cuando entraron por la puerta mis tíos del pueblo con mi hermana. En pleno apogeo de la edad del pavo, empezó a soltar pullas sobre la bacinilla entre carcajadas y a contarme lo bien que se lo había pasado el último día de fiestas. Al poco rato volvió mi madre y entre todos se pusieron a discurrir la mejor forma de que yo consiguiera hacer pis. El momento estelar fue cuando mi madre retiró las sábanas sin previo aviso y me puso la bacinilla en la entrepierna.
—Venga, inténtalo a ver si sale.
¡Claro que sí! Ningún problema en que estéis todos mirando. Pero primero avisa también a esa señora que va por el pasillo. ¡Y que traiga a sus nietas para que me animen con unos pompones!
Si mi padre no me hubiera metido una imagen tan cruda en la cabeza creo que me habría reído de la situación. Pero estaba rozando el límite de mi estrés así que, dejando de lado toda educación, les grité que se fueran, que lo haría yo solo.
Lo intenté durante una buena media hora, escondido debajo de las sábanas para simular un poco de intimidad y probando diferentes posturas (dentro de las limitaciones postoperatorias). Pero no salía nada. ¿Que iba a mear si no había bebido de fundamento desde hace días? Decidí quitarme los calzoncillos del todo para limitar las barreras físicas, pero tampoco funcionó. Contra mis principios, no me los volví a poner por si me entraban ganas de mear a lo largo del día.
Al final desistí. Volvió la familia despachada y aportaron cientos de ideas totalmente inútiles. Por la tarde volví a intentarlo varias veces pero con idénticos resultados. Cuando vinieron a darme la medicación les pedí un poco de agua, un zumo, cualquier cosa que pudiese llegar hasta mi reseca vejiga. Me dijeron que no: órdenes del médico.
A punto de anochecer, mis padres se fueron a cenar y me dejaron a solas con mi hermana. Se me había ocurrido una idea pero necesitaba un cómplice, y ella era la única lo suficientemente inconsciente como para ayudarme.
Me inventé los detalles más escabrosos que se me ocurrieron sobre lo que pasaría si no conseguía hacer pis (amputaciones, deformaciones permanentes) y se los conté para asustarla todo lo posible. Cuando me pareció que ya estaba lo bastante preocupada, le pedí que me ayudase a llegar al cuarto de baño. Solo tendría que sostenerme un poco y cargar con las bolsas de suero.
Y así emprendimos un duro viaje de seis metros que nos llevó más de diez minutos, renqueando con el culo al aire, apoyado en una muleta demasiado corta y jurando en latín en cada gesto por lo que me tiraban los puntos. Hay que decir que mi compañero de habitación se lo pasó en grande durante todo el proceso.
Una vez dentro, eché el pestillo. Tenía la firme intención de no salir de ahí hasta haber conseguido sacar algo de lo que estaba siendo la principal fuente de problemas de mi estancia hospitalaria. Podía beber agua del lavabo si hacía falta pero ese sería mi último recurso: si no me dejaban beber sería por algo y no quería buscarme más problemas.
Así que abrí el grifo del lavabo, dejando correr el agua para entrar en armonía con el elemento, me senté en el inodoro, y esperé.
Al cabo de unos minutos oí llegar a mis padres y se descubrió el pastel. Como había planeado, descargaron su ira contra mi hermana. Me sentí un poco culpable pero tampoco mucho; cuando consiguiera mear, todo estaría bien y la podría compensar de alguna forma.
En pleno griterío con mis padres, entró una enfermera y se enteró de lo que había pasado. Escandalizada, también se puso a sermonearles a viva voz sobre que yo debería estar en reposo absoluto, sin levantarme de la cama. La situación era bastante cómica porque yo era el único responsable de lo que había pasado y estaba tan tranquilo sentado en el baño, mientras que el rapapolvo lo recibían los que no habían hecho nada. No pude evitar echarme a reír, y eso debió de activar algún mecanismo interno que aflojó mi vejiga.
¡Por fin había conseguido mear algo! Fue un chorrito de nada, lo justo para tintar el agua de amarillo, pero era suficiente. Tenía que ser suficiente. Me levanté a duras penas y abrí la puerta, solicitando a la enfermera que emitiese un certificado oficial de la meada.
Unos días más tarde me dieron el alta con una parte de mi dignidad intacta: no había tenido que usar la bacinilla y me había librado de la diabólica sonda. Puede que a algunos les parezca poca cosa; para mí era el equivalente a licenciarme con honores.

En el camino de vuelta a casa, pensé que encontraría la palangana en el coche. Al no verla pregunté por ella y me dijeron que el día de mi operación la perdieron de vista cuando se fueron las luces. Para cuando se acordaron, había desaparecido de la sala de espera.
A mi me pareció correcto. Seguramente habría encontrado a alguien que le diera los abrazos que merecía, igual que yo se los di en su día.
5.0 (1)
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Avatar de yamifernan
yamifernan 2025-08-06 19:29:32

Un relato tragicómico bien escrito. El párrafo final te salió hasta con prosa poética, rematando con ello la lectura del cuento.