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El Cénit de los Cinco Filos - Fictograma
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El Cénit de los Cinco Filos

Avatar de Ghastermeid

Ghastermeid

Publicado el 2025-08-08 11:59:59 | Vistas 124
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En una cabaña más del montón, ubicada en un pueblo pequeño y olvidado, habita Krisabel, una niña del tipo que se muerde las uñas, que siempre está despeinada y anda de arriba para abajo, siendo exasperante. Odiaba quedarse sola, simplemente esperando. La niña tiene rasgos delicados, ojos bien grandes y un mechón de pelo que caracteriza a las Heigen: una marca de nacimiento, un lunar blanco en su cabello castaño común. Ambas lo tienen: madre e hija. Clarien, la madre de Krisabel, es la panadera del pueblo, pero no vende en la villa; parte lejos para vender en las zonas aledañas al Reino de Rayan. La puerta crujía al cerrarse como todas las mañanas. Para Krisabel, ese sonido no era más que un pistoletazo de salida. Entonces, la pequeña realizaba una serie de maniobras para escabullirse por la ventana. Se montaba sobre una mesa vieja y medio derruida, trepaba los gabinetes, sacando en el camino un cuchillo y una hogaza de pan para así saltar de la ventana. Cuando el sol apenas comenzaba a salir, si mirabas hacia la casa de las Heigen, siempre verías la misma imagen: una madre de mediana edad con un canasto gigante de pan sobre la cabeza, saliendo y echando llave a su casa, para luego desvanecerse entre la niebla del "Prisol", cuando los primeros rayos del sol se dejan ver. Pero eso era lo común en la Villa del Sol Poniente. Lo curioso era ver a una pequeña niña o más bien una ratilla, con una hogaza de pan en la mano derecha y un cuchillo de cocina entre los dientes, saltando por la ventana. Si no la conocieras desde hace años, dirías que acaba de… ¿Robar solo una hogaza de pan? —¡Que el sol sea radiante! —dice la niña, con voz agitada y apresurada, reincorporándose a quien sea que presencie el acto. Como cada mañana, hay un hombre anciano sentado en el marco de la ventana de su vieja casa, vigilando la calle, pero aún más hacia la casa de las Heigen mientras fuma una pipa casera. Es robusto, con una barba impresionante, mirada cansada y arrugas marcadas. Su melena, castaña oscura con recias líneas blancas marcadas por la vejez, le da un aire imponente. Asiente sutilmente con la cabeza en saludo al ver a la niña. La ratilla, corriendo en dirección contraria a la de su madre, frena en seco. Se voltea y grita al anciano: —¡¿MAÑANA EN LA TARDE NOS VEREMOS, VERDAD?! —¡CUANDO HAYAN SONADO LAS CAMPANAS! —responde el viejo, con su voz áspera y carrasposa. El anciano le cuida con la mirada hasta que su figura se pierde entre la arboleda que está un tanto hacia el sur de la villa. Si lograras seguir su ágil y diminuta silueta, la verías correr entre los árboles, rompiendo pequeñas ramas y pisando hojas secas, chapoteando mientras da zancadas y saltos temerarios mientras corre adentrándose más y más en el bosque. Esta ratilla armada parece tener prisa. Cuando llega a un claro entre la espesura del bosque. Entre la maleza escasa, se distingue una pequeña caja de madera que comienza a sacudirse cuando Krisabel se acerca. Algo debajo se mueve con ímpetu; se oyen gruñidos y jadeos agudos y violentos desde esa prisión improvisada hecha con ramas y tablas podridas. De no ser por las cuerdas firmemente tensadas, la criatura ya se habría liberado. La niña se acerca con total confianza. Sorprendente para alguien de su edad: diez años, con la inocencia aún intacta y sin idea de lo que es la vida; pero decidida y sin miedo, como si esta no fuera la primera vez ni mucho menos la segunda. Desata la cuerda que mantiene la trampa cerrada, coloca sus manos sobre la caja para evitar que escape lo que sea que haya dentro. Sin vacilar, levanta la caja con una mano y, con agilidad, clava el cuchillo con la otra. Una rata gigante, del tamaño de su cabeza, le ha arrebatado la vida. No hay remordimiento ni pánico. Solo una inquietante paz. Retira el cadáver, corta un generoso pedazo del pan y lo deja bajo la caja antes de volver a tensar la trampa. Se levanta con naturalidad y repite el proceso en varios puntos más. Luego de recorrer un tramo considerable cada vez más y más hacia el sur, se desliza por una ladera hasta llegar a una cueva poco profunda. De allí emerge una bestia que dobla en tamaño a la pequeña Krisabel. Es cuadrúpeda, con pelaje negro y toques plateados, como canas. Se acerca con cautela… casi dócil. —¡Lita, tranquila, bonita! Perdón por no venir ayer —dice la niña con tono tierno y un tanto preocupado. Le lanza las tres ratas, y la loba las devora de un par de bocados. Una loba del Este, despojada de su majestuosidad: cubierta de barro seco, llena de cicatrices, con nudos en su espeso pelaje y una pata vendada y sangrante. Lita, la loba del Este, se echa como puede y suelta un suspiro resignado. Krisabel se acerca, la acaricia con confianza y nota un cuenco de madera rascado y arañado. Lo recoge y limpia el polvo con la mano. —¡Está completamente seco! —piensa alarmada. Baja la diminuta colina, lava los restos de tierra en un riachuelo cercano y llena el cuenco con agua. Luego sube de nuevo, entra en la cueva y se lo acerca a Lita, que bebe hasta casi vaciarlo. Krisabel repite el proceso y esta vez lo deja un poco más apartado. La acaricia mientras le habla, como si conversara con una vieja amiga. Ya han pasado un par de horas hasta que ve que la luz del sol comienza a bañar una piedra: es la señal, es el "Antesol" y Krisabel debe irse. Saca un último trozo de pan, como siempre, y se lo da a Lita. La bestia mueve la cola, lo traga y la observa con ojos atentos. Krisabel le acaricia la cabeza una vez más, y luego se despide. La loba la cuida con la mirada mientras la pequeña se aleja de la cueva y empieza a trepar. Cuando esta llega hasta la cima, que desde ahí son apenas dos metros, se queda viendo hacia el horizonte, ahí entre los árboles, hacia EL SUR; no cualquier sur como una dirección vaga, ese sur del que nadie le cuenta, ni su madre en sus historias de la antigüedad, ni el viejo Lannis en sus muchas lecciones e historias de guerra. La curiosidad le hace cosquillas en los ojos, pues en la lejanía, esa lejanía que solo dibuja montañas imponentes, en esta ocasión se dibujan unos enormes pilares. No sabe con certeza si son de algún color en concreto, pues el color del cielo y la lejanía los pinta de celeste; son casi invisibles. Pero están ahí, uno a la par del otro, como si fuesen una muralla, pero su separación hace dudar de ello. —Quiero ir ahí —dice la inocencia de Krisabel en su mente. Ese momento de paz es interrumpido, pues algo está cambiando en esa vista que ya le es familiar a Krisabel. Por primera vez ve una Reloventa, una bestia enorme, Cuadrúpeda, más grande que la colina en la que se encuentra. Las historias del viejo Lannis eran ciertas; miden tanto como cinco hombres, uno parado encima del otro. Esta bestia grande y de patas enormes, gordas y robustas como los troncos de algunos árboles del bosque. Era del color de las nubes, tan blanca que las manchas de lodo y tierra le contrastan demasiado. Como Lannis había dicho, esta bestia no tenía cuernos que salieran de su hocico, pues al cortarlos se volvían dóciles, sin pelo, con un cuello robusto grueso, que está algo alargado; su cabeza es imponente, con los ojos a los costados y con unas orejas caídas y grandes. Su hocico era poco alargado y de nariz chata, casi aplastada; esta bestia era majestuosa. Krisabel quedó estupefacta; tenía los ojos bien abiertos y la sonrisa le dibujaba una línea de oreja a oreja. Los pequeños destellos de luz que reflejaba la armadura de la bestia le obligaban a entrecerrar los ojos. Estaba tan lejos que el sonido de su andar retumbaba como truenos. Su andar era lento, pues no solo era una bestia; eran dos más y estas tiraban de unos carros enormes, casi del tamaño de la bestia, negros con líneas rojas y plateadas; no sabría decir si era metal o madera. Si no fuera por las historias de guerra de Lannis, no sabría que arrastraban. Soldados imperiales gilmentenses. Lannis había dicho que en cada carro de estos había cien hombres de todos los rangos y cuando veías uno de estos llegar, solo significaba una cosa. Conquista. Esa imagen tenía embobada a Krisabel y muy probablemente se habría quedado ahí parada hasta ver si realmente iban hacia EL SUR. Pero Lita sale de la cueva y empieza a dar unos ladridos tan estruendosos que rompen a la hipnotizada ratilla armada. Esta vuelve en sí para empezar a correr de regreso a la villa y de vez en cuando voltea a ver si el carromato seguía en el horizonte. Quizás esta noche Krisabel pueda obtener respuestas de su madre. Por las noches Clarien Heigen instruye a su pequeña niña sobre todo topico posible. Matemáticas, historia, cosas aburridas sobre panadería y repostería. Pero una vez —solo una vez—se le escapó una historia sobre el Palacio Escarlata, embelesada por la nostalgia Clarien hablo de su vida aristocrática, y como desempeñaba su papel como La Maestra Repostera del Reino de Gilmet, hablo de fiestas, las decoraciones hermosas y brutales con acabados metálicos de plata roja y hierro negro, con sus respectivas decoraciones de madera perlada del bosque de plata. Esa sesión duro más de lo habitual para Krisabel. La niña astuta no interrumpe su madre mientras está le hablaba de cosas de las cuales le prohibió preguntar, quizás Clarien estaba dispuesta al fin de compartir su vida anterior con su hija. O simplemente pensaba en voz alta mientras recordaba sus años dorados. —"No sabes que estás en el mejor momento de tu vida… hasta que vives el peor".—dice Clarien luego de suspirar. Cuando volvió en sí, notó una chispa en los ojos de Krisabel. La pequeña quería saber más sobre la vida pasada de su madre. Pero Clarien cambió el semblante y volvió a la historia aburrida de la historia del antiguo y gran reino de Gilmet. Y la chispa en Krisabel se apagó, con duda y temor le pregunta a su madre: —¿Qué son esos Pilares en el sur? Clarien se queda en silencio unos segundos, la observa detenidamente, su cara cambia demasiado y dice: —No lo sé —dice Clarien con un nudo en la garganta—. Y… —Y tú tampoco deberías saberlo —hace una pequeña pausa—. Simplemente hay cosas prohibidas, y esas cosas son como las leyes están para seguirlas y no cuestionas sobre ellas —dice ya con mayor autoridad. —pero… —Nada de “pero”, Krisabel —le interrumpe su madre—. Mañana te hablaré sobre el Concilio de Nueva Esperanza y entenderás por qué hay unas cosas que no están permitidas —dice su madre mientras arropa a Krisabel y le da un beso en la frente. —Buenas noches, mamá. —Buenas noches, cariño. Krisabel no podía dejar de pensar en eso, pero se distrae porque recordó a Lita, su amada primera mascota. —Quizás cuando esté más bonita pueda traerla a casa —dice a sus adentros. Ya han pasado tres semanas desde que Krisabel conoció a Lita. En ese entonces, la pequeña Krisabel perseguía ratas, lanzaba pequeños cuchillos o tallaba su nombre en alguno que otro árbol viejo. Ya era el “cénit”, cuando el sol arde más y tu sombra está bajo tus pies. Y Krisabel debía acudir a las lecciones cotidianas que le daba su vecino; cuando en la lejanía se escucharon quejidos, lamentos y aullidos de una bestia en la profundidad del bosque. Muchos habrían huido o ignorado esos lamentos. Pero Krisabel, guiada más por curiosidad que por sensatez, se adentró en el bosque. Una loba malherida, agonizante cerca de un riachuelo. Con flechas clavadas en el lomo, un ojo ensangrentado y una pata quebrada. Ahí estaba el origen de los ruidosos aullidos, sufriendo y aferrándose a la vida, una loba del este con su tamaño de miedo y su pelaje manchado pero majestuoso. Al llegar a una cueva poco profunda, se detuvo al verla. No por miedo, sino porque sabía lo que necesitaba hacer. Regresó a casa con entusiasmo, revolvió todo hasta encontrar vendas, ungüentos, ropa vieja y —lo más importante—un libro de primeros auxilios. El viejo exsoldado del pueblo, el señor Catro Lannis, vecino de las Heigen, la vio pasar con una caja llena de cosas. Extrañado, gritó: —¡¿Kris, a dónde vas con todo eso?! —¡Usted lo dijo, señor Lannis! ¡El conocimiento no sirve de nada si no se pone a prueba! —le gritó la niña con dificultad, cargando su caja. El viejo pensó en detenerla, pero su bastón y su pierna de madera se lo impidieron. Ya era tarde; el “Trasol” estaba en sus últimas etapas cuando Krisabel, llena de arañazos y vendada, pero con una sonrisa de triunfo en su rostro, llega a casa. Había logrado tratar las heridas de la loba. La llamó Lita, como la exesposa de Lannis. Clarien la esperaba con los brazos cruzados. El ceño fruncido, una ceja arqueada y la boca apretada en una línea recta. Pero al verla toda herida y despeinada, corrió hacia ella: —¿Pero qué dem…? ¿Qué te pasó? —preguntó alarmada, mientras le ayudaba con lo que traía. —¡Ja, ja, ja! Me hubieras visto, mami. Ya podría ser doctora. ¡Cuidé a una loba herida del bosque! —dijo Krisabel con orgullo, sin entender lo cerca que estuvo de morir. —¿¡QUÉ HICISTE QUÉ!? —gritó Clarien, horrorizada—. ¿Tienes idea de lo peligrosa que es una loba, y más si está herida? Mientras la curaba, la regañaba. Krisabel, entre lágrimas por el dolor, seguía contando su aventura con emoción. Ya era el ocaso y Clarien tenía una vela para iluminar la habitación. —Y tienes prohibido salir hasta que yo regrese. Te quedarás encerrada repasando tus lecciones —dijo Clarien con autoridad mientras le desinfectaba las heridas—. Y aunque estoy muy orgullosa de ti… tienes que entender algo: Arriesgar tu vida por otros no siempre está bien. Primero tú. Segundo tú. Tercero, tú. Cuarto… los demás. Si tú no estás bien, ¿cómo ayudarás a los demás? ¡Mírate! Toda flaca y sin fuerzas por no comer… ¿Y así quieres salvar animales? —Sí, mami —dijo Krisabel, llorando por los raspones y los regaños. Krisabel no había obedecido a su madre durante las tres semanas siguientes. Pues fue al tercer día de la sexta semana que algo cambió. Como cada mañana, después de esa maratón por el bosque y continuar con el genocidio de ratas, la niña llegó a la cueva. Lita estaba ahí, echada con porte majestuoso. Su pelaje, antes enmarañado y mugriento, ahora brillaba. Estaba limpia, fuerte, sin heridas. Krisabel, con su ritual habitual, le ofreció las tres ratas. Pero Lita no comió de inmediato. Se puso de pie y se acercó a la niña. La lamió con insistencia, moviendo la cola y restregando su grueso pelaje en la ropa de Krisabel. Se apartó de ella y le lanzó sus ensordecedores ladridos; fueron dos. Luego, Krisabel, de tanto reír y acariciar a Lita, esta enorme bestia se para. Se miraron. Y sin más, la loba dio media vuelta y echó a correr. —¡Lita! —gritó Krisabel, lanzándose detrás—. ¡Vuelve, preciosa! Corrió cuanto pudo. Pero sus piernas de diez años no podían alcanzar a una criatura sana, veloz y libre. Siguió gritando, jadeando, hasta que el bosque se abrió y terminó a las orillas del bosque en dirección a un barranco por el cual Lita estaba dando enormes saltos entre rocas sueltas hacia el abismo. Luego de bajar, llegó hasta una explanada. Desde ahí vio cómo la figura de Lita se hacía pequeña, más y más, hasta volverse un punto en el horizonte… y desaparecer. Krisabel cayó de rodillas por el cansancio extremo. Hundió la cara en la tierra seca. Lloró con rabia. Con mocos, saliva y polvo pegado al rostro. Gritó hasta que se le acabó el aire. Pasó tanto tiempo así que ya no brotaban más lágrimas; donde antes había tierra seca, ahora hay lodo que mancha toda la cara. El sol comenzó a castigarle la piel. Apretaba los ojos, pero no quería dejar de mirar hacia donde Lita se había ido. Entonces, oyó un estruendo: un carruaje común, enano en comparación al carromato imperial de hace unas semanas atrás; este avanzaba por un sendero que bordeaba el barranco. Soldados a caballo. Gritos de un hombre con desesperación: —¡¡MANTENME POR FAVOR!! —grita el hombre sollozando y llorando, repitiéndolo una y otra vez hasta que su voz se pierde en la distancia. Se dirigían hacia EL SUR. Esos gritos horrorizaron a Krisabel y entonces la niña lastimada y arrastrando los pies como si alguien la obligara a caminar, va de regreso por el bosque. Su paso es lento, por el cansancio, por las rodillas raspadas y por la sangre que brotaba de estas. Pasó por el río que estaba a la falda de la enana colina donde unas flechas quebradas estaban clavadas; las vio y siguió sollozando con la respiración entrecortada. Se medio arrastra y escala la pequeña colina. No quiere pasar por ahí, pero es el sendero que conoce para subir, ya que tiene que pasar por la cueva de Lita. Krisabel se queda un pequeño instante ahí parada, viendo hacia el agujero poco profundo, esperando a que salga Lita. —Ya llegué, bonita —dice con la voz quebrada y entrecortada por el llanto. La única respuesta es su propia voz, producto del eco. El viento ya empezaba su azote con frialdad y fuerza… Si bien conoce más el pequeño bosque que los rincones de su casa, los cuentos e historias que le contaban tanto su madre como el señor Lannis sobre el bosque de noche y las damas de negro le inquietaban aún más. Cuidado cuando la bendición del sol abandona las calles —y sobre todo los bosques—, pues las mujeres de negro con capas acechan y se llevan a las niñas para convertirlas en monstruos sin alma y encerrarlas en su mente, decían. Llámale paranoia, pero una silueta delgada, a la distancia, asusta a Krisabel. Ambas quietas. Ninguna se movía. Krisabel, con los ojos tan abiertos que fácilmente se saldrían de sus cuencas, observa. La silueta negra y delgada parece que levanta la mano. Hace frío e invade un silencio, un silencio ensordecedor. Los segundos parecen eras completas. Pero el ardor en los ojos de la pequeña la obliga a parpadear, y con las manos se quita algo de tierra de la cara. Pero no hay nada. Krisabel, entre tristeza y miedo, acelera el paso. Pasar buena parte del Antesol y parte del Cénit ahí tumbada llorando, sumado a su lenta caminata, le están pasando factura. El Trasol estaba acabando y ella apenas salía del bosque. Le duelen los pies, las piernas le traicionan, las rodillas le arden, la cara le duele y los ojos le escuecen, pero no sabe si por llorar o por lo de antes. Ni siquiera estaba el señor Lannis en la ventana de su casa, ni los niños jugando cerca de su casa. Krisabel sacó la llave de su casa, entró y volvió a cerrar. Esconde su llave y, así cubierta de tierra, lágrimas secas y moco sólido, se tumbó en lo que ella llama cama y se echó a dormir. Sin esperar a su madre. Al día siguiente, el característico sonido de la puerta de su casa no la instó a salir; ni siquiera dejó de ver la pared ahí en la esquina donde se encuentra su cama. Llorando, aunque con menos intensidad, simplemente volvió a quedar dormida; ni el hambre ni el calor la despertaron. El sonido de las campanas del templo al Dios de la Tierra empezaron a sonar resonando en la pequeña villa, pero ni eso la instó a levantarse. Aunque algo que rara vez pasaba pasó esa tarde. El sonido de su puerta con dos golpes secos le cambió el semblante. Krisabel se secó las lágrimas, se levantó y aceleró un poco el paso para abrir lo antes posible. —¿Quién podrá ser? —retumba la pregunta en la cabeza de la pequeña ratilla. Si bien su madre le prohibió abrir a quien sea que toque, la niña, movida por esa pequeña voz en su interior, le insta a asomarse entre las tablas de madera de su puerta por ese pequeño haz de luz que entra desde afuera. Ahí lo ve, a su vecino, al exsoldado. El viejo Lannis. Jamás lo había visto alejarse de su casa y mucho menos dar más de dos pasos solo. Aunque no era mucha la distancia que recorre desde enfrente de su casa, eso sorprendió enormemente a Krisabel, quien abre ignorando la advertencia de su madre. —¡Señor Lannis! —dice sorprendida la pequeña. —Entonces sigues viva, bien, me regreso. Krisabel le interrumpe la media vuelta al anciano y le sostiene la mano. —¡Lita se fue! —dijo la niña para acto seguido romper en llanto otra vez. El anciano rebuznó como caballo y detuvo su lento avance. —Tranquila, niña, tranquila —le dice mientras le abraza y acaricia su espalda. —Supongo que es el nombre, niña, te advertí que no se lo pusieras. La niña no escucha nada y sigue llorando mientras abraza al imponente anciano. Han pasado varios minutos, Krisabel ha cesado su llanto y, aunque aún se escuche su respiración entrecortada y cómo aspira los mocos que le salen, El anciano se agacha sobre la pierna buena con mucha dificultad para quedar al nivel de esa ratilla llorona. —Los animales simplemente se van, porque son libres. No hay animal que merezca ser dueño de nadie; son como nosotros: aunque no hablen, sienten y tienen instintos. Y ya lo dijo el Dios Primordial: “La conciencia y el alma te pertenecen, pues son mi creación. Si las desechas, no hay redención.” —Por eso en Gaphanos rechazamos a las mascotas y la esclavitud, pues el alma, cuerpo y consciencia no deben tomarse —termina añadiendo el viejo. Krisabel no entiende al anciano, pero le reconforta la manera en la que habla, pues hoy no es el anciano cascarrabias y autoritario que suele ser cuando la instruye en manejo de cuchillos y combate básico. —Hoy no es el exsoldado del pueblo, es algo más. Dice Krisabel en su mente mientras su llanto termina y abraza al anciano más fuerte. El momento fue efímero, pues un silencio incómodo, uno inquietante, golpeaba la villa. Krisabel logró ver cómo algunas madres resguardaban a sus hijos dentro de sus casas. No había faroleros que iluminaran la villa; el Trasol ya estaba en sus últimas. El ocaso estaba por caer. Entonces Krisabel logra ver a la distancia un carruaje, los caballos vienen a todo galope. Se escucha de forma estruendosa la madera crujir, y las ruedas levantan la tierra suelta con su avance. La escena asusta a ambos. Nunca llegaba un carruaje tan tarde a la villa, y menos con esa urgencia. Pero más grande fue la sorpresa cuando, al fin, se acerca lo suficiente y logran ver a Clarien. Clarien baja del carruaje de un salto. Se le ve el rostro como Krisabel nunca lo había visto: con miedo y terror. —¡Catro! ¿Pero qué haces…? —se interrumpe sola, viendo de pies a cabeza al anciano y a la niña. La duda no se sostiene por sí sola; la preocupación de Clarien es evidente. —Krisabel, entra ya a la casa. Necesito que empaques ropa en un saco, en otro pan y la carne seca. Detrás de los libros de repostería hay un saco con monedas, tráelas —dice Clarien acelerada y nerviosa. Krisabel se queda estupefacta. Tiene tantas preguntas, pero sobre todo está asustada. La pobre ratilla, aún con lágrimas secas, le pregunta a su madre con voz temerosa y quebrada: —¿Qué pasa, mami? —¡Krisabel, pero ya! —dice alzando la voz. La niña se sobresalta. Su madre nunca le había gritado así. Reacciona y hace lo que le piden con paso acelerado. Mientras tanto, Lannis intenta entablar conversación con Clarien, pero esta no le responde. Simplemente lo ignora. Carga unas vasijas con agua y unos bloques pequeños de heno al carruaje. Krisabel, adentro de la casa, hace lo que le pidieron. Logra escuchar un nombre que sale de la boca de Lannis. No lo distingue del todo, pero nunca lo había escuchado. Entonces, gobierna un silencio abrumador por unos segundos. Pero ella sigue empacando. Clarien se queda petrificada al escuchar lo que dijo Lannis, y razona. —Son ellos, Catro, son ellos —dice desesperada, con un tono molesto. —¿Pero cómo sab…? ¿Estás segura de que…? Catro Lannis, perplejo, se interrumpe a sí mismo. No logra articular ninguna oración. —¡Que sí, Catro! Son ellos. Vienen para acá. Incluso traen una Reloventa, y me venía pisando los talones una cuadrilla de soldados. —¿Y cómo estás segura? No hay nada que tengan que hacer aquí. La guerra de Vitelia está más al oeste. Quizás solo se desviaron para hacer un ataque sorpresa por un flanco expuesto. Yo haría eso. —No lo sé, Catro, no lo sé. Pero un… contacto me comentó que van al sur, pues… —¿¡Al SUR!? ¿Por qué mie…? —Lannis se percata de la presencia de la niña y se calla. Krisabel llega con ambos sacos. No habla, solo está ahí parada, asustada. Simplemente los mira a ambos. —Dame eso —dice Clarien, algo arrebatada—. ¿Y el pequeño saco? —cuestiona a la pequeña, y la juzga con los ojos, moviéndolos de un lado a otro, como buscando lo que le pidió. —No lo encontré, mami —dice con voz quebrada, mientras empieza a respirar aceleradamente, como si quisiera llorar. —¡Por un dem…! Está bien. Lannis, dile dónde está la caja. Yo busco el saco —dice, mientras entra en su casa casi corriendo. —¿Q… qué pasa, Lannis? —Obedece a tu madre en todo lo que te diga —le besa la frente—. Ve a mi habitación. Debajo de mi cama verás varios sacos de tela. Lo que buscas es una caja negra de madera. NO LA ABRAS —dice el anciano, haciendo énfasis en lo último. Krisabel va corriendo a la casa de Lannis. Escucha a su madre maldecir a lo lejos mientras rebusca. Distingue una conversación vaga, pero sigue haciendo lo que le pidieron. —¿Qué decías del sur? No creo que vengan para acá —recalca con terquedad el anciano. —Me lo dijeron hace unas semanas. Me dijeron que ya se habían movilizado tropas, pero pensé lo mismo que tú… y mira, ya están aquí. Clarien termina de cargar todo y llama a Krisabel, apurándola mientras se sube al carruaje. No escucha al anciano que intenta detenerla. —¿Pero a dónde vas, hija? Yo no quiero… —A Rayan. Conozco personas que me cuidarán, son viejos amigos de Staind. —¿No volverás con esos canallas, o sí? —No tengo opción —dice, clavando su mirada en los ojos del anciano. Lannis, que juega con las manos por los nervios, su figura encorvada y su mueca que intenta dibujar una triste sonrisa falsa, le dice: —Está bien. Su mirada huye de los ojos de Clarien, y posa su mano en el muslo de la mujer a caballo. —¡Krisabel! —grita Clarien en dirección a la casa de Lannis. Krisabel, dentro de la casa, encuentra la caja. Está ornamentada: negra, con decoraciones en rojo y plateado. Son líneas elegantes, rectas. El grito de su madre la pone nerviosa, pero empieza a caminar más rápido. Entonces escucha caballos y voces autoritarias, indistinguibles. Krisabel cae del susto y la caja se abre con la caída. Salen dos anillos plateados con un escudo; uno rojo, negro y plateado; el otro dorado, fino, con flores y un rubí en la corona del anillo. Pero lo más intrigante es un pergamino que se desenrolla. Tiene decoraciones iguales a la caja, con un escudo de armas idéntico al del anillo rojo. Tenía sellos de cera y escritura muy formal, estilizada. En letras grandes decía: Maripo Hull – Karst Texto y otros nombres: Vibenaza Karst y Sir Bernt Hull Había más texto, fino y con textura al tacto. Krisabel recoge todo y sale corriendo al llamado de su madre. Al salir, ve a un par de soldados. Son altos, más grandes que su madre, imponentes con su armadura de hierro negro y plata roja. No tienen adornos; sus líneas son rectas, uniformes. Están hablando con Clarien. La niña se acerca a Lannis, quien la ayuda a subir al carruaje. Apenas puede, Clarien azota al caballo y galopa tan rápido como pueden los pobres animales. Los soldados se molestan y corren hacia sus caballos, que están a unas casas de distancia. Clarien no se despide, y mucho menos deja que Krisabel lo haga. La niña grita a todo pulmón: —¡¿MAÑANA EN LA TARDE NOS VEREMOS, VERDAD?! —¡CUANDO HAYAN SONADO LAS CAMPANAS! —responde el viejo, y de su boca brota una nota aguda que rompe su voz áspera y carrasposa. —Cuando hayan sonado las campanas, niña. Cuando ya hayan sonado… —repite el anciano, como si la niña aún siguiera llorando en su regazo. Se alejan de la villa a toda velocidad. Krisabel ve cómo esta se vuelve más pequeña. A lo lejos, distingue una Reloventa que se acerca. Es imponente. Se siente como una hormiga ante ella, y ni siquiera está tan cerca. Detrás de ellas vienen dos caballos con los soldados. Vienen más rápido, pero la distancia favorece a Clarien. Krisabel se aferra a la pequeña caja negra. Entonces, un zumbido tras otro susurra en sus oídos. Pasan unos segundos y los zumbidos se hacen más fuertes. Luego, todo da vueltas. Han matado al caballo, y el carruaje da vueltas y vueltas. Gritos de agonía de la bestia y los quejidos de su madre son lo único que queda tras haber sido derribadas. —¿Krisabel? ¿Krisabel, cariño, estás bien? —dice Clarien entre quejidos. La voz preocupada de su madre la hace reaccionar, pero el galope recio y estruendoso de los cascos se acerca. Los soldados gritan. Sus voces y el galope se hacen más fuertes, hasta que la bestia se detiene en seco. Se escuchan pasos acelerados. Voltean el carruaje. Sacan a Clarien. Está toda lastimada. Apenas puede levantarse, pero los soldados la alzan. —Por un demonio, mujer, ¿de qué huye? —dice el primer soldado. —Revísala —dice el otro con voz autoritaria, mientras él busca a la niña en el carruaje accidentado. Krisabel sale. Tiene la cara golpeada, un brazo hinchado. Está despeinada, su nariz sangra y un ojo está cerrado e inflamado. Pero no suelta la caja. Ve al primer soldado con rabia. Él golpea a su madre para que hable. La abofetean y le dan puñetazos en el estómago. La ira consume a la niña. Sale corriendo hacia el soldado mientras grita. El segundo soldado, que parece estar a cargo, le agarra del cabello y, por el dolor, Krisabel suelta la caja. Esta cae, y el soldado se detiene al ver lo que realmente es, no es una simple caja, es una “Caja reliquia”, donde la nobleza guarda pertenencias. Frunce el ceño y tira a la niña como si fuera un trapo. —¡Habla ya, mujer! ¿De dónde salió esto? —grita, señalando a la caja. —Al final sí valió la pena ir tras esta perra —dice el primero, mientras sacude la cabeza de Clarien violentamente. —¡Habla o serás violada brutalmente hasta que te saquemos las palabras del interior! —grita el segundo, escupiendo con vulgaridad. Pero Clarien no se inmuta. Solo mira al suelo. Sangre y saliva gotean de su boca. El segundo la deja en paz y se acerca a la caja. Ve a la niña tirada, llorando. Recoge los dos anillos y el pergamino. Y los examina de cerca, voltea a ver a Clarien y fija sus ojos en el documento su cara de convierte en una mueca de satisfacción y esboza una sonrisa maligna. Clarien observa como el segundo soldado revisa la caja y el primero empieza a manosear a Clarien, entonces grita: —¡Krisabel, corre, mi niña! Krisabel está como piedra. Todo se mueve lento. El cielo ya no es naranja: es un azul oscuro con una fina línea de luz en el horizonte. Aunque sintió haber huido lejos, parece que aún están cerca de la villa. Se ven sombras y luces naranjas que se mueven por toda la aldea. —¡HUYE, KRISABEL, HUYE! —grita su madre, desgarradoramente. Krisabel, arrebatada hacia la realidad por el grito y al ver a su madre con la ropa hecha girones, ensangrentada, llena de tierra y con ambos senos expuestos, reacciona y se levanta para echar a correr. El segundo soldado intenta atraparla, pero ella, ágil y pequeña, se escabulle entre sus piernas. Cae, pero se reincorpora. El primero, nervioso, suelta a Clarien. Va tras la niña, pero la armadura de placas de hierro negro los ralentiza. No logran alcanzarla. Ambos voltean y ven a Clarien correr en dirección contraria a su hija. —¡Por un demonio, inútil, ve tras ella con el caballo! —ordena el segundo. —Yo voy tras la niña. Clarien corre con la ropa rasgada y semidesnuda a la nada absoluta en el frío páramo que está a las afueras de la villa. Ambos soldados silban para llamar a su caballo y empieza la persecución. Krisabel ya ha recorrido más de la mitad del camino de regreso a la aldea. Krisabel escucha cómo el mismo galope de antes acosa su retaguardia. Sin mirar atrás, corre tan rápido como cuando persiguió a Lita en el bosque. Sus piernas lastimadas, raspadas y castigadas comienzan a traicionarla. Da pequeños tropezones mientras corre. A duras penas llega a la aldea y, rápidamente, busca a Lannis con la mirada. Pero el anciano no está. No hay niños jugando cerca de su casa. Ve cómo las sombras con luces naranjas eran, en realidad, soldados con antorchas. El segundo soldado y su caballo llegan segundos después. Él se lanza del caballo y corre con dificultad hacia Krisabel. La ratilla mira a todos lados. Está perdida en medio de la calle, sin lugar seguro. —¡No hay dónde huir, maldita niña! —grita el soldado. Hace señas y silba a sus camaradas, que no están lejos. Los otros soldados, que lucen igual que los dos primeros, responden a su superior y corren tras la niña. Krisabel, desesperada, solo sabe correr. Saca fuerzas de donde no las hay y hace algo que jamás creyó: Correr hacia el bosque en pleno “Velo”. Ahí, en la oscuridad del crepúsculo lunar, ignorando los cuentos, se adentra en el bosque. Ese bosque que cree conocer más que su casa. Su figura se pierde entre la arboleda, hacia el sur de la villa. Los soldados apenas logran distinguir su ágil y diminuta silueta. La ven correr entre los árboles, rompiendo ramas, pisando hojas secas, chapoteando, dando zancadas y saltos temerarios mientras se adentra más y más. La ratilla está huyendo. Le pierden el rastro, y tampoco son tan tontos como para entrar a un bosque desconocido en pleno “Velo”. Krisabel pasa por el claro donde antes estaban las trampas, ahora destruidas. Las pisa y las patea en su desesperada maratón. Su respiración es entrecortada y agresiva. Su miedo es tremendo, respira por la boca mientras corre, ignorando la advertencia que alguna vez le dijo Lannis. La niña se desploma. Le duele el estómago y cae en la cima de la pequeña colina donde siempre iba cada radiante. Retorciéndose de dolor y llorando a mares, queda acurrucada sobre la alfombra verde que tapiza la colina. Hay mucha paz, oscuridad y frío. Mucho frío. Pasa un momento y Krisabel, boca arriba, se tranquiliza. Jamás había visto algo tan hermoso. La luna le agracia la vista en su plenilunio. Las estrellas decoran el cielo. No hay nubes. El sonido del riachuelo, donde saciaba la sed de Lita, la arrulla como una nana de las que rara vez le cantaba su madre. Con el dolor y el cansancio extremo, Krisabel empieza a cerrar los ojos. El sueño la seduce y la insta a dormir. Pero unos pasos, el sonido del césped siendo pisado, la ponen alerta. Mira hacia todos lados. Pero no hay nada. Asustada, baja hacia la cueva de Lita, esperando una protección divina, o que la misma Loba del Este le ayude. Ahí, acurrucada en la oscuridad, pasa un breve instante. Hasta que una sombra negra salta desde la cima de la colina. Se reincorpora y se yergue imponente frente a la niña, tapando el horizonte. Krisabel queda muda. Sus ojos se abren tanto que parecen salirse de sus cuencas. Entonces, sin más, la sombra le propina un golpe. Y Krisabel queda noqueada.
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Muy buenas, espero robar algo de tu tiempo para que leas el primer borrador del capítulo 1 de mi proyecto....

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Avatar de yamifernan
yamifernan 2025-08-08 13:36:46

Es una historia interesante. Hace falta tomarse el tiempo de darle el formato debido para que se pueda leer, separar diálogos de párrafos. Es normal, los recién llegados normalmente copian y pegan del sitio web donde está publicada su historia olvidando que esos formatos normalmente no son estándares y solo valen para ese determinado sitio, y tiende a haber problemas en los demás sitios. Lo mejor es es editar la obra manualmente en Word y copiar desde ahí y luego pegar con "pegar sin formato" en fictograma. Y luego revisar si todo está bien.