fictograma

Un cosmos de palabras y ficción

239.035 Vistas
Mendeleia | Reactivos + Capítulo 1 - Fictograma
novela

Mendeleia | Reactivos + Capítulo 1

Avatar de biopablo

biopablo

Publicado el 2025-08-25 11:41:54 | Vistas 190
68ac4c02db03b_image190.png
Comparte en redes sociales
Reactivos

¡Jolín, no se ve nada! Con un gesto más rápido que certero, abrió la ventana y deslizó su tronco diminuto hacia fuera, la cabeza girada a un lado, intentando esquivar la curva del edificio de la Alcalina con la vista. Hidrógeno (H) era ligera y gaseosa, pero estaba demasiado dormida para volar. Sudaba. Había despertado bruscamente tras una pesadilla en la que el profe Azufre (S) ponía un examen sorpresa de historia, y todo el mundo sabía las respuestas menos ella. Al abrir los ojos y volver a la realidad, vio un reflejo extraño en la ventana, y la curiosidad le pudo. Se puso las gafas, se levantó y cogió una silla. Sabía que no debía abrir las ventanas, por los mosquitos, pero necesitaba saber qué era aquello que nunca había visto antes. Con el impulso del cuerpo, uno de sus pies sudados resbaló en el borde de la ventana. H giró y se precipitó al vacío. Hubo un momento raro, un golpe muy fuerte, y de repente estaba fuera de casa, tumbada en medio de un arbusto de flores amarillas, y le dolía todo. Un puñado de neuronas le explotaron en la cabeza. ¿Qué rayos acababa de pasar? Tras asimilar que, efectivamente, había caído por la ventana, un popurrí de emociones pasó veloz ante sus ojos cual ruleta de la fortuna. La rueda va frenando, titubea un poco, casi se para en “quedarme aquí tumbada, llorar y gritar auxilio” y al final se detiene en “ignorar percance y continuar misión”. Como si no acabara de tener un accidente digno de ser tema de conversación de meses, H salió del arbusto, se sacudió el pijama, ignoró el dolor y cogió impulso. Su minuto de fama y vergüenza tendría que esperar. Subió volando hasta su ventana, pero pasó de largo. Los vidrios reflejaban una tenue e insólita luz anaranjada. Pasó la terraza, subió un poco más, y por fin lo vio. Se sentía como una heroína. Poco sospechaba ella la cantidad de cosas extraordinarias que estaban a punto de sucederle. Estás entrando en Mendeleia. Reacción H H era la más pequeña de los 86 habitantes de Mendeleia. Habitantes originales, digamos, ya que el resto eran clones de alguno de ellos, de manera que todo el mundo tenía varios hermanos gemelos idénticos. Mendeleia era un pueblo luminoso y apacible cerca de la costa del universo, con sus casas de piedra y madera, su plaza mayor con una torre medieval, sus cuestas y sus paseos junto al río. Pero también tenía sus problemas. Había clases sociales y desigualdad y, por lo tanto, crimen. En este curioso pueblo habitaban básicamente tres tipos de persona. Por un lado, señoras adineradas con sus abrigos de pieles, sus bolsos de marca y sus perfumes caros. Luego había ladrones pobres y maleantes, que se dedicaban a robar a las señoras siempre que podían. Por último había nobles, que no eran ni ricos ni pobres, pero sí bastante antipáticos. Todo el mundo en Mendeleia vestía su cuello con un llamativo collar de perlas luminosas. Hombres y mujeres, viejas y jóvenes, ricos y pobres, todos lo llevaban. Si algún día te encuentras con un mendeleyo lo distinguirás por su fulgurante collar. Las perlas del collar estaban dispuestas en varios orbitales que se tapaban unos a otros, quedando a la vista solo el último. El número máximo de perlas de cada collar dependía de la edad: Niños. Tenían collares infantiles de una o dos perlas. Jóvenes. Sobre el collar infantil añadían otro orbital de hasta ocho perlas. Adultos. Otro orbital más de ocho. Mayores. Cuatro orbitales, el último de 18 perlas. Ancianos. Cinco orbitales. Sabios. Llevaban collares de seis orbitales, con hasta 86 perlas en total. Eran carcamales, viejos isótopos a los que apenas se veía ya por las calles. Se refugiaban en sus casas a pasar su interminable senectud, o huían a la capital en busca de la comodidad urbana.
Ancestras. Circulaban leyendas sobre collares aún mayores de 86, pero no eran más que seres mitológicos, o ya olvidados.
Hidrógeno era un átomo muy especial, el único sin nada de grasa en su núcleo. Su collar solo tenía una perla, y era muy propensa a perderla. También podía ganar una más, y completar así su collar infantil. Por tanto, su característica era su ambigüedad: a veces era ladrón y a veces señora. Hija de Litio (L) y nieta de Sodio (Na), heredó de ellas su carácter alcalino sociable, extrovertido y seductor. Era la única mendeleya menor de edad, junto con el noble Helio (He). Ambos eran gases, así que podían volar. Pero H y He se llevaban fatal, y nunca jugaban juntos. Aquella noche de verano estaba siendo muy agitada para H. Empezó con una pesadilla, siguió con una caída por la ventana, y ahora esto. No reaccionó en seguida. Se quedó ahí flotando, la luz naranja refleja-da en sus gafas. El espectáculo era aterrador y hermoso a partes igua-les, algo hipnótico. Estaba lo bastante lejos para no amenazarla. No olía, no daba calor, no sonaba.. era como ver un vídeo, pero en altísi-ma definición y en 3D. Sí, sí sonaba. Un rugido sordo.. y cada vez más fuerte. ¡Se estaba acercando! Pero H no conseguía salir de la hipnosis, estaba paralizada. ¿Cómo algo tan destructivo podía ser tan bonito? Le fascinó una nube de chispas que nadaban como luciérnagas. O como anchoas lumino-sas.. se movían en una coreografía caótica pero bella a la vez, un sinfín de... Se oyó un estallido en la Térrea. Giró la cabeza y vio cómo, en un instante, uno de los lóbulos del edificio colapsaba y se venía abajo con un crujido ominoso, levantando una bola de humo negro y plasma tan grande que prendió las copas de los pinos cercanos. Finalmente H volvió en sí. Bajó en picado, entró por la ventana del dormitorio, encendió la luz y, tras una breve búsqueda, cogió el cuenco de la perra y empezó a golpearlo con una hebilla de cinturón. El escándalo producido fue mayor del esperado, y ella misma se espantó. Pero lejos de contenerse, acompañó el ruido con gritos a pleno pulmón: —¡PLASMA! ¡DESPERTAD! ¡PLASMAAA! Tras pocos pero largos minutos de incredulidad seguida de pánico descontrolado y carreras de un sitio a otro, H y su familia lograron bajar a la calle atropelladamente. Excepto la abuela Sodio, que no aparecía por ninguna parte. Con las prisas, H se puso unos zapatos que le quedaban ya pequeños, agarró su mochila y el cubo de la fregona, y se llevó lo que pudo meter en ellos. Fuera vieron grupos a lo lejos, andando o corriendo. La mayoría se dirigía al río. Empezaba a oler a humo, y empezaba a hacer calor. H miró a su alrededor. Al otro lado del río la gente no estaba parada, andaban ya recogiendo troncos y ramas para construir precarios refugios temporales. Los gases iban y venían volando con objetos de valor. Sentada en una roca a la luz de la luna, la térrea Calcio (Ca) tejía cuerda tranquilamente a partir de hojas de palma. H se acercó a ella y le preguntó: —¿Pero es que nadie va a hacer nada? ¿Dónde está Boro (B)? Sin levantar la vista de su cuerda, Ca sacudió la cabeza despacio. —a sio la bolunta de Boh y los katanjeles.. no se pue luchar kontral anelo dibino. ¿Los catángeles? ¿El anhelo divino? H no podía creerlo. ¡No podían haberse rendido! Tenía que hablar con B, ella sabría qué hacer. Cuando al fin la encontró, la respuesta de la joven no fue mucho más alentadora que la de Ca, aunque sí que usó términos algo más científicos. El plasma había vencido. Ya está, no había nada que hacer, lo habían perdido todo. Las casas, la estequia, la iglesia, los puentes, los cami-nos... Su mundo. Todo. Mis cosas. Mi cama. La lámpara de Metabollica. Los libros, los juegos, el diario, la hucha... Todo, excepto lo que llevo en la mochila y en el maldito cubo ese. Maldito… Cubo… De repente, como accionada por un muelle, voló hacia la carpa donde tenía sus cosas guardadas, encontró su cubo, lo volteó en el aire y dejó caer sus pertenencias al suelo tapizado de hierba alta y seca. Sin cruzar media palabra con nadie, salió disparada hacia el río. Cruzó caminando. No por el puente, sino por el agua. Con ropa, con la radio encima, con todo. Al llegar al centro le llegaba el agua casi por el ombligo. Le escocían los arañazos del arbusto. Cuando salió por el otro lado, agarrando el cubo lleno con las dos manos y dejando un charquito a cada paso, parecía que se iba a rendir enseguida. Pero H siguió, y al cabo de un rato su silueta se perdió tras los chopos. Al volver la interceptó Litio en el camino. Su madre. —H, ¿qué haces? ¿Qué haces? ¿Qué vas, a parar el incendio tú sola? L era la madre más joven del pueblo. Aún llevaba su collar infantil de 2 perlas bajo la ropa, pero la que enseñaba era otra, un poco más grande y brillante. Solo una, que era lo elegante, como buena alcalina. Era algo alocada y despistada, y a veces tenía un carácter explosivo. Estaba un poco obsesionada con su trabajo, y con acumular electricidad. Era como una yonqui de la electricidad. Pero también quería a su familia, y se preocupaba cuando su hija hacía tonterías. —Hago mi parte, como en el cuento— alcanzó a responder H, casi sin aliento, acelerando el paso hacia el río. L solo pudo hacer un gesto de desesperación. Su hermana gemela H estaba en el puente, acompañada de un grupo de térreas, y cada vez más y más curiosos. Desde allí intentaban desa-nimar a H de todas las formas posibles. —ande bas! pero dejalo ya xikiya— argumentaba Ca. —no agas tonterias. es mu peligroso!— aconsejaba su hija Magnesio (M). —Vuelve, por favor. ¡Que te vas a hacer daño!— rogaba H. Y así todo. Carbono (C), un joven carboideo de pelo rizado y ojos y piel muy oscuros, la observaba en silencio desde la otra orilla, junto al puente. Cuando la vio salir del río y subir la cuesta cargada con su segunda ronda, estuvo a punto de unirse a la masa linchante, pero en el último momento cambió de opinión, y gritó hacia el puente: —¡Un momento, esperad! Tengo una idea. ¿Y si hacemos una cadena? Podemos usar cubos, bolsas, lonas, hasta cortezas de árbol. ¡Venga, chicos! Podemos conseguirlo. La propuesta de C fue acogida con gran entusiasmo. En breve se había formado una cadena de gente que llegaba hasta la mismísima base de las llamas, y no pararon de pasarse objetos llenos de agua frenética-mente durante horas. Consiguieron retrasar la tragedia, y dieron tiempo a B a sacar el camión, pero el plasma no se rendía, atacaba por varios flancos a la vez, y poco a poco iba ganando terreno. Estaban perdiendo la batalla contra Boh. La gente se estaba cansando; la cadena cada vez iba más despacio, y el plasma más deprisa. Los gases ya no podían ni volar de puro agotamiento. Con el fragor de las llamas no veían los relámpagos ni oían los truenos, cada vez más cercanos. Entonces llegó la tormenta, enviada por Rut justo a tiempo. Primero parecían gotas imaginarias, pero cuando arreció con fuerza, la gente estalló de alegría y recuperaron la energía. Los esfuerzos combinados de ángeles y mortales acabaron dando sus frutos. Funcionó. Casi todas las casas se salvaron, y la estequia solo tuvo desperfectos leves. La gente pudo volver a sus vidas, y el sector de la construcción reactivó la economía. Carbono, que ya gozaba de gran popularidad, se convirtió en un héroe. El alcalde Cloro le puso una medalla, y en la ceremonia dio las gracias a su padre Silicio (Si) y a su abuelo Germanio (Ge). Nadie se acordó de H.
5.0 (3)
PDF Enlace adjunto Donar novela

Más de este autor

No hay más historias disponibles.

Ver perfil del autor
Avatar de Valentino-Prádena
Valentino-Prádena 2025-08-25 14:36:51

Un cuento muy hermoso que nos enseña sobre las reacciones químicas. Y qué bien escrito está. Saludos