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El purgatorio de leyendas: Un dios blanco que en su caminar se oyen fanfarrias. - Fictograma
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El purgatorio de leyendas: Un dios blanco que en su caminar se oyen fanfarrias.

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Admon_Remon

Publicado el 2025-09-09 22:34:35 | Vistas 181
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[Cuba]

Un grupo de niños con ropa desgastada caminaba por una montaña que tocaba los cielos. Al llegar a un pastizal, la hierba les alcanzaba hasta la cintura, y pronto entraron en un bosque con arbustos tan frondosos que parecían hechos de nubes. Aunque semejaban árboles, la luz los atravesaba como agujas, como si no existiera sombra alguna.

En cierto punto vieron un gran árbol, tan alto como una montaña y tan ancho como un pueblo. En lo más bajo de él había una gran cantidad de velas dispersas y flotantes: casi todas eran blancas, irradiando luz, pero una sola vela negra se encontraba cerca de un agujero en el árbol.

En ese mismo agujero se podía ver a un hombre de cabello blanco y ojos plateados. Estaba preocupado, con una cortinilla cubriéndole la frente. Se hallaba en el suelo, con las palmas cerca del rostro. Tenía grilletes plateados en ambas muñecas y piezas del mismo metal cubriéndole gran parte de los brazos hasta los hombros. Desde su cuello caía una bufanda tan sedosa que parecía un pedazo del cielo, extendiéndose hasta envolverle la cintura.

Al notar a los niños, el hombre sonrió dulcemente con tal serenidad que a los pequeños se les dibujó una sonrisa. Corrieron hacia él y, al llegar, se sentaron alrededor del agujero.

—Buenos días, señor Obatalá —saludaron todos con alegría.
—Hola, niños, ¿cómo están? —respondió el hombre poniéndose de pie—. ¿Qué los trae por aquí?
—Queremos que nos cuentes otra de tus historias.
—¿Conque es eso? —Obatalá caminó entre los niños con mucha fluidez mientras se rascaba la nuca, pensando: “¿qué historia les iba a contar el día de hoy?”.

—Ya sé, hoy les contaré la historia de la primera vez que probé un fruto.

Obatalá empezó a buscar algo en su túnica blanca, que parecía estar hecha de cerámica, elegante y hermosa, decorada con simples estrellas plateadas.

—Hace mucho tiempo, cuando decidí aislarme, unos humildes campesinos me trajeron distintas cosas. Eran banales, como carne y alcohol, pero uno de ellos, al presentarse ante mí, dejó un tazón de madera repleto de frutos. En ese entonces no conocía su existencia, así que, cuando todos se fueron, decidí tomar uno. Al probarlo sentí un sabor dulce y ligero, y sin darme cuenta devoré todo lo que había en aquel plato. Desde ese día esperaba a ese campesino, deseando que trajera el mismo manjar, hasta que un día no vino más: había fallecido. Como muestra de agradecimiento por mostrarme esas delicias, decidí bendecir a su familia con una vida próspera y tranquila.

Al terminar la historia, Obatalá encontró lo que buscaba: una semilla. Al ser tocada por los rayos del sol, comenzó a crecer un tallo del que se extendieron ramas hacia cada niño. De la punta de cada rama brotaron peras, manzanas y otros frutos que los pequeños agarraron y comieron con entusiasmo.

Mientras los niños comían las frutas, Obatalá dejó de prestarles atención y fijó su mirada en la vela negra. Sentía inconformidad: algo malo se avecinaba. Para que una de las velas de su lugar de meditación hubiera cambiado de color en apenas unas horas, significaba que un caos desorbitante se acercaba.

En ese momento escuchó pisadas. Al voltear su mirada hacia el bosque, vio a un hombre bien vestido, de aspecto cansado y con ojeras profundas. Estaba casi al borde de la desnutrición y caminaba con dificultad, apoyándose en los árboles.

—Obatalá… —susurró débilmente antes de desplomarse. Los niños y el orisha corrieron a ayudarlo, pero el hombre cayó desmayado.

Las horas pasaron y el hombre despertó. Ya no se sentía cansado, al contrario: tenía energía y vitalidad; si pudiera, correría durante días y noches, pero ni una gota de sudor saldría de él. A su lado estaba Obatalá, mirándolo fijamente con expresión serena, aunque en sus ojos se notaba una preocupación que hasta el más distraído percibiría.

—Alberto, ¿sigues vivo? —lo saludó Obatalá.
—Pues si me ves aquí, es que lo estoy —respondió Alberto.
—A pos… ¿cómo te fue en tu visita a Estados Unidos?
—Eso no fue una visita —dijo Alberto con el rostro ensombrecido—, diría más bien que me llevaron en contra de mi voluntad.
—Por igual, ¿cómo te fue?
—Déjame decirte, mi querido amigo y consejero, que estamos re contra jodidos. —Al decir esas palabras, Alberto se sentó en el césped, mirando directamente a Obatalá.
—Explica, que me estoy empezando a asustar —dijo el orisha entrecerrando los ojos y levantando una ceja.
—En resumen, ahora mismo todos en Sudamérica y Centroamérica van a entrar en una guerra para decidir qué país será el único en no ser exterminado.

Alberto hablaba con las manos en la nuca y los ojos temblando. Aunque su cuerpo gozaba de vitalidad, su espíritu y mente parecían agotados, cargados de agonía.

—¿Acaso no buscas mi consejo? —preguntó Obatalá, mirando glamurosamente al horizonte mientras la brisa ondeaba su cabellera.
—No realmente.
—Ash… —Obatalá agachó la cabeza, perdiendo toda su glamur junto con sus ganas de dar consejos—. Bueno, entonces, ¿por qué subiste la montaña?
—Iré al grano: quiero que representes a nuestra nación —dijo Alberto con firmeza.
—No —respondió Obatalá con voz seca—. No pienso volver a participar ni luchar en una guerra.
—Pero…
—No puedo. Simplemente no puedo. Podrías preguntarle a Ogún, pero yo no pienso ver más muerte de la que ya he visto.
—¿Y si te dijera que la mejor opción en esta situación eres tú y que no tendrías que matar a nadie? ¿Qué dirías?
—Que es una locura.
—Por primera vez en décadas, te equivocas.

Obatalá dudó, aunque sus ojos dejaron escapar un pequeño destello de esperanza.

—Nosotros somos uno de los cinco países que tienen buena relación con sus dioses, por lo tanto…
—El resto de participantes estarán malditos o no me podrán localizar —complementó Obatalá, con los ojos abiertos como si hubiera descubierto el origen del tiempo.
—Ya entiendes tu deber —Alberto se puso esta vez más motivado, levantando un poco la voz—. No hay nadie que pueda traer paz y salvar a aquellos que fueron encadenados por sí mismos o por otros a sus pecados y deseos impuros como tú, Obatalá, Orisha de la paz y la pureza.
—Espero que solo sea eso lo que tenga que hacer —murmuró el orisha, poniéndose de pie—. Está bien, voy a representarlos.
—¡Está volao! —se dijo Alberto, sonriendo de satisfacción.

—Pero antes… —Obatalá suspiró suavemente, extendiendo su mano hacia un lado.

De las nubes emergió una luz tan intensa que parecía consumir todo a su alrededor. Poco a poco se condensó y tomó la forma de un báculo. En sus extremos había cilindros decorados, con espacios suficientemente grandes para contener las velas blancas. Una a una, estas fueron atraídas, llenando los huecos. Solo quedó fuera la vela negra, que se posicionó al lado del hombro de Obatalá mientras el bastón caía lentamente en su mano.

—Hace siglos que no te tenía entre mis dedos, Opa —reflexionó Obatalá, recorriendo el bastón con la mirada—. Espero teñir junto a ti esta senda carmesí en luz.

Empezó a marcharse. Alberto, al notarlo, quedó en blanco. Sudaba y temblaba, intentando mantener un exterior neutral.

—Obatalá, espérame —dijo, caminando con pasos cortos y rápidos, con la mano cerca del pecho.
—No se preocupe, solo voy a despedirme de Olorun —explicó el orisha, ladeándose hacia un lado sin darse la vuelta.

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Admon_Remon 2025-09-09 22:53:07

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Admon_Remon 2025-09-09 22:38:02

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