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Una tarde de asesinos caníbales - Fictograma
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Una tarde de asesinos caníbales

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Valentino-Prádena

Publicado el 2025-09-12 11:16:46 | Vistas 344
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La tarde olía a perdición. Arriba, en el cielo oscuro, las nubes se arrebujaban con la lentitud y el misterio de un esperpento heleno que, por detrás, se formaba silencioso, listo para devorarlo todo en medio de los vapores de un volcán infernal.

—Tendré que lavarlo y enterrar los restos en el patio trasero cuando termine—dijo la chica con indiferencia, al tiempo que sacaba un cuchillo de carnicero de una de las gavetas de la cocina.

—Claro, Leonarda —respondió el hombre de mediana edad, que aún lucía joven; vestía de manera elegante, a lo Armani—. Por procedimiento —y encendió un cigarrillo.

En la calle, gotitas de agua caían sobre la acera; un olor a humedad se apoderó del barrio; enseguida, un ventarrón sacudió los árboles y la lluvia comenzó a golpear con fuerza el techo del cuartucho.

—Se lo merecía, Armin —dijo Lea, que comenzó a cortar el cadáver de su cofrade, a quien el comando de la Cofradía de Asesino Caníbales quería cocido debido a su insolencia; le partía el esternón por la mitad—. Yo, la verdad, no soportaba más su carácter reaccionario. Bernardo siempre hablaba con fanatismo de cosas que nadie conoce, como el del “nosotros o ellos”. No es que me importara lo que pensara, pero era un puto fundamentalista. Imagínate que una vez me quiso violar en el nombre de Dios.

—No pienso lo mismo de Bernardo —respondió el muchacho, quien no se movía ni un milímetro de su acomodo, jugando con unos cerillos—. Creo que era un gran hombre; incluso aprendí mucho de él acerca de la justicia y del mundo. Si es cierto que le bailaba el coco con lo de su teoría del reemplazo étnico y religioso en contra del hombre caucásico, y, vaya ironía, esto mismo acabó por pasarle factura siendo él un mestizo. Si te soy sincero, no me gustó haber hecho este trabajo.

—Bernardo era un puto enfermo mental que cavó su tumba a causa de su propia estupidez —dijo Lea, levantando el entrecejo, en tanto que arrancaba la lengua de la faringe—. No hay nada que lamentar. ¿Cómo es posible que nos atacara, sabiendo que somos la "Cofradía"?

Un camión pisó el charco que estaba en medio de la calle y les pringó con agua sucia la puerta; las gotas grises la traspasaron y le salpicaron la cara al muchacho.

—¡Demonios! —gritó—. ¡Juro que si veo a ese chófer idiota lo mato!

—Desquítate con el alcalde —dijo Lea, sardónica, aserrando un hueso—. Ese agujero de mierda tiene al menos una década de estar ahí, rompiendo ruedas, esféricas y, por supuesto, mi puerta. Habrá al menos unas mil denuncias. Al alcalde le sopla. A ver si tienes los huevos de matarlo.

—Demonios —repitió Armín, escupiendo la cola de tabaco, por primera vez sonsacado, como ofendido—. Sí, lo es. Pero una cosa ten por seguro, no quieras verme la cara de idiota.

—Oh —suspiró con ironía la chica—. ¡Cagón!

—Cobarde no —le respondió, con palabras bellamente articuladas—. Tengo cerebro. Como podrás apreciar, el chófer es un don nadie, un miserable indefenso que ni siquiera podría defenderse si lo atacara. Una presa fácil y conveniente. En cambio, el alcalde tiene una guardia móvil entera.

»No es que me intimide. Mas soy un hombre riguroso en cuanto apegarme a las leyes físicas de la Naturaleza. ¿Entiendes lo que digo? El vulgo lo llama la ley del mínimo esfuerzo: Nunca atacar a uno más grande que tú. Al menos no desarmado.»

La chica afiló el cuchillo en una banda de barbero, lo limpió con una toalla y raspó el mango de madera con un cepillo de hierro. Hizo una mirada ingenua. "Se me desliza de las manos por tanta sangre".

—A propósito —dijo Lea como acordándose mientras recogía unas partes desmembradas—. Veo que te va muy bien en la política. Me agrada que odies a los miserables, los débiles, los pobres de espíritu, los estúpidos, los ninis, los pedigüeños, los buscavidas, los paguitas, los que se dejan engañar por cantos de sirena y la chusma que grita por líderes que lo primero que harán es dejarlos sin seguro social, sin vejez y sin pensiones. Me fascina ver cómo los enchulas y los exprimes hasta sacarles el último aliento. Sin piedad. Como debe ser. He visto que llevas la delantera en las encuestas para las elecciones provinciales de diputado. ¡Enhorabuena, mi amigo! Los remeros siempre detrás de ti como un perro fiel.

—Debo aclararte que mis esfuerzos políticos, dejando de lado que me financia la Cofradía de Asesinos, descansa en la soberana voluntad del pueblo, de esos “remeros” como tú los llamas. Con todo, me eligen y es mi obligación y deber atender su llamado. No hay placer ni ganancia política de por medio. ¿Ok?

—Aleja de mí tus complejos de moralista. Te conozco a ti y la Cofradía perfectamente —Lea tomó un pedazo de carne, del muslo, y lo aventó en una olla—. ¿Te apetece un poco? —preguntó.

El chico escondió el rostro, mas no pudo ocultar el gesto de humedecerse los labios.

—No, no me apetece Bernardo por ahora —respondió, aventando un cerillo al aire, todavía sin moverse, conteniéndose—. Sin embargo, a ver, me molesta que no te haya quedado claro lo que he querido decirte: En cuanto a lo moral respecto a mi vida política, como me lo has hecho ver, te aseguro que no voy por ese camino dantesco e hipócrita. También es cierto que no es cuestión de saber si lo que hago está bien o está mal. Si esto o aquello está de acuerdo con el derecho o la razón. Porque, seamos sinceros, nadie sabe cómo funciona este Universo. Todo es relativo. Lo que es bueno para mí, puede ser malo para ti. A un occidental le parecerá horrible sentarse a cagar en un asqueroso toilet turco y viceversa. A mí, por ejemplo, cuando se trata del sicariato, no me importa saber si la víctima es pobre o rica, tonta o inteligente, que tema o no a la muerte. Solo me importa saber que la quiero muerta, no por mi propio gusto sino que por mi propio deber.

—Bueno —dijo la chica, sorbiendo un poco de plasma—, debo decirte que no me dices nada nuevo.

—Lo que quiero decir es que mi finalidad como hombre no es moral, es más que todo determinista. Como diputado existo porque el pueblo me ha creado para castigarlo, para recordarle lo mal que se pueden poner las cosas cuando eres estúpido. Existo porque tengo que existir y si no existo, me inventan.

—Ah —dijo la chica—. Bonita frase. Bien rebuscada. Pero ya la había escuchado antes. ¿Acaso no la dijo Voltaire, francmasón ilustre y ateo-panteísta?

—Por supuesto —le contestó Armín, ladeando la cabeza, ofuscado.

—Mira, querido Armín —agregó Lea—. Me lo has dejado claro: Tú no tienes la culpa. Ellos se lo buscan.

Con paciencia y hasta con cierta virtud, encendió la estufa, cogió una botella de aceite de palma y la derramó en la olla. Se preparaba un exquisito estofado.

—No obstante —dijo Armín, arreglándose las mangas de la camisa—. Tampoco creo que sea su culpa.

—Pero si me lo estás diciendo —le contestó Lea—, no soy sorda ni tonta.

—No lo entiendes —añadió Armín—. Te puedo asegurar que en lo concerniente a los actos de conducta de la sociedad per se tampoco son libres ni conscientes, aunque la sociedad crea que lo son; están predeterminados, como en un cliché, porque esta sociedad aplaudirá a cualquier cosa que satisfaga sus ansias de ganar la causa, sea esta justa o no. Hará todo lo posible por apartar la verdad, no porque no quiera verla ni escucharla, sino porque cree que ella está en poder de la verdad y de la libertad; hasta justificará mi proceder y dirá que así debe ser porque el mundo es perfecto tal como es. Por ello me eligen una y otra vez como su diputado sabiendo que yo los despojaré de todos sus beneficios, aunque ellos mismos tengan que sufrirlo.

»Incluso si les dijera de frente que soy un sicario caníbal, no les importara. Sea que mate a uno o a miles, no se puede remediar: terminarán justificándome para justificarse a sí misma.»

—Son un atajo de imbéciles, por lo bajo —dijo Lea, mientras daba vuelta a la sopa con una enorme cuchara—. Se merecen lo que tienen, lo que sufren, toda la mierda que tragan y tragarán en toda su puta vida. Dan un puto asco.

Al decir esto, probó el caldo con cuidado sorbo, sacó un pedazo de carne de la olla y lo masticó con una voracidad fatal.

—¿Sabes por qué hemos tenido que matar y cenarnos a Bernardo, una de las grandes luces de la Cofradía de Asesinos Caníbales?

—No —contestó secamente Armín.

—Yo tampoco.

»¿Quieres probar un poco de sus costillas?», agregó, insistente, Lea.

—¿Tú has sentido placer al asesinarlo? —la requirió Armín.

—Claro que no —respondió Lea riendo escabrosamente, con los dientes enrojecidos de sangre, atragantándose con un trozo de carne—. Simplemente seguí órdenes. Las órdenes de la Cofradía. Fui un arma, un instrumento. ¿Las cosas no sienten, verdad?

—No, no lo hacen —respondió sorprendido.

—Ahí lo tienes —dijo la chica con voz de triunfo.

Armín apagó los ojos. Con qué naturalidad mentía Lea.

—¡Vamos! Déjate de cosas, ven y prueba este caldo.

—Lo que dices no es cierto —le rebatió Armín; sus ojos buscaban asirse de algo de luz—. Mientes. Matarlo te ha dado placer.

—Qué no.

—Mira —siguió Armín—, yo al principio lo hacía por dinero y también por placer, como tú. Sólo el pasar del tiempo pudo desvelarme una gran verdad: realmente no lo hacía por ninguna de las dos cosas. No era el dinero. Tampoco el placer. Era mi propio destino el que me obligaba. Aprendí a reconocer que, cada vez que apretaba el gatillo, apuñalaba con el filo o introducía una ley que derogara lo único que los podía llevar a tener una vida decente y digna, mi ejecución se basaba en un justo accionar, en mi justo deber. ¿Entiendes lo que quiero decir cuando hablo del “deber”?

—Los imperativos de Kant —dijo Lea al tiempo que envolvía un trozo de carne en una tortilla de maíz—. Lo recuerdo de la universidad.

—Correcto —dijo Armín, limpiándose los labios, tentado por la comilona de Lea—. A todos nos ha reclutado la Cofradía para que disfrutáramos de la luz de su conocimiento y de la fraternidad. Pero yo no me uní por necesidad social, placer o de agrupación. Lo hice porque comprendí que era lo correcto de hacer para alcanzar el buen funcionamiento de la Naturaleza. Mi sola conciencia me lo dictaba. Mi juicio, en ese sentido, era autónomo. Me di cuenta de que mi tarea no estaba por encima de cualquier moral o de cualquier tipo de derecho, sino que, al contrario, sucedía que ésta, cuanto más alta, mejor y mayor representaba la rectitud, la ecuanimidad y el equilibrio de éstas. Supe que, cuando mataba, lo hacía de acuerdo con la tradición, las virtudes y la responsabilidad del Hombre y del Universo. No cometía ningún delito, al contrario, cumplía una función de balance social necesario. Y comerme el fruto de este accionar era un imperativo. Los hechos de los hombres desde la Antigüedad hasta el vivo presente me justifican.

—¡Aleluya! —exclamó la chica, pegando unos golpes de alegría en la mesa—. Aparte de político asesino, poeta, y hasta profeta.

—Aunque la poesía y la profecía están infravaloradas —dijo Armín, molesto, sintiéndose ridiculizado—, llámame filósofo y padre de la patria, por favor.

La lluvia tronaba sobre el frágil techo. De repente, un silencio sospechoso se apoderó del habitáculo. Lea fijó sus ojos en él, y no parpadeó ni por un segundo. Él tampoco los apartaba. El estomago le comenzó a rugir. Sus miradas se cruzaron.

—Sin ofender, querido. ¿no me digas que yo también soy de una de esos idiotas? —preguntó finalmente.

—Creo que decírtelo estaría demás —le contestó Armín.

Lea dejó de comer, puso de lado el hueso despellejado y elevó el cuchillo a la altura del rostro. La luz, tenue, golpeaba el metal del que salían brillos espontáneos de estrella.

—Supongo que ha llegado la hora de recitar mis oraciones —dijo como resignada; su rostro iba iluminándose.

—Supongo que sí —le contestó Armín, sacándose una pistola de la parte de atrás del pantalón.

Lea por fin salió de la cocina. Se apostó frente a él. Lamió la hoja del cuchillo de carnicero.

—Solo me acosa una duda —dijo.

—Pregunta lo que quieras.

La chica levantó el cuchillo y lo clavó en el hombro del muchacho, quien se mantuvo inmóvil. Corrientes de plasma explotaron por todo el cuarto.

—¿Qué pensará Kant sobre esto, estúpido pedante?

Armín guardó su pistola en la cintura; se peinó el pelo; lo tenía manchado de su propia sangre. Se arrancó el cuchillo y lo colocó a la altura del pecho. Lea reía tanto que el rímel se le había descorrido.

—Escucha —dijo Armín—. Quiero que sepas que no hago excepciones. No me causa placer desaparecerte. Solo sigo ordenes de la Cofradía en cuanto a su finalidad legal. Perfectamente sabes que mi conciencia del deber está muy por arriba de las cuestiones personales.

—Tu conciencia del deber y la legalidad, eh, nazi hijo de puta —le espetó Lea, escupiéndole en las mejillas.

Y se echó a reír a carcajadas como una posesa mientras le sacaba el dedo medio.

—El Mundo es un lugar letal para idiotas como yo —añadió Lea con un deje de resentimiento; veía cómo el filo se le acercaba—. Sabes, en el fondo, me gustabas. Puedo incluso decir que te amaba. Me hubiera comido un buen filete contigo.

—¿Amarme? —le respondió Armín con aire de sorpresa, pero sin perder la circunspección—. Es una vergüenza que se haya construido toda una civilización sobre tan infame palabra.

»De hecho, no hay tal cosa como el “amor”. En los animales como tú y yo, a esa palabreja le llamamos instinto de supervivencia, intereses comunes y afinidad. No encontrarás más.»

—Muy bien jugado —dijo Lea, aplaudiendo—. ¿Y qué? ¿Ahora me aplicarás el principio de no dejar evidencias ni testigos?

—Bernardo era una figura que nos superaba a todos, incluso a los nuevos líderes de la Cofradía. Su sacrificio se volvió necesario. Debes entender que, como todo apóstol, murió predicando con el ejemplo.

La chica no pudo terminar de reír cuando Armín le cortó la cabeza de cuajo. Éste cogió el cuerpo en el aire, pegó su boca en el cuello despejado y comenzó a beber de su sangre. Las quijadas de la chica seguían moviéndose.

Tras dos horas de lluvia intensa, paró de llover. El titán grisáceo se había disipado en el firmamento y un sol maravilloso se plantó a lo largo de las calles del barrio, con tal animosidad, que golpeó de lleno el rostro de Armín. Un automóvil cayó en el bache y lo asustó; el dueño bramó de ira porque se dio cuenta de que se le habían quebrado las tijeras. Armín blanqueó los ojos. Mientras, seguía cocinando el guiso que había dejado a medias Lea, añadiendo ahora su cabeza, imbuido en los secretos de la filosofía política en aquella fatídica tarde de asesinos caníbales.




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Avatar de Valentino-Prádena
Valentino-Prádena 2025-09-13 07:57:31

Zarcancel, creo que con este cuento he alcanzado tu nivel de horror. Bueno, quizás no, porque no puedo evitar nunca las disquisiciones filosóficas. Saludos.

Avatar de Zarcancel
Zarcancel 2025-09-12 15:58:23

Buenísimo, me ha enganchado hasta el final.

Avatar de Valentino-Prádena
Valentino-Prádena 2025-09-12 11:40:37

Jajaja. Tremendo, Luis.

Avatar de heguendm
heguendm 2025-09-12 11:39:21

Genial, yo tratando de hacer dieta y tu me saltas con esto Valentino. Ahora tengo hambre. Ha ha ha! Que esperabas algún comentario profundo e inteligente, hoy no (es en serio, tengo hambre).