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El biombo del infierno - Parte I - Fictograma
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El biombo del infierno - Parte I

Avatar de Ryunosuke-Akutagawa

Ryunosuke-Akutagawa

Publicado el 2025-06-01 11:43:45 | Vistas 66
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I



Difícilmente habrá existido otra persona como el señor de Horikawa, ni existirá en el futuro. De él se decía que antes de su nacimiento, en los sueños de su señora madre había aparecido el Matatejas, lo que prueba que desde el comienzo de su vida le estuvo concedido ser muy diferente al común de las personas. Cada uno de sus actos conquistaba de inmediato la admiración de todos. Por ejemplo, la arquitectura del palacio; no sé si llamarla imponente o suntuosa, pero tiene algo, realmente extraordinario, que escapa al criterio de gentes comunes como nosotros. Como es de suponer, hay quienes lo calumnian, calificando de deplorable la conducta del señor, y llegan a compararlo con el emperador de Ch’in, Shih Huang Ti o con Yang Kuang, de Sui; pero tales calumnias están muy lejos de la verdad.

Las intenciones del señor de Horikawa nunca fueron egoístas, ni tampoco aspiró a la gloria o a la fama. Se preocupaba por las cosas más insignificantes, y siendo hombre de gran carácter deseaba que todos pudieran gozar de la vida en la medida en que él la disfrutaba.

Así, cuando sostuvo un incidente con los malhechores que merodeaban por el Templo Nijâ, no dio muestras de alterarse en lo más mínimo. Se dice que el espíritu de Târu-no-Sadaijin , que se aparecía por las noches en el Templo Kawahara (situado en la avenida Higashi Sanjâ y famoso por el mural del paisaje Shiogama de la provincia de Michinoku), desapareció repentinamente al ser ahuyentado por el propio señor de Horikawa. Tales eran el carácter y el poder del hombre que gozaba de enorme popularidad en toda la capital, donde se lo veneraba como a la reencarnación de un santo.

Cierta vez, de regreso de la fiesta del ciruelo, soltose un toro de su carroza y embistió y derribó a un anciano que pasaba por el lugar; el anciano, lejos de protestar, juntó las manos y bendijo la gracia del haber sido alcanzado por un toro de señor tan principal. Tan cierto es esto como otros muchos hechos que acontecieron a lo largo de su vida, dignos de perdurar en el recuerdo de la posteridad. Otro día, en ocasión de una gran fiesta realizada en la corte, el señor obsequió treinta caballos blancos; en otra ocasión se hizo extirpar una pústula del muslo por un sacerdote de Shintan. Referir todas sus anécdotas sería tarea interminable. Pero de todos los episodios, ninguno tan terrible como aquel que se refiere al “Biombo del Infierno”, hoy uno de los tesoros artísticos que poseía la secreta técnica del Gatha… En fin, noble familia. El señor de Horikawa, que de ordinario se mostraba imperturbable, pareció profundamente afectado por aquel incidente. Se explica, entonces, que quienes estábamos a su lado nos hayamos conmovido de verdad. Sobre todo yo, que le había servido durante veinte años, en los que nunca me había tocado presenciar una escena parecida.

Pero para narrar debidamente esta historia, es preciso que antes os haga conocer algunos detalles acerca del carácter de su protagonista, el pintor Yoshihide, autor del biombo que representa el Infierno.



II





Al nombrarlo, es posible que algunos de vosotros lo recordéis. Fue un célebre artista que en su tiempo no tuvo rival. Cuando ocurrió el episodio que os voy a narrar, tendría ya unos cincuenta años. Era un hombre bajo, delgado, con toda la apariencia de un ser perverso. Se presentaba en palacio vistiendo kariginu, estampado en color jiroflé y tocado con el momieboshi ; pero todo su aspecto despedía cierto aire de bajeza, y los labios rosados y húmedos, en contraste con su edad, hacían que su presencia resultase particularmente desagradable. Algunos deducían que el color de los labios provenía de tanto mojar los pinceles en la boca; pero personas peor intencionadas le bautizaron con el nombre de Saruhide, por su parecido con este animal.

A propósito de este apodo hay una anécdota. Por ese entonces, la hija única de Yoshihide, de quince años, servía en palacio como konyobo; era una joven muy afable que en nada se parecía a su padre. Como había perdido a su madre siendo muy pequeña, era una niña precoz, gentil y muy inteligente, que a pesar de su juventud cuidaba de su trabajo hasta en los más mínimos detalles. Estas cualidades no tardaron en conquistar la simpatía de la señora de Horikawa y de las demás nyobo.

Cierto día, alguien obsequió al señor de Horikawa un mono amaestrado de la provincia de Tamba; el hijo del señor, que estaba en la edad de las travesuras, lo llamó Yoshihide. Era un animal muy gracioso. Y al llevar tal nombre no faltaron en palacio quienes empezaron a burlarse del mono con doble intención. Pero lo malo era que no contentos con burlarse, inventaban cargos contra él, acusándolo, por ejemplo, de haber subido al pino del jardín, o de haber ensuciado el piso de la habitación de las doncellas, y se divertían maltratándolo.

Un día en que la hija de Yoshihide, llevando una espuela en una rama de ciruelo, caminaba por un largo pasillo, se le apareció el mono por una de las puertas corredizas. Venía huyendo en dirección a ella, y al parecer lastimado, pues en lugar de trepar velozmente a las columnas como era su costumbre, se le acercó cojeando. Detrás del animal venía el hijo del señor de Horikawa, blandiendo una delgada rama y amenazándolo.

—¡Ladrón de naranjas! ¡Te castigaré, te castigaré!

Y lo perseguía por el corredor. La joven observaba indecisa, cuando en un instante el animal se prendió de su amplia falda, al tiempo que chillaba lastimosamente… Ella no pudo menos que compadecerse, y sosteniendo en una mano la rama de ciruelo, con la otra abrió rápidamente la manga del uchigi de color violeta y lo acogió con cariño; luego saludó al niño con una profunda reverencia, a la vez que le decía con su voz suave y fresca:

—Señor, es un pobre animal; os ruego le tengáis compasión.

Pero el niño, que estaba excitado y de mal humor, al oír estas palabras se enardeció aún más y pateó el suelo repetidas veces.

—¿Por qué lo protegéis? —protestó—. Es un mono ladrón de naranjas.

—Puesto que es un pobre animal… —repitió la muchacha, y agregó con sonrisa triste— y como lleva el nombre de Yoshihide, mi padre, me parece que lo castigáis a él; no puedo soportarlo.

Pronunció estas palabras con cierta dureza. El joven señor pareció ceder y dijo:

—Bien, ya que lo pedís en nombre de vuestro padre, lo perdono.

Hizo esta concesión con visible contrariedad, y arrojando la rama al suelo volvió sobre sus pasos en dirección a la puerta corrediza.



III





Después de este incidente, la hija de Yoshihide y el mono fueron grandes compañeros. La muchacha le colgó al cuello un cascabel de oro atado con una cinta roja, y él no se apartaba por nada de su lado. Una vez en que ella se resfrió y se vio obligada a guardar cama, el mono permaneció a su lado con cara compungida, mordiéndose las uñas continuamente.

Ante esta situación, y aunque pueda parecer extraño, ya nadie se atrevió a maltratar al animal; por el contrario, todos empezaron a quererlo, y hasta el joven hijo del señor de Horikawa, no solo empezó a darle kakis y castañas, sino que llegó a enfurecerse cuando supo que un samurái le había hecho daño.

Se cuenta también que el señor de Horikawa hizo comparecer a la joven juntamente con el mono, cuando tuvo conocimiento de la conducta de su hijo. Desde luego, no ignoraba la amistad que existía entre ella y el mono.

—Sois fiel a vuestro padre —dijo el señor—; os recompensaré.

La muchacha recibió del señor de Horikawa un akome de color rojo vivo, en premio a su buen corazón.

El propio mono puso una nota graciosa en esta escena cuando se adelantó reverente a recibir la recompensa de su ama, hecho que dibujó el buen humor en el rostro del señor. Desde aquel día, el señor de Horikawa comenzó a sentir una viva simpatía por la muchacha, tanto por su actitud con el mono como por el amor filial que implicaba la defensa del animal, y nunca por motivos inconfesables, como murmuraba la gente. Aunque debo admitir que en realidad hubo ciertas cosas oscuras que pudieron dar lugar a tales murmuraciones; de ello me ocuparé más adelante. Aquí solo quiero aclarar que, por hermosa que ella fuera, un señor como mi amo no podía soñar en correr ninguna aventura con la que era hija de un simple pintor a su servicio.

Después de haber sido honrada con esta audiencia, la muchacha, que era inteligente y modesta, no fue objeto de envidia por parte de las otras doncellas de la corte. Tanto ella como el mono, fueron desde entonces queridos por todos y en particular por la hija del señor, quien hizo de ella su compañera de todos los momentos, y la llevaba consigo siempre que salía en su carroza.

Pero dejaré un poco a la hija para seguir ocupándome del padre. Todos simpatizaban con el mono, mas a Yoshihide, que era un ser humano, seguían despreciándolo, y no cesaban de burlarse de él y de llamarlo “Saruhide”. Y esto no solo ocurría en palacio. El Sôzu de Yokawa lo detestaba con tanta vehemencia que a la sola mención de su nombre se horrorizaba como si se tratase del mismo demonio.

Aquí conviene señalar que esta aversión se atribuía al hecho de que cierta vez Yoshihide había hecho unas caricaturas alusivas a la conducta del sacerdote; pero, como comprenderéis, son habladurías de la gente de la calle y no conviene otorgarles mayor crédito. Sea como fuere, la antipatía que inspiraba Yoshihide era compartida en todas las castas sociales. Solo uno que otro pintor amigo y algunas personas más, que lo conocían por su obra y no personalmente, se eximían de hablar mal de él.

Pues aparte de su aspecto repulsivo, Yoshihide reunía otros defectos no menos importantes, de manera que el ser tenido como persona ingrata obedecía a su misma naturaleza.



IV





Era desvergonzado, haragán, avaro y codicioso, pero lo que más irritaba en él eran su prepotencia y ese enfermizo orgullo de considerarse el mejor pintor del Japón, convicción que él pregonaba como si llevase un cartel colgado de la nariz. Y como si esto fuera poco, se creía superior también en otros aspectos, y así se burlaba, por ejemplo, de las buenas costumbres y de la rectitud de los demás.

Cierto día —así lo refirió un discípulo que trabajó varios años en su taller—, cuando en el palacio de un noble un espíritu vengativo que había poseído a la famosa médium de Higaki anunció que por intermedio de ella transmitiría su terrible mensaje, Yoshihide tomó tranquilamente el pincel y la tinta china que estaban a su alcance y empezó a dibujar el rostro espantosamente transfigurado de la médium, desentendiéndose por completo del mensaje. La venganza del espíritu era para él una puerilidad.

A tal punto era perverso que a la sagrada Mahâs’ri la pintaba con el rostro de una vulgar prostituta, y al Acalanatha lo mostraba como a un villano infame. Siempre adoptaba actitudes insolentes, y si alguien se lo reprochaba, él respondía con sorna: “Dificulto que los dioses que pinto quieran vengarse de mí”.

Al escuchar tales herejías de boca del maestro, los mismos discípulos quedaban pasmados, y algunos, temiendo un castigo divino, abandonaban el taller para siempre. En una palabra, se podría decir que era un hombre soberbio en extremo, que vivía convencido de ser el más genial pintor del universo.

Dicho todo esto, se comprende fácilmente lo que Yoshihide pensaba de su posición en el mundo pictórico. Su pintura era personalísima, tanto por el empleo del pincel como por la combinación de los colores, y por esa causa sus colegas lo consideraban farsante. Ellos aducían que mientras se hablara de un Kawanari o un Kanaoka, u otro pintor clásico, se podía decir, por ejemplo, que en una noche de luna parecía percibirse el exquisito aroma de las flores de ciruelo junto a las persianas de madera, o escucharse las dulces melodías de la flauta del cortesano, en fin, que sugerían hermosas ideas y sabían traducir bellos motivos; pero la obra de Yoshihide solo hablaba de cosas desagradables y sombrías. En la época en que ilustró el pórtico del Templo Ryugaiji con el Círculo de los Cinco Destinos, se decía que quien pasaba a medianoche cerca del lugar podía escuchar los llantos y los lamentos de las figuras pintadas. Se contaba también que cuando ejecutó por encargo del señor de Horikawa los retratos de varias cortesanas, las retratadas fallecieron en menos de tres años víctimas de una extraña enfermedad. En opinión de personas malignas, esto se debía a que la pintura de Yoshihide era como él: irreverente y demoniaca.

Como os iba diciendo, Yoshihide era un hombre poco común, de modo que lejos de afligirse se jactaba de suscitar estos rumores. En cierta oportunidad, el mismo señor de Horikawa, bromeando, le dijo:

—Entiendo que a vos solo os agradan las cosas feas. ¿No es así, Yoshihide?

A lo que él contestó con inaudito descaro, y con una sonrisa sarcástica en sus labios colorados:

—Exactamente. La belleza de lo feo es lo que no pueden comprender esos pintores ordinarios.

Aunque fuese el primer pintor del Japón, no se justificaba la insolencia que había gastado con el señor. El discípulo que os mencioné antes, le puso el apodo de Chira Eiju para satirizar su insolencia y su vanidad; como sabréis, Chira Eiju es un tengu que en una época pasada vino desde la China. Pero este Yoshihide, este descarado Yoshihide tenía, a pesar de todo, una virtud: la capacidad de amar humanamente.



V





Yoshihide sentía un cariño entrañable por su única hija, joven bondadosa de temperamento sensible, que correspondía a ese amor de padre. Pero este cariño del pintor por su hija excedía los límites normales. Os parecerá increíble, pero cuando se trataba de comprarle kimonos o accesorios para su peinado, Yoshihide, que siempre había negado hasta el más pequeño óbolo a los templos, gastaba su dinero con largueza.

Quería y cuidaba celosamente de su hija, mas sin ningún propósito definido, como el de tener un buen yerno, por ejemplo, cosa en que no había pensado ni en sueños. Si alguien hubiese pretendido acercarse a ella con propósitos deshonestos, no habría vacilado en reunir a unos cuantos forajidos para que lo apalearan cualquier noche. Este desdén por el porvenir de la muchacha se puso de manifiesto cuando ésta fue requerida por el señor de Horikawa para servir en palacio. El pintor no ocultó su contrariedad, y aun después de transcurrido un tiempo, cuando comparecía ante el señor no podía disimular su disgusto. Al difundirse el rumor de que el señor de Horikawa había llamado a la joven sugestionado por su belleza, y la había llevado a pesar de la disconformidad del padre, la actitud de Yoshihide hacia el señor se tornó más suspicaz y desconfiada.

Aunque el rumor carecía de todo fundamento, lo cierto era que el pintor deseaba que su hija volviera a su lado cuanto antes. Por encargo de nuestro señor, Yoshihide pintó el Mañjusri , atribuyéndole el rostro de un joven favorito de aquel.

Como el retrato resultara excelente, el señor de Horikawa le anunció:

—Os recompensaré por vuestro magnífico trabajo. Pedid lo que deseéis.

¿Qué os pensáis que respondió el atrevido a tamaña generosidad? He aquí sus palabras:

—Deseo que me devolváis a mi hija.

Este deseo hubiera podido ser satisfecho de servir su hija en otro palacio que no fuera el del señor Horikawa; pero estando donde estaba, semejante irreverencia resultaba imperdonable. Ante este pedido, al buen señor, que era asimismo sumamente generoso, le asaltó un acceso de mal humor, y después de mirarlo un instante con expresión severa, le dijo secamente:

—Eso jamás.

Se levantó y se retiró disgustado. Hechos de esta naturaleza se produjeron repetidas veces. Recordándolo ahora, me viene a la memoria que a partir de entonces el señor empezó a mirar a Yoshihide con creciente frialdad. Y conforme esta actitud se iba acentuando, aumentaba la aflicción de la hija, que pensaba en la suerte que podía correr su padre, y cuando se retiraba a su habitación a menudo se la veía llorar, conteniendo los sollozos con la manga del kimono. Entonces empezó a crecer el rumor de que el señor se había enamorado de la joven. Algunos opinarían que la tragedia relacionada con el Biombo del Infierno habría ocurrido por negarse la hija del pintor a acceder a los requerimientos del señor. Pero es absurdo suponer que haya podido suceder tal cosa.

A nuestro parecer, el motivo de que el señor de Horikawa no quisiera restituir la joven a su hogar era justamente la conveniencia para ella de vivir en palacio sin ninguna preocupación, en lugar de hacerlo al lado de un hombre tan siniestro. Por supuesto, nadie niega que el señor sintiera simpatía por esa muchacha de virtudes tan señaladas; mas os repito: no era porque la desease, como muchas personas malintencionadas se empeñaron en sostener. Lo sensato es afirmar que fueron invenciones de las malas lenguas. Pero dejemos de lado estas habladurías y pasemos a referir lo que sucedió en el momento en que el señor se encontraba muy disgustado con Yoshihide. Repentinamente mandó llamar al pintor a palacio, y le encomendó la ejecución de un biombo que representase el Infierno.



VI





Al mencionar el Biombo del Infierno, vuelve a mis pupilas el violento colorido del cuadro tal como si lo tuviera delante de mis ojos.

Aun tratándose del mismo motivo, el haber sido pintado por Yoshihide ya indica un trabajo totalmente distinto al de cualquier otro pintor. En uno de los ángulos del biombo hallábanse, en pequeña escala, los Diez Reyes y los guardianes, y el resto del cuadro aparecía cubierto en su totalidad por una hoguera infernal con llamaradas en remolino. Fuera de los puntos amarillos y azules de los kimonos al estilo T’ang de los myôkan, dominaba el rojo agresivo de las llamas, y mezcladas entre el vivo color resaltaban las manchas de la tinta china, del negro humo y del oro de las chispas, en un fuego que parecía danzar alocadamente.

Solo esta furia del pincel habría bastado para asombrar a los espectadores, sin contar los condenados que sufrían al ser pasto de las llamas, muy diferentes a los de los cuadros que uno solía ver. Eso se explicaba, ya que los condenados, desde los nobles más eminentes hasta los más míseros mendigos, habían sido tomados de la realidad. Nobles de la corte con sus kimonos de ceremonia, atrayentes cortesanas con sus itsutsu-ginu, sacerdotes orando con sus rosarios budistas, samuráis, estudiantes en alta geta, doncellas ataviadas lujosamente, hechiceros con sus equipos mágicos… Enumerar los motivos pintados sería interminable. Personajes fustigados por carceleros con cabezas de toro o de caballo huían en desorden en medio de las llamas y del humo sofocante; la mujer a quien le arrancaba la cabellera con el sasumata podría ser una kamunagi ; en el hombre que tenía atravesado el pecho por un tehoko y se precipita cabeza abajo como un murciélago, se reconocería a un joven funcionario del gobierno; además los había que eran azotados con látigos de hierro o aplastados por enormes piedras; algunos eran picoteados por extrañas aves de rapiña y otros mordidos por dragones venenosos… Se hallaba tanta variedad en las formas de castigo como en las clases de condenados allí registradas…

Pero en medio de este heterogéneo mundo de tortura, el cuadro más impresionante y terrible era el que representaba un carruaje tirado por bueyes que caía del cielo, atravesando un extraño árbol cuyas ramas semejaban espadas, y en cuya copa se amontonaban los espíritus condenados, todos con el cuerpo atravesado. La cortina de la carroza era agitada por el viento infernal, y en su interior se veía a una cortesana ataviada con un lujo propio de las nyôgo o de las kôi, debatiéndose desesperadamente, con sus negros cabellos revueltos y un cuello de impresionante blancura entre el rojo de las llamas. Tanto la doncella como la carroza envuelta en ese denso fuego, reflejaban el atroz padecimiento y la terrorífica visión del Infierno. Me atrevo a deciros que todo el horror del cuadro estaba simbolizado en esa sola persona. Era tan magistral la ejecución del Biombo que el que lo veía creía oír las desgarradas voces de los condenados.

Pero temo haber alterado el orden de la historia en mi apresuramiento por hablaros del Biombo del Infierno. Seguiré con Yoshihide, a partir del momento en que el señor de Horikawa le encargó la ejecución de la referida obra.



VII





Durante cinco o seis meses consecutivos Yoshihide vivió encerrado en su taller sin visitar el palacio. Conducta extraña en aquel hombre que tanto amaba a su hija, cuando empezó a trabajar se olvidó inclusive de ella. El discípulo de quien os hablé refería que, cuando Yoshihide empezaba a pintar, se abstraía totalmente y parecía iluminado por algún espíritu superior o imbuido de algún encantamiento. Lo cierto es que en ese tiempo se comentaba que el secreto de su éxito estaba en sus plegarias al Fukutok-no-ôkami con quien había sellado un pacto. Esto sostenían quienes decían haberlo espiado mientras pintaba y habían visto a los fantasmas de varios zorros rondándolo. Según he oído decir, cuando empezaba a pintar se olvidaba de todo; se encerraba en el taller día y noche y muy raramente lo abandonaba. Particularmente en el caso que nos ocupa pudo verse que su inspiración y fervor artístico cobraban especial intensidad.

Su aislamiento de todos lo llevó a bajar las persianas en pleno día, preparar a la luz de la lámpara de aceite los colores que eran su secreto y vestir a los discípulos con diversos trajes para posar. Pero su febril inspiración no se detenía allí. Aun sin tratarse del Biombo del Infierno, el solo hecho de pintar era suficiente para inspirarle rarezas, que él consideraba lo más natural del mundo. Por ejemplo, cuando ejecutó el Círculo de los Cinco Destinos del Templo Ryugai-ji, se colocó tranquilamente frente a los cadáveres que encontró en el camino, de los que las personas comunes apartaban la vista horrorizadas y se dedicó a dibujar detenidamente esos rostros y cuerpos putrefactos.

¿Qué os quise decir cuando afirmé que su fervor había cobrado especial intensidad? Seguramente muchos lo encontrarán inexplicable. Pero aunque me faltaría aquí el espacio para detallar todos los sucesos, os narraré los puntos principales. Los hechos fueron más o menos los siguientes.

Cierto día el discípulo de quien ya os hablé, estaba atareado en mezclar los colores, cuando se le presentó inesperadamente el maestro:

—Pensaba hacer una siesta —dijo—, pero esto días duermo muy mal.

Como no le pareció extraño que el maestro no pudiera dormir, el discípulo contestó indiferentemente, sin interrumpir su labor:

—¿De modo que no puede conciliar el sueño?

Mas, cosa insólita, el maestro mostrose entristecido y continuó:

—Quiero pedirle que se quede a mi lado mientras yo esté acostado.

Pronunció estas palabras con visible timidez. Al discípulo le pareció extraño que el maestro se afligiera por los sueños, pero como nada le costaba complacerlo aceptó, diciendo que no tenía ningún inconveniente, a lo que Yoshihide, aún preocupado, le dijo titubeando:

—Bueno; quiero que me acompañe al cuarto interior. Y cuando vengan los demás discípulos, no les permita pasar.

Esa habitación era el estudio de Yoshihide. Como de costumbre, las persianas estaban cerradas, y a la débil claridad de una lámpara podía verse el boceto del biombo hecho con yakifude y colocado en posición vertical. El maestro se acostó, y poco después dormitaba con la cabeza apoyada sobre un brazo. Antes de una hora, el discípulo fue sorprendido por extrañas e incomprensibles voces que provenían de la cabecera del lecho junto a la que se hallaba sentado velando el sueño de Yoshihide.



VIII





Al principio eran solo sonidos, pero al rato llegó a percibir palabras entrecortadas, como de alguien que se estuviera ahogando y pidiera auxilio dentro del agua. Finalmente comprendió algunas frases.

—¿Qué? ¿Que vaya yo?… ¿Adónde?… ¿Que vaya adónde? ¿Al fin del mundo?… ¿Que vaya al Infierno? ¿Quién habla? ¿Quién dice semejante cosa? ¿Quién es? ¡Ah! Con que eres tú…

El discípulo detuvo la mano que revolvía la pintura y escrutó el rostro del maestro, pálido y cubierto por gruesas gotas de sudor, la boca abierta desdentada y los labios trémulos y arrugados. Dentro esa boca algo se movía como manejado por un hilo: era la lengua; de ella salían las palabras delirantes.

—Con que eres tú… Tú. Desde un principio supe que eras tú. ¿Qué? ¿Que viniste a buscarme? Por eso quieres que vaya al Infierno, a ese Infierno… ¿Qué? ¿Que mi hija me espera allí?

En este punto el discípulo fue presa de tal terror que creyó ver bajar una sombra misteriosa rozando la superficie del cuadro. Tomó por la mano al maestro. Y lo sacudió con fuerza, pero no consiguió arrancarlo de su postración y continuó oyendo frases incoherentes. Le arrojó entonces al rostro el agua que tenía al lado para lavar los pinceles.

—¿Que me estás esperando, y que suba a la carroza?… ¿En esta carroza?… ¿Al Infierno?… —proseguía delirante.

Al decir estas últimas palabras su voz se convirtió en un lamento agudo, estrangulado. Por fin abrió los ojos y se levantó sobresaltado. Tenía la mirada perdida y el semblante demudado, como si en el fondo de los ojos continuase viendo los fantasmas del sueño. Volvió en sí, se levantó y dijo ásperamente al discípulo:

—Puede retirarse.

Éste se retiró sin protestar porque sabía que las órdenes del maestro no se discutían. Cuando vio la luz del día se preguntó si no acababa de vivir una pesadilla. Luego se tranquilizó.

Pero puedo deciros que esto no fue nada. Un mes más tarde, otro discípulo fue llamado al taller. El maestro lo recibió con la punta del pincel en la boca y ordenó:

—Lo siento, pero tendrá que desnudarse como la vez pasada.

Como ya anteriormente le había pedido que posara desnudo, no le asombró la orden y se apresuró a cumplirla. Cuando terminó de desvestirse, Yoshihide le dirigió una mirada extraña y agregó:

—Pero esta vez quiero dibujarlo con cadenas de modo que, aunque lo lamento mucho, tendrá que hacer lo que le mando.

Hablaba fríamente; no parecía lamentarlo mucho. El discípulo era un hombre robusto que se diría nacido para manejar la espada y no el pincel, pero las palabras del maestro lo dejaron tieso. Comentaba luego cada vez que recordaba ese momento: “Creí que había enloquecido y que me mataría”.

Un poco fastidiado por el aire irresoluto del discípulo, Yoshihide extrajo de no se sabe dónde una fina cadena de hierro, y haciéndola sonar, se le abalanzó por la espalda y lo maniató en un momento; rodeó su cuerpo con varias vueltas oprimiéndolo con brutalidad, y ajustó con tanta violencia la punta de la cadena que el discípulo perdió el equilibrio cayendo ruidosamente sobre el piso.


Continúa en Parte II...

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