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El biombo del infierno - Parte II - Fictograma
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El biombo del infierno - Parte II

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Ryunosuke-Akutagawa

Publicado el 2025-06-01 11:47:16 | Vistas 58
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IX




Podría agregar que en tal estado el pobre discípulo tenía la apariencia de un tonel, estrechamente atado de pies y manos. La única parte del cuerpo que podía mover era el cuello. Además, tratándose de un hombre robusto y sanguíneo, el rostro, el torso y los muslos se le iban enrojeciendo por la intensa y persistente presión de las cadenas. A Yoshihide parecía importarle poco la situación del discípulo, y no cesaba de dar vueltas en torno de él, dibujándolo detenidamente. No creo necesario describiros el suplicio del discípulo durante ese tiempo.

Sin embargo, ese sufrimiento sería solo el comienzo. Por fortuna (aunque más adecuado sería decir por desgracia) un momento después, desde una tinaja colocada en un rincón del taller, partió serpenteando una mancha larga y angosta, como de aceite negro. Al principio se movía lentamente, como si fuera algo pegajoso, pero luego se deslizó con suavidad, brillando con intermitencias, hasta llegar a las propias narices del discípulo. Éste, al verla, gritó, aterrado:

—¡Una serpiente, una serpiente!

Como él mismo diría después, sintió que se le helaba la sangre, y con sobrada razón.

En ese momento la serpiente tendió la fría punta de su lengua hacía la blanca piel del cuello que la cadena ceñía dolorosamente. Ante esta eventualidad, el mismo Yoshihide se precipitó. Arrojó el pincel, se agachó y rápidamente tomó el reptil por la cola y lo suspendió en el aire. La serpiente, retorciendo el cuerpo y alzando la cabeza, trataba en vano de alcanzar la mano que la aprisionaba.

—¡Diablos! —gritó Yoshihide—. ¡Me arruinaste un dibujo!

Enfurecido, arrojó la serpiente en la tinaja, desencadenó de mala gana al discípulo y ni siquiera le dio las gracias ni lo consoló. Era evidente que le preocupaba más el dibujo fracasado que el peligro corrido por su discípulo. Debo deciros que la serpiente que había aparecido tan importunamente era uno de los elementos de trabajo que el maestro acostumbraba manejar; de eso habría de enterarme tiempo después.

Con la sola mención de estas locuras habréis comprendido a qué grado de desenfreno llegaba el entusiasmo pictórico de Yoshihide. Pero antes de terminar, tengo que contaros una anécdota más. Se refiere esta vez a un muchacho de trece o catorce años, que por causa del Biombo sufrió un accidente que casi le cuesta la vida.

Una noche este discípulo, que tenía cutis blanco como una mujer, fue llamado al taller del maestro. Yoshihide estaba junto a una lámpara, y en la palma de la mano tenía un trozo de carne o algo parecido, que daba a comer a un ave rara, nunca vista por el muchacho. Su tamaño podía ser el de un gato común. ¿Semejante a un gato? Sí; mirando con atención, las plumas de la cabeza sobresalían como orejas y los ojos blancos, grandes y redondos eran como los de un gato.



X





Yoshihide era un hombre al que no le agradaba ver mezclados a los demás en sus asuntos. Entre otras cosas, nunca mostraba a sus discípulos lo que tenía en el taller, un cúmulo de objetos entre los que figuraba la serpiente que ya os mencioné. A veces aparecía una calavera sobre la mesa, o bien eran bolas de plata o algún takatsuki adornado con motivos de maki-e, que formaban parte de la extensa variedad de objetos extravagantes que, según lo exigía el cuadro que pintaba, iban sirviendo como modelo. Lo raro era que no se supiera dónde guardaba todo ese arsenal de rarezas cuando no lo utilizaba. Es probable que la creencia de que Yoshihide tenía un pacto con el Dios de la Suerte y de la Fortuna tuviera su origen en misterios como éste. El discípulo observaba con temor el ave de orejas de gato, mientras tomaba el alimento, y pensó que se la utilizaría en la ilustración del Biombo. Preguntó respetuosamente si deseaba algo, pero Yoshihide, como si no lo oyera, se lamió los rojos labios y señalándole el ave con el mentón, le dijo:

—¿Qué le parece? ¿Verdad que está domesticado?

—¿Qué clase de ave es? —preguntó el discípulo—. Es la primera vez que veo un pájaro semejante.

El discípulo observaba con temor el ave de orejas de gato. Con sonrisa burlona, Yoshihide replicó:

—¿Cómo, dice que nunca lo vio? La gente de la ciudad no sabe nada. Esta ave se llama mimizuku; me la trajo un cazador hace tres días de Kurama. Pero amaestrada como ésta no debe haber muchas.

Y diciendo esto, al ver que había terminado de comer la carne, levantó la mano lentamente y acarició el lomo del ave de abajo hacia arriba. Como si esto fuera una orden, el ave lanzó un graznido corto y agudo, y alzando vuelo atacó sorpresivamente al discípulo en el rostro. Si en ese momento el muchacho no se hubiese cubierto con la manga del kimono, es seguro que habría recibido más de dos rasguños. Intentó espantarla, pero ésta, revoloteando y lanzando chillidos siniestros, renovó el ataque… Olvidado de la presencia del maestro y atento tan solo a defenderse, el discípulo, levantando o agachando el cuerpo, corría despavorido por la pequeña habitación.

El ave seguía todos sus movimientos, acechándolo para atacarlo directamente a los ojos. En cada embestida batía las alas furiosamente; aquello tenía algo de macabro que producía un malestar indefinible, como el olor de las hojas muertas o las salpicaduras de las cascadas, o como el agrio aroma del sarusake. Al decir del discípulo, creía hallarse sumergido en un valle solitario, y hasta la luz mortecina de la lámpara le pareció el pálido reflejo de la luna.

Pero, aunque horrorizado por el ataque del ave, lo que estremeció al muchacho fue ver cómo el maestro, con pasmosa tranquilidad, se deleitaba reproduciendo el terrible momento. Por un instante creyó que moriría en manos de Yoshihide.



XI





Era lógico suponer que el maestro podría ocasionar la muerte de su discípulo, puesto que lo había llamado con la expresa intención de pintar una escena fríamente planeada por él, adiestrando de antemano al pajarraco. Esto lo vio claramente el joven cuando comprendió su situación, y volvió a cubrirse el rostro con las mangas del kimono para defenderse del asedio. Gritó algo ininteligible y se acurrucó en un rincón del cuarto al lado de la puerta corrediza. En ese momento, Yoshihide gritó a su vez y pareció que se había levantado, mientras el batir de alas se hacía más intenso, seguido de un estrépito de objetos rotos. Volvió a alarmarse el discípulo, y cuando trató de ver se encontró con el taller a oscuras y el maestro llamando furiosamente a los otros discípulos.

Instantes después se oyó una voz y apareció alguien con una lámpara en la mano. A la luz intensa se vio un cuadro desastroso; el aceite de la otra lámpara se había derramado por el piso, y el ave, con las plumas empapadas en el líquido, se debatía afanosamente. Yoshihide contemplaba la escena con espanto desde el lado opuesto de la mesa, mientras mascullaba frases ininteligibles. No era para menos; una víbora negra se había enroscado al ave, apresándole el cuello y una de las alas. Posiblemente el discípulo, al agacharse, había volcado la tinaja donde estaba la serpiente, y cuando el ave quiso atraparla se habían trabado en lucha. Los dos discípulos se miraron estupefactos, y por un instante contemplaron asombrados el extraño espectáculo, pero se apresuraron a saludar al maestro y a retirarse del taller. De cómo terminó el duelo entre el ave y la serpiente, nadie supo decir nunca nada.

Incidentes de esta especie continuaron sucediéndose. Había olvidado deciros que cuando fue encargada a Yoshihide la ejecución del cuadro estábamos a principios de otoño, y como la extraña conducta del maestro duró hasta finalizar el invierno, durante este periodo los discípulos vivieron en un temor constante. Al fin del invierno, algo pareció dificultar la labor de Yoshihide. Se tornó más sombrío y cada día hablaba con mayor irritación. Al mismo tiempo, y cuando parecía concluido, el cuadro quedó paralizado. No solo no había adelantado el trabajo, sino que hasta parecía haber borrado algunas partes.

Pero nadie sabía qué parte de la obra era la que no podía terminar, ni nadie se preocupó por saberlo. Los discípulos, hastiados ya de la conducta del maestro, no quisieron acercársele; era como compartir la jaula con un tigre o un lobo.



XII





En realidad, nada especial puedo contaros sobre lo que aconteció durante ese tiempo. Podría agregar, eso sí, que el caprichoso anciano se había vuelto muy sentimental, y cuando estaba solo lloraba silenciosamente. Cierto día, un discípulo debía llegar hasta el jardín, y allí encontró al maestro con los ojos llenos de lágrimas, contemplando distraídamente el cielo primaveral. Al verlo así, el discípulo se sintió inexplicablemente avergonzado y se alejó rápidamente. ¿No os parece sugestivo que ese arrogante artista, que para pintar el Círculo de los Cinco Destinos había dibujado tranquilamente los cadáveres del camino, empezara de pronto a llorar como un niño porque no conseguía un efecto para el Biombo del Infierno?

Mientras Yoshihide se entregaba con ardor a la creación del Biombo, la hija se volvía cada vez más taciturna, a tal punto que nosotras mismas llegamos a ver huellas de lágrimas en sus ojos. En esa muchacha de rostro lánguido, de tez blanca y de aire modesto, el estar triste parecía tornar sus pestañas más espesas sombreándole los ojos y acentuando aun más su abatimiento. Al principio se pensó que obedecería a una lógica preocupación por su padre, a quien profesaba tanto cariño, o bien que estaría enamorada; pero con el tiempo la gente lo atribuyó a que el señor de Horikawa le habría exigido que se le entregase. Cuando esta versión se generalizó, ya nadie habló más de ella.

En ese tiempo ocurrió algo que pasaré a referiros.

Una noche, a hora muy avanzada iba yo por un corredor, cuando de algún lado saltó sorpresivamente el mono Yoshihide, y empezó a tirarme de la falda del kimono. Era una tibia noche de luna, en la que empezaba a insinuarse el aroma de los ciruelos en flor.

Bajo la luz de la luna me asombró ver al mono chillar como enloquecido, arrugando la nariz y mostrando sus blancos dientes. Confieso que en ese momento sentí algún miedo, y temerosa de que me rasgara el kimono nuevo, al principio pensé darle un puntapié, pero me acordé de aquel samurái que lo había maltratado; por otra parte, la actitud del mono era bien extraña y me dejé conducir unos pasos sin pensar en nada preciso.

Al llegar a un ángulo del corredor desde donde se dominaba el amplio jardín con su fuente resplandeciente bajo la luz de la luna, vinieron a mis oídos unos ruidos ligeros como de personas que lucharan en silencio. Hallé insólito este ruido repentino en medio de aquella quietud, quebrada solo por el chasquido de los peces en la fuente. Me detuve, y al acercarme a la puerta corrediza de donde provenía, escuché con atención para ver si se trataba de ladrones, en cuyo caso pensaba enfrentarlos decididamente.



XIII





Al mono parecía resultarle demasiado lento mi proceder, y comenzó a dar saltos a mi alrededor lanzando sus agudos chillidos. De pronto, se encaramó en mis hombros. Quise evitarlo y aparté instintivamente el cuello para eludir sus uñas, pero él se me aferró a la manga del kimono para evitar su caída. Perdí el equilibrio, y al trastabillar golpeé con la espalda en la puerta corrediza. No quedaba otro recurso: me puse en acción.

Abrí rápidamente la puerta y me dispuse a penetrar en el oscuro recinto hasta donde no llegaba la luz de la luna. Pero en ese instante algo obstaculizó mi visión… Mejor dicho, me sorprendió una mujer que salía corriendo del cuarto y que en su precipitación tropezó con algo y cayó de rodillas. Jadeante, me miró atemorizada, como si encontrara terrible mi presencia.

Que esa persona era la hija de Yoshihide no creo necesario aclararlo; aunque esa noche la encontré totalmente distinta y convertida en una mujer atractiva. Tenía un brillo particular en los ojos y el rostro se adivinaba encendido. El desorden en las faldas del kimono le confería una voluptuosidad contraria, a su modalidad casi infantil. ¿Era ésta la modesta y frágil muchacha de siempre?… Apoyándome en la puerta corrediza, y oyendo aún los pasos nerviosos de alguien que se alejaba, observé a la hermosa muchacha a la claridad de la luna; mis ojos, al mirarla, le preguntaban quién era esa persona.

La hija del pintor apretó los labios y sacudió la cabeza en un gesto lleno de angustia. No me quedaba duda de que era presa de una gran contrariedad.

Me acerqué a su oído y le pregunté en voz baja:

—¿Quién es?

Mas la joven hizo un signo negativo con la cabeza y no hablé. Las lágrimas le humedecían las pestañas y un rictus de amargura se dibujaba en su boca.

Comprenderéis que soy de esas personas que nada comprenden fuera de lo que ven, de modo que tampoco en este caso pude deducir exactamente lo que había sucedido. Nada podía decir a la joven puesto que ella callaba; por un largo rato permanecí de pie, a su lado, como para escuchar mejor el acelerado latir de su corazón. Al mismo tiempo, tuve una sensación de culpa y me arrepentí de mi insistencia.

No recuerdo exactamente el tiempo que había transcurrido cuando atiné a cerrar la puerta. Entonces me dirigí con amabilidad a la muchacha, que ya estaba más tranquila, y la insté a que volviese a su habitación. Regresé por el corredor un poco avergonzada y con un peso en mi conciencia, al saber que había sido testigo de algo que no me concernía, y me asaltó un temor irracional. No había andado diez pasos cuando sentí que alguien tiraba tímidamente de mis faldas. ¿Quién pensáis que era? Nada menos que el mono, que haciendo gestos como si fuera una persona, inclinaba la cabeza repetidas veces haciendo sonar el cascabel de oro que llevaba al cuello.



XIV





Unos quince días después de aquella noche, Yoshihide se presentó en palacio y solicitó una audiencia al señor de Horikawa. A pesar de pertenecer Yoshihide a una casta muy inferior, en razón de las circunstancias especiales que ya conocemos, el señor le concedió gustosamente una entrevista, si bien no tenía por costumbre hacerlo, cualquiera fuese la persona que lo solicitara.

El pintor vestía el kimono de siempre y un gastado sombrero; era evidente que estaba preocupado y de mal humor. Saludó al señor con reverencia y dijo:

—El Biombo del Infierno que me habéis encargado ya se encuentra casi concluido pues he trabajado con sostenido empeño por espacio de muchos días.

—Os congratulo por vuestro esfuerzo. Me siento satisfecho.

No sé por qué, la voz del señor me pareció débil y poco entusiasta.

—No merezco ninguna felicitación —dijo el pintor, con la cabeza inclinada y gesto hosco—. Falta poco para que esté terminado, pero hay una sola parte que no consigo lograr.

—¿Cómo? ¿Hay algo que no conseguís pintar?

—Os lo digo. En general me es difícil pintar lo que no veo. Y aunque llegase a pintarlo, nunca resultaría bueno, lo cual equivale a decir que no lo puedo pintar.

Al escuchar estas explicaciones, el señor de Horikawa sonrió irónicamente.

—¿Queréis decir que para pintar el Infierno tendríais que estar viendo el mismo Infierno?

—Exactamente. El año pasado pude presenciar un voraz incendio, cuyas violentas llamas eran comparables a las del Infierno; por eso me fue posible pintar el Yojiri-Fudô. Vos ya conocéis esa obra.

—Pero ¿cómo representaréis las almas condenadas y los guardianes del Infierno?

—Ya he visto, señor, a hombres atados con cadenas. También tuve ocasión de pintar a una persona defendiéndose del ataque de un ave de rapiña. Os puedo decir que ya conozco los tormentos de los condenados. Respecto de los guardianes —Yoshihide sonrió maliciosamente—… a los guardianes los he visto varias veces en mis sueños. Algunos con cabeza de toro, otros de caballo; los había con tres cabezas, seis brazos y seis piernas. Esos demonios golpeaban las manos sin hacer ruido, abrían la boca sin emitir sonido alguno y aparecían casi todas las noches para torturarme. Pero lo que yo deseo y no consigo es independiente de todo esto.

El señor parecía sorprendido. Por un instante miró el rostro de Yoshihide con irritación, y frunciendo el ceño le preguntó secamente:

—Entonces, ¿cuál es el motivo que no podéis pintar?



XV





—Tengo pensado, señor, pintar en el centro del biombo un biroge cayendo del cielo.

Dicho esto, levantó los ojos por primera vez y los detuvo en el señor. Se había hablado con harta insistencia de que cuando se trataba de su arte los ojos de Yoshihide adquirían un brillo especial.

En esa ocasión pude confirmarlo: su mirada era diabólica. Prosiguió:

—En el interior de la carroza, habrá una noble dama, con los cabellos revueltos y debatiéndose entre las llamas infernales. Tendrá una expresión de terror, mirando el techo y procurando protegerse con la cortina para que no la alcancen las chispas. Alrededor de ella me gustaría hacer revolotear diez o veinte pájaros fantásticos. ¡Ay! ¡Ésta es la escena que no puedo lograr!…

Por algún motivo que no alcancé a comprender, el señor pareció entusiasmarse. Su enigmática sonrisa incitaba al pintor a extenderse en sus visiones.

Y ya con los labios temblorosos y como dominado por un fuego interior, prosiguió ensimismado:

—No puedo pintar eso…

Repitió de nuevo lo que ya había dicho y, súbitamente, exclamó con vehemencia:

—Os ruego, señor, hagáis que se queme una carroza delante de mis ojos. Y si fuera posible, dentro de la carroza… —se interrumpió bruscamente.

El señor de Horikawa sintió un estremecimiento y su noble rostro se ensombreció. De pronto estalló en una carcajada, y sin dejar de reír, respondió:

—Seréis complacido en todos vuestros deseos. No os aflijáis más, os lo ruego.

Al oír estas palabras en boca del señor tuve el vago presentimiento de que algo funesto habría de ocurrir. Parecía haberse contagiado de la locura de Yoshihide. Así lo creí al ver sus labios húmedos y su frente contraída por los nervios.

Tras un breve silencio, el señor lanzó de nuevo una siniestra carcajada, como si algo le hubiera estallado adentro:

—Pondré fuego a la carroza; tendréis también a la bella dama vestida lujosamente en su interior; no dudo de que solamente siendo el mejor pintor del país pudisteis pensar en pintar a esa mujer sufriendo entre llamas voraces y asfixiada por el negro humo… Os felicito, os felicito…

Yoshihide empalideció súbitamente y comenzó a mover los labios con nerviosidad; pero eso solo duró un instante. Luego inclinó el rostro, y como si sus músculos se hubieran relajado repentinamente, dijo respetuoso y con voz apagada:

—Os agradezco la merced.

Quizá Yoshihide comprendió lo horrible de su idea a través de las palabras del señor, y eso habría hecho cambiar su actitud. Aquélla fue la única vez que sentí alguna compasión por Yoshihide.



XVI





Pasados tres días, el señor de Horikawa llamó por la noche a Yoshihide y, fiel a su promesa, incendió una carroza en su presencia. Naturalmente, esto no podía hacerse en el palacio de los Horikawa; se eligió como escenario una antigua residencia que había pertenecido a la hermana del señor, situada en las afueras de la ciudad.

Hacía mucho tiempo que la vieja residencia había sido abandonada, y era en el inmenso jardín donde resultaban más visibles los estragos del tiempo. El aspecto abandonado había dado origen a rumores sobre la aparición del espíritu de la difunta hermana del señor, y se decía que en las noches sin luna, vistiendo una extraña falda de color rojo encima del kimono, recorría los largos corredores sin rozar el piso…

Os puedo asegurar que este rumor no era del todo inverosímil si se piensa que aun en pleno día el sitio es de los más desolados de la región, y cuando se pone el sol, el agua de la fuente suena lúgubremente y las garzas que cruzan el espacio estrellado se parecen a sombras monstruosas.

Era una noche oscura sin luna. A la luz de los faroles el señor, vistiendo el atavío de color amarillo pálido que usa la alta nobleza, con el escudo violeta grabado en relieve sobre el kimono, ocupaba en la terraza un asiento especial, del que se destacaban los bordes del almohadón forrado en seda blanca. Creo innecesario añadir que en torno de él había unas seis personas destinadas a su custodia. De un modo especial se destacaba la figura de un samurái, que después de la batalla de Michinoku, en la que a causa del hambre se había visto forzado a comer carne humana, había adquirido tal fortaleza que podía quebrar las astas de un ciervo vivo. Tenía puesto al parecer el haramaki y llevaba la katana al modo kamomejiri, o sea con la punta hacia arriba. Permanecía sentado gravemente al lado del amo. Los circunstantes formaban un cuadro fantasmagórico, entrevisto solo fugazmente a la luz movediza de los faroles agitados por el viento.

La parte superior de la carroza que se encontraba en el jardín se perdía en la oscuridad, tenía las varas apoyadas en una especie de mesa, y sus ornamentos de oro refulgían como estrellas. El hecho de ser primavera no evitaba el escalofrío que provocaba la escena.

El carruaje lucía una pesada cortina azul profusamente adornada, que no dejaba ver su interior, y próximos se hallaban, estratégicamente situados, los sirvientes con las antorchas encendidas cuidando de que el humo no fuese en dirección a la casa.

Un poco más apartado, sentado delante de la residencia, se veía a Yoshihide; vestía las ropas de costumbre, probablemente de color ocre, ajadas.

Parecía más pequeño e insignificante que nunca, como aplastado por el inmenso cielo estrellado.

Detrás había otro hombre tocado con momieboshi, sin duda un discípulo. Como ambos se hallaban en la penumbra y distantes de la terraza en que yo me encontraba, no podía distinguir el color de sus vestidos.



XVII





Se acercaba la medianoche. Las sombras que envolvían el jardín se hacían cada vez más espesas y parecían sofocar la respiración; oíase el leve murmullo del viento trayendo el olor de la resina de las antorchas. El señor de Horikawa observó un instante más el extraño cuadro y luego, adelantándose, gritó con voz sonora:

—¡Yoshihide!

Éste contestó algo, pero solo fue una exclamación.

—¡Yoshihide! Esta noche incendiaré la carroza, como me lo habéis pedido.

Y miró de soslayo a los guardianes. Pudo ser una ilusión, pero me pareció ver que el señor y esos hombres cambiaban sonrisas de inteligencia.

—Observad bien. Esta carroza, como sabéis, es la que siempre acostumbro usar. Dentro de un instante ordenaré que le prendan fuego, y os mostraré las llamas del Infierno.

Dicho esto el señor miró de nuevo a los guardianes, y prosiguió en tono áspero.

—Dentro de la carroza se ha atado a una mujer. Al arder el carruaje, esa mujer perecerá, sufriendo los tormentos del Infierno. Se quemarán su carne y sus huesos: será el modelo exacto que necesitáis para terminar el Biombo. No perdáis detalle cuando se derrita su carne, blanca como la nieve. Tampoco dejéis de ver cómo los negros cabellos se transforman en chispas y se elevan hacia el cielo.

El señor se interrumpió; una sonrisa silenciosa le sacudía los hombros.

—Será un espectáculo nunca visto —dijo—. Yo también estaré presente. Vosotros, apartad la cortina para que pueda verse a la mujer.

Uno de los sirvientes se acercó a la carroza, y mientras con una mano sostenía la antorcha levantó con la otra la cortina. La antorcha, crepitando, pareció arder con más fuerza en ese instante; y cuando iluminó el reducido interior de la carroza, se vio a una mujer que parecía atada en forma brutal. Esa mujer… ¿Quién no la reconocería? Sobre el lujoso kimono de ceremonia de las damas de la corte, bordado con motivos de cerezos, caían sus largos brazos y negros cabellos adornados con sashi de oro que despedía intensos destellos. Esa mujer, que aquella noche lucía atavíos tan distinguidos y había sido atada y amordazada, esa pequeña mujer de perfil modesto y triste, era la hija de Yoshihide. Al reconocerla ahogué un grito.

En ese momento, el samurái que tenía adelante de mí se levantó rápidamente, y con la mano en la katana miró a Yoshihide. Sorprendida, miré a mi vez en esa dirección y vi cómo Yoshihide, seguramente sobrecogido de espanto por lo que acababa de ver, se había levantado de un salto y agitando los brazos intentaba correr hacia el carruaje. No le vi ninguna expresión, debido a la oscuridad y a la distancia.

Esta escena duró contados segundos. Un violento resplandor iluminó a Yoshihide —que parecía flotar atraído por una fuerza invisible—, y mostró la palidez mortal de su rostro.

La carroza ya era presa de las llamas cuando Yoshihide quiso correr en auxilio de su hija. El señor había dado la orden, y los sirvientes habían arrojado las antorchas dentro de la carroza.



XVIII





El fuego se propagó rápidamente. Los flecos violáceos que bajaban del techo ardieron de un solo golpe, y por debajo de ellos salía un humo blanquecino, mientras las cortinas, las mangas del kimono y los adornos metálicos del cielorraso se consumían con increíble rapidez. El espectáculo era alucinante. Las llamas se alzaban al cielo y lo teñían de rojo, semejantes a una bola de fuego que al caer estallara en mil fragmentos. Yo había gritado un momento antes, pero viendo ahora el irreparable siniestro no hallé otro consuelo que contemplarlo, aturdida y desconcertada.

Pero ese padre, Yoshihide… No podré olvidar la expresión de su rostro. Su primer impulso fue precipitarse a la carroza, y al estallar el fuego quedó paralizado, con las manos en alto. Con ojos despavoridos escrutó la carroza en llamas; al resplandor del fuego pude ver hasta la raíz de la barba en aquel rostro apergaminado y sombrío. Los ojos desorbitados, los labios apretados y los músculos de la cara contrayéndosele nerviosamente reflejaban su miedo, su infinita angustia y un inmenso estupor ante la espeluznante escena. Ni el reo cuando es decapitado, ni el asesino cuando comparece ante los Reyes del Infierno mostrarían tanto horror y padecimiento. Hasta el famoso samurái que ya os cité palideció a la vista de aquel hombre, y dirigió una tímida mirada al amo.

Pero éste, a su vez con los labios apretados y sonriendo a intervalos con sarcasmo, no apartaba la vista del carruaje. Y en medio de las llamas… ¡Ay! No tengo fuerzas para daros los detalles del suplicio. La blancura de su rostro ahogado por el humo, los largos cabellos en desorden arrebatados por las llamas y sus hermosas ropas ardiendo como una tea… Imposible concebir una visión más despiadada. Sobre todo, cuando el viento cesó por un instante, el humo se desplazó hacia el lado opuesto a donde nos hallábamos, y pudimos ver con verdadero horror cómo en medio de esa hoguera, que parecía despedir chispas de oro, agonizaba una bella criatura forcejeando dolorosamente por quitarse las cadenas de su cuerpo. El espectáculo mostraba con elocuencia los tormentos del Infierno. Un estremecimiento nos sacudió a todos.

En ese momento, como si el viento hubiese renovado su intensidad, vimos un remolino en las copas de los árboles agitados de pronto por una ráfaga o un ruido extraño. Súbitamente, una bola negra se desprendió del techo y volando, o corriendo, pero sin tocar el suelo, se arrojó al carruaje en llamas. Saltó por entre las rejas ardientes a los hombros de la joven, lanzando un agudo grito de desesperación, y su eco dolorido se prolongó como un lamento detrás de la humareda. Una exclamación de espanto brotó de todas las gargantas: era el mono, que había quedado atado en el palacio de los Horikawa y que acaba de cruzar el cerco de fuego para prenderse a los hombros de la infeliz muchacha.



XIX





Pero solo fugazmente pudo verse el animal. El fuego estalló en sonora lluvia de chispas, y el mono y la muchacha se perdieron en el seno de una negra nube. En medio del jardín, la carroza refulgía devorada por las llamas crepitantes. Más que una carroza ardiendo parecía una espiral de fuego evolucionando con estrépito hacia el cielo oscuro.

Yoshihide se hallaba de pie ante la columna ardiente. ¡Qué caso tan extraño! El mismo que momentos antes viéramos sufrir como arrojado en el mismo Infierno, daba ahora muestras de un júbilo incontenible. Estaba fascinado, y sin reparar en la presencia del señor, contemplaba extasiado la macabra escena, ajeno al tormento de su hija. Parecía enajenado por la violenta llamarada y el suplicio de la desdichada.

Pero lo extraño no residía en esta bárbara actitud; por encima de ella se notaba que ese hombre insignificante había adquirido un aire de soberbia y de poder semejante al que simbolizan los leones de los sueños. Quizá por eso las numerosas aves ahuyentadas por el fuego parecían evitar el sombrero de Yoshihide. Probablemente hasta los pájaros habían presentido esa extraña majestad que parecía ceñirlo como en una aureola de inmortalidad, y se mostraban sobrecogidos por su actitud.

Todos nosotros, conteniendo el aliento, sentíamos el irresistible hechizo de esa alegría incontenible, y creíamos estar en presencia de un Buda milagroso. No podíamos dejar de mirarlo. Las llamas tiñendo de rojo la negra espesura de la noche, Yoshihide en arrobada contemplación. Era un cuadro solemne y excitante.

El señor de Horikawa se había transformado: intensamente pálido, despedía espuma por la boca, apretaba fuertemente las rodillas bajo el vestido violeta, jadeaba como una bestia sedienta.



XX





Ignoro quién pudo lanzarla, lo cierto es que la noticia de que el señor había quemado su carroza en los jardines de Yukige, se propagó por toda la ciudad y dio origen a las más variadas conjeturas. Lo primero que se preguntaban era el por qué de esa muerte tan horrible para la hija del pintor.

La mayoría opinaba que podía ser en venganza por no haber podido conquistar su amor. Creo, no obstante, que si el señor de Horikawa llegó a cometer esa enormidad, lo hizo con la expresa intención de que sirviera a Yoshihide de ejemplar castigo. Esto lo escuché una vez de los propios labios del señor.

También se le criticaba a Yoshihide su alma endurecida, ya que pretendía continuar el Biombo pese a haber causado la muerte de su propia hija. No faltaban quienes lo maldecían, y no lo distinguían de una bestia, por haber confundido los alcances de su amor de padre. El Sôzu Yokawa se contaba entre los que así pensaban, y solía decir al respecto: “Aunque sea un gran artista, desde que olvida los cinco deberes del hombre, no merece otro destino que el Infierno eterno”.

Un mes después el Biombo estuvo terminado. Yoshihide lo llevó a palacio para someterlo al juicio del señor. Se hallaba presente el Sôzu Yokawa, quien al ver la obra quedó estupefacto; todo el horror de una tempestad de fuego vibraba en la superficie con increíble fidelidad. El Sôzu, que habitualmente menospreciaba a Yoshihide, frente al Biombo no pudo menos que exclamar: “¡Magnífico!” Estaba maravillado. Recuerdo también la amarga sonrisa del señor al escuchar el elogio.

Desde que concluyó el cuadro nadie, por lo menos en palacio, se atrevió a hablar mal de Yoshihide. Era comprensible que cuantos veían el Biombo, aunque sintieran aversión por el autor, se impresionaran por tan extremado realismo.

Pero cuando su obra comenzaba a ser la admiración de todos, Yoshihide dejó de pertenecer a este mundo. A la noche siguiente de terminar el biombo se suicidó en su propia habitación, ahorcándose con una cuerda. Acaso le resultó insoportable sobrevivir a la hija que tanto había amado.

El cuerpo del pintor fue sepultado en los fondos de su casa. De la pequeña tumba, azotada por el viento y las lluvias, ha de quedar una lápida borrosa sobre las piedras cubiertas de musgo.




FIN


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