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El prisionero del Cáucaso - Parte I - Fictograma
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El prisionero del Cáucaso - Parte I

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León-Tolstói

Publicado el 2025-06-20 08:50:18 | Vistas 94
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Servía en el Cáucaso como oficial un noble llamado Zhilin.

Una vez recibió una carta de casa. Le escribía su anciana madre: «Me he hecho vieja, y antes de morir querría ver a mi querido hijo. Ven a despedirte de mí, entiérrame, y después vuelve con Dios al servicio. Incluso te he buscado una novia: inteligente, buena y con hacienda. Puede ser que te enamore, te cases y te quedes para siempre».

Zhilin reflexionó: «En efecto, la anciana está mal; es posible que no tenga ocasión de volver a verla. Iré, y si la novia es buena, incluso puede que me case».

Fue a donde el coronel, consiguió un permiso, se despidió de los compañeros, invitó a sus soldados a cuatro jarras de vodka para la despedida y se dispuso a partir.

El Cáucaso por aquel entonces estaba en guerra. No había tránsito por los caminos ni de día ni de noche. Apenas algún ruso se alejaba a pie o a caballo de la fortaleza, los tártaros lo mataban o se lo llevaban a las montañas. Era sabido que dos veces por semana soldados de escolta iban de una fortaleza a otra. Delante y detrás iban soldados, y en medio, la gente.

Era verano. Al amanecer, se reunieron los convoyes detrás de la fortaleza, salieron los exploradores y emprendieron la marcha por el camino. Zhilin iba a caballo y la telega con sus cosas en el convoy. Debían recorrer veinticinco verstas. El convoy avanzaba despacio, tan pronto se paraban los soldados, como a alguien del convoy se le salía una rueda, o un caballo se detenía y todos se paraban para esperarse.

Por el sol, pasaba ya del mediodía, y el convoy solo había cubierto la mitad del camino. Polvo, calor, un sol abrasador y ningún lugar donde refugiarse. Estepa desnuda, ni un árbol, ni una mata en el camino.

Zhilin iba en vanguardia, se paró y esperó a ser alcanzado por el convoy. Oyó que atrás tocaban la corneta, que otra vez se paraban. Zhilin pensó: «¿Y si me voy solo, sin soldados? Llevo un buen caballo. Si me asaltan los tártaros me escapo al galope. ¿O será mejor que no me vaya…?».

Se paró a pensar. Entonces lo alcanzó a caballo otro oficial, Kostylin, con un fusil, y le dijo:

—Vámonos solos, Zhilin. No puedo más, tengo hambre y hace un calor sofocante. Llevo la camisa empapada. —Kostylin era un hombre triste, gordo, colorado y sudoroso.

Zhilin se lo pensó y dijo:

—¿Está cargado el fusil?

—Cargado.

—Pues entonces vámonos. Solo una condición: no separarse.

Y siguieron adelante por el camino. Iban por la estepa charlando y mirando a todos lados. Se podía ver hasta muy lejos alrededor.

En cuanto se acabó la estepa, el camino se metió entre dos montañas por un desfiladero. Entonces Zhilin dijo:

—Hay que subir a la montaña y mirar, por aquí ya es posible que se escondan tras las montañas y no los veamos.

Pero Kostylin dijo:

—Qué vas a mirar. Sigamos adelante.

Zhilin no le escuchó.

—No —dijo— tú espera abajo, echo una mirada y vuelvo.

Y lanzó el caballo a la izquierda, hacia la montaña. El caballo que montaba Zhilin era de caza (había pagado cien rublos por él en una potrada y él mismo lo había domado), lo llevó pendiente arriba como si tuviera alas. Nada más alcanzar la cumbre, miró y vio que delante de él, a una desiatina, había unos treinta tártaros a caballo. Los vio, y volvió grupas; los tártaros lo vieron y se lanzaron hacia él al galope, desenfundando violentamente las armas. Zhilin dio rienda suelta al caballo por la pendiente, y gritó a Kostylin:

—¡Desenfunda el fusil! —Y mientras, pensaba en su caballo: «Padrecito, llévame, que no se te enreden las patas, si das un traspiés es el fin. Llegaré como sea hasta el fusil, no pienso entregarme».

Pero Kostylin, en lugar de esperar, en cuanto vio a los tártaros huyó a toda prisa hacia la fortaleza. Con el látigo fustigaba al caballo a un flanco y a otro. En la polvareda solo se veía cómo el caballo movía la cola.

Zhilin se dio cuenta de que las cosas pintaban mal. El fusil había huido y con un sable no había nada que hacer. Lanzó el caballo hacia atrás, hacia los soldados, con intención de huir. Vio que media docena corrían a cortarle el paso. Llevaba un buen caballo pero los de ellos eran aún mejores, y galopaban campo a través. Comenzó a volver grupas, con intención de dar la vuelta hacia atrás, pero el caballo se desbocó, no se dejaba sujetar, voló directamente hacia ellos. Vio acercarse hacia él a un tártaro con barba rojiza sobre un caballo gris. Chillaba, enseñaba los dientes, llevaba la escopeta preparada.

«Os conozco, diablos —pensó Zhilin—. Si me cogen vivo, me meterán en un pozo y me azotarán con un látigo. No permitiré que me cojan con vida».

Zhilin, aunque no era corpulento, era osado. Desenvainó el sable y lanzó el caballo directamente contra el tártaro pelirrojo, pensando: «O arrollo al caballo, o lo tumbo con el sable».

Zhilin no pudo llegar galopando hasta el caballo, le dispararon desde atrás y dieron a su caballo. El caballo se desplomó sobre la tierra, atrapando una pierna de Zhilin.

Quería levantarse pero tenía encima a dos tártaros apestosos que le retorcían el brazo. Se desprendió de los tártaros, llegaron cabalgando tres más, comenzaron a golpearle con las culatas en la cabeza. Se le nubló la vista y se tambaleó. Lo cogieron los tártaros, quitaron la sobrecincha de la silla de reserva, le pusieron las manos a la espalda, las ataron con un nudo tártaro y lo arrastraron a la silla. Le tiraron la gorra, le quitaron las botas, le cogieron el dinero y el reloj y le destrozaron el uniforme. Zhilin echó una mirada a su querido caballo. Seguía tal y como había caído, de costado, movía las patas intentando levantarse del suelo pero no lo conseguía, tenía un agujero en la cabeza y del agujero brotaba sangre negra, había empapado el polvo de un arshín en torno suyo.

Un tártaro se acercó al caballo y se puso a quitarle la silla. Aún se revolvía, él sacó el puñal y lo degolló. De su garganta se escapó vaho y un silbido, y sufrió un espasmo antes de morir.

Los tártaros le quitaron la silla y el arnés. El tártaro de la barba roja se montó en su caballo y los otros sentaron a Zhilin con él; para que no se cayera, lo ataron con una correa al cinturón del tártaro. Y lo llevaron hacia las montañas.

Zhilin iba sentado tras el tártaro, se balanceaba, chocaba con la cara en la espalda del apestoso tártaro. Lo único que veía ante sí era la enorme espalda tártara, un cuello fibroso y una nuca afeitada que azuleaba bajo el gorro. Zhilin tenía la cabeza abierta, la sangre se le coagulaba sobre los ojos. No podía enderezarse sobre el caballo, ni limpiarse la sangre. Tenía los brazos tan retorcidos que le dolía la clavícula.

Cabalgaron durante mucho tiempo de montaña en montaña, vadearon un río, salieron al camino y fueron por un valle.

Zhilin quería observar el camino, ver adónde lo llevaban, pero tenía los ojos cubiertos de sangre, y le resultaba imposible volverse.

Comenzó a anochecer. Vadearon todavía otro río, empezaron a subir por una montaña pedregosa, olía a humo, ladraban los perros.

Llegaron a una aldea tártara. Los tártaros desmontaron, se acercaron muchachos tártaros y rodearon a Zhilin, silbaban alegres y le tiraban piedras.

Un tártaro echó a los muchachos, bajó a Zhilin del caballo y llamó a un criado. Llegó un nogayo de pómulos salientes, vestido solo con una camisa. Una camisa harapienta que le dejaba el pecho al descubierto. El tártaro le ordenó algo. El criado trajo un cepo: dos troncos de roble ensartados en argollas de hierro, y en una argolla una aldabilla y un candado.

Desataron las manos a Zhilin, le pusieron el cepo y lo condujeron al granero, lo empujaron dentro y cerraron la puerta. Zhilin cayó sobre el estiércol. Estuvo un rato tumbado, en la oscuridad buscó a tientas un lugar más blando y se acostó.



2





Zhilin apenas durmió en toda la noche. Las noches eran cortas. Al ver por una rendija que comenzaba a clarear, Zhilin se levantó, excavó en la rendija para hacerla mayor y se puso a mirar.

Por la rendija veía el camino que bajaba de la montaña, a la derecha una saklya tártara, detrás de ella dos árboles. A la puerta, un perro negro tumbado, y una cabra deambulando con sus cabritillas, moviendo el rabo. Vio que por la cuesta de la montaña subía una tártara joven, vestida con camisa de colores, sin cinturón, con pantalones y botas, la cabeza cubierta por un caftán y, en la cabeza, un cántaro metálico con agua. Caminaba, se contoneaba, se inclinaba, llevaba de la mano a un pelón vestido únicamente con una camisa. La tártara entró en la saklya con el agua, salió el tártaro de barba roja de la víspera, en beshmet de seda, con un puñal plateado en el cinturón y borceguíes sobre los pies desnudos. En la cabeza, un gorro alto, de piel de carnero, negro, echado hacia atrás. Salió, se desperezó, se atusó su roja barba. Siguió de pie, mandó algo al criado y éste se fue a algún lado.

Después pasaron dos muchachos a caballo hacia el abrevadero. Los caballos tenían el belfo inferior mojado. Salieron corriendo más muchachos con la cabeza afeitada, en camisa, sin calzones, se reunieron un montón, se acercaron al granero, cogieron una rama seca y se pusieron a escarbar en la rendija. En cuanto Zhilin les gritó, los muchachos echaron a correr, se alejaron corriendo, solo brillaban sus rodillas desnudas.

Zhilin tenía sed, sentía la garganta reseca, pensaba que por lo menos podrían ir a verlo. Oyó la llave en el cerrojo del granero. Entró el tártaro pelirrojo, y con él venía otro, más bajo, moreno. Ojos negros, luminosos, rubicundo, barba corta, recortada; de rostro alegre, no hacía más que reírse. Vestía de oscuro, todavía mejor: beshmet de seda azul, galoneado. En el cinturón, un puñal grande, plateado; borceguíes rojos, de cordobán, adornados también en plata, y sobre los finos borceguíes otros más gruesos. Gorro alto de carnero blanco.

El tártaro pelirrojo entró y dijo algo, evidentemente enfadado, y se acomodó. Acodado en el dintel de la puerta, jugaba con el puñal, miraba de reojo a Zhilin, como un lobo. Y el moreno, que se movía como si tuviera resortes, rápido, vivo, fue directamente hacia Zhilin, se acuclilló, enseñó los dientes, le dio palmadas en los hombros y empezó a repetir algo muchas veces en su barboteo, guiñó los ojos, chasqueó la lengua, y sentenció: «¡Fienuruso! ¡Fienuruso!».

Zhilin no entendía nada y dijo: «Beber, ¡dadme agua para beber!».

El moreno se rió. «Fuen uruso», continuó diciendo en su barboteo.

Zhilin pidió con las manos y los labios que le dieran de beber.

El moreno lo entendió, se rió, miró hacia la puerta, llamó a alguien: «¡Dina!».

Llegó corriendo una muchacha fina, delgada, de unos trece años, parecida de cara al moreno. Evidentemente, su hija. También de ojos negros, luminosos, y cara bonita. Vestía una camisa larga, azul, con mangas anchas y sin cinturón, ribeteada de rojo en los faldones, el escote y los puños. En las piernas, pantalones y borceguíes, y sobre los borceguíes otros de altos tacones; en el cuello, un collar de monedas rusas de cincuenta kopeks. La cabeza descubierta, una trenza negra, y en la trenza una cinta de la que cuelgan chapas y un rublo de plata.

El padre le ordenó algo. Salió corriendo y regresó trayendo una jarra metálica. Le dio el agua, se acuclilló y se encorvó de tal manera que tenía los hombros más bajos que las rodillas. Permaneció sentada, con los ojos muy abiertos, mirando cómo bebía Zhilin, de la misma manera que miraría a un animal salvaje cualquiera.

Al devolverle Zhilin la jarra metálica, dio un salto hacia atrás, como una cabra salvaje. Hasta el padre se rió. La mandó a algún otro sitio. Cogió el cántaro y echó a correr, volvió con pan ácimo en una tabla redonda y se sentó de nuevo, se encorvó y no le quitó los ojos de encima.

Se fueron los tártaros y cerraron otra vez la puerta.

Al poco tiempo, se acerca el nogayo a Zhilin y dice:

—¡Ea, patrón, ea!

Tampoco sabe ruso. Zhilin solo entiende que lo manda ir a alguna parte.

Zhilin va con el cepo, cojea, no puede pisar, pone el pie de lado. Zhilin sale detrás del nogayo. Mira la aldea tártara, hay diez casas y una iglesia de las suyas, con una torrecilla. Al lado de una casa hay tres caballos ensillados. Unos muchachos sujetan las riendas. Sale de esa casa el tártaro moreno, hace señas con las manos para que se le acerque Zhilin. Se ríe, dice algo en su lengua y desaparece tras la puerta. Zhilin entra en la casa. Es una buena vivienda, las paredes son lisas cubiertas de arcilla. Contra la pared del fondo hay apoyados colchones de plumón multicolores, a los lados cuelgan caros tapices y sobre los tapices escopetas, pistolas, puñales, todo de plata. En una de las paredes hay una pequeña estufa a ras de suelo. El suelo es de tierra, limpio, como un tocado femenino, y todo el rincón del fondo está cubierto de fieltros; sobre los fieltros, alfombras; y sobre las alfombras, cojines de plumón. Y en las alfombras, en borceguíes, están sentados los tártaros: el moreno, el pelirrojo y tres más. Todos tienen colocados detrás cojines de plumón y delante de ellos, en una tablilla redonda, blinis de maíz, una taza de mantequilla batida y cerveza tártara, buza, en una jarra. Comen con las manos, y las tienen llenas de grasa.

Se levanta el moreno y ordena sentar a Zhilin a un lado. No en la alfombra, en el suelo desnudo. Vuelve a la alfombra y convida a sus invitados a blinis y buza. El criado sienta a Zhilin en el lugar indicado, se quita los borceguíes superiores, los deja cerca de la puerta, donde están los otros borceguíes en fila, y se sienta en el fieltro cerca del anfitrión; viendo cómo comen, se le hace la boca agua.

Cuando los tártaros terminaron de comer blinis, entró una tártara vestida con una camisa como la de la muchacha y en pantalones, con la cabeza cubierta con un pañuelo. Se llevó la mantequilla y los blinis, y les dio una buena jofaina y un aguamanil de cuello estrecho. Los tártaros se lavaron las manos, las colocaron para la oración, se arrodillaron, soplaron a todos los lados y rezaron. Hablaron en su lengua. Después, uno de los invitados se volvió hacia Zhilin y empezó a hablar en ruso.

—A ti te cogió Kazi-Mohamed —le dice, y señala al tártaro pelirrojo—, y te dio a Abdul-Murat —señala al moreno—. Abdul-Murat es ahora tu dueño.

Zhilin permanece en silencio.

Comenzó a hablar Abdul-Murat y, señalando a Zhilin, se ríe y sentencia: «Soldado uruso, fien uruso».

El intérprete dice: «Te ordena escribir una carta a casa, para que envíen un rescate. En cuanto envíen el dinero, te suelta».

Zhilin lo piensa y dice: «¿Y quiere un rescate alto?».

Los tártaros hablaron entre ellos, y dice el intérprete:

—Tres mil monedas.

—No —dice Zhilin—, yo no puedo pagar tanto.

Se levanta Abdul, comienza a gesticular con las manos, le dice algo a Zhilin, como si lo entendiera todo, y el intérprete traduce: «¿Cuánto das?».

Zhilin reflexiona, y dice: «Quinientos rublos».

Entonces, los tártaros empezaron a hablar todos a la vez. Abdul comenzó a gritar al pelirrojo, hablaba a tal velocidad que escupía. El pelirrojo se limita a fruncir el ceño y chascar la lengua.

Se callaron, y dice el intérprete:

—Al amo le parece poco rescate quinientos rublos. Él mismo pagó por ti doscientos. Kazi-Mohamed se los debía. Te cogió como pago de la deuda. Tres mil rublos, por menos no te suelta. Si no la escribes, te encerrará en un pozo y te azotará.

«Con estos —piensa Zhilin— si te dejas intimidar es peor». Se puso de pie y dijo:

—Tú dile a ese perro que si trata de asustarme no le daré ni un kopek y no escribiré la carta. ¡No os tuve miedo y no voy a teneros miedo ahora, perros!

El intérprete lo transmitió y otra vez se pusieron a hablar todos a la vez.

Barbotearon durante un buen rato, se puso de pie el moreno y se acercó a Zhilin.

—¡Uruso, dzhigit, dzhigit uruso! —dice.

Dzhigit, en su idioma significa «valiente». Y se ríe, le dice algo al intérprete y el intérprete dice:

—Mil rublos.

Zhilin se mantiene firme: «Más de quinientos rublos no doy. Y si me matáis, no veréis ni un kopek».

Hablaron los tártaros, mandaron a algún sitio al criado, y no dejaban de mirar ora a Zhilin ora a la puerta. Llegó el criado, y detrás de él un hombre gordo, descalzo y harapiento, también con un cepo en los pies.

Al reconocer a Kostylin, Zhilin se quedó de una pieza. También lo habían cogido a él. Los sentaron cerca uno del otro; empezaron a hablar entre ellos, los tártaros permanecían en silencio, observándolos. Zhilin le contó lo que le había pasado; Kostylin le contó que su caballo se había parado, el fusil había fallado y que el propio Abdul lo había alcanzado y cogido.

Abdul se puso de pie y señalando a Kostylin dijo algo.

El intérprete tradujo que ahora los dos pertenecían al mismo dueño y que soltaría primero al que primero pagara el rescate.

—Ya ves —le dice a Zhilin—, tú te enfadas por todo, sin embargo, tu compañero es dócil, él ya escribió la carta a casa, enviarán cinco mil monedas. Así que le alimentarán bien y no le molestarán.

Zhilin dice:

—Mi compañero que haga lo que quiera, puede que él sea rico, pero yo no soy rico. Conmigo será como dije. Si queréis, matadme, no obtendréis ningún beneficio, pero más de quinientos rublos no pido.

Callaron. De pronto Abdul se puso de pie, cogió un cofre, sacó una pluma, un trozo de papel y tinta, se lo dio a Zhilin, le golpeó en el hombro, y señaló: «Escribe». Había aceptado los quinientos rublos.

—Espera aún —dice Zhilin al intérprete—, dile que tendrá que darnos bien de comer, vestirnos y calzarnos como corresponde, y mantenernos juntos, así nos será más llevadero. Y que nos quite el cepo. —Mira al amo y se ríe. Se ríe también el amo. Escuchó y dijo:

—Les daremos la mejor vestimenta: cherkeska y botas, como si se fueran a casar. Los alimentaré como a príncipes. Y si quieren vivir juntos, dejad que vivan en el granero. Pero el cepo no se les puede quitar, se escaparían. Solo se lo quitaré de noche. —Se levantó, le dio unas manotadas en el hombro—. ¡Tuya buena, mía buena!

Zhilin escribió la carta, pero no puso bien las señas, para que no llegara. Pensó: «Me escaparé».

Condujeron a Zhilin y Kostylin al granero, les llevaron paja de maíz, un cántaro de agua, pan, dos viejas cherkeskas y unas botas gastadas, de soldado. Evidentemente se las habían quitado a soldados asesinados. Por la noche les quitaron el cepo y los encerraron en el granero.



3





Así vivió Zhilin con su compañero durante todo un mes. El amo no hacía más que reírse: «Tuya, Iván, buena, mía, Abdul, buena». Pero los alimentaba mal, solo les daba pan ácimo de harina de maíz en forma de tortas cocidas, e incluso con la masa sin cocer.

Kostylin escribió otra vez a casa, esperaba impaciente el envío del dinero y sentía nostalgia. Se pasaba el día entero en el granero contando los días que faltaban para que llegara la carta, o durmiendo. Zhilin sabía que su carta no llegaría y no escribió otra.

«¿De dónde va a sacar mi madre tanto dinero para pagar por mí? —pensaba—. Es más, ella vivía con lo que yo le mandaba. Si se viera obligada a reunir quinientos rublos, se arruinaría definitivamente. Si Dios quiere, saldré de ésta por mí mismo».

Se dedicaba a mirarlo todo, a tirar de la lengua, trataba de averiguar cómo podía fugarse. Caminaba por el aul, silbaba, o se sentaba y cosía algo, o modelaba una muñeca de arcilla o tejía una cesta de mimbre. A Zhilin se le daba bien todo tipo de trabajos manuales.

Una vez modeló una muñeca con nariz, brazos y piernas, la vistió con camisa tártara y la dejó en el tejado.

Pasaron las tártaras a por agua. Dinka, la hija del amo, vio la muñeca y llamó a las demás. Posaron los cántaros, miraban, se reían. Zhilin cogió la muñeca y se la ofreció. Se reían, pero no se atrevían a cogerla. Zhilin dejó la muñeca, volvió al granero y miró a ver qué pasaba.

Se acercó Dina corriendo, echó un vistazo, agarró la muñeca y se alejó corriendo.

A la mañana siguiente, miró y vio que al amanecer Dina había salido al umbral con la muñeca. Había envuelto la muñeca con un trapo rojo, la acunaba como si fuera un bebé y, en su lengua, le cantaba una nana. Salió una vieja, comenzó a lanzarle improperios, agarró la muñeca, la rompió y mandó a Dina a trabajar.

Zhilin hizo otra muñeca aún mejor y se la dio a Dina.

Una vez Dina trajo una jarra, la posó, se sentó, le miró y empezó a reírse señalando la jarra.

«¿Qué le hace tanta gracia?», pensó Zhilin. Cogió la jarra y se puso a beber. Pensaba que era agua, pero allí había leche. Bebió la leche. «Bueno», dice. ¡Cómo se alegra Dina!

—¡Bueno, Iván, bueno! —Y se puso de pie de un salto, empezó a dar palmadas, recogió la jarra y echó a correr.

Y desde entonces, a hurtadillas, cada día le llevaba leche. Los tártaros hacen de la leche de cabra tortas de queso que secan en los tejados, también le llevaba a escondidas esas tortas. La vez que el amo mató un cordero, le llevó un trozo en la manga. Lo lanzó y salió corriendo.

Una vez hubo una fuerte tormenta y llovió a cántaros durante una hora. Se desbordaron todos los ríos, en los vados el agua alcanzó tres arshines, arrastró piedras. Por doquier corrían riachuelos, un ruido sordo cubría la montaña. Cuando pasó la tormenta, en la aldea corrían riachuelos por todas partes. Zhilin pidió al amo un cuchillo; de una tablilla sacó un eje, puso en marcha una rueda y para cada uno de los dos extremos hizo una muñeca.

Las muchachas le trajeron trozos de tela y vistió a las muñecas: una como un hombre, otra como una mujer, las fijó y puso la rueda en el riachuelo. Al dar vueltas la rueda, las muñecas saltaban.

Se reunió toda la aldea: niños, niñas, mujeres y también los tártaros, que chasqueaban la lengua.

—¡Ay, uruso! ¡Ay, Iván!

Abdul tenía relojes rusos estropeados. Llamó a Zhilin, se los enseñó mientras chasqueaba la lengua. Zhilin dijo:

—Trae, te los arreglo.

Los cogió, los abrió con el cuchillo, los desmontó, colocó las piezas de nuevo, se los dio. Los relojes echaron a andar. Tanto se alegró el amo que le trajo un viejo beshmet suyo, todo deshilachado, y se lo regaló. No le quedó más remedio que cogerlo y alegrarse de poder taparse con él por la noche.

Desde entonces corrió la voz de que Zhilin era un maestro artesano. Empezaron a venir a verle desde aldeas lejanas: uno traía a arreglar el seguro de la escopeta o de la pistola, otro traía relojes. El amo le proporcionó herramientas: pinzas, taladros, limas.

Una vez enfermó un tártaro y llamaron a Zhilin: «Ven, cúralo». Zhilin no tenía ni idea de cómo curar. Fue, lo examinó y pensó: «Quizá se cure solo». Se fue al granero, cogió agua y arena, y las mezcló. Ante los tártaros pronunció unas palabras mágicas dirigidas al agua y se la dio a beber. Por suerte para él, el tártaro sanó. Zhilin comenzó a entender un poco su idioma. Algunos tártaros se habían acostumbrado a él, y cuando lo necesitaban lo llamaban: «¡Iván, Iván!»; otros, aun con todo, lo miraban de reojo, como si fuera una fiera salvaje.

Al tártaro pelirrojo no le gustaba Zhilin. En cuanto lo veía, ponía mala cara, se alejaba dándole la espalda o refunfuñaba. Además, había un anciano que no vivía en el aul, que procedía del pie de la montaña. Zhilin solo lo veía cuando venía a rezar a la mezquita. Era de baja estatura, sobre el gorro llevaba enrollada una toalla blanca, la barba y los bigotes recortados, blancos, como pelusa, y el rostro rojo y arrugado como un ladrillo. Nariz ganchuda, como la de los gavilanes, y los ojos grises, fieros. Y no tenía más dientes que dos colmillos. Solía ir ataviado con su turbante, apoyado en su cayado miraba a todos lados, como un lobo. En cuanto veía a Zhilin, comenzaba a gruñir y volvía la cabeza.

Una vez Zhilin bajó la montaña, para ver dónde vivía el anciano. Descendió por el camino, vio un jardín con un cerco de piedra, tras el cerco había cerezos, albaricoques secos y una pequeña isba de tejado plano. Se acercó y vio que había colmenas de paja y enjambres de abejas que volaban, zumbaban. El anciano estaba de rodillas trabajando en las colmenas. Zhilin se subió más alto para mirar e hizo ruido con el cepo. El anciano volvió la cabeza, lanzó un grito, sacó la pistola del cinturón y disparó a Zhilin. A éste apenas le dio tiempo a recostarse tras las piedras.

El viejo fue a quejarse al amo. El amo llamó a Zhilin, y riéndose le preguntó:

—¿Para qué fuiste adónde el anciano?

—Yo —dijo— no le hice ningún mal. Quería ver cómo vive.

El amo se lo transmitió, pero el anciano se enfadó, chillaba, barboteaba algo, mostraba sus caninos, gesticulaba con las manos señalando a Zhilin.

Zhilin no lo entendió todo, pero comprendió que el anciano ordenaba al amo matar a los rusos y no retenerlos en el aul. El anciano se fue.

Zhilin le preguntó al amo: ¿Quién es este anciano? El amo dice:

—¡Es un hombre importante! Fue el primer dzhigit, mató a muchos rusos, y era rico. Tenía tres mujeres y ocho hijos. Todos vivían en la misma aldea. Vinieron los rusos, quemaron la aldea y mataron a siete de sus hijos. Solo quedó un hijo y se entregó a los rusos. El anciano se fue y también se entregó a los rusos. Vivió con ellos tres meses, encontró allí a su hijo, lo mató con sus propias manos y huyó. Entonces dejó de batallar, se fue a la Meca a rezar. Por eso lleva turbante. Los que estuvieron en la Meca se llaman hadji y llevan turbante. No le gustan tus hermanos. Ordena que se te mate, pero yo no te puedo matar, pagué dinero por ti, y sí, Iván, te he cogido cariño. Ya no es matarte, ni siquiera te dejaría ir si no hubiera dado la palabra. —Se ríe y chapurrea en ruso—. ¡Tuya, Iván, buena, mía, Abdul, buena!




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