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El prisionero del Cáucaso - Parte II - Fictograma
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El prisionero del Cáucaso - Parte II

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León-Tolstói

Publicado el 2025-06-20 09:09:54 | Vistas 86
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4



Así vivió Zhilin durante un mes. Por el día caminaba por el aul o hacía trabajos manuales, y en cuanto llegaba la noche, y se calmaba el aul, excavaba en el granero. Era difícil excavar por culpa de las piedras, las piedras las deshacía con la lima, y excavaba un agujero por debajo de la pared, para pasar holgadamente. «Lo único que necesito —pensaba— es averiguar el lugar correcto, la dirección que debo tomar. Pero ningún tártaro me lo va a decir».

Escogió un momento en el que el amo se había ido; y después de la comida salió a las afueras del aul, a la montaña, quería mirar el terreno desde allí. Pero el amo, al irse, había ordenado a su hijo menor vigilar a Zhilin, no perderlo de vista. El pequeño corrió detrás de Zhilin gritando:

—¡Detente! Padre no lo permite. ¡Ahora mismo llamo a la gente!

Zhilin se puso a convencerlo.

—No me voy lejos, solo subiré a esa montaña, necesito una hierba para curar a vuestra gente. Ven conmigo, con el cepo no me puedo escapar. Y mañana te hago un arco y flechas.

Convenció al pequeño y se fueron. Miró a la montaña, no estaba lejos, pero con el cepo era difícil; anduvo, y anduvo, y con esfuerzo escaló la montaña. Zhilin se sentó y comenzó a examinar el lugar. Al sur, detrás de la montaña, había un valle, vagaba una caballada, y abajo se veía otro aul. Detrás del aul había otra montaña, todavía más escarpada; y detrás de esa montaña, otra montaña más. Entre ellas azuleaba un bosque y allí todavía había más montañas más y más altas. Y por encima de todas, blancas como el azúcar, cumbres nevadas. Una de las montañas nevadas, más alta que las otras, permanecía cubierta. A levante y poniente, las mismas montañas, aquí y allí ahumaban aules en los desfiladeros. «Bien —piensa— todo esto es su territorio». Miró hacia el lado ruso: a sus pies, un río, su aul, jardincillos alrededor. En el río, como pequeñas muñecas, se veían aldeanas lavando. En las afueras del aul, más abajo, una montaña, y más allá otras dos montañas, y en ellas, bosque, y entre las dos montañas azuleaba una llanura, y en la llanura, lejos-lejos, subía humo. Zhilin se puso a hacer memoria de por dónde salía y por dónde se ponía el sol cuando él vivía en la casa de la fortaleza. Estaba convencido de que en ese valle debía estar nuestra fortaleza. Había que ir entre esas dos montañas, y era preciso correr.

Empezó a ponerse el sol. Las montañas nevadas tornaron de blancas a coloradas, las montañas negras se oscurecieron; de la hondonada subió vaho, y el valle donde debía estar nuestra fortaleza se iluminó como incendiado por la puesta del sol. Zhilin miró con atención: algo se vislumbraba en el valle, sin duda humo de una chimenea. Pensó que sería la fortaleza rusa.

Se hizo tarde. Se oyó al mulá gritar. Arreaban al ganado, las vacas mugían. El pequeño insistió: «Vamos», pero a Zhilin no le apetecía irse.

Volvieron a casa. «Bien —pensó Zhilin—, ahora conozco el lugar; hay que escapar». Quería irse esa misma noche. Las noches eran oscuras, estaban en cuarto menguante. Por desgracia, al atardecer regresaron los tártaros. Solían venir arreando su ganado y llegaban alegres. Pero esta vez no arreaban nada, traían en la silla a un tártaro de los suyos muerto, un hermano del pelirrojo. Llegaron enfadados, se reunieron todos para el entierro. Hasta Zhilin salió a mirar. Envolvieron al muerto en una tela, sin caja lo llevaron bajo los plátanos a las afueras de la aldea, lo posaron sobre la hierba. Llegó el mulá, se reunieron los ancianos, se cubrieron los gorros con toallas, se quitaron los zapatos, se sentaron sobre los talones, unos al lado de otros, ante el muerto.

Delante, el mulá; detrás, tres ancianos con turbante, juntos; tras ellos, más tártaros. Se sentaron, bajaron la vista y callaron. Estuvieron en silencio mucho tiempo. El mulá levantó la cabeza y dijo:

—¡Alá! (significa Dios). —Dijo esta palabra, y otra vez bajaron los ojos y estuvieron callados durante mucho tiempo. Están sentados, no se mueven. Otra vez levantó la cabeza el mulá:

—¡Alá! —Y todos repitieron «¡Alá!» y otra vez se callaron. El muerto reposaba sobre la hierba, inmóvil, y ellos estaban sentados como muertos. No se movía ni uno. Solo se escuchaba el movimiento de las hojas de los plátanos agitadas por el viento. Después leyó el mulá una oración, todos se pusieron de pie, levantaron al muerto en brazos, lo llevaron. Lo trajeron a la fosa. La fosa cavada no era una fosa cualquiera, estaba excavada bajo la tierra como una bodega. Cogieron al muerto por debajo de los brazos, por los tobillos, se inclinaron, lo depositaron con cuidado, lo deslizaron sentado bajo la tierra, le colocaron las manos sobre el vientre.

Trajo el nogayo un junco verde, cubrieron la fosa con el junco, con presteza la llenaron de tierra, la aplanaron, y pusieron a la cabecera del muerto una piedra. Pisotearon la tierra, se sentaron de nuevo juntos delante de la tumba. Estuvieron callados largo rato.

—¡Alá! ¡Alá! ¡Alá! —Suspiraron y se pusieron de pie.

El pelirrojo repartió dinero entre los ancianos, después se puso de pie, cogió un látigo, se golpeó la frente tres veces y se fue a casa.

Por la mañana, Zhilin vio que el pelirrojo llevaba una yegua roja a las afueras de la aldea, y detrás de él iban tres tártaros. Salieron de la aldea, el pelirrojo se quitó el beshmet, se remangó, sus brazos eran fuertes, sacó el puñal, lo afiló con la piedra de amolar. Los tártaros levantaron la cabeza de la yegua, se acercó el pelirrojo, la degolló, la tumbó y comenzó a escorchar, a separar con los puños la piel. Llegaron las aldeanas, las muchachas, y se pusieron a lavar los intestinos y las vísceras. Después despedazaron la yegua y la llevaron a la isba. Y todo el pueblo se reunió en casa del pelirrojo a recordar al muerto.

Durante tres días comieron yegua, bebieron buza y recordaron al muerto. Todos los tártaros permanecieron en casa. Al cuarto día, Zhilin vio que a la hora de la comida se disponían a ir a algún sitio. Trajeron los caballos, se ataviaron y se fueron diez personas, el pelirrojo también se marchó, solo Abdul se quedó en casa. Apenas comenzaba la luna nueva, las noches eran aún más oscuras.

«Bien —piensa Zhilin—, hay que escapar», y se lo dijo a Kostylin. Pero Kostylin se acobardó.

—Sí, escapar, ¿cómo? No sabemos el camino.

—Yo sé el camino.

—Pero en una noche no llegaremos.

—Si no llegamos, hacemos noche en el bosque. Hice provisión de tortas. Entonces, ¿te quedas? Vale, es posible que envíen el dinero, pero ¿y si no lo reúnen? Ahora los tártaros están furiosos porque los rusos mataron a uno de los suyos. Se rumorea que quieren matarnos.

Kostylin le dio mil vueltas.

—Venga, vamos.



5





Zhilin se metió en el agujero y excavó para hacerlo más ancho, para que Kostylin también pudiera pasar, y ambos se sentaron a esperar que cesara la actividad en el aul.

En cuanto la gente del aul se sosegó, Zhilin se deslizó bajo el muro y salió. Le susurró a Kostylin: «Métete». Kostylin se metió y, al tropezar con la pierna en una piedra, hizo ruido. En la caseta del amo había un perro abigarrado y muy muy malo, Uliashin, al que Zhilin había dado de comer con anterioridad. Uliashin lo oyó, comenzó a ladrar y salió corriendo, y tras él otros perros. Zhilin silbó suavemente, lanzó un trozo de torta y Uliashin lo reconoció, movió el rabo y dejó de ladrar.

El amo que lo oyó, comenzó a gritar desde la saklya: «¡Gayt! ¡Gayt! ¡Uliashin!».

Zhilin rascó a Uliashin tras las orejas y el perro se calló, se restregó contra las piernas de Zhilin y movió el rabo.

Se sentaron detrás de una esquina. Se calmó todo, solo se escuchaba a una oveja balar en el establo y, abajo, el correr del agua por las piedras. Estaba oscuro, las estrellas estaban altas en el cielo, sobre la montaña la luna nueva rojea, asomaba con los cuernos hacia arriba. En los valles, la niebla se hacía blanca como la leche.

Zhilin se puso de pie y le dijo a su compañero: «¡Hala, hermano!».

Se pusieron en marcha. En cuanto se alejaron, oyeron al mulá que comenzaba a cantar sobre el tejado: «¡Alá! ¡Besmillah! ¡Ilrahman!». Lo que significaba que la gente iría a la mezquita. Se sentaron de nuevo, ocultándose tras una pared. Estuvieron sentados durante un buen rato, esperaron a que pasara la gente. Otra vez se hizo el silencio.

—¡Venga, que Dios nos acompañe! —Se persignaron y se fueron. Pasaron a través del corral pendiente abajo hacia el río, lo cruzaron, pasaron el valle. La niebla era espesa, permanecía baja, y sobre las cabezas eran visibles las estrellas. Zhilin observaba las estrellas para decidir hacia dónde ir. En la niebla hacía fresco, se caminaba con facilidad; pero las botas eran incómodas, tenían rotos los tacones. Zhilin se quitó las suyas, las tiró, y echó a andar descalzo. Saltaba de piedra en piedra y examinaba las estrellas. Kostylin empezó a rezagarse.

—Ve despacio —dijo—. Malditas botas, me destrozaron los pies.

—Quítatelas, irás mejor.

Kostylin se descalzó, lo cual fue todavía peor: se cortó los pies con las piedras y se detuvo completamente. Zhilin le dijo:

—Si desgarras la piel de los pies, cicatrizarán; pero si nos alcanzan, nos matan, y eso será peor.

Kostylin no dijo nada, caminaba, gimoteaba. Descendieron durante bastante tiempo. Oyeron perros que ladraban a la derecha. Zhilin se paró, miró a su alrededor, subió la montaña a tientas.

—Vaya —dijo—, nos equivocamos, nos fuimos hacia la derecha. Ahí hay un aul extraño, lo vi desde la montaña, tenemos que volver atrás y coger a la izquierda de la montaña. Allí debe haber un bosque.

Kostylin dijo:

—Espera aunque solo sea un momento, déjame respirar, tengo los pies ensangrentados.

—Eh, hermano, cicatrizarán, tú salta con ligereza. ¡Así!

Y Zhilin echó a correr hacia atrás, a la izquierda, por la montaña, por el bosque. Kostylin no hacía más que pararse y quejarse. Zhilin le decía «shhh, shhh», y seguía avanzando.

Subieron a la montaña. Y tal y como esperaba había un bosque. Se adentraron en el bosque, y los pinchos de las plantas destrozaron lo que les quedaba de la ropa. Encontraron un camino. Lo siguieron.

—¡Para! —Comenzó a oírse patalear por el camino. Se pararon, escucharon. Sonaba como si viniera un caballo, pero se detuvo.

Echaron a andar, y otra vez se oyó patalear. Se pararon y cesó el ruido. Zhilin se acercó lentamente, miró hacia un claro en el camino, y vio que había algo parado. Un caballo que no era caballo, y sobre el caballo algo extraño, que no se parecía a una persona. Se oyó un resoplido. «¿Qué demonios es?». Zhilin le silbó suavemente e inmediatamente saltó del camino al bosque. Por cómo se oía crujir por el bosque, parecía que había una tormenta rompiendo ramas.

Kostylin se cayó del susto. Zhilin se rió y dijo:

—Es un ciervo. ¿Oyes cómo rompe las ramas con los cuernos? Nosotros le tenemos miedo a él y él nos tiene miedo a nosotros.

Siguieron avanzando. Comenzaron a descender las constelaciones, no faltaba mucho para el amanecer. ¿Por aquí? ¿Por allí? No sabían qué dirección tomar. Zhilin pensaba que le habían traído por ese mismo camino y que les separaban de los suyos unas diez verstas; pero no estaba seguro, y de noche era difícil distinguir. Salieron a la llanura. Kostylin se sentó y dijo:

—Haz lo que quieras, pero yo no voy, no me responden las piernas.

Zhilin intentó convencerlo.

—No —dijo—, no lo conseguiré, no puedo.

Zhilin se enfadó, escupió y lo mandó a freír espárragos.

—Está bien, me voy solo. ¡Adiós!

Kostylin se puso en pie y empezó a caminar. Anduvieron unas cuatro verstas. La niebla en el bosque todavía era densa, no veían nada a un palmo de sus narices, y las estrellas apenas eran visibles.

De pronto, oyeron que por delante de ellos pataleaba un caballo. Se oía cómo se agarraba a las piedras con los cascos. Zhilin se tiró bocabajo y se puso a escuchar con el oído pegado a la tierra.

—Así es, viene un caballo hacia nosotros.

Se salieron corriendo del camino, se sentaron en los arbustos y esperaron. Zhilin se arrastró sigilosamente hacia el camino, miró y vio que sobre el caballo iba un tártaro, llevaba una vaca, iba refunfuñando algo. El tártaro pasó de largo. Zhilin volvió a donde Kostylin.

—Gracias a Dios ya ha pasado. Levántate, vamos.

Kostylin se fue a levantar y cayó.

—No puedo, por Dios que no puedo, no tengo fuerzas.

Hombre triste, blando, sudoroso, no soportó caminar con los pies destrozados por la fría niebla del bosque. Zhilin trató de levantarlo a la fuerza. Kostylin se puso a gritar:

—¡Ay, me duele!

A Zhilin se le paró el corazón.

—¡No grites! El tártaro está cerca y puede oírnos. —Y pensó: «Realmente está débil. ¿Qué hago con él? No se puede dejar tirado a un compañero».

—Está bien —dijo—, levántate, si no puedes caminar te llevo a cuestas.

Subió a Kostylin sobre su espalda, lo cogió con las manos por debajo de las caderas, salió al camino y tiró por él.

—Por Jesucristo —dijo—, no me aprietes la garganta con las manos. Agárrate a los hombros.

A Zhilin le pesaba, él también tenía los pies heridos y estaba cansado. Hacía fuerza, lo recolocaba, lo echaba hacia arriba para que Kostylin estuviera sentado más alto sobre sus espaldas, cargaba con él por el camino.

Estaba claro que el tártaro había oído gritar a Kostylin. Zhilin oyó que alguien venía por detrás lanzando gritos de guerra en su lengua. Zhilin se tiró a los arbustos. El tártaro cogió la escopeta, disparó, no acertó, empezó a gritar en su lengua y se alejó galopando por el camino.

—¡Estamos perdidos, hermano! —dijo Zhilin—. El muy perro ahora reunirá a más tártaros para perseguirnos. Si no conseguimos avanzar unas tres verstas estamos perdidos. —Y pensó en Kostylin: «¡Por qué demonios habré unido mi suerte a la suya! Si hubiera estado solo hace mucho que me habría ido».

—Vete solo, no tiene sentido que perezcas por mi culpa —dijo Kostylin.

—No, no me voy, no está bien abandonar a un compañero.

Se lo echó otra vez sobre los hombros. Anduvo más de una versta. Recorrió el bosque y no encontraba la salida. La niebla empezaba a disiparse, parecía que salían nubecillas, no se veían las estrellas. Zhilin estaba extenuado.

Llegó a un punto del camino donde había una fuente hecha con piedras. Se paró, bajó a Kostylin.

—Déjame descansar, beber —dijo—. Comamos torta. Ya deberíamos estar cerca.

No hizo más que inclinarse a beber cuando oyó que venían caballos detrás. Otra vez se lanzaron a la derecha, a los setos, pendiente abajo, y se tumbaron.

Oía las voces de los tártaros; los tártaros se pararon en el mismo lugar en el que ellos se habían salido del camino. Hablaron, después se alejaron al galope al tiempo que azuzaban a los perros. Se oyó el crujir de unas ramas, un perro desconocido venía directamente hacia ellos. Se paró, se puso a alborotar.

Y descendieron también los tártaros; eran también desconocidos. Los cogieron, los ataron, los sentaron en el caballo, se los llevaron.

Anduvieron unas tres verstas y les salió al encuentro el amo Abdul que venía con dos tártaros más. Habló algo con los tártaros, los cambiaron a sus caballos, y los llevó de vuelta al aul.

Abdul no se reía y no cruzó una palabra con ellos.

Al amanecer llegaron con ellos al aul, los sentaron en la calle. Vinieron corriendo los muchachos. Los golpean con piedras y fustas, y gritaban.

Los tártaros se reunieron alrededor y llegó el anciano que vivía al pie de la montaña. Se pusieron a hablar. Zhilin comprendió que estaban deliberando qué hacer con ellos. Uno dijo: «Hay que mandarlos más allá de las montañas», y el anciano dijo: «Hay que matarlos». Abdul discutía, dijo: «Pagué por ellos, cobraré un rescate por ellos». Y el anciano dijo: «No van a pagar nada, solo traerán desgracia. Y es pecado alimentar a los rusos. Se les mata y se acabó».

Se dispersaron. El amo se acercó a Zhilin y le dijo:

—Si no me envían el rescate por vosotros, dentro de dos semanas os mato a golpes. Y si intentas huir otra vez, te mato como a un perro. ¡Escribe una carta, escribe bien!

Les trajeron papel, escribieron las cartas. Les pusieron los cepos, los llevaron detrás de la mezquita. Allí había un pozo de unos cinco arshines y los metieron en él.



6





La vida se convirtió en algo realmente duro para ellos. No les quitaban los cepos y no les dejaban salir al aire libre. Les tiraban masa sin cocer, como a los perros, y les bajaban agua en una jarra. Hedor en el pozo, calor, humedad. Kostylin enfermó definitivamente, estaba hinchado y le dolían los huesos; lo único que hacía era quejarse o dormir. Y Zhilin, desanimado, veía que las cosas pintaban mal. Y no sabía cómo salir de allí.

Empezó a excavar, pero no había dónde tirar la tierra; el amo lo vio y le amenazó con matarlo.

Una vez estaba en el pozo sentado en cuclillas, pensando en la vida en libertad, aburrido, cuando de pronto le cayó directamente en las rodillas una torta diferente y le echaron cerezas. Levantó la vista y allí estaba Dina. Le miró, se rió y salió corriendo. Zhilin pensó: «¿No nos ayudaría Dina?».

Limpió una zona del pozo, sacó barro y comenzó a modelar muñecos. Hizo personas, caballos, perros, y pensaba: «En cuanto venga Dina se los lanzo».

Pero al día siguiente Dina no apareció. Zhilin oyó cascos de caballos, pasaron unos cuantos, y los tártaros se reunieron en la mezquita, discutían, gritaban y mencionaban a los rusos. Oyó la voz del anciano. No entendía con claridad, pero supuso que los rusos se habían acercado y los tártaros temían que entraran en el aul, y no sabían qué hacer con los prisioneros.

Charlaron y se fueron. De pronto oyó susurros que procedían de arriba. Miró y vio a Dina que había traído patatas, las rodillas sobresalían por encima de la cabeza, se inclinó hacia abajo y los collares colgaban, se movían sobre el pozo. Los ojos le brillaban como pequeñas estrellas; sacó de la manga dos tortas de queso y se las tiró. Zhilin las cogió y dijo:

—¿Por qué hace tanto que no vienes? Te hice unos juguetes. ¡Mira! —Y comenzó a tirárselos de uno en uno. Ella movía la cabeza, no miraba.

—No hace falta —dijo. Se calló, se sentó y dijo—: ¡Iván! Te quieren matar. —Ella misma hizo el gesto de degüello con la mano sobre el cuello.

—¿Quién me quiere matar?

—Mi padre, se lo ordenaron los viejos. Me da pena de ti.

Dice Zhilin:

—Si te da pena de mí, tráeme un palo largo —dijo Zhilin.

Movió la cabeza para decirle que «era imposible». Él levantó las manos y le suplicó:

—¡Dina, por favor! ¡Dinushka, tráelo!

—Imposible —dijo—, se darán cuenta, están todos en casa. —Y se fue.

Al atardecer, Zhilin estaba sentado y pensaba: «¿Qué pasará?». No hacía más que mirar hacia arriba. Se veían las estrellas, todavía no había salido la luna. Gritó el mulá, todo quedó en silencio. Zhilin empezó a temblar, pensó: «No va a atreverse».

De pronto cayó barro sobre su cabeza; miró hacia arriba, una vara larga sobresalía por el borde del pozo. Se metió más y más, comenzó a bajar y se deslizó en el pozo. Zhilin se alegró, la cogió con la mano, y tiró de la pértiga, que era hermosa. Ya había visto antes esa pértiga, en el tejado del amo.

Miró hacia arriba, las estrellas brillaban alto en el cielo; y sobre el pozo, los ojos de Dina brillaban en la oscuridad como los de un gato. Con la cabeza inclinada sobre el borde del pozo, susurraba: «¡Iván! ¡Iván!». Y movía las manos delante de la cara para indicarle que hablara bajo.

—¿Qué? —dijo Zhilin.

—Se fueron todos, en casa solo están dos.

—Venga, Kostylin, vamos, intentémoslo por última vez; yo te ayudo —dijo Zhilin.

Kostylin no quería ni oír hablar de ello.

—No —dijo—, es evidente que yo de aquí no puedo salir, ¿a dónde voy a ir, si no tengo fuerza ni para darme la vuelta?

—Está bien, entonces adiós, no me guardes rencor —y se despidieron con un beso.

Se agarró a la pértiga, pidió a Dina que sujetara, subió. Por dos veces se cayó, el cepo molestaba. Kostylin lo sostuvo, y por fin salió a la superficie. Dina tiró de él por la camisa con todas sus fuerzas y se rió.

Zhilin cogió la pértiga y dijo:

—Ponla otra vez donde estaba, Dina, si no se darán cuenta y te zurrarán.

Ella arrastró la pértiga y Zhilin se fue montaña abajo. Descendió por la pendiente, cogió una piedra afilada y trató de quitar el candado del cepo. Pero el candado era fuerte y no hubo manera de romperlo. Oyó que alguien bajaba corriendo la montaña, alguien que saltaba con ligereza. Pensó: «Seguramente es Dina otra vez». Llegó corriendo Dina, cogió la piedra y dijo:

—Déjame a mí.

Se arrodilló y comenzó a arrancarlo. Tenía los brazos delgados, como varillas, no tenía ninguna fuerza. Tiró la piedra y empezó a llorar. Se aplicó otra vez Zhilin con el candado y Dina se sentó en cuclillas detrás de él y le sujetó por los hombros. Zhilin echó una mirada y vio que a la izquierda, detrás de la montaña, el cielo comenzó a enrojecer, estaba saliendo la luna. «Bien —pensó—, antes de que salga la luna debo cruzar el valle, tengo que alcanzar el bosque». Se puso de pie, tiró la piedra. Aunque sea con cepo, tenía que irse.

—Adiós, Dinhuska. No te olvidaré mientras viva.

Dina se aferró a él: con las manos lo registraba buscando dónde meterle tortas. Él cogió las tortas.

—Gracias —dijo—, eres un cielo. ¿Quién te va a hacer una muñeca cuando yo no esté? —Y le acarició la cabeza.

Dina rompió a llorar desconsoladamente, se tapó la cara con las manos y echó a correr montaña arriba, saltaba como una cabra. En la oscuridad solo se oía el collar de la trenza, tintineando sobre la espalda.

Zhilin se persignó, sujetó con la mano el candado del cepo para que no hiciera ruido, y tomó el camino arrastrando los pies y mirando al lugar del cielo por el que iba a salir la luna. Reconoció el camino. Debía ir recto unas ocho verstas. Tenía que llegar al bosque antes de que saliera la luna. Vadeó el río, y vio que clareaba detrás de la montaña. Entró en el valle, avanzó y miró: todavía no se veía la luna. El resplandor iluminaba desde un extremo del valle y todo se volvía más y más claro. La sombra se deslizaba por la montaña y cada vez se le acercaba más.

Zhilin avanzaba manteniéndose en la sombra. Tenía prisa, la luna estaba a punto de salir; a la derecha clareaba la cima. Comenzó a ir hacia el bosque, salió la luna, blanca, de detrás de la montaña, había tanta claridad como si fuera de día. Se veían todas las hojas de los árboles. Suavemente, se iluminaron las montañas, como si todo estuviera muerto. Solo se escuchaba abajo correr un riachuelo.

Llegó al bosque, no se encontró con nadie. Zhilin escogió un lugar oscuro y se sentó a descansar.

Descansó y comió torta. Encontró una piedra y se puso otra vez a golpear el cepo. Se machacó las manos y no lo rompió. Se puso de pie y se fue por el camino. Había andado mucho, apenas tenía fuerzas, le dolían los pies. Anduvo unos diez pasos y se paró. «No tengo más remedio que arrastrarme mientras tenga fuerza —pensó—. Si me siento no me levanto. A la fortaleza no llego, así que cuando amanezca me tumbo en el bosque, paso el día, y por la noche me pongo a caminar de nuevo».

Caminó durante toda la noche. Solo encontró a dos tártaros a caballo, pero Zhilin los oyó desde lejos y se escondió detrás de un árbol.

La luna palideció, cayó rocío, estaba a punto de amanecer y Zhilin no alcanzaba la linde del bosque. «Vale —pensó—, doy treinta pasos más, me meto en el bosque y me siento». Anduvo los treinta pasos y vio que el bosque se acababa. Salió al borde, era totalmente de día; como si lo tuviera en la palma de la mano, delante estaba la estepa y la fortaleza, y a la izquierda, cerca de la montaña, ardían fuegos, se extinguían, el humo se extendía y había gente junto a las hogueras.

Miró y vio que brillaban fusiles, cosacos, soldados.

Zhilin se alegró, hizo acopio de las últimas fuerzas y bajó la montaña. Y pensó: «¡Que sea lo que Dios quiera! Aquí, en campo abierto, si me ven los tártaros que van a caballo, aunque esté cerca, no podré escapar». En cuanto lo pensó, miró y vio a la izquierda, en la loma, tres tártaros parados a unas dos desiatinas. Lo detectaron y se lanzaron hacia él. El corazón se le salía por la boca. Agitó los brazos y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Hermanos! ¡Ayudadme! ¡Hermanos!

Lo oyeron los nuestros, los cosacos se lanzaron al galope. Se fueron hacia él para cortar el paso a los tártaros.

Los cosacos, lejos y los tártaros, cerca. Zhilin, haciendo acopio de sus últimas fuerzas, cogió el cepo con la mano, corrió hacia los cosacos, estaba fuera de sí, se persignaba y gritaba:

—¡Hermanos! ¡Hermanos! ¡Hermanos!

Los cosacos eran unos quince.

Los tártaros se asustaron y se detuvieron antes de acercarse. Y Zhilin llegó corriendo adonde los cosacos.

Los cosacos lo rodearon y le preguntaron quién era, qué era, de dónde venía. Zhilin estaba fuera de sí, lloraba y balbuceaba:

—¡Hermanos! ¡Hermanos!

Los soldados echaron a correr, rodearon a Zhilin; uno le traía pan, otro gacha, otro vodka, otro le tapaba con un capote, otro rompía el cepo.

Los oficiales lo reconocieron y lo llevaron a la fortaleza. Los soldados se alegraron y los amigos se reunieron en torno a Zhilin.

Zhilin contó cómo le había ido y dijo:

—¡Y yo que iba a casa, a casarme! Es evidente que no era mi destino.

Y se quedó a servir en el Cáucaso. Y a Kostylin lo rescataron pasado un mes, por cinco mil. Lo trajeron medio muerto.



FIN



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