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El destino de un hombre - Parte II - Fictograma
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El destino de un hombre - Parte II

Avatar de Mijail-Sholojov

Mijail-Sholojov

Publicado el 2025-06-30 10:42:47 | Vistas 94
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»Y de pronto, la guerra. Al segundo día recibí una citación para que me presentase en el centro de reclutamiento, y al tercer día, al tren militar. Fueron a despedirme a la estación los cuatro míos. Irina, Anatoli y mis hijas Nastienka y Oliushka. Todos los chicos se portaron como unos valientes. Claro que a mis hijas, no sin motivo, se le saltaron unas lagrimillas. A Anatoli solamente se le estremecían los hombros, como si tuviera frío, por aquel entonces ya había cumplido los dieciséis años, y a mi Irina… En los diecisiete años de matrimonio, nunca la había visto así. Toda la noche anterior estuvo mi camisa humedecida por sus lágrimas en el hombro y el pecho, y por la mañana, la misma historia… Llegaron a la estación, y yo, de la lástima que me daba mi mujer, no podía mirarla: tenía los labios hinchados de llanto, los cabellos asomaban revueltos bajo el pañuelo, y los ojos, turbios, como de loca. Los jefes dieron la orden de subir al tren, y ella se derrumbó sobre mi pecho mientras sus manos se aferraban a mi cuello; temblaba toda, como un árbol hendido por un hachazo… los chicos y yo tratábamos de consolarla, pero ¡de nada servía! Otras mujeres hablaban con sus maridos o con sus hijos, pero la mía estaba pegada a mí, como la hoja a la rama, y no hacía más que temblar toda ella sin poder articular palabra. Yo le dije: “¡Hay que ser fuertes, querida Irina! Dime aunque sólo sea unas palabras de despedida.” Ella balbuceó, sollozando a cada palabra: “Querido mío… Andriusha… no volveremos a vernos… más… en este… mundo…”


»A mí mismo se me desgarraba el corazón de la lástima que me daba de ella, y, por si no tenía bastante, me salía con aquellas palabras. Debía comprender que a mí tampoco me era fácil separarme de ellos, pues no iba a ninguna fiesta. ¡Y me llené de coraje! A la fuerza, retiré sus manos y le di un leve empujón en el hombro. Creí que la había empujado ligeramente, pero yo tenía entonces una fuerza tremenda; ella vaciló, retrocedió unos tres pasos y vino de nuevo hacia mí con pasitos cortos, tendiéndome las manos; yo le grité: “¿Es ése modo de despedirse de uno? ¿Por qué me entierras en vida antes de tiempo?” Pero la abracé otra vez, porque veía que estaba trastornada…»


Cortó bruscamente el relato, sin acabar la frase, y en el silencio que se hizo oí como un gorgoteo sordo en su garganta. Y me contagié de su emoción. Dirigí una oblicua mirada al narrador, pero no vi ni una lágrima en sus ojos secos, como de muerto. Estaba sentado, muy gacha la cabeza, inmóvil; únicamente sus grandes manos, que colgaban fláccidas, se estremecían con leve temblor; le temblaba la barbilla, los finos labios…


-¡Cálmate, amigo, no recuerdes más! -le aconsejé quedo, pero él no debió de oír mis palabras; haciendo un supremo esfuerzo de voluntad, dominó su emoción y dijo de pronto con voz ronca que se quebraba de un modo extraño:


-Hasta el fin de mis días, hasta que me muera, ¡no me perdonaré nunca el haberla empujado aquel día!


Volvió a callar largo rato. Intentó liar un cigarro, pero se le rompió el papel de periódico, y el tabaco se esparció por sus rodillas. Al fin hizo como pudo un cucurucho, a guisa de pipa, dio con ansia varias chupadas y, luego de toser, continuó:


-Me desgajé de Irina, le cogí la cara con las manos, la besé, y sus labios estaban como el hielo. Me despedí de los chicos, corrí al vagón y salté al estribo, ya en marcha. El tren arrancaba despacio, despacio; tuve que pasar frente a los míos. Vi que mis hijitos, desvalidos, agrupados en apretado haz, agitaban las manecitas dándome su adiós, querían sonreír, pero no les salía la sonrisa. Irina se apretaba las manos contra el pecho; tenía los labios más blancos que el papel, murmuraba algo, me miraba sin pestañear y tendía todo el cuerpo adelante como si quisiera avanzar contra un viento recio… Así ha quedado en mi memoria, para toda la vida: las manos apretadas contra el pecho, los labios blancos, los ojos muy abiertos, anegados en lágrimas… La mayoría de las veces, siempre la veo así en sueños… ¿Por qué la empujaría entonces? Y hasta ahora, cuando lo recuerdo, es como si me partieran el corazón con un cuchillo romo…


»Organizaron nuestra unidad cerca de Bielaia Tserkov, en Ucrania. A mí me dieron un camión ZIS-5. Y en él marché al frente. Bueno, de la guerra no voy a contarle nada, porque tú mismo la viste y sabes cómo fue al principio. De los míos recibía carta con frecuencia; yo les mandaba unas líneas de tarde en tarde. A veces, escribía uno diciendo: “Todo marcha bien, peleamos un poquillo y, aunque ahora retrocedemos, pronto reuniremos fuerzas y les daremos a los fritz para el pelo”. ¿Qué otra cosa se podía decir? Malos tiempos eran, no estábamos para escribir. Además, debo reconocer que yo mismo no era aficionado a tocar las cuerdas sensibles con quejas y no podía soportar a esos llorones que cada día, viniera o no a cuento, les escribían a sus mujeres y a sus adorados tormentos llenando el papel de mocos. “Esto es duro -decían-, penoso; en cualquier momento te pueden matar.” Y esos maricas con pantalones se quejaban, buscaban compasión, babeaban, sin querer comprender que las pobres mujeres y niños de la retaguardia no lo pasaban mejor que nosotros. ¡Todo el estado se apoyaba en ellos! ¡Qué espaldas tenían que tener nuestras mujeres y nuestros hijos para no doblegarse bajo un peso tan grande! Y sin embargo, ¡no se doblegaron, resistieron! Y esos bribones, esos gallinas, escribían cartas lloronas que para las mujeres que trabajaban eran como un palo en los calcañales. Las desdichadas, después de recibir semejantes cartas, dejaban caer los brazos con desaliento y ya no podían con el trabajo. ¡No! Para eso eres hombre y soldado, para soportarlo todo, para aguantarlo todo si es preciso. Y si tienes más madera de mujer que de hombre, ponte un miriñaque para abultar tu flaco trasero, a fin de que, al menos por detrás, te parezcas a ellas, y vete a escardar remolacha o a ordeñar vacas, pues en el frente no se necesitan hombres como tú, ¡ya hay bastante pestilencia!


»Pero no tuve que combatir ni siquiera un año… En ese tiempo me hirieron dos veces, las dos levemente; una, en un brazo, sin tocarme el hueso; otra, en una pierna; la primera, de bala, desde un avión; la segunda, de un casco de metralla. Los alemanes me agujerearon el coche por arriba y por los lados, pero yo, hermano, en los primeros tiempos tuve suerte. Siguió la suerte hasta que vino la negra… Me hicieron prisionero cerca de Losovienki, en mayo del cuarenta y dos, en desgraciadas circunstancias: los alemanes atacaban entonces de firme, y una de nuestras baterías de obuses, de ciento veintidós milímetros, se quedó casi sin munición; abarrotaron mi camión de proyectiles, a más no poder, y yo mismo trabajé tanto en la carga, que tenía la guerrera pegada a la espalda de lo mucho que sudé. Había que darse gran prisa, porque el enemigo se acercaba: a la izquierda se oía el estruendo de sus tanques; a la derecha, fuerte tiroteo; delante, tiros también, y ya empezaba a oler a chamusquina…


»El jefe de nuestra compañía de transporte me preguntó: “¿Podrías pasar, Solokov?” Holgaba la pregunta. Allí mis camaradas quizás estuvieran cayendo, ¿cómo iba yo a andarme con remilgos? “¡Ni que decir tiene! -le contesté-. Debo pasar, ¡y asunto concluido!” “Bueno -me dijo-, ¡embala! ¡Lánzate a todo gas!”


»Y me lancé a todo gas. ¡Nunca había corrido tanto como aquella vez! Sabía que no llevaba patatas y que con una carga semejante era preciso ir con precaución, pero ¿qué precaución cabía cuando los muchachos estaban peleando con las manos vacías y todo el camino, de punta a punta, estaba batido por el fuego de los cañones? Recorrí unos seis kilómetros; pronto debía tirar hacia un sendero para llegar al barranco donde estaba emplazada la batería, cuando miro y… ¡ay, madre santa! Por la derecha y por la izquierda venía, esparciéndose por el campo, nuestra infantería; las minas estallaban ya entre sus filas. ¿Qué hacer? ¿Dar la vuelta? ¡Pisé el acelerador a fondo! Hasta la batería no quedaba más que una insignificancia, cosa de un kilómetro; había ya virado hacia el sendero, pero no logré llegar hasta los nuestros, hermano… Por lo visto, un disparo de artillería pesada, de largo alcance, me lanzó fuera del camión. No oí siquiera el estampido, nada; sólo sentí como si me estallase algo dentro de la cabeza; no recuerdo más. No sé cómo escapé con vida entonces ni cuánto tiempo estuve tirado en tierra, a unos ocho metros de la cuneta. Recobré el conocimiento, pero no podía levantarme: la cabeza me temblaba, y todo yo tiritaba como si tuviese mucha fiebre, se me nublaba la vista, en el hombro izquierdo algo crujía y chirriaba, y sentía un dolor tan grande por todo el cuerpo, que cualquiera diría que me habían estado dando palos dos días seguidos. Largo rato me arrastré por tierra; al fin, me levanté como pude. Pero de nuevo no comprendía nada: ni dónde estaba ni qué me había ocurrido. Había perdido la memoria por completo. Me daba miedo volverme a tumbar. Temía que, si me tumbaba, no volvería a levantarme más, moriría. Estaba en pie, tambaleándome como un álamo agitado por el vendaval.


»Cuando volví en mí y recobré el discernimiento, miré detenidamente alrededor, y sentí como si me retorciera el corazón con unas tenazas: por todas partes estaban tirados los proyectiles que yo traía: no lejos, hecho pedazos, se encontraba mi camión, volcado con las ruedas para arriba. ¿Qué era aquello?


»No hay por qué ocultarlo, las piernas se me doblaron solas y caí como derribado por un hachazo, pues me di cuenta de que estaba cercado, mejor dicho, de que era ya prisionero de los alemanes. Ya ves las cosas que ocurren en la guerra…


»¡Ay hermano, qué doloroso es darse cuenta de que, en contra de tu voluntad, te encuentras prisionero! A quien no haya pasado por ese trance no es posible llegarle al alma, hacerle comprender como es debido lo que eso significa.


»Pues bien, yacía en tierra, cuando oigo estruendo de tanques. Cuatro tanques alemanes, medianos, corrían a toda marcha frente a mí, en dirección al lugar de donde yo había salido con las municiones… ¿Cómo soportar aquel dolor? Luego, pasaron unos tractores arrastrando unos cañones, una cocina de campaña, y después, la infantería, poco, no más de una compañía diezmada. Los estuve mirando de refilón y apreté de nuevo la cara contra la tierra y cerré los ojos: dolía verlos, y el corazón dolía también…


»Creí que habían pasado todos, alcé un poco la cabeza y vi a seis soldados, con fusil ametrallador, que caminaban a unos cien metros. De pronto, dejaron el camino y se dirigieron derechos hacia mí. Venían en silencio. “Bueno -pensé- me ha llegado la hora.” Me senté, pues no quería morir echado; luego, me puse en pie. Uno de los soldados se detuvo a unos pasos, meneó bruscamente el hombro y se descolgó el fusil ametrallador. ¡Qué curioso es el carácter del hombre…! En aquel momento no sentía el menor pánico ni se me encogió el corazón. No hacía más que mirarlos y pensar: “Ahora me soltará una ráfaga corta, pero, ¿dónde me disparará: en la cabeza o cruzándome el pecho? ¡Como si a mí no me diera lo mismo que me acribillase una parte u otra!


»Era un mozo negrete, de buena presencia, con los labios finos como hilos y los ojos entornados. “Este me mata y se quedará tan fresco”, deduje. Y en efecto: me apuntó con el fusil ametrallador; yo lo miré de frente, a la cara, sin decir palabra, pero otro -un cabo o algo así, de más edad, puede decirse que ya entrado en años- gritó algo, lo apartó de un empujón, se acercó a mí, farfulló no sé qué en su lengua y me dobló el brazo derecho, para palparme el músculo, por consiguiente. Hecha la comprobación exclamó: “¡O-oh!” y señaló hacia el camino, en dirección a donde se ponía el sol. “Arre, bestia de carga, trabaja para nuestro Reich.” ¡Resultó que era un amo, el hijo de perra!


»Pero el negrete había echado el ojo a mis botas altas, que tenían buena vista, y me dijo señalando con el dedo: “¡Quítatelas!” Yo me senté en el suelo, me las quité y se las ofrecí. Él me las arrebató de las manos. Me desenrollé los peales y se los tendí también, mirándolo de abajo arriba. Pero él empezó a dar voces, a soltar tacos en su lengua, y empuñó de nuevo el fusil ametrallador. Los demás reían a carcajadas, como si relinchasen. Y así se fueron, por las buenas. Sólo el negrete, antes de llegar al camino, volvió dos o tres veces la cabeza mirándome con ojos centelleantes, de lobezno; estaba furioso, pero ¿por qué? Cualquiera diría que le había quitado yo las botas, en lugar de él a mí.


»¿Y qué iba a hacer yo, hermano? No había más remedio. Salí al camino, jurando como un carretero, con escogidos ajos de la región de Voronezh, y eché a andar hacia el oeste, ¡hacia el cautiverio…! Pero mi andadura era entonces flojilla, un kilómetro por hora, no más… Quería uno ir adelante, y daba bandazos de un lado para otro, haciendo eses como un borracho. Anduve un trecho y me dio alcance una columna de prisioneros; gente nuestra, de la división mía. Los conducían diez soldados alemanes con fusil ametrallador. El que iba al frente de la columna, al llegar a mi altura, sin decir una mala palabra, me golpeó en la cabeza, de un revés, con la culata del fusil. Si hubiera caído me habría cosido a la tierra con una ráfaga, pero los nuestros me cogieron antes de que cayera, me empujaron al centro y me llevaron, sujetándome de los brazos, durante media hora. Y cuando recobré el sentido, oí que uno de ellos me susurraba: “¡Líbrete Dios de caer! Camina aunque sea con tus últimas fuerzas; si no, te matarán.” Y yo, con mis últimas fuerzas, caminé.


»En cuanto el sol se hubo ocultado, los alemanes reforzaron la escolta; en un camión, trajeron unos veinte soldados más con fusil ametrallador; nos arrearon a paso ligero. Los heridos graves no podían seguir a los demás, y los mataban a tiros en la misma carretera. Dos intentaron huir, sin tener en cuenta que en una noche de luna, en campo raso, se le ve a uno divinamente, y claro, los mataron también. A medianoche llegamos a un pueblo medio quemado. Nos encerraron en una iglesia con la cúpula destrozada, para pernoctar allí. En el suelo de losas no había ni un puñado de paja, y todos íbamos sin capote, a cuerpo gentil, de modo que no teníamos nada con que hacer un lecho. Algunos ni siquiera llevaban guerrera, sólo la camisa de lienzo. En su mayoría eran oficiales de poca graduación. Se habían quitado las guerreras y chaquetas de uniforme para que no se les distinguiera de los soldados rasos. Los habían hecho prisioneros cuando estaban casi desnudos, en su faena, y así continuaban.


»Por la noche cayó una lluvia tan torrencial, que todos nos calamos hasta los huesos. La cúpula se la había llevado algún proyectil pesado o alguna bomba de avión y toda la techumbre estaba hecha una criba a causa de la metralla; no había un sitio seco ni siquiera en el altar. Así pasamos la noche entera, como ovejas en un redil oscuro. Mediada la noche, noto que alguien me toca el brazo y me pregunta: “Camarada, ¿no estás herido?” “¿Y a ti qué te importa, hermano?”, le contesto. Y él me dice: “Soy médico militar, tal vez pueda prestarte alguna ayuda”. Yo me quejé de que el hombro izquierdo me crujía, se me había hinchado y me dolía terriblemente. Él dijo con firmeza: “Quítate la guerrera y la camisa”. Me quité todo aquello y él empezó a palparme el hombro aferrándose a él con sus dedos finos, de un modo que me hizo ver las estrellas. Rechinaron mis dientes y le dije: “Tú debes ser veterinario; y no médico de personas. ¿Por qué me aprietas así en el sitio dolorido?, ¿es que no tienes entrañas?” Pero él seguía palpando y me contestaba maligno: “¡Tu obligación es callar! Vaya un charlatán que me has salido. Aguanta, que ahora te dolerá aún más”. Y cuando me tiró el brazo vi unas chispas rojas que saltaban de mis ojos.


»Me repuse un poco y le pregunté: “¿Qué estás haciendo, fascista desgraciado? Tengo el brazo hecho cisco, y tú me das esos tirones”. Oigo que se ríe por lo bajo y me dice: “Creí que me ibas a golpear con la derecha, pero resulta que eres un muchacho pacífico. No tienes el brazo roto, sino dislocado, ya te he puesto el hueso en su sitio. Bueno, ¿qué tal ahora, sientes alivio?” Y en realidad notaba que el dolor iba desapareciendo. Le di las gracias, de corazón, y él siguió adelante en la oscuridad, preguntado bajito: “¿Hay algún herido?” ¡Ya ves lo que es un verdadero doctor! Hasta en el cautiverio y en las tinieblas cumple su gran misión.


»Intranquila fue la noche aquella. No se permitía salir a hacer aguas; así nos lo había advertido el jefe de la escolta cuando nos metían por parejas en la iglesia. Y, como por castigo, a uno de los nuestros, un beato, le entraron muchas ganas de hacer una necesidad. Estuvo aguantando y aguantando hasta que empezó a lloriquear: “¡No puedo -decía- profanar un lugar sagrado! ¡Yo soy creyente, yo soy cristiano! ¿Qué hago, hermanos míos?” Y los nuestros, ¡ya sabes tú como son! Unos se reían, otros soltaban ternos, los de más allá le daban toda clase de graciosos consejos. Nos alegró a todos el beato, pero aquel barullo acabó de muy mala manera: el del apretón empezó a aporrear la puerta y a pedir que lo dejasen salir. Bueno, y contestaron a su petición: un fascista disparó una larga ráfaga a través de la puerta, a todo lo ancho, y mató al beato aquel y a tres hombres más; otro fue gravemente herido y murió al amanecer.


»Pusimos a los muertos en un sitio aparte, nos sentamos todos y quedamos en silencio, pensativos: el principio no era muy alegre… Poco después, empezamos a hablar a media voz, a cuchichear: de dónde era cada uno, de qué distrito, cómo lo habían hecho prisionero; en la oscuridad, los camaradas de una misma sección o los conocidos de una misma compañía se perdían, y empezaban a llamarse unos a otros, en voz baja. Junto a mí, oí esta queda conversación. Uno decía: “Si mañana, antes de llevarnos más lejos, nos forman y preguntan por los comisarios, los comunistas y los hebreos, tú, jefe de la sección, no te escondas… No conseguirás nada con ello. ¿Te figuras que, porque te has quitado la guerrera, vas a pasar por un soldado raso? ¡No, eso no cuela! Yo no estoy dispuesto a responder por ti. ¡Seré el primero en señalarte! Yo sé que eres comunista y que me hiciste propaganda para que ingresase en el partido, ¡pues responde ahora de tus actos!” Esto lo decía uno que estaba sentado, cerca, junto a mí, y al otro lado de él una voz joven le contestó: “Siempre sospechaba que tú, Krizhnev, eras una mala persona. Sobre todo cuando te negaste a ingresar en el partido, alegando tu poca instrucción. Pero nunca creí que pudieses llegar a ser un traidor. Pues tú has terminado la escuela secundaria, ¿verdad?” El interpelado respondió con desgana a su jefe de sección: “Bueno, la terminé, ¿y eso qué tiene que ver?” Estuvieron callados largo rato; luego, el jefe de la sección -lo reconocí por la voz-, dijo bajito: “No me delates, camarada Krizhnev.” Y éste repuso soltando una maligna risita: “Los camaradas se han quedado al otro lado del frente, yo no soy camarada tuyo; no me vengas con ruegos, porque de todos modos te señalaré. Cada uno cuida de su pellejo”.


»Callaron los dos; y yo sentí un escalofrío ante aquella ruindad. “¡No -pensé-, no te permitiré, hijo de perra, que delates a tu jefe! No saldrás vivo de esta iglesia, te sacarán de los pies, ¡como una res muerta!” Empezaba a clarear un poco y vi que, junto a mí, estaba tumbando boca arriba un mocetón de cara grande, con las manos cruzadas bajo la nuca, y cerca de él, sentado, abarcándose las rodillas con los brazos, había un muchachito en mangas de camisa, delgaducho, chatillo y muy pálido. “Desde luego -pensé-, ese muchachito no podrá con un caballo castrado tan gordo. Tendré yo que despacharlo”.


»Toqué al jovencillo en el brazo y le pregunté en un susurro: “¿Tú eres jefe de sección?” Él se limitó a asentir la cabeza. “¿Ese te quiere delatar?”, le pregunté, señalando al mocetón que estaba tumbado. Volvió a inclinar la cabeza, confirmando. “Bueno -le dije-, ¡sujétalo por las patas para que no cocee! ¡Venga, vivo!”, y caí sobre el mocetón y le atenacé el gañote con los dedos. No tuvo tiempo ni de lanzar un grito. Lo sujeté debajo de mí un rato y me incorporé. Ya estaba liquidado el traidor, ¡y con la lengua fuera, colgando a un lado!


»Después de aquello, sentía una desazón muy grande y un deseo terrible de lavarme las manos, como si, en vez de a un hombre, hubiese estrangulado a un reptil repugnante… Era la primera vez que mataba en mi vida, y además a uno de los nuestros… Aunque, ¡qué iba a ser de los nuestros! Era peor que un extraño, un traidor. Me levanté y le dije al jefe de la sección: “Vámonos de aquí, camarada, la iglesia es grande”.


»Como había dicho el Krizhnev aquel, por la mañana nos formaron a todos, junto a la iglesia, nos cercaron con un cordón de soldados con fusil ametrallador, y tres oficiales de los S.S. empezaron a seleccionar a la gente más peligrosa para ellos. Preguntaron quiénes eran comunistas, jefes de unidad o comisarios, pero no apareció ninguno. Como no apareció tampoco ni un solo canalla que delatase, porque entre nosotros eran comunistas casi la mitad y había jefes de unidad y, ni qué decir tiene, también comisarios. Sólo sacaron cuatro, entre doscientos hombres y pico. Uno hebreo y tres rusos, soldados rasos. Los rusos cayeron en desgracia porque los tres era morenos y tenían el pelo rizoso. Se acercaban a uno de éstos y le preguntaban: “¿Judío?” Él decía que era ruso, pero no querían ni escucharlo. “Sal, y se acabó”.


»Fusilaron a aquellos pobretes y a nosotros nos llevaron más adelante. El jefe de sección que había estrangulado conmigo al traidor se mantuvo a mi lado hasta el mismo Poznan; el primer día me estrechaba la mano de cuando en cuando, sobre la marcha. En Poznan nos separaron por la razón que voy a contarte. Es el caso, hermano, que desde el primer día venía yo pensando en marcharme con los nuestros. Pero quería escaparme con seguridad de éxito. Hasta el mismo Poznan, donde nos metieron en un verdadero campo de prisioneros, no se me había presentado ni una sola vez una ocasión favorable. Y en el campo de Poznan pareció presentarse: a fines de mayo, nos mandaron a un bosquecillo cercano al campo a cavar una fosa para unos prisioneros, compañeros nuestros, que habían muerto; en aquel tiempo muchos de nuestros hermanos morían de disentería; estaba yo cavando la arcilla de Poznan, y mirando de cuando en cuando alrededor, y de pronto observé que dos de los guardianes se habían sentado a tomar un bocado y el tercero dormitaba al solecillo. Tiré la pala y, sin hacer ruido, me escondí detrás de un matorral… Luego eché a correr, todo derecho, en dirección adonde salía el sol…


»Por los visto, mis guardianes tardaron en darse cuanta. Pero, ¿de dónde sacaría yo, estando tan extenuado como estaba, fuerzas para recorrer casi cuarenta kilómetros en un día? Yo mismo no lo sé. Sin embargo, de mis ilusiones no resultó nada: al cuarto día, cuando ya estaba lejos del maldito campo, me atraparon. Unos perros policías me siguieron la pista y me encontraron en un campo de avena sin segar.


»Al amanecer, me había dado miedo de seguir caminando a campo raso, y como hasta el bosque quedaban no menos de tres kilómetros, me tumbé entre la avena para descansar durante el día. Estrujé unos granos con las palmas, comí un poco y me llené los bolsillos de reservas. De pronto oigo unos ladridos y el traqueteo de una moto… Se me desgarró el corazón, porque los perros ladraban cada vez más cerca. Me tendí, pegándome al terreno, y me tapé la cara con las manos para que al menos no me mordieran en ella. Bueno, llegaron corriendo y me arrancaron en un instante todos los harapos del cuerpo, dejándome como me parió mi madre. Estuvieron rodándome por la avena todo el tiempo que les dio la gana y, por último, un perro me puso las patas delanteras en el pecho y enfiló el hocico hacia mi garganta, pero por el momento no me tocó.


»Llegaron unos alemanes en dos motocicletas. Primero me golpearon cuanto se les antojó; luego, azuzaron contra mí los perros; la piel y la carne saltaban de mi cuerpo a pedazos. Desnudo, bañado en sangre, me llevaron al campo de prisioneros. Me pasé un mes metido en el calabozo, por el intento de fuga; pero, a pesar de todo, salí del trance con vida… ¡con vida!


»Doloroso es, hermano, recordar, y más aún referir lo que hubo que pasar en el cautiverio. Cuando recuerda uno los tormentos inhumanos que tuvimos que soportar allí, en Alemania, y a todos los amigos y camaradas que perecieron martirizados en aquellos campos de concentración, el corazón se sube a la garganta y cuesta trabajo respirar.
 
»¡Adónde no me llevarían en los dos años de cautiverio! Recorrí media Alemania en este tiempo; estuve en Sajonia, trabajando en una fábrica de silicatos; en la región del Ruhr, picando carbón en una mina; en Baviera, echando joroba en trabajos de excavación, y en Turingia también… ¡Por qué lugares de la tierra alemana no caminaría yo! Ni el diablo lo sabe. La naturaleza, hermano, es allí distinta en todas partes, pero en todas partes nos ametrallaban y pegaban igual. Y pegaban los miserables parásitos, malditos de Dios, como nunca se ha pegado en nuestra tierra ni a las bestias. Nos daban puñetazos, nos pateaban, nos golpeaban con porras de goma, con los hierros de toda clase que encontraban a mano, sin hablar ya de las culatadas de los fusiles y otros maderos.


»Te golpeaban porque eras ruso, porque aún vivías en el mundo, porque trabajabas para ellos, para los muy canallas. Te pegaban porque no mirabas, porque no andabas, porque no te volvías como a ellos les gustaba… Pegaban sencillamente para matarte alguna vez, para que te atragantases con tu última bocanada de sangre y reventaras de las palizas. Por lo visto, no había para nosotros en Alemania bastantes hornos crematorios…


»Y nos daban de comer lo mismo en todas partes: ciento cincuenta gramos de algo parecido a pan, mitad aserrín, y una sopa clara de nabos. Agua hervida daban en algunas partes; en otras, no. En fin, ¡qué te voy a decir! Imagínate: antes de la guerra pesaba yo ochenta y seis kilos, y para el otoño no me quedaban más que cincuenta. Estaba en los puros huesos, e incluso los huesos ya no tenía fuerza para arrastrarlos. Y venga trabajo, y no rechistes; además, un trabajo que un caballo de carga no habría podido con él.


»A primeros de septiembre, nos trasladaron a ciento cuarenta y dos prisioneros soviéticos desde un campo cerca de la ciudad de Küstrin al campo B-14, no lejos de Dresde. Por aquel tiempo había allí alrededor de dos mil de los nuestros. Todos trabajaban en una cantera; a mano, extraían, picaban y machacaban piedra alemana. La norma era de cuatro metros cúbicos diarios por alma, advirtiéndote que aquella gente apenas tenía ya sujeta el alma al cuerpo con un hilo muy fino. Y empezó la cosa: al cabo de dos meses, de ciento cuarenta y dos hombres que éramos en nuestra expedición, sólo quedábamos cincuenta y siete. ¿Qué te parece, hermano? Mal asunto, ¿verdad? No dábamos abasto a enterrar a los nuestros y además circulaban por el campo rumores de que los alemanes habían tomado Stalingrado y seguían avanzando hacia Siberia. Una pena tras otra, y te encorvaban de tal manera, que no alzabas los ojos de la tierra alemana, de aquella tierra extraña, como si le pidieras que a ti también te recogiese en su seno. Entretanto, los de la guardia del campo bebían todos los días, berreaban canciones, estaban muy contentos, locos de júbilo.


»Un anochecer volvimos al barracón después de trabajo. Había estado lloviendo todo el día. Teníamos los harapos chorreando; tiritábamos todos como perros, al viento frío, dando diente con diente. Y no había dónde secarse, ni dónde calentarse un poco; por añadidura, traíamos un hambre tremenda, más que tremenda, espantosa. Pero por las noches no nos correspondía comer.


»Me quité los empapados andrajos, me tumbé en el camastro de madera y dije: “Ellos necesitan que les demos cuatro metros cúbicos, por cabeza, pero a cada uno de nosotros le basta y le sobra con un metro cúbico, para su sepultura”. No dije más, pero no faltó entre los nuestros un canalla que fuese a contarle al comandante del campo mis amargas palabras.


»El comandante del campo -el lagerführer en su lengua- era un alemán llamado Müller, macizo, de mediana estatura, albino y todo él como blancuzco: los cabellos, las cejas, las pestañas, incluso los ojos, eran blanquecinos, saltones. Hablaba el ruso como tú y yo, y además recargando el acento en la “o”; alegaba que era oriundo de la región del Volga. Y en lo de soltar ajos, tacos y ternos era un verdadero maestro. ¿Dónde habría aprendido aquel maldito el oficio? A veces, nos formaba ante el block -como llamaban ellos al barrancón-, pasaba frente a la formación, acompañado de su jauría de los S.S. y con el brazo derecho extendido. Llevaba la mano enfundada en un guante de cuero, y en el guante una manopla de plomo, para no lastimarse los dedos. Al pasar daba un puñetazo en las narices a uno sí y otro no, haciendo echar sangre. A eso le llamaba él “profiláctica contra la gripe”. Y así todos los días. En el campo había cuatro blocks en total; tal como hoy, hacía la “profiláctica” del primero; mañana, del segundo, y así sucesivamente. Puntual era el miserable, trabajaba incluso los días festivos. Pero había una cosa que el imbécil no podía comprender: antes de ponerse a sacudir, el tipo, para enardecerse, estaba unos diez minutos blasfemando delante de la formación; insultaba en vano, porque a nosotros aquello nos producía alivio, pues tales palabras, de nuestra lengua materna, eran como una brisa acariciadora que viniese de la tierra natal… Si hubiera sabido que sus insultos sólo nos producían placer, no habría blasfemado en ruso, sino en su idioma. Sólo un amigo mío, un moscovita, se enfadaba terriblemente. “Cuando suelta esas palabrotas -decía-, cierro los ojos y me parece que estoy en Moscú, en Satsiep, sentado en una cervecería, y me entran unas ganas tan grandes de beber cerveza, que la cabeza se me va…”


»Pues bien, ese mismo comandante, al día siguiente de haber dicho yo lo del metro cúbico, me llamó a su despacho. Al anochecer vino el intérprete al barrancón, acompañado de dos guardianes. “¿Quién es Andrei Sokolov?” Dije que era yo. “Ven con nosotros, te llama el propio herr lagerführer en persona”. Estaba claro para qué me llamaba. Para liquidarme. Me despedí de los camaradas, todos sabían que iba a la muerte, di un suspiro y me fui. Caminaba ya por el patio del campo de concentración, miraba a las estrellas, me despedía de ellas y pensaba: “Bueno, se acabaron tus tormentos, Andrei Solokov, número trescientos treinta y uno en este campo”. Me dio pena de Irina, de los hijitos, pero luego aquella pena fue calmándose y empecé a armarme de valor para mirar impávido al cañón de la pistola, como corresponde a un soldado, para que los enemigos no vieran en mi último instante que, a pesar de todo, me costaba trabajo desprenderme de la vida…


»En la comandancia había tiestos de flores en los alféizares de las ventanas; estaba todo limpio, como en un buen club nuestro. Sentados a la mesa estaban todos los jefes del campo; eran cinco, bebían shnapps2; comían tocino como entremés. Sobre la mesa había un panzudo botellón de shnapps, pan, tocino, manzanas en adobo, botes abiertos de conservas de diferentes clases. Eché a todos aquellos manjares una rápida ojeada y, no lo querrás creer, pero me entró una desazón tan grande, que estuve a punto de vomitar. Tenía hambre de lobo, había perdido la costumbre de comer lo que comen las personas, y de pronto aparecía toda aquella bendición delante de mí… Como pude dominé las náuseas, pero hube de hacer un enorme esfuerzo para apartar los ojos de la mesa.


»Frente a mí estaba sentado Müller, medio borracho; jugueteaba con la pistola, tirándosela de una mano a otra, y me miraba sin pestañear, como una serpiente. Bueno, yo me puse firme, di un taconazo e informé en voz alta: “El prisionero Andrei Solokov se presenta por orden de usted, herr kommandant”. Él me preguntó: “¿De modo, russ Iván, que cuatro metros cúbicos de norma de trabajo es mucho?” “Exacto -le respondí-, herr kommandant, es mucho”. “¿Y con uno tienes bastante para tu sepultura?” “Exacto, herr kommandant, con uno me basta y hasta me sobra”.


»Se levantó y dijo: “Voy a hacerte un gran honor, ahora te mataré personalmente por esas palabras. Aquí no estaría bien, vamos al patio y allí te daré el pasaporte”. “Como usted quiera”, le repuse. Se levantó y quedó un momento pensativo; luego, tiró la pistola sobre la mesa, llenó de shnapps un vaso, tomó una rebanada de pan, le puso encina una loncha de tocino y me tendió todo aquello al tiempo que decía: “Bebe, russ Iván, antes de morir, por la victoria de las armas alemanas”.


»Yo cogí de sus manos el vaso y la tapa, pero en cuanto oí aquellas palabras, ¡me pareció que me quemaban como un hierro candente! Y pensé: “Yo, un soldado ruso, ¿voy a beber por la victoria de las armas alemanas? ¿Y no quieres alguna otra cosa más, herr kommandant? De todos modos, voy a morir, por lo tanto, ¡vete a hacer puñetas con tu vodka!”


»Dejé sobre la mesa el vaso, puse allí también el bocadillo y dije: “Les agradezco su invitación, pero yo no bebo”. Él sonrió: “¿No quieres beber por nuestra victoria? En este caso, bebe por tu muerte”. ¿Qué tenía yo que perder? “Por mi muerte y la liberación de mis sufrimientos, beberé”, repuse. Dicho esto, cogí el vaso y, de dos tragos me lo eché al coleto, pero no toqué el bocadillo; cortésmente, me limpié los labios con la palma de la mano y dije: “Le agradezco la fineza. Estoy a su disposición, herr kommandant, vamos, deme usted el pasaporte”.


»Pero él se me quedó mirando con atención y dijo: “Toma siquiera un bocado antes de la muerte”. Yo le contesté: “Después del primer vaso, nunca como”. Me sirvió el segundo y me lo dio. Me bebí también el segundo, pero, de nuevo, no toqué el bocadillo; empinaba el codo para tomar valor, pensando: “Al menos me emborracharé antes de salir al patio a despedirme de la vida”. El comandante, enarcando mucho las cejas blanquecidas, me preguntó: “¿Por qué no comes, russ Iván? ¡No te dé vergüenza!” Y yo le repliqué: “Perdóneme usted, herr kommandant, pero, después del segundo vaso, tampoco acostumbro comer”. Infló los carrillos, dio un resoplido, soltó la carcajada y, entre risas, dijo rápidamente algo en alemán; por lo visto, estaba traduciendo mis palabras a sus amigos. Éstos también se echaron a reír, corrieron las sillas y volvieron sus carotas hacia mí; entonces observé que me miraban ya de otra manera, como más suavemente.


»Me sirvió el comandante el tercer vaso, y su mano temblequeaba de la risa. Me lo bebí despacio, comí un pedacito de pan y dejé el resto sobre la mesa. Quería demostrarles a los malditos que, aunque no podía tenerme en pie, de hambre, no me disponía a atragantarme con su limosna, que tenía mi dignidad y mi orgullo rusos y que, por mucho que habían hecho, no habían conseguido convertirme en una bestia.


»Después de aquello, el comandante puso una cara seria, se enderezó sobre el pecho las dos cruces de hierro, se levantó de la mesa, sin armas, y dijo: “Mira, Solokov, tú eres un verdadero soldado ruso. Un soldado valiente. Yo también soy un soldado y respecto la dignidad de los enemigos. No te mataré. Además, hoy nuestras gloriosas tropas han llegado al Volga y conquistado por completo a la ciudad de Stalingrado. Esto es para nosotros una gran alegría; por ello, te concedo magnánimamente la vida. Vete a tu block, y toma esto, por tu valentía”, y cogiendo de la mesa un pan no muy grande y un trozo de tocino, me lo dio.


»Yo apreté el pan contra el pecho, con todas mis fuerzas, tenía el tocino en la mano izquierda y era tan grande mi desconcierto ante aquel cambio inesperado, que ni siquiera di las gracias; giré sobre los talones, hacia la izquierda, y me dirigí hacia la salida, pensando: “Ahora me meterá una bala entre las dos paletillas y yo no podré llevarles a los muchachos estos víveres.” Pero no, escapé felizmente. También esta vez pasó la muerte de largo, junto a mí, y sólo sentí su frío aliento…



Continúa en Parte III




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