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El destino de un hombre - Parte Final - Fictograma
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El destino de un hombre - Parte Final

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Mijail-Sholojov

Publicado el 2025-07-01 09:51:04 | Vistas 105
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»Salí de la comandancia con paso firme, pero en el patio empecé a dar bandazos. Irrumpí en la barranca y me derrumbé sobre el piso de cemento. Me despertaron los nuestros antes del amanecer: “¡Cuéntanos!” Bueno, y yo recordé todo lo que había pasado en la comandancia; se lo referí. “¿Cómo vamos a repartir los víveres?”, me preguntó mi compañero de camastro, y la voz le temblaba. “A todos por igual”, contesté yo. Esperamos a que amaneciera. Cortamos el pan y el tocino, midiéndolo rigurosamente con una cuerda, en porciones idénticas. A cada uno le correspondió un pedazo de pan del tamaño de una caja de cerillas, calculando hasta las migajas, y en cuanto al tocino, bueno, ya te puedes figurar, lo suficiente para untarse los labios. Sin embargo, lo repartimos todo sin que nadie se ofendiera.

»Pronto nos mandaron, a unos trescientos hombres de los más fuertes, a desecar un pantano; luego, a la región de Ruhr, a las minas. Allí me pasé hasta el año cuarenta y cuatro. Por aquel tiempo los nuestros ya le habían desencajado las mandíbulas a Alemania, y los fascistas dejaron de hacerles ascos a los prisioneros. Una vez nos formaron, a todo el relevo del día, y un oberleuntnant recién llegado dijo, a través del intérprete: “El que haya servido de chofer en el ejército, o haya trabajado en esta profesión antes de la guerra, que dé un paso al frente”. Avanzamos siete hombres, antiguos choferes. Nos entregaron ropa de trabajo usada y nos llevaron custodiados a la ciudad de Potsdam. Llegamos allí, y a cada uno lo enviaron a un sitio diferente. A mí me pusieron a trabajar en la “Todte”; había en Alemania una compañía que se dedicaba a la construcción de carreteras y a obras de defensa.

»Yo conducía el Oppel-Admiral de un ingeniero alemán que tenía el grado de comandante del ejercito. ¡Qué gordiflón era el fascista aquel! Pequeño, barrigudo, tan ancho como largo y un culón como una mujer de buenas carnes. Por delante, sobre el cuello de la guerrera, le asomaban tres papadas colgantes, y detrás, en el cogote, le sobresalían tres grandes pliegues. Yo calculaba que tendría no menos de tres puds de grasa pura. Al andar, resoplaba como una locomotora, y cuando se sentaba a la mesa, ¡tragaba que era un espanto! A veces se pasaba el día entero dándoles trabajo a las muelas y tientos a la cantimplora de coñac. Alguna vez que otra a mí también me tocaba algo: nos parábamos en la carretera, él cortaba unas rodajas de salchichón y de queso, tomaba un bocado y echaba un trago; cuando estaba de buenas, me tiraba una tajada, como a un perro. Nunca me daba nada en la mano, pues lo consideraba una humillación para él. Pero, aun con todo, no era el campo de concentración; el caso es que, poco a poco, yo iba pareciéndome a un hombre, y, aunque despacito, empecé a reponerme.

»Durante un par de semanas estuve llevando a mi comandante de Potsdam a Berlín y viceversa; luego, lo mandaron a una zona cercana al frente a construir unas líneas de defensa contra nosotros. Y allí perdí el sueño por completo: me pasaba las noches en vela pensando en cómo fugarme y volver con los míos, a la patria.

»Llegamos a la ciudad de Polotsk. Al amanecer oí, por primera vez en dos años, el estrueno de nuestra artillería, ¿y sabes, hermano, cómo empezó a latirme el corazón? ¡Ni de mozo, cuando iba a ver a Irina, me latía con tanta fuerza! Los combates se desarrollaban al este de Polotsk, a unos dieciocho kilómetros. En la ciudad, los alemanes empezaron a enfurecerse, a ponerse nerviosos; mi gordiflón se emborrachaba cada vez con más frecuencia. Por el día íbamos al campo, y él disponía cómo tenían que hacerse las fortificaciones; por la noche la agarraba a solas. Estaba todo hinchado, unas bolsas colgaban fláccidas, bajo sus ojos…

»”Bueno -me dije-, no hay por qué esperar más, ¡ha llegado la hora! Y no debo fugarme yo solo, tengo que llevarme conmigo a mi gordiflón, ¡le servirá a los nuestros!”

»Encontré entre unas ruinas una pesa de dos kilos, la envolví en un trapo para que, si había que golpear, no brotara sangre, cogí en la carretera un trozo de hilo telefónico, todo cuanto necesitaba, lo preparé cuidadosamente y lo guardé bajo el asiento delantero. Dos días antes de despedirme de los alemanes, iba por la noche a repostar, cuando veo que por el barro camina un suboficial borracho, agarrándose a las paredes. Paré el coche, llevé al suboficial a unas ruinas, le quité el uniforme y el gorro. Todos aquellos bienes los metí también bajo el asiento, y ¡adivina quién te dio!

»El veintinueve de junio por la mañana me ordenó mi comandante que lo llevase fuera de la ciudad, hacia Trosnitsa, donde él dirigía unas obras de fortificación. Partimos. El comandante, acomodado en el asiento de atrás, dormitaba plácidamente, y el corazón parecía querer saltárseme del pecho. Iba de prisa, pero ya en el campo aminoré la marcha; luego, detuve el coche, bajé, volví la cabeza: allá lejos venían dos camiones. Saqué la pesa, abrí bien la portezuela. El gordiflón, recostado en el respaldo del asiento, roncaba como si estuviera junto al costado de su mujer. Bueno, y yo le di un golpe con la pesa en la sien izquierda. Él dejó caer la cabeza. A decir verdad, lo golpeé otra vez, pero no quise matarlo. Necesitaba llevarlo vivo, pues debía contarles muchas cosas a los nuestros. Le saqué de la funda la pistola, me la metí en el bolsillo, hinqué una palanca tras el respaldo del asiento de atrás, enrollé al cuello del comandante el hilo telefónico y lo até con un nudo corredizo a la palanca. Aquello lo hice para que el gordiflón no se derrumbase de medio lado cuando el coche fuera a mucha velocidad. De prisa me embutí en el uniforme alemán y me puse el gorro; bueno, y embalé el coche para ir derecho hacia donde la tierra retemblaba y se desarrollaban los combates.

»Crucé la línea avanzada alemana entre dos fortines. De un blindado saltaron dos soldados con fusiles automáticos, y yo, adrede, aminoré la marcha para que vieran que iba un comandante en el auto. Pero ellos empezaron a dar voces y agitar las manos indicando que hacia allí no se podía ir; yo hice como que no comprendía, pisé el acelerador y escapé a ochenta por hora. Cuando quisieron recobrarse de la sorpresa y comenzaron a disparar con las ametralladoras, yo me encontraba ya en terreno de nadie y zigzagueada entre los embudos abiertos por las bombas, no peor que una liebre.

»Desde atrás los alemanes zumbaban, y desde delante los míos disparaban como locos recibiéndome con el tableteo de sus fusiles ametralladores. Agujerearon el parabrisas por cuatro sitios, el radiador lo acribillaron a balazos… Pero ya estaba en un bosquecillo, más arriba de un lago; los nuestros corrían hacia el auto, y yo me metí a toda marcha en el bosquecillo, abrí la portezuela, caí sobre la tierra, la besé, y no podía respirar…

»Un mozuelo, con unas hombreras en la guerrera que yo no había visto en la vida, fue el primero en llegar hasta mí y me dijo riendo burlón: “¡Ah, fritz del diablo! Conque te has perdido, ¿eh?” Me arranqué el uniforme alemán, tire a mis pies el gorro y le repuse: “¡Ay tonto, alma mía! ¡Hijito querido! ¡Yo qué voy a ser un fritz, cuando he nacido en el mismo Voronezh! Estaba prisionero, ¿te enteras? Y ahora descarguen a ese marrano que traigo en el coche, cójanle la cartera y llévenme adonde está el jefe de ustedes”. Les di la pistola, fui pasando de mano en mano y, al anochecer, me encontraba ya ante un coronel, jefe de la división. Para entonces ya me habían dado de comer, llevado al baño, interrogado y hecho entrega de un equipo completo, de modo que me presenté en el fortín del coronel limpio de cuerpo y alma y vestido con todas las prendas del uniforme. El coronel se levantó de la mesa y vino a mi encuentro. Delante de todos los oficiales me abrazó y me dijo: “Gracias, soldado, por el regalo que nos has traído de los alemanes. Tu comandante y su cartera son más valiosos para nosotros que veinte lenguas3. Gestionaré ante el mando que se te conceda una condecoración”. Sus palabras, su cariñoso afecto me emocionaron profundamente; me temblaban los labios, no me obedecían y sólo pude articular: “Le ruego, camarada coronel, que me envíe a una unidad de infantería”.

»Pero el coronel se echó a reír y contestó, dándome unas palmadas en el hombro: “¿Qué guerrero vamos a hacer de ti, si apenas puedes tenerte en pie? Hoy mismo te mandaré al hospital. Allí te curarán y te alimentarán bien; después, irás a casa, con permiso, a pasar un mes con la familia, y cuando vuelvas a nuestra división, ya veremos dónde te destinamos”.

»El coronel y todos los oficiales que estaban con él en el fortín se despidieron de mí cariñosamente, dándome la mano, y yo salí de allí emocionado por completo, porque en dos años había perdido la costumbre de que se me tratara como a un ser humano. Y fíjate, hermano, durante mucho tiempo después, en cuanto tenía que hablar con los jefes, continuaba encogiendo involuntariamente la cabeza entre los hombros, como si temiera que fuesen a pegarme. Ya ves qué formación nos daban en los campos fascistas…

»Desde el hospital escribí inmediatamente a Irina. En la carta le contaba todo con brevedad: cómo había estado en el cautiverio, cómo había huido de allí llevándome al comandante alemán. Pero, imagínate, no pude contenerme las ganas y le dije que el coronel me había propuesto para una condecoración… ¿De dónde me vendría a mí aquella petulancia infantil?

»Dos semanas estuve comiendo y durmiendo. Me daban el alimento poco a poco y con frecuencia, pues si me hubieran dado de golpe todo lo que yo quería, habría hincado el pico; así me lo dijo el doctor. Acumulé fuerzas de sobra. Pero al cabo de las dos semanas, ya no podía tragar ni un bocado. No llegaba respuesta de casa y, lo reconozco, me entró la morriña. Ni siquiera pensaba en la comida, perdí el sueño por completo, toda clase de malos pensamientos me pasaban por la cabeza… A la tercera semana recibí carta de Voronezh. Pero no me escribía Irina, sino un vecino mío, el carpintero Iván Timofeievich. ¡No quiera dios que nadie reciba una carta semejante! Me decía que, en junio del cuarenta y dos, los alemanes habían bombardeado la fábrica de aviación y una bomba grande había caído en mi pequeña jata. Irina y las hijas estaban en aquel momento en casa… Y me comunicaba que no se habían encontrado ni los restos de ellas; en el sitio donde estuviera la jata, quedó una profunda fosa… Aquella vez no pude terminar de leer la carta. Se me nubló la vista, el corazón se me había encogido y continuaba hecho un ovillo sin querer dilatarse. Me eché en la cama, estuve acostado un buen rato y acabé de leerla. Mi vecino me decía que durante el bombardeo Anatoli se encontraba en la ciudad. Al atardecer, volvió a la barriada, estuvo contemplando la fosa y regresó de nuevo a la ciudad. Antes de marcharse, le dijo a mi vecino que iba a pedir que lo mandasen como voluntario al frente. Y nada más.

»Cuando el corazón se dilató un poco y empecé a sentir en los oídos el latir de la sangre, recordé con cuánto dolor se había despedido de mí Irina en la estación. Por consiguiente, su corazón de mujer le decía ya que no volveríamos a vernos más en este mundo. Y aquella vez la aparté de un empujón… Tenía yo una familia, mi casa; todo aquello se había ido formando en el transcurso de años, y de pronto, en un instante, desapareció todo y me quedé solo. Pensaba: “¿No habrá sido un sueño mi vida infortunada?” Pues en el cautiverio, casi todas las noches -mentalmente, claro está- hablaba con Irina, con mis hijitos, les daba ánimos; les decía: “No pasen pena por mí, queridos míos; volveré, soy fuerte, saldré de esto con vida y de nuevo estaremos todos juntos…” Por lo tanto, ¡había estado hablando con los muertos!»

El narrador calló un instante; luego, ya con otra voz, entrecortada, queda, me dijo:

-Echemos un cigarro, hermano, porque me ahogo…

Fumamos. En el bosque, inundado por las aguas del río, se oía el sonoro golpeteo del picamaderos. El tibio vientecillo seguía meciendo perezoso las secas candelillas de los alisos; en la altura, por el azul del cielo, continuaban flotando las nubes, como barcos de tensas velas blancas, pero en aquellos momentos de doloroso silencio, me parecía ya otro aquel mundo infinito que se preparaba para las grandes transformaciones de la primavera, para la eterna confirmación de lo vivo en la vida.

Era penoso callar, y le pregunté:

-¿Y qué ocurrió después?

-¿Después? -repuso de mala gana el narrador-. Después el coronel me dio un mes de permiso, y una semana más tarde ya estaba yo en Voronezh. Llegué a pie hasta el lugar donde viviera en tiempos con mi familia. Un profundo embudo, lleno de agua herrumbrosa, y en derredor, maleza hasta la cintura… Mala hierba espesa y un silencio de cementerio. ¡Ay, cuánto dolor sentí, hermano! Estuve en pie unos minutos, con el alma llena de pesar, y volví a la estación. No pude permanecer allí ni siquiera una hora; aquel mismo día emprendí el regreso a la división.

»Pero unos tres meses más tarde surgió radiante, sonriéndome, una gran alegría, como asoma el sol entre las nubes: apareció Anatoli. Me mandó al frente una carta, por lo visto desde otro frente. Había sabido mis señas por nuestro vecino Iván Timofeievich. Resultaba que primeramente había ido a parar a una escuela de artillería; allí le sirvió su capacidad para las matemáticas. Al cabo de un año terminó los estudios con notas de sobresaliente y marchó a la línea de fuego, y ahora escribía diciendo que tenía ya el grado de capitán, mandaba una batería del “cuarenta y cinco” y estaba condecorando con seis órdenes y medallas. En resumidas cuentas, que había dejado atrás al padre en todos los terrenos. Y de nuevo, ¡me enorgullecí de él, terriblemente! Puedes decir lo que quieras, pero se trataba de mi propio hijo, hecho ya todo un capitán, un jefe de batería, ¡aquello no era cosa de broma! Y además, con semejantes órdenes. No importaba que el padre transportase en un Studebaker municiones y otros efectos militares, sus afanes eran agua pasada, mientras que el capitán lo tenía todo por delante.

»Y, por las noches, empezaron los ensueños de viejo: terminaría la guerra, casaría al hijo y me iría a vivir con el joven matrimonio, a trabajar, a cuidar de los nietecitos. En fin, toda clase de ilusiones de vejete. Pero también en este caso falló todo. Durante el invierno atacábamos sin descanso, y no teníamos tiempo para escribirnos con mucha frecuencia; al final de la guerra, muy cerca ya de Berlín, le envié una mañana a Anatoli una cartita, y al día siguiente recibí respuesta. Y entonces me di cuenta de que el hijo y yo estamos cerca el uno del otro. Esperaba impaciente, con verdadera ansia el momento en que nos veríamos. Bueno, y nos vimos… Exactamente el nueve de mayo, en la mañana del día de la victoria, un francotirador alemán mató a mi Anatoli…

»Por la tarde, me llamó el jefe mi compañía. Vi que con él estaba sentado un teniente coronel de artillería, desconocido para mí. Al entrar yo en la habitación, se levantó, como ante un superior. El jefe de mi compañía me dijo: “Viene a verte a ti, Solokov”, y se volvió hacia la ventana. Yo noté una sacudida por todo mi cuerpo, como una descarga eléctrica: había presentido algo malo. El teniente coronel se acercó a mí y me dijo en voz baja: “¡Ten valor, padre! Hoy, en la batería, han matado a tu hijo, el capitán Solokov. ¡Ven conmigo!”

»Me tambaleé, pero me mantuve en pie. Ahora, igual que en sueños, recuerdo cómo íbamos el teniente coronel y yo, en un automóvil grande, avanzando con dificultad por las calles llenas de escombros; recuerdo confusamente una formación de soldados y un féretro envuelto en terciopelo rojo. Y a Anatoli lo veo como ahora a ti, hermano. Me acerqué al féretro. Mi hijo yacía en él, pero no parecía mi hijo. El mío era un muchachito sonriente, estrecho de pecho, con una saliente nuez en el cuello delgado, mientras que allí yacía un hombre joven, guapo, de pecho ancho y ojos entornados, como si estuviera mirando algo muy lejano, más allá de mí, que yo no conocía. Sólo en las comisuras de sus labios había quedado grabada eternamente la sonrisa del hijito de antes. Del pequeño Anatoli de otros tiempos. Lo besé y me aparté a un lado. El teniente coronel pronunció un discurso. Los camaradas y amigos de mi hijo se enjugaron las lágrimas, y las mías, que no llegaron a ser vertidas, debieron de secarse en el corazón. Tal vez por eso me duela tanto.

»Di sepultura en tierra alemana, en tierra extraña, a mi última alegría y esperanza; la batería le disparó una salva de honor, despidiendo a mi hijo en su último, largo viaje, y me pareció que algo se desgarraba en mis entrañas… Llegué a mi unidad anonadado, roto. Pero allí me desmovilizaron poco después. ¿Adónde ir? ¿Quizás a Voronezh? ¡Por nada del mundo! Recordé que en Uriupinsk vivía un amigo mío, licenciado en el invierno a causa de una herida; en una ocasión me había invitado a ir a su casa, lo recordé y partí para Uriupinsk.

»Mi amigo y su mujer no tenían hijos, vivían en una casita propia de las afueras de la ciudad. Aunque era inválido de guerra, trabajaba de chofer en una compañía de transportes; yo me coloqué también allí. Me quedé a vivir en casa de mi amigo, me acogieron en ella. Llevábamos diversas cargas a diferentes comarcas; en otoño, nos incorporamos al transporte del trigo. En aquel tiempo fue cuando conocí a mi nuevo hijito, ése que esta jugando en la arena.

»Cuando volvía a la ciudad, de algún viaje, lo primero que hacía, claro está, era detenerme en un ventorrillo a comprar algo y beberme, como es natural, medio vaso de vodka para matar el cansancio. He de reconocer que por aquel tiempo me había aficionado bastante a esta mala cosa… Pues bien, una vez, junto al ventorrillo, vi a ese chicuelo; al día siguiente lo volví a ver allí. Pequeñito, harapiento, con la carita toda manchada de jugo de sandía, lleno de polvo y mugre, despeinado ¡y con unos ojillos como dos luceritos en la noche, después de la lluvia! Y quedé tan prendado de él, que -cosa rara- hasta empecé a echarlo de menos; cuando volvía de un viaje, aceleraba para verlo cuanto antes. Comía a la puerta del ventorrillo lo que le daban.

»Al cuarto día, viniendo directamente del sovjos, cargado de trigo viré hacia el ventorrillo. Mi chicuelo estaba sentado al borde de la terracilla de entrada, balanceando las piernecitas y, según todos los síntomas, hambriento. Asomé la cabeza por la ventanilla y le grité: “¡Eh, Vania! Monta a escape en el coche, te llevaré al elevador y, desde allí, volveremos aquí, a comer”. Al oír mis voces, se estremeció, saltó de la terracilla, se encaramó al estribo y me preguntó bajito: “¿Y cómo sabes tú, tío, que yo me llamo Vania?” Y con los ojillos muy abiertos esperó mi respuesta. Bueno, yo le dije que, como hombre de experiencia, lo sabía todo.

»Rodeó el camión para subir por la banda derecha; yo abrí la portezuela, lo senté a mi lado y partimos. Aquel chiquillo tan vivaracho se apaciguó de pronto y quedó pensativo, quietecito; de improviso, posó en mí sus ojos de largas pestañas, combadas hacia arriba, y suspiró. Un gorrioncillo como aquel, y ya había aprendido a suspirar. ¿Acaso le correspondía a él eso? Le pregunté: “¿Dónde está tu padre, Vania?” Contestó en un susurro: “Murió en el frente”. “¿Y tu mamá?” “La mató una bomba en el tren, cuando íbamos de viaje”. “¿Y de dónde venían?” “No sé, no me acuerdo…” “¿Y no tienes aquí ningún pariente?” “Ninguno”. “¿Dónde pasas las noches?” “Donde puedo”.

»Sentí la quemazón de una lágrima ardiente, que no acababa de brotar, y decidí en el acto: “¡Pasaremos juntos las penas! Lo prohijaré”. Y al instante se me alivió el alma, como si entrase en ella un rayito de luz. Me incliné hacia él; y le pregunté quedo: “Vania, ¿y tú no sabes quién soy yo?” El pequeño inquirió con un hilillo de voz: “¿Quién?” Y yo le respondí, muy bajito también: “Soy tu padre”.

»¡La que se armó, santo Dios! Se abalanzó a mi cuello, me besó la cara, en los labios, en la frente y comenzó a chillar, con vocecilla aguda de pájaro flauta, atronando el pescante: “¡Papaíto querido! ¡Ya lo sabía yo! ¡Sabía que me encontrarías! ¡Que me encontrarías de todos modos! ¡He estado esperando tanto tiempo a que me encontraras!” Se apretó contra mí, y todo de él temblaba, como una hierbecilla agitada por el viento. Entonces, una neblina me veló los ojos y me entró también un temblor por todo el cuerpo, que se me estremecían hasta las manos… ¿Cómo no solté el volante? ¡De milagro! Sin embargo, me metí sin querer en la cuneta; paré el motor; en tanto seguía aquella neblina en los ojos, no quería reanudar la marcha, no fuera a atropellar a alguien. Estuve allí parado unos cinco minutos, y mi hijito continuaba apretándose contra mí, con todas sus fuercecitas, callado, tembloroso. Le pasé el brazo derecho por la espalda, y lo estreché suavemente contra mi pecho mientras con la izquierda viraba el camión y emprendía el regreso hacia casa. Había desistido de ir al elevador, ¡no estaba yo para elevadores en aquellos momentos!

»Dejé el coche a la puerta, tomé a mi nuevo hijito en brazos y lo llevé hacia casa. Él me echó las manecitas al cuello y no se soltó hasta que llegamos. Tenía pegada su carita a mi áspera mejilla sin afeitar, como soldada a ella. Y así lo llevé a la vivienda. Los dueños estaban en la casa. Entré, les guiñé y dije animoso: “¡He encontrado a mi Vania! ¡Dennos albergue, buena gente!” Los dos, que no tenían hijos, comprendieron al instante y empezaron a moverse diligentes. Pero yo no podía apartar al hijo de mí, de ninguna de las maneras. Como Dios me dio a entender, lo convencí de que me soltara. Le lavé las manos con jabón y lo senté a la mesa. La dueña de la casa le llenó el plato de sopa de coles; al ver con qué ansia comía, se le saltaron las lágrimas. Estaba en pie ante el horno de la cocina llorando y enjugándose los ojos con el delantal. Mi Vania se dio cuenta de que lloraba, corrió a ella y le preguntó, dándole tirones de la falda: “Tía, ¿por qué llora usted? El padre me ha encontrado a la puerta del ventorrillo. Todos debían estar contentos, ¡y usted llora!” Y ella, al oír aquello, ¡allá va!, arreció aún más en su llanto. ¡Se deshacía en lágrimas!

»Después de comer lo llevé a la barbería y le cortaron el pelo; en casa, lo bañé yo mismo en un barreño y lo envolví en una sábana limpia. Él me abrazó, y así se quedó dormido en mis brazos. Con cuidado, lo acosté en la cama y me fui con el coche al elevador; descargué el trigo, dejé el camión en la parada y empecé a recorrer las tiendas a toda prisa. Le compré unos pantaloncitos de paño, una camisita, unos zapatitos y una gorrita de paja, con visera. Y, naturalmente, resultó que nada de aquello le venía a la medida y, por su calidad, no valía un comino. Por los pantaloncitos me gané un regaño de la dueña de la casa: “¿Te has vuelto loco? -me dijo-.¿Cómo va a llevar el niño pantalones de paño con un calor semejante?” Al momento, puso sobre la mesa la máquina de coser, empezó a hurgar en el arcón y, al cabo de una hora, ya tenía mi Vania preparados unos pantaloncitos de satén y una camisita blanca de manga corta. Me acosté con él y, por primera vez en largo tiempo, dormí tranquilo. Sin embargo, durante la noche me levanté unas cuatro veces. Me despertaba y veía que, acurrucado bajo mi sobaco, como un gorrioncillo bajo un alero, respiraba suavemente, ¡y se me llenaba el alma de un gozo que es imposible describir con palabras! Tenía miedo a moverme, no fuera a despertarlo; pero no podía resistir el deseo y me levantaba con mucho tiento, encendía una cerilla y lo contemplaba embelesado…

»Antes del amanecer, me desperté: sentía un ahogo incomprensible. ¿Qué era aquello? Era que mi hijito se había desenvuelto de la sábana y yacía atravesado sobre mí, apretándome la garganta con un piececito; intranquilo era dormir con el chiquillo, pero me había acostumbrado y me aburría sin él. Por las noches, acariciaba al niño dormido, olía sus cabellos alborotados; el corazón sentía alivio, se ablandaba; de lo contrario se me habría petrificado de dolor…

»En los primeros tiempos el chiquillo iba conmigo en el camión, a los viajes; luego, me di cuenta de que aquello no podía ser. ¿Qué necesitaba yo solo? Con un canto de pan y una cebolla con sal, ya estaba harto el soldado para todo el día. Mientras que con él, la cosa variaba: unas veces había que conseguir leche; otras, cocer un huevito, y de nuevo no se podía pasar sin lumbre. No había que dar largas al asunto. Me armé de valor y un día lo dejé al cuidado de la dueña de la casa; allí se quedaba, sorbiéndose las lágrimas hasta el anochecer, y al anochecer corría al elevador para recibirme. Me estaba esperando allí hasta bien entrada la noche.

»Muchos apuros me hacía pasar al principio. Una vez nos acostamos antes del oscurecer. El día había sido de gran ajetreo y yo esta muerto de cansancio; él que siempre piaba como un gorrioncillo, permanecía callado. Le pregunté: “¿En que piensas, hijito?” Él inquirió, mirando al techo: “¿Dónde has dejado el abrigo de cuero, papá?” ¡En la vida había tenido un abrigo de cuero! Hubo que salir del trance: “Me lo dejé en Voronezh”, le dije. “¿Y por qué habías tardado tanto en encontrarme?” Yo le respondí: “Te estuve buscando, hijito, en Alemania y en Polonia, recorrí toda Bielorrusia, a pie y en coche, y resultó que tú estabas en Uruipinks”. “¿Y Uruipinsk está más cerca que Alemania? ¿Y Polonia está más lejos de nuestra casa?” Así charlábamos hasta que nos dormíamos.

»¿Y crees, hermano, que lo del abrigo de cuero lo preguntó porque sí? No, todo aquello tenía su motivo. Por consiguiente, su verdadero padre había llevado en un tiempo un abrigo así, y él lo recordó. Pues la memoria de los niños es como un relámpago de verano: se enciende de pronto, lo ilumina todo por unos instantes y se apaga. Eso le ocurre a su memoria; igual que el relámpago, brilla de cuando en cuando.

»Puede que hubiera vivido con él en Uruipinsk un añito más, pero en noviembre me ocurrió un percance. Iba por el barro, cuando, al pasar por un caserío, el coche dio un patinazo; una vaca se cruzó de pronto en mi camino y yo la derribé. Bueno, ya sabes, las mujeres pusieron el grito en el cielo, se arremolinó la gente, y un inspector de transporte se presentó como por encargo. Me quitó el permiso de conducir, por mucho que le pedí clemencia. La vaca se levantó, alzó el rabo y se fue a corretear por los callejones, y yo me quedé sin el permiso. Durante el invierno trabajé de carpintero; luego empecé a cartearme con un amigo, también compañero del servicio -que trabajaba de chofer en el distrito de ustedes, en la región de Kashar- y me invitó a ir a su casa. Me escribe diciendo que trabajaré medio año en cuestiones de carpintería, y que luego allí, en el distrito de ustedes, me darán un nuevo permiso de conducir.

»Pero, ¿cómo decirte?, aunque no me hubiera ocurrido ese incidente de la vaca, de todos modos me habría marchado de Uruipinks. La pena no me deja estar mucho tiempo en un mismo sitio. Cuando mi Vania crezca y haya que mandarlo a la escuela, puede que me apacigüe y me asiente en un sitio fijo. Y entretanto, caminamos los dos por la tierra rusa.»

-A él le es penoso caminar.

-Él no anda apenas, la mayor parte del tiempo va a cuestas. Lo siento en mis hombros y lo llevo así; cuando tiene ganas de estirar las piernas, se baja y corretea por el borde del camino, retozando como un cabrito. Todo esto, hermano, no importaría, ya viviríamos de alguna manera los dos, pero se me ha escacharrado el corazón, hay que cambiarle los émbolos… Alguna vez que otra se me oprime y me entra un dolor que veo todas las estrellas del cielo. Temo que cualquier noche me muera dormido y dé un susto a mi hijito. Y además, otra desgracia: casi todas las noches sueño con mis queridos muertos. Y la mayoría de las veces, yo estoy tras la alambrada y ellos al otro lado, en libertad… Hablo de todo con Irina y con mis chicos, pero cuando quiero apartar el alambre de espino se alejan de mí, desaparecen como si se esfumaran ante mis ojos… Y fíjate qué extraño: durante el día, siempre me mantengo bien, sin un ay ni un suspiro, pero cuando me despierto por la noche, está toda la almohada empapada de lágrimas…

En el bosque resonó la voz de mi camarada y el chapoteo de los remos en el agua.

Aquel hombre -un extraño, pero ya para mí un amigo entrañable-, me tendió la mano, grande, dura, como de madera:

-¡Adiós, hermano, que tengas suerte!

-Y tú, que llegues felizmente a Kashar.

-Gracias. ¡Eh, hijito, vamos a la barca!

El chiquillo corrió hacia el padre, se puso a su derecha y, agarrándose al faldón de la enguatada chaqueta, echó a andar, con pasitos rápidos y cortos, junto al hombre que caminaba a grandes zancadas.

Dos seres desvalidos, dos granitos de arena arrojados a tierra extraña por el huracán de la guerra, de una fuerza inaudita… ¿Qué los esperaba en adelante? Y hubiera querido pensar que aquel hombre ruso, hombre de voluntad inflexible, no se dejaría abatir, y que junto a él, al amparo del padre, crecería el otro que, cuando fuese mayor, sería ya capaz de soportarlo todo, de salvar cuantos obstáculos encontrase en su camino, si la patria lo llamaba a ello.

Con honda tristeza, los acompañé con la mirada… Tal vez nuestra despedida hubiera terminado bien, pero Vania, luego de alejarse unos pasos, correteando con sus piernecitas cortas, volvió hacia mí la carita y agitó sin detenerse la manita sonrosada. Y de pronto sentí como si una zarpa, blanda, pero de afiladas uñas, me oprimiese el corazón, y me volví de espaldas, apresuradamente. No, no sólo lloran en sueños los hombres maduros, encanecidos en los años de guerra. Lloran también despiertos. En estos casos, lo importante es saber volverse a tiempo. Lo principal es no herir el corazón del niño, que no vea cómo por tu mejilla corre, parca y ardiente, una lágrima de hombre…



FIN




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