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La reconocerás por el rastro de sus muertos - Parte Final - Fictograma
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La reconocerás por el rastro de sus muertos - Parte Final

Avatar de Brook-Bolander

Brook-Bolander

Publicado el 2025-07-24 16:53:19 | Vistas 168
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Amague tras amague, finta tras finta, bala tras bala, se encuentran en plena lucha la mujer que fue y la mujer que es. La No-Rhye ríe como una niña de visita a la carpa de un circo, mientras gira sus cañones de mano, ríe y los gira, inhalando ese humo a pólvora que te pone los mocos negros como a esas barracudas que están ya fuera del mar. No le importa si vive o muere y Rhye lo sabe porque solía ser ella; de repente se da cuenta de algo que le sorprende y le genera un leve disgusto: Su persona ha cambiado. Algo dentro de Rhye quiere salir viva de este duelo, quiere volver a casa, a ese apartamento de mierda con el cascajo del aire acondicionado lleno de agujeros de bala, quiere saborear el bourbon y los cigarrillos, seguir viviendo al lado de ese genio idiota como en estos últimos días ya pasados los cinco años. Sabe que es un sentimiento peligroso. Muy peligroso. Porque cuando comienzas a sentirte así, a desearlo, quiere decir que tu ritmo de vida se está aminorando. Y en el momento en que se aminora…

La No-Rhye aterriza muy cerca de Rhye, que puede sentir el olor a cable quemado y ozono (olor metálico y acre), encima de un tufo a cordita explosiva y metal caliente. Agita una de las pistolas tal si fuera una lagartija atrapando un mosquito al que escupe enfisema y tuberculosis, y consigue horadar la mejilla de Rhye, hasta el hueso, a pesar de echarse a rodar en medio de contenedores de basura, con los oídos zumbándole como alarmas para incendio recién activadas. Es una maldita idiota. Debieron haberla desguazado tan pronto como fue ensamblada. Ahora piensa que va a morir, por blanda y estúpida como esos policías humanos; Rack quedará atrapado dentro de la caja para siempre. La mafia estará emputada cuando se den cuenta de que nadie ha de regresar. Bueno, que se jodan, que se jodan todos, y de paso sus esposas, madres y mascotas.

“¿Intentabas atacarme a mí, o uno de esos flamencos rosas te han hecho sufrir y te enfurecen tanto?”, le espeta Rhye. Si puede irritar a No-Rhye para que cometa un error, tal vez surja alguna oportunidad de salvarse. Vale la pena intentarlo. “Los vecinos te denunciarán, y lo sabes.”

Pero no logra ninguna respuesta. Es demasiado lista, por su propio bien. Maldita sea, cómo deseaba que Rack no la hubiese idealizado tanto cuando programó a ese bicho. “Oh, bueno. De todos modos, habríamos sido unos miembros de mierda de la Asociación de Propietarios del Vecindario. ¡Oye, Rack! ¿Estás bien por ahí?”

“Creo que sí. No esperaba que esto pasara cuando entré a la red. Pensé…”

“Tu primer maldito error, pequeño Rack. De todos modos, te la pasas pensado demasiado.” Se frota los dedos ampollados y manchados de plomo en sus pantalones y busca un cargador . “¿Hay alguna forma de desactivarla sin que tenga que agujerearle el cerebro?”

El silencio se apodera de la línea, tanto que podía escucharse el pedo de un mosquito.

“Rack, di algo antes de que vaya y te agujeree el culo con el cañón de mi pistola. Por favor.”

“No lo sé,” responde. “Creo que puedo hacerlo, pero tendrías que liberarme, para empezar.”

“Jódete a una pila de patitos de hule. ¿Solo tengo que hacer eso? En tal caso, déjame enviarle a la señorita Rompe-Pelotas una maldita invitación para que haga a un lado su maldito culo de psicópata y me deje llegar a ti con un budín y un puto pastel de carne.”

Su otra-yo está lista para volver al ataque. Por supuesto que lo está, es como ella.

Arriba y a por ello, derribando contenedores de basura que suenan como una bola de gatos callejeros, efectivamente, allí está su sombra lista para saludar a aquella cuatro años más joven, con un ojo de más, y con más mala leche que un sargento de instrucción con pene flácido. No hay tiempo ya para disparar con buen pulso, por lo que, a la mierda, se lanza derechamente hacia las rodillas de su otra-yo y ambas caen hacia abajo, dando tumbos, en un torbellino de barro, puños y botas de moteras que se agitan como un tumbado par de vasos de chupito. Su mundo se reduce ahora a unas suelas de goma que se frotan en las espinillas y los nudillos y raspan el concreto mojado y arenoso. Rack parece que grita algo, quizá un dato poco conocido, pero Rhye no le escucha porque no hace más que concentrarse para que no le arranquen los dientes con la empañadura de un arma. Apenas esquiva un golpe y éste resbala por su sien, seco, sordo, y la deja viendo estrellitas como chispas de gasolina y neumático quemado.

No voy a desmayarme, la puta madre, se dice. Se ríe con esa sonrisa demacrada de hoz de hueso y videojuego que vuela sobre sus cabezas, lo último que han podido ver muchos otros desgraciados hijos de puta al final de sus peleas. Rhye se concentra, y se erige como un destello en la oscuridad con sus puños apretados y un siseo parecido al escape de una fuga de gas. Sigue sonriendo, pero no tiene esa sonrisa de villano loco. Parece que se lo está pasando de lo grande.

“¿De qué cojones te ríes, idiota? ¿Ves algo gracioso?”, le reclama su otra-yo. No es la frase más ingeniosa que haya salido de su polla, pero qué más da. El ingenio es lo primero que huye cuando recibes un mazazo tan fuerte con el mango de un arma y sientes como si un rinoceronte te está follando de la cabeza. La otra baja el mango de nuevo, falla por los pelos, y corta la capa de pavimento en pequeños trozos de grava que saltan como perdigones.

Si esta chica/sistema de seguridad es tan lista como ella, y no una estúpida, usará estos segundos valiosos para apuntarle y dispararle en la cara, como ella hubiese deseado hacerlo. Pero oh, gloria de las glorias, bendita sea la maldita arrogancia de la juventud; la pequeña imbécil —con sus dos ojos de muerto y su caminado de no-necesito-a-nadie— hace una mueca con los labios como diciendo “¿me estás jodiendo?” y se traga el anzuelo, hasta el fondo.

“¡Venga, perra!”, cacarea la No-Rhye. “¡No me digas que la idea de enfrentarte a alguien de tu talla, no te pone cachonda con esos calzones de abuelita! ¿A qué has venido? ¿Por él? Por el amor de Dios, yo soy tú, ¿o no? Estás viva porque te lo curras con el sudor que corre debajo de tus tetas y la sangre que te salpica la cara, no por un idiota blandito que no sabe ni cómo cargar un arma.”

¿Es eso lo que Rack cree que yo pienso de él? Vaya mierda. Una cucharada de mi propia medicina. Pero no hay tiempo para el arrepentimiento.

“Te doy la razón, en parte, hermana,” le dice, y le clava el pulgar en el ojo izquierdo. Todo lo ejecuta con un movimiento fluido: pinchazo, giro de vuelta y a tirar. Rueda por la cinta mojada de asfalto, mientras su no-yo se retuerce y gorgotea maldiciones de felino salvaje; también rueda y se pone de pie nuevamente; levanta sus dos pistolas y dice que acabará de una vez con esto, incluso minimizada por un dolor insoportable. La otra-yo es rápida y se mueve de una manera antinatural: se desliza por el pavimento, con un ruidillo que hace que se te arruguen los oídos, bajo el domo de una noche de lluvia, antes de que Rhye pueda apretar los gatillos en un manoseo morboso de una noche de graduación colegial. Se lanza tras ella, mientras le hierve la sangre.

¿Oye, sabes qué?, le dice una vocecita en su cabeza, esa misma vocecita que a veces le advierte de cosas como “¿estás segura de que subirte a esa furgoneta blanca y sin ventanas sea una buena idea? o quizá deberíamos revisar ese supurante agujero de bala, o, como ha pasado en los últimos días, no golpees a Rack en la cara, el pobre bastardo no ha hecho nada para que se lo merezca.” En otras palabras, le hablaba su aguafiestas interna.

¿Qué?


Al diablo con el orgullo, puta.


¿Qué se supone que significa eso, exactamente?


El orgullo es para capullos que no son perseguidos por sus malditas y oscuras acciones.


“Cállate.” Lo dice en voz alta en un susurro siseante; con suerte, el sistema de seguridad se reirá hasta morir de ver a Rhye hablando sola, con su amiga imaginaria. “Estoy bien. Puedo hacerlo. No me importa lo que diga Rack.”

El orgullo es para las personas que no dependen de nadie…

Rhye se detiene en seco, como si la bala que esperaba le hubiese perforado el cerebro desde una mirilla.

¿Dime por qué no confías en tu compañero y haces lo que te ha dicho? Recuerda cuál es tu misión.

“Jódete el culo con un consolador de mierda.” Sus hombros se hunden antes de que termine la palabra “joder”. Para cuando llega a “consolador” ha dado la vuelta y saltado una valla de madera que la separa del callejón que la dirige hacia Rack. Sus pies golpean el asfalto. Escucha el eco de una persecución, y la voz de Rack atrayéndola, y a su propio paso que va corriendo a toda velocidad por el camino.

Está cálido. Muy cálido. Caliente; se desvía del pavimento y atraviesa zarzas, malezas muertas y llantas viejas y le pareciera que está de vuelta en los entrenamiento básicos del ejército; arriba hay otra valla privada; está astillada y desgastada por la inclemencia del clima y parece una lata de cerveza olvidada en una zanja. No es una postal bonita ni de ensueño. Hay más maleza, más vidrios rotos, una piscina llena de agua del color y consistencia de caca de bebé. Rack está allí, atado, en el patio, cuya visión le parece a Rhye como un Jardín de los Jardines por su diseño. Baja de su percha y cruza el patio antes de que pueda recordar que camina con pereza, como si nada le importara una mierda.

Su cara es una sabana ensangrentada, y ahí están los ojos de Rack, embrujados, mirándola desde detrás de unos moretones y una barba incipiente. Rhye se limpia la sangre de su labio partido y se miran con un ¿estás bien? antes de que se ponga a liberarlo. No es una mierda romántica, ni cursi, ni de andar besando las heridas; es solamente ese tipo de cosas que los buenos compañeros hacen por el otro.

“¿Has estado jugando con la cuerdas de colgar ropa de mami, pequeño Rack?” Tsk-tsk. “Tienes mucho que explicarme si logramos salir vivos de aquí, amigo.” Le lanza otra mirada bajo sus cejas arqueadas, y trata de no asustarlo, manteniéndolo en calma y equilibrado, pero quizá deseando que le ayude un poco. Eĺ la ve con una mirada larga y sostenida, pero con nervios de pajarillo y exagerada adoración. Es el retrato del tímido del Penitente Agradecido. Siente como que le ha metido la mano en los calzones a la secretaria en la fiesta navideña de la oficina, metiéndose en problemas, y aún así acaba más enamorado por haber pasado esa vergüenza. “Por ahora,” le dice Rhye, después de acordarse de que tenía lengua, “necesitamos encontrar una manera de limpiar este maldito desastre. No, lo siento, caigo en el mismo error: limpiar tu maldito desastre, porque no recuerdo haberte dado permiso para convertir mi personalidad en un jodido sistema de seguridad digital. ¿Puedes verme? Me ves, sí estoy segura de que puedes verme.”

“Nos hemos sincronizados apenas entraste en esta área,” le responde Rack. “Gracias al chip, ¿sabes?” Rhye finalmente lo desata y le libera las manos, frotando cada muñeca con cuidado. Podría tomar huellas dactilares. “Siempre quise que las interfaces trabajaran juntas. La tuya es única, pero le di un ajuste a la mía, así que… ¡Ay! ¿Qué demonios fue eso?”

“Tienes suerte de que seamos amigos, imbécil. Cualquier otro te hubiese dado un puñetazo por lo que hiciste. ¿Cómo va a terminar esto? Habla rápido. Mi otra-yo está demasiado callada y no tengo idea de cuánto va a durar así.”

“Es complicado...”

“¿Complicado? ¿Qué quieres decir con lo de ‘complicado’? ¿Dijiste o no que podías desactivar esa cosa si te liberaba?”

“Lo dije, sí.” Rack estira la última palabra hasta que tambalea, llena de “peros” más temblorosos que un club de striptease. “Puedo darte un interruptor de apagado. Implementarlo puede requerir un poco de trabajo de campo, y no estoy seguro de cómo resultará, considerando nuestro… entorno.” Agita una mano para abarcar el jardín, se pasa la otra por el cabello, y termina pareciendo un erizo insomne.

“Bueno, considerando que nuestra otra opción es que nos jodan a balazos por un código sexy pero cabreado, estoy abierta a cualquier cosa. ¿Qué necesito hacer?”

“Necesitaremos ejecutar dos operaciones al mismo tiempo, y aun así no existe un 100% de posibilidades de que vaya a funcionar. No lo había considerado. A veces puedo ser un poco idiota, como probablemente ya lo sabes.”

Lo ve desplomado, mirándose las manos, y Rhye siente aquello como una derrota, que la joderán si se rinde tan fácilmente después de haber llegado tan lejos. Le da un golpe en el hombro. “Oye, pedazo de mierda, la cagaste. Todos la cagan. Si te vas a revolcar en la mierda, es mejor que te deje ahí arriba, con el cerebro como un bonito empapelado rosa. ¿Qué demonios cuesta intentarlo?"

Estas palabras le arranca a Rack una parsimoniosa y torcida media sonrisa, que es todo lo que Rhye deseaba ver por ahora. Como si su corazón acabara de esnifar una raya. “Tienes razón, por supuesto,” le dice Rack.

“Maldita sea, claro que la tengo.” Le ofrece su mano. “Venga. Hagámoslo.”

Se palmean las manos con un divertido saludito de compis.

Esta es la parte en la que se espera que Rhye saque algo chulo de la chistera: un par de botones rojos o, tal vez, un rollo de dinamita. Pero no. En cambio, el rostro de Rack palidece. Se echa las manos a la garganta, oh mierda, me estoy ahogando. Por unos segundos aterradores, Rhye cree que va a necesitar hacerle la maniobra de Heimlich (¿Alguien sabe cómo diablos hacerla? ¿No es aquella maniobra en la que aprietas a una persona por detrás y la presionas con fuerza?), pero afortunadamente Rack sacude lo que sea que tuviese en la garganta. Algo pequeño y pesado rebota en la punta de su bota motera. Dicho de otra manea, como una gruesa gota de lluvia de metal.

Rhye se agacha y recoge con cuidado dos balas de 9 mm, que brillan como monedas en medio de una alcantarilla.

Rack mira los trozos de plomo y metal que acaba de vomitar. Si usara gafas, seguro que se lo ajustaba para verlos mejor. “Ahh... Supongo que tiene sentido que tomaran esta forma.”

“¿Pero qué son, qué tienen de especial? ¿Son balas mágicas?” Se sienten como balas normales. Incluso huelen como tales, es decir, a metal. Rhye las hace rodar entre sus dedos, ya cálidas por el calor de su mano. “¿Son algún tipo de Interruptor de apagado, o como sea que los hayas nombrado?”

“Es correcto. Lo son. Si las disparas al mismo tiempo, apagan el sistema de seguridad por completo.”

Hay pros y contras de conocer a alguien muy bien, o sea, de conocerlo como es de verdad, de saber cómo hace muecas cuando llora o eyacula o babea mientras duerme. Rhye entiende lo que Rack quiere decir con aquellas palabras de forma inconsciente: Como eres la matona, la fuerte, has de encargarte de hacer lo que está por venir tú sola. Rhye sabe que puede decirle que no. Puede incluso abrirse el pecho con un bisturí y dejarle ver sus partes tiernas —No puedo hacer esto sola, Rack, es demasiado buena y me importa demasiado y, francamente, estoy muerta del miedo, por ti y por mí—, o decirle, mira, Rack, limpia tú tu maldita mierda, que a mí no me viene eso de ser tu maldita niñera.

También sabe cómo va a terminar esto, y en su deducción, no está implicado que Rack se mee en los pantalones. Lo dejará para otro momento. En cambio, antes de que pueda dudar de su decisión, saca una de sus pistolas, expulsa el cargador, mete uno de los interruptores de apagado dentro y se la tiende a Rack. Listo. Hecho.

Rack mira a su dulce y letal bebé como si ésta le hubiese entregado un paquete con un gato muerto adentro.

“No-Rhye no espera a que tú tengas una de mis pistolas,” le dice, a modo de explicación. Su voz es ronca, y ve a Rack con el arma y piensa que cortarse una mano habría sido más fácil, aunque menos útil. “Si fuera ella, no me acercaría a ti, ya que la seguridad de tu arma está desactivada, lista para dejarle ir una ronda de balas; solo tienes que apuntar y jalar el gatillo. Pero ten cuidado de poner los dedos como debe ser, sino la pistola va a patearte el trasero.”

No creo que Rack entienda lo que aquello le cuesta a Rhye. Tanto en orgullo, confianza, y toda esa mierda estúpida y emocional. La mira —atónito, y su rostro no dibuja ninguna expresión—; sus ojos están húmedos y vidriosos.

“Rhye… no puedo…”

Sí. Claro que sabe que no puede.

“Venga, hombre. No te cagues”, le murmura. Se asegura de que su pistola esté cargada y lista, porque estas revisiones de pronto se vuelven muy, muy importantes. “Ten cuidado, y dispara solamente cuando la tengas de cerca. ¿Entendido? No…”

(Pop)

Pero supuesto, Miss Sistema Seguridad No-Rhye no ha de aparecer saltando por encima de la valla; ¿por qué debía de aparecer así? Solo ese suave y repentino pop le sirve como advertencia, que resuena como una de esas burbujas de sangre que revientan en los labios de los que agonizan, y porque sí, ahí está emergiendo de la nada, porque, oh, por supuesto, la muy maldita es la nada misma. Rhye tiene justo el tiempo suficiente para darse cuenta de que han sido emboscados, el justo tiempo para empujar a Rack hacia abajo, como también el justo tiempo para prepararse contra el impacto de No-Rhye, que se estrella contra ella y juntas caen derechamente hacia la piscina.

Aquello está en su nariz, oídos y su cuenca ocular; está caliente, lo cual es de alguna manera la peor parte. Es un lodillo verde, cálido, que presiona contra su piel y convierte todo lo que cae en él en ranas, hongos y una sopa de guisantes de caca a temperatura corporal. Unos dedos arañan su garganta y su único ojo bueno; la quieren estrangular o dejar ciega, o ambas. Manchas trazan senderos de renacuajos a través de su visión. Empuja a la atacante en cámara lenta, le alcanza el pecho, e intenta usar este impulso para alejarse de ella. Pero está sin suerte; siente que aquello es como tirar patadas de kárate a un pulpo drogado. Ambas tocan el fondo y la luz se desvanece en un pequeña oscuridad,; el tiempo parece alargar aquellos segundos a décadas llenas de sombras y dudas.

Esto me pasa por confiar en Rack. Debí haber seguido mis instintos. La confianza te jode. Te jode y te clava un cuchillo en la traquea sin que te des cuenta, en lo más profundo. Los pulmones ya empiezan a dolerle. No puede alcanzar la pistola, porque sus manos están ocupadas luchando contra No-Rhye. Nadie vendrá a salvarte, idiota. Si alguien lo hace, llegará tarde, quizá unos diez segundos después. Ojalá hayas aprendido la lección de meterte en casa de desconocidos.

El ojo bueno del Programa de Seguridad brilla en la penumbra, ennegrecido y triunfante. Te tengo, hija de puta, parece decirle en el lenguaje feroz de los tiburones, sin necesidad de esos ruidos quejumbrosos de la gorilada. Ni siquiera he de gastar una bala en ti. Acerca su rostro a Rhye (a la que un destello de pesadilla la hace ver que la boca de No-Rhye se abre para mostrarle una fila doble de dientes puntiagudos que le llega hasta la mandíbula), y no piensa más que en estrangularla, borrarla y destruirla. Rhye se da cuenta de que, aunque quiere seguir luchando, le caen dos metros de agua asquerosa encima y sus extremidades están enredadas en su enemiga, que la arrastrara hacia abajo, y, maldita sea, está cansada. Ni siquiera puede escupirle en la cara a su rival.

Justo cuando está en el momento de mayor agotamiento físico y emocional, con sus brazos tocando ya las alarmas del cielo, con sus piernas convirtiéndose en pilones llenos de agua y pesan tanto como una carga de concreto, Rack decide zambullirse y meterse en la pelea de gallitos que se lleva a cabo bajo el agua; al lanzarse, parecía como si alguien hubiese tirado un tostador con las ranuras de vuelta en la bañera. Llega con un chapoteo amortiguado, lleno de burbujas, revolviendo la espuma, el lodo del fondo y las algas de la superficie. No-Rhye esta sorprendida. Se gira para enfrentar a su nueva amenaza

(Está ocupada y no sabe que mis manos ya están libres)

curva los labios y encoge los hombros; no parece una excursionista feliz, ya que pensó que el combate sería uno contra uno, y ahora resulta que es un trío. Se ha vuelto sobre su nuevo enemigo más rápido de lo que puedas gritar, “niños hay pirañas en la piscina”


(tengo el mango de mi pistola, firme para disparar si logro acercarme lo suficiente, pero, nene, necesito aire, aire, AIRE)

Una torbellino de cuerpos y espuma se agita en el agua. Rhye muere pulgada a pulgada, y en treinta segundos estará muerta con los pulmones colapsados. Pero no antes de hacer lo que tenga que hacer. Levanta la pistola, que se siente pesada, muy pesada, tanto como el peso de un cañón de artillería sostenido en la mano. Solo esperará a que el agua se aclare, las burbujas se aparte y pueda encontrarse con los ojos de Rack.

(No-Rhye tiene las manos en la garganta de Rack, que no sabe cómo oponerse y la deja estrangularlo plácidamente, sin que sé de cuenta de que hay una pistola besándole la parte inferior de la mandíbula, y entonces será demasiado tarde para ella)

Rhye empuja el cañón de la 9 mm contra la espalda de No-Rhye y recita una oración a Lady Luck, la diosa ante la que todos los pistoleros se arrodillan.

Rack y Rhye aprietan los gatillos al unísono, como buenos compañeros que son.

• • • •



Encuentran al chico de Don acurrucado en una celda del sótano, quejándose y maldiciendo. Se parece mucho a la Rhye de antaño, la de sus años formativos, pero Cristo sabe de lo que es capaz este chico . Es guapo, por terminar su adolescencia, y tiene unos dientes, cabellos y cuerpo perfectos. Sin embargo, hay algo mal en su expresión corporal. Parece confundido y hecho mierda, en medio de un sistema que no conoce, pero tiene una expresión de superioridad que hace que Rhye cierre los puños tan rápido como esas arañas que se esconden en el radiador. Siempre consigo lo que quiero, dice el guarro. ¿Por qué no iba a inclinarse el Mundo para darme lo que quiero?

“Lamento que hayas tenido que esperar,” le dice Rack. “Hemos tenido un pequeño problema.” Se busca una llave en los bolsillo. “¿Te sientes bien?”

Los ojos del chico se mueven frenéticamente. “¿Un pequeño problema?”, le contesta. “¿Te parece lo mío un pequeño problema? No me puedo mover, maldita sea, y ¿a ti te parece poco, pedazo de mierda? Chúpame los huevos, hombre. ¡Oye! ¿Hola? ¿Me sigues? ¿Me estás escuchando?”

Rack baja la vista, sin inmutarse, y continúa ayudándolo con calma. A Rhye, en cambio, le rechinan los dientes. “Rack, ¿puedes apurarte de una maldita vez? No sé cuánto tiempo seré de soportar esta mierda, ¿lo entiendes?”

“Absolutamente.” Se oye un clic y la puerta de la celda se abre. Rack retrocede y saluda al chico de una forma irritantemente profesional, tanto que a Rhye le avergüenza. “Alguien vendrá a recogerte, creo” le dice Rack. “Tu cuerpo te espera allá afuera.”

“Maldita sea, claro que sí, maldita perra castrada.”

“Chico, si vuelves a dirigirte así de nuevo, te volaré esos huevos que te hacen sentir orgulloso. ¿Me entiendes? Me importa un carajo quién sea tu padre.” Rhye siente que un dolor de cabeza comienza atacarle detrás de sus ojos. Ya es hora de irse. La cama le llama. “Venga, Rack, en marcha. Levanta ese culo, que mi estado mental no es lo que puede llamarse un viaje de primera clase. Con todo, está mejor que tener que aguantar a este crío.”

Hay un sonido frito como de tocino en el sartén, y es lo bendita y suficientemente fuerte como para que las quejas del chico se apaguen. Una puerta brillante aparece al final de la fila de celdas. Hay que reconocer que Rack es un maldito mago cuando se trata de computación y programas. Rhye toma la mano de Rack y se dirige muy alegre hacia la salida, sintiéndose dichosa por primera vez en el día. Un poco nerviosa por dejar que Rack vuelva a sus cosas de allá arriba, y también a las de ella —hay mucha mierda que Rhye no quiere que su compañero escudriñe—, sin embargo, está muy aliviada de tenerlo de vuelta. Al final, le importa demasiado. Él se deja llevar por ella. No dice una palabra, solo sonríe y la sigue, con su corbata de pirata que ondea por la entrada de un viento imprevisto.

La luz de la puerta es blancuzca y fría; parpadea por un tubo fluorescente que se quema a lo lejos en una tienda abandonada. Se quedan allí mirándose, estáticos, en lo que parece una eternidad. Ella no le suelta su mano. Ni él la de ella. Rhye se pregunta si el amor dolerá, o se sentirá raro, o si será la misma una vez que termine. Aspira una bocanada de aire. Ahora o nunca, mujer. No dejes que Rack decida y te lo pida en una segunda maldita proposición.

“¿Y bien?” le pregunta. “¿Esperas que te compre un anillo o qué?”

Ahora es cuando finalmente Rhye lo capta en su mirada, en la tristeza de aquella sonrisa de media luna. La odia, odia esa maldita expresión. Parece no decir nada, pero en realidad le dirá algo que le va a doler.

“¿Rack?” le pregunta.

“Rhye. No es tan fácil. No puedo salir de este lugar con solo comprimirme sin una consola y sin un cuerpo con el que trabajar en ella. Está más allá de mis capacidades.”

Por primera vez, Rhye queda sin palabras. Lo mira boquiabierta, con la boca abierta que le cuelga como un segundo culo no cogible. Le toma un minuto entero reponerse y decir algo. “Mierda,” exclama. “¡No me jodas! Si tú eres una especie de superhéroe en este programa. Desbloqueas lo que sea, creas puertas, aparte tú diseñaste esto, hijo de puta, y ¿no hay nada que no puedas hacer?” El pánico va trepándosele como patitas de rata por la columna. La han cagado y no ve que pueda salirse con la suya. “Tiene que haber algo. Un truco, un programa, o…”

La voz de Rack ahora tiene un volumen muy suave. “¿Sin un cuerpo? La compresión es un proceso complicado. Si fallo, asumiendo asumiendo que pudiera hacerlo desde dentro de un sistema como este, uno de los dos podría salir mal herido. Corres el riesgo de ser eliminada, borrada. No estoy dispuesto a tomar ese camino.”

“Está bien, todo bien. Volveré, y te conseguiré un cuerpo nuevo. Pero volveré.” Rack niega con la cabeza mientras le escucha, y Rhye se ha puesto furiosa con las circunstancias que la rodean, los mafiosos, el mismo Rack, y con todo lo que salta, se arrastra o respira en este maldito planeta. “No te abandonaré, semejante idiota. ¿Sabes por todo lo que he pasado para liberarte?”

“Una vez que saquen al chico, ¿realmente crees que te dejarán regresar por mí? Eliminarán todo, todos los datos, para dar una lección a sus enemigos.” Rack suspira. “Mira. Tengo este casillero allá afuera, en Brickton. La combinación…”

“Tu dinero puede irse a la mierda, Rack. Y tú también. ¿No me has escuchado la primera vez?” Rack le devuelve la mirada. Para de mirarme de esa forma, para de mirarme de esa forma, para de mirarme de esa forma. Su corazón araña de amor a través de su esternón como un vagabundo que hurga en contenedores de basura de un callejón trasero. Lo tiene cogido de la corbata, las manos le tiemblan y le duele la garganta. “Arriesguémonos”, le ruega. “Hagámoslo.” Y luego: “Por favor.”

“No puedo. Lo siento.”

Están nariz con nariz y frente con frente; ahora Rhye niega con la cabeza. Ve, sin embargo, una salida con la que Rack no estará de acuerdo, pero qué se joda Rack y qué se joda un mundo en el que no podré estar con él, ya que esta es una decisión que Rack no pueda tomar. “No,” sigue Rhye. “No. ¿Recuerdas esos viejos barcos en los que la gente de antes navegaba? ¿Con sus protocolos de seguridad para evitar naufragios y toda esa mierda?”

Rack frunce la frente y se le forman pequeñas arrugas. Las extrañará. Extrañará muchas cosas de él. “¿Qué tiene que…?”, le pregunta Rack, confundido.

“Te estoy ayudando, y no tienes voz ni voto en esto, Rack. Cuando termines con mi cuerpo, muélelo en una picadora para moler madera o algo por estilo, ¿estamos de acuerdo?”

El empuje de Rhye lo palidece pero no le da la oportunidad al imbécil testarudo para que discuta sus ideas. Rhye juega con su corbata entre los dedos, ondeándola en un adiós que es incapaz de pronunciar.


• • • •



A diferencia de su compañera, Rack no es propenso a los ataques de rabia y blasfemia. Rhye estalla por todos lados en intervalos que se pueden cronometrar como se hace con los géiseres, los volcanes o cualquier otro fenómeno natural. Es hermosa de ver, pero es potencialmente mortal para cualquiera que se le ponga enfrente. ¿Rack? Rack no es igual a ella. Si Rhye es un géiser como el Viejo Fiel, Rack es un glaciar: tiene una cabeza fría, es constante, e inevitable. Los excesos de emoción no tienen cabida en su espíritu.

Ahora que despierta en el cuerpo de Rhye, la primer palabra que le estalla en la cabeza como una burbuja de jabón que revienta, es MIERDA. Una gran MIERDA de color neón, y cuatro letras rojas que brillan en un semáforo a las 3 de la mañana de una carretera vacía.

El almacén, mal iluminado, está lleno de matones estúpidos. Seis están vivos. Eran siete cuando se conectó, y la mancha oscura del suelo le sugiere que Rhye ha hecho algunas sustracciones desde que se fue. Están armados y extremadamente nerviosos. En una habitación llena de felinos con semiautomáticas dentro de una fábrica de sillas mecedoras, más que listos para masacrar hasta una polilla si ésta revolotea cerca de aquellas ventanas mugrientas. Rack sabe lo bárbaro que pueden llegar a ser, la cáscara de cigarra desplomada que es su cuerpo tirado en una esquina es un testimonio de su ferocidad. El pie del gran jefe está marcado con un código Morse en cuero, que, si se tradujera, quizá exprese algo muy impaciente y vagamente amenazante.

El Chico de Don sigue acostado en la camilla de hospital, dado por muerto para el Mundo. El lío de cables y cordones que lo conectan al dispositivo, una especie de caja negra, sale de un escritorio, por lo que a Rack se le viene a la mente la imagen de un gatito enredado en un ovillo de lana. Un gatito desaliñado y odioso, y siente la necesidad, inmediata y desesperada, de estrangularlo. Rack estaría encantado de hacerlo —le acaba de aparecer una emoción hasta entonces desconocida, una especie de ira fría que va aumentado a furia— pero todos los ojos están puestos en él.

“¿Has acabado con tu trabajo?”, pregunta el Gran Jefe, que suena a un trozo de carne que se arrastra por un camino de grava. El parche de Rhye le divide el mundo en dos hemisferios, lo que ve y lo que no ve. Estar en un cuerpo nuevo de forma repentina te puede desorientar —el de Rhye, nada menos, cuya nariz está ensangrentada— sin añadir que ahora tiene una discapacidad visual.

“Sí,” dice Rack, con la voz de Rhye, cosa que se siente como un camión de aquella mierda que te hace exclamar que qué putas está pasando con mis sentidos (como lo diría ella). “Todo tuyo, Jefe. ¿Vas a enviar a tu técnico a recoger el código del pequeño para que pueda largarme de una puta vez?”

Un agudo y demasiado familiar click se escucha del lado oscuro del matón. Diez a uno a que no es un anillo de bodas lo que sostiene en la mano que no se ve. “Tú lo harás. Dado que sentiste la imperiosa necesidad de —¿cuáles fueron tus palabras?— dar un retiro anticipado a mi técnico de computación.” Enseguida pisotea con la punta de sus zapatos la mancha oscuro que yace en el suelo de concreto.

Ay, Rhye. ¿Cómo saldrás de esta? No serías capaz de acceder a un código ni en medio de un océano. Rack está hasta la coronilla de ira, frustración, miedo y amor. Vaya, y tanto que se afama de su poder de auto control. Se le ha roto una tubería, y el agua está inundándole todo.

“Por supuesto”, dice, después de otro largo silencio.

Rack no es enteramente humano, y puede ver todas las probabilidades en las que está situación puede convertirse. Puede resultar en un tiroteo. O una situación de rehenes. Que haya muchos mafiosos muertos, lagos de sangre, o quizá en en el rescate de aquella damisela imbatible, encerrada en el dispositivo —¿puede pasar, no?— y agradecida por ello. Alcanza su funda y retuerce la muñeca carnosa. Escucha ese satisfactorio chasquido de los huesos parecido al sonido de una pata de una silla de plástico barata que se dobla en la dirección equivocada, en un estruendo metálico mientras la pistola y el suelo chocan. Sé un héroe de acción. Agáchate, tómala y dispara. Usa tu cuerpo como el arma que es.

Pero Rack no es un fanático de las armas ni de la violencia. Antes de hoy, nunca había disparado una pistola ni le había roto la muñeca a nadie. Rhye, como ella le diría enseguida, no es una maldita damisela, ni es el arma de nadie, más que la suya propia. Intentar usarla explotaría, inevitablemente, en sus caras como un caricaturesco pastel de cumpleaños forrado de dinamita. En cambio —que los dioses de la violencia sin sentido y el machismo de fanfarrones le sean benévolos— Rack hace girar las ruedas de su mente hasta que arrojan lodo aceitoso. Sus dedos con uñas mordidas bailan tango por todo el teclado, en donde codifica un mundo diferente. No será bueno matando gánsteres, pero es un maldito profesional matando el tiempo.

Espero estar haciendo lo correcto.

El problema de hacer un movimiento de cartas es, por supuesto, que nunca sabes qué resultará hasta que se hayan desvelado, aunque hayan fabricado tu cerebro en una fábrica de mecedoras y tu infancia esté llena de experiencia estafando a tiburones de las cartas para quedarse con sus fondos grasientos de jubilación. Una suposición, por muy bien fundada que sea, sigue siendo una suposición. Un delincuente de cuello blanco se ajusta la corbata en pleno centro de la ciudad (porque hace un calor infernal, el aire acondicionado no funciona y no hay nada para beber salvo whisky de centeno, y si su compañera se quita una prenda más, va a salir y se va a golpear la entrepierna con un ladrillo) y un piso a 480 kilómetros de distancia se derrumba en escombros, varillas y un rompecabezas sangriento de miembros. Es así que, en la parte más lejana y oscura de las cosas, esperar lo mejor es todo lo que te queda. Rack exhala letras, números y esperanza a través de las yemas de los dedos, clic, clic, clac. La pantalla se llena de verde y negro.

El Chico de Don se retuerce en su cama.

Es un Frankenstein. Un zombie lleno de químicos. Un hijo de puta de cabello grasiento cuya cara ninguna fábrica en su sano juicio reclamaría como de su producción; está sentado derecho en la cama costándole a Rack la única persona ama. Todas la cabezas de la habitación le miran parpadear y bloquearse. ¿Es hombre, máquina o un unicornio? Rack siente que algo se le revuelve en su (¿su?) estómago, como si un perro mojado se sacudiera. Mantén la calma, pequeño. Por ella. Por ambos.

El Gran Jefe Don, como todos los demás, está atónito de ver y poder ofrecerle siquiera una mano al Chico. Mira a su amado vástago como si el chico acabara de brotar un par de culos donde deberían estar las orejas.

“Hijo,” dice. Una lenta y alegre sonrisa se arrastra a lo largo de su mortecino rostro, sin duda una de las cosas más inquietantes que Rack haya visto. “¡Hijo! ¿Cómo te sientes, mi querido muchacho?”

El Chico no responde. Sus piernas ahora cuelgan del borde de la camilla. Las empuñaduras adornadas con perlas de las grandes y costosas pistolas se esconden bajo la tela de su abrigo, dejando una limitada línea de visión para Rack. Son pistolas de exhibición, se había burlado Rhye cuando las vio por primera vez. El pequeño probablemente tenía una verga del tamaño de una chinche y una puntería de esos niños de siete años que solían pasar el rato detrás de los contenedores de basura del apartamento.

A pesar de la burla de Rhye sobre las habilidades del Chico punk que resonaba en su memoria, hay algo en esas pistolas que sigue atrayendo la mirada de Rack. Las observa y las observa bien, con aliento contenido.

Arrastrando cables, cabizbajo, el Chico despierta y tambalea hasta ponerse de pie. El equipo de matones de papá, también despierta y se apresura a cogerlo antes de que su delicado culo golpee el suelo y se haga un moretón. Él aparta las manos; el caballero se irá por su cuenta, se los agradezco. Con una gracia precaria y engomada —de ese tipo que los animalillos recién nacidos y los ebrios exudan en abundancia, y que ningún hombre sobrio ha sido capaz de imitar con precisión— se pone derecho, da un paso hacia adelante y levanta la cabeza para echar un mejor vistazo a su entorno. Escanea la habitación, con una mueca cada vez más confundida. Lo escanea todo —a los mafiosos, las paredes de ladrillo, las bombillas desnudas, las manchas de sangre— y finalmente se acerca a Rack, que le hunde un chip en el lóbulo frontal en el momento en que su ceño deja de fruncirse.

“Espera,” le dice. “¿Qué carajos? ¿Rack? ¿Qué mierda ha pasado… Oh...?” Una bombilla parpadea detrás de sus ojos. No, no lean eso, es más bien como si alguien hubiera encendido el interruptor eléctrico de una fila entera de casas. “Oh.” Se palpa los costados como cuando un hombre se busca las llaves. Encuentra un par de bultos que se anidan debajo de sus axilas. Echa un vistazo debajo del abrigo —para asegurarse de que no son vibradores o barras de caramelo o biblias— y después mira a Rack con una sonrisa lenta, imposible y caricaturescamente amplia de un tiburón.

“Hijo de puta,” le dice, admirada. Rhye está en el cuerpo del Chico.

Rack conoce esa sonrisa. Incluso si está estuviese en la cara de otra persona. Joder, que sí, la conoce. Su corazón se agita tanto que teme desmayarse. Después, de repente, se halla atrapado por un beso —siempre rápida, no importa si el cuerpo es de un desconocido— y lo extraño de la situación es que ni siquiera les importa esto, es todo adrenalina y alivio y una especie de alegría ebria e invencible. Hay cabello grasiento en el lado de su ojo bueno y también barba en sus labios. Sabe a un imbécil, a un fumador empedernido que acaba de someterse a un enema de licor de malta. Maldita perfección.

Rhye se aparta, saca sus empuñaduras de perlas de las fundas como un dentista en un tirón de metanfetamina, y la mafia de Ganímedes ni siquiera sabe qué diablos acabó con ella.





FIN





FUENTE: https://www.lightspeedmagazine.com/fiction/shall-know-trail-dead/

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