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Ya eres un Hombre

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HdelMonte

Publicado el 2025-07-29 11:40:45 | Vistas 201
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Ya Eres un Hombre


En la historia de Eric, la Cuba de los años 70 y 80 no es un simple telón de fondo: es un personaje vivo que respira represión, miedo y supervivencia.
A través de la mirada de un joven marcado por la violencia, la novela revela una sociedad donde:

La vigilancia política invade hasta los dormitorios universitarios.

La corrupción es parte del día a día y la justicia un espejismo.

La violencia, el erotismo oculto y la religión afrocubana se entrelazan como mecanismos de escape y resistencia.

Sin discursos ni consignas, el relato sumerge al lector en una atmósfera opresiva y visceral, donde cada decisión personal está atravesada por el peso de un sistema totalitario.
El viaje de Eric no solo es psicológico y espiritual: es el espejo íntimo de un país fracturado, donde crecer significa aprender a sobrevivir en medio de la represión y el silencio.


Capítulo I – Introducción.

 Prólogo

La Habana, 1994 – Eric adulto, noche de apagón)

Afuera, la ciudad respira a oscuras. En Cuba, la oscuridad nunca es solo falta de luz: es una forma de vigilia, un aviso. Esta noche, espero en silencio a que alguien toque la puerta —aunque sé que, si viene, no va a ser para preguntar mi nombre.

El expediente sellado con mi nombre está sobre la mesa, tan grueso como un ladrillo y más pesado que mi propia conciencia. Lo abro por la última página: “Asunto reservado. Conducta impropia. Asociación con elementos religiosos ilegales. Posible implicación en un delito grave.”

No me sorprende. Aquí, nadie llega lejos sin ensuciarse las manos —y a mí, a veces, me da por contarlas a ver cuántas me quedan limpias.

He visto a ministros caer, a generales suplicar perdón de rodillas. Yo mismo he pasado de banquetes oficiales a noches de soledad con una botella y el recuerdo de quien ya no está. Siempre vuelvo a empezar, siempre de pie… hasta que la suerte se gasta.

Hay un nombre que no pronuncio desde hace años. Un nombre que juré enterrar, pero que regresa en sueños, cada vez más real, cada vez más cerca. Ese día que encontré a mi enemigo, no hubo heroísmo: solo un impulso. Un acto inevitable. Desde entonces, sé que algo —alguien— me sigue los pasos.

Lo peor es ese otro secreto, el que ni yo entiendo:

El olor del tabaco y la sangre en la infancia.

El altar oculto tras el miedo.

Los caracoles que giran, el santo Siete Rayos que parece reírse de mi suerte.

Dicen que todos tenemos un muerto que nos acompaña. El mío no me deja dormir.

La voz del sacerdote resuena todavía: “Dos semanas. El muerto no habla. Y el que te va a matar no es enemigo. Es envidia la que viene por ti.”

Me río. En Cuba, la envidia es una epidemia.

Hace tres días que el tren silba más cerca, y yo despierto sobresaltado, como si ya supiera el sitio exacto, la hora, el rostro de quien va a dar el golpe.

Sobreviví entre bestias imitando su rugido. Aprendí a pactar con lo que no tiene nombre: unos lo llaman santos, otros sombras. Pero esta noche el miedo es distinto. No se esconde. Tiene bata blanca y un dictamen frío: “No hay remedio”.

Me queda una última apuesta: si sobrevivo, no sé quién volverá del otro lado.

Así empieza la historia de un hombre que aprendió a vivir varias vidas, pero al final, todas le pasaron la cuenta.

Capítulo II – Infancia de Eric.

Un murmullo ronco se arrastra por mis oídos: “Ya eres un hombre”. Palabras huecas, pienso, pero algo despierta bajo mi piel. Una electricidad me sacude los nervios, como si me hubieran conectado a un cable pelado. Huele a tabaco, a hierba pisoteada, a aguardiente barato. Y a sangre. Mucha sangre, espesa y tibia, mezclada con mi sudor.
No veo nada, pero la memoria golpea: luces blancas, enfermeras que no sonríen.
—¿Te duele?
—No.
No sé si miento. Solo sé que no puedo mostrar debilidad.
Cuando abro los ojos, la sangre sigue ahí, pero ya no estoy en la camilla, sino en una habitación pobre, frente a un altar y el gallo decapitado. Por un segundo, me convenzo de que la sangre que cae de mi frente es la del animal. No sé si asustarme o reír.
No recuerdo la edad en que dejé de llorar. Solo sé que, desde entonces, llorar fue peligroso.

1966, La Habana.

Un pequeño enclave rural atrapado entre árboles frutales y polvo blanco. Al otro lado de la línea del tren, casas modernas. Aquí, casas de madera ocupadas por familiares del campo. Mi familia vivía entre esos dos mundos. O tal vez, fuera de ambos.

Mi primer recuerdo claro es ese polvo. Estoy tirado sobre él, con las rodillas abiertas y las palmas ardientes. Gotas de sangre me caen de la frente. Algunas ruedan hasta mi boca. Otras se mezclan con la tierra y se oscurecen.

—¡Chino, te dije que no dejarás al muchacho hacerlo! —grita mi madre.

—No tiene nada. Que se levante y vuelva a intentarlo. ¡Para eso es un hombre! —responde mi padre.

—¡Ponte de pie! En el piso no se te ha perdido nada.

Me incorporo. Mi madre quiere acercarse, pero él la bloquea. Voy a llorar. Entonces su voz:

—Ni se te ocurra llorar. Si lloras, te doy pa’ que llores con razón.

Quise llorar, pero recordé el cinturón en ese mismo instante. Tragué el llanto como se traga el polvo del terraplén: rápido, para que nadie vea cómo arde por dentro.

Y es ahí. Aprendí que llorar es peligroso. Que mostrar debilidad es una provocación. Mi padre me limpia con un pañuelo que ya no es blanco.

—Agarra de nuevo la bicicleta. Y si te caes, vuelves a montar hasta que aprendas.

Era la primera vez sin rueditas. Ya me creía un hombre.

Nunca imaginé que esa frase, que parecía prometer libertad, fuera en realidad una condena.

Y apenas empezaba.

 Al día siguiente, después de la escuela, me iba a cambiar de ropa para salir a jugar, cuando me topé con mi padre.

—¿Ya terminaste la escuela? Ponte esta otra ropa. Vienes conmigo a buscar la comida de los puercos.

Criábamos cerdos en la parte trasera de la casa. A veces iba con él a alimentarlos. Tenía un triciclo de carga y varias latas de metal de 20 litros que antes contenían aceite. Les había cortado la parte superior y hecho agujeros a los lados para sujetarlos con un alambre como asa.

—¿Y cómo voy a ir? ¿Me voy a montar en el triciclo con esas latas? —protesté.

—Vas en tu bicicleta. Ve y búscala. Y apúrate.

Fui a buscarla. Estaba reluciente, recién limpiada la noche anterior. Me dolía pensar que la iba a ensuciar. Cuando salí, mi padre ya estaba en el terraplén.

—Toma dos latas. Pon una a cada lado del timón.

Las latas estaban sucias, apestosas. Dudé. Él me miró con las latas en la mano.

—¿Qué esperas?

Las puse como pude, tratando de no rayar la pintura. Las latas golpeaban mis piernas al pedalear. Casi pierdo el equilibrio. Mi padre, lejos, no se detenía. Lo alcancé justo cuando cruzaba la línea del tren. Al cruzar yo, la bicicleta patinó y caí. Una de las latas se abolló.

Mi padre alzó la lata y la arrojó; pasó silbando a un palmo de mi oreja.

—¡No puedes ser tan inútil! —gritó—. ¡Recoge la lata y arreglala!

La enderecé como pude. Seguimos en silencio. Cruzamos siete calles. Nos detuvimos frente a una casa con jardín, no muy lejos de mi escuela.

—Deja la bicicleta. Ven con una lata. Te voy a enseñar.

Lo seguí por un pasillo estrecho. Al fondo había un recipiente de unos cinco litros, tapado. Mi padre lo destapó, puso la tapa en el suelo y lo vació en la lata. El olor era insoportable. Me dieron arcadas.

—Gracias a esto comes puerco —dijo.

Recogió con la mano lo que cayó al suelo.

—No puedes botar nada. Si algo se cae, lo recoges.

Salimos. Me indicó:

—A todo lo largo de esta calle, recoges de este lado. Yo voy al otro. Mañana no te lo explico otra vez.

Empecé mi primer trabajo como hombre.

Intenté terminar rápido. Derramé comida, manché las latas, me manché las manos. Al volver al triciclo, tropecé. Parte de la comida se derramó.

Mi padre llegó. Preguntó:

—¿Eso es todo?

—Sí —mentí.

—Qué raro. Aquí siempre hay más. Mañana vamos a otro lugar.

En la siguiente calle fui más cuidadoso. Casi de noche, al terminar, me dijo:

—Espérame aquí. Voy a la última casa.

Me quedé junto al triciclo. Estaba tranquilo. Nadie me había visto.

Pero entonces oí una voz:

—¡Eric! ¡Tremendo chivo tienes!

Era Javier. Compañero de mi clase. Burlón. No me caía bien.

—¡Está nueva! —dijo, admirando mi bicicleta—. Ya le dije a mis padres que me compren una.

No respondí.

—Mañana les digo a todos que mi amigo Eric tiene tremendo chi... —Se detuvo. Olfateó el aire.

—¿No sientes peste? —miró el triciclo—. ¡Qué asco! Ese es el que recoge las sobras para los puercos. Siempre apesta.

Mi padre apareció, con otra lata en la mano. Javier cambió el tono:

—Buenas tardes, señor. Hoy saqué la lata. Estaba llena. ¿La recogió?

—Sí, gracias —respondió mi padre.

Me dio la lata.

—Llévala tú. Ya no cabe en el triciclo.

Se fue. Javier me miró, incrédulo.

—¿Ese es tu padre?

—Sí —dije, y monté en la bicicleta. Me fui tras él.

— Mañana lo sabrá toda el aula

Hay días en los que uno no entiende que está empezando a perder algo. A veces es la inocencia. A veces, la vergüenza. Y a veces, las dos al mismo tiempo.

...

A la mañana siguiente, en la escuela, Javier cumplió su promesa. Durante el recreo, frente al aula, gritó:

—¡Eric es el hijo del porquero! —grita Javier durante el recreo—. ¡Olía a mierda y encima quiere presumir de bicicleta!
Las risas se clavan más hondo que las piedras en las rodillas. Trago el llanto rápido, como el polvo del terraplén. No se me ha perdido nada en el piso. Ni en el llanto.

Algunos se rieron. Otros solo me miraron con una mezcla de burla y lástima. Yo no dije nada. Sentí las orejas, el cuello y las manos arder. La vergüenza era como fuego debajo de la piel. Quise tragarme entero, desaparecer.

A la salida, esperé a que Javier caminara solo. Lo alcancé al doblar la esquina, en una zona sin adultos.

—¿Por qué dijiste eso? —le pregunté. Mi voz temblaba, pero no de miedo. Era rabia.

—¿Qué cosa? ¿Que eres un puerquero? ¿Acaso no es verdad? —rió.

Le di un empujón. Cayó de espaldas. Se levantó furioso y me empujó de vuelta. Nos enredamos como dos animales ciegos: patadas, golpes, tierra en la boca. Sentí cuando mi puño chocó con su labio. Él me rasguño el cuello. Yo le tiré del pelo. Ninguno supo cómo terminó, pero ambos acabamos llorando. No de dolor, sino de furia contenida, de humillación compartida.

Una maestra nos separó. Preguntó qué había pasado. Nadie contestó. Nos mandaron a la dirección y nos castigaron una semana sin recreo.

Esa tarde no fui a casa directo. Caminé sin rumbo. Me senté en una zanja seca, al borde del terraplén. Olía a sol caliente y yerba seca. No tenía ganas de volver. No sabía cómo explicar que no era el cuerpo lo que me dolía, sino otra cosa.

Por dentro, algo había cambiado. No sabía ponerle nombre, pero lo sentía: un cansancio que no era físico. Una certeza nueva.

En ese momento, sin saberlo, empecé a entender que hay heridas que no sangran, pero se quedan para siempre. Y que a veces, uno empieza a dejar de ser niño no por crecer, sino por callar.

A veces el cuerpo duele menos que el silencio de una casa. Y en la mía, el silencio era costumbre heredada.

 Callar no era solo un verbo, era una costumbre heredada. Mi madre me enseñó a hacerlo, no con palabras, sino con los ojos.

A veces, cuando discutía con mi padre, yo intentaba defenderla. Me ponía entre ellos, con los brazos abiertos, creyendo que bastaba con eso. Él solo se reía. Ella me acariciaba el cabello, como si agradeciera mi gesto, pero sin decir nada.

La entendí años después. No era miedo solamente. Era algo peor: resignación.

Todo empezó mucho antes de que yo entendiera el mundo.

En los primeros años del triunfo revolucionario, dos hermanos de mi madre, que habían peleado en la Sierra con Fidel, llegaron una noche buscando refugio. Desconfiaban del rumbo que tomaban las cosas. Decían que algo se había torcido.

Mi padre, que creía ciegamente en el proceso, los denunció.

Nunca los volví a ver.

Dicen que los apresaron en la madrugada. Que fueron fusilados en menos de una semana.

En mi casa nadie habló más de eso. Pero yo, aun siendo un niño, noté cómo la espalda de mi madre se encorvaba un poco más cada día. Como si en vez de una traición, llevará sobre sí dos muertos y un país que no sabía cómo defender.

...

Las cosas empezaron a cambiar una tarde, en casa de mi abuela Rafaela.

La abuela vivía en el campo, rodeada de gallinas, perros viejos y un limonero enorme que parecía proteger la casa entera con su sombra. Tenía un cuarto oscuro lleno de frascos con hierbas, trapos con nudos, amuletos, y una figura de madera ennegrecida por el humo. Le decía Lucero.

Esa tarde, mientras mi madre conversaba en la cocina, la abuela me llamó:

—Ven, muchacho. Siéntate ahí. Quiero ver qué traes encima.

Yo obedecí, algo asustado. Tenía unos ocho años. La abuela me tomó las manos, me miró las palmas con atención. Murmuró algo que no entendí. Luego, sopló sobre mi frente.

—Estás cargado —dijo—. Muy cargado para alguien tan chico.

Fue la primera vez que escuché esa palabra así: "cargado". Me pregunté si tenía que ver con los cerdos, con el trabajo, con la escuela. Pero ella hablaba de otra cosa. De un peso que no se veía.

Sacó una rama de albahaca, la sumergió en agua de aguardiente y me la pasó por el pecho y la espalda.
—No temas —susurró la abuela—. Aquí no te va a pasar nada malo.
El olor era denso y picante, y me llenó la nariz de recuerdos que no sabía que tenía. Cerré los ojos. El aire parecía hablar. Escuché un murmullo. ¿Era ella? ¿Era Lucero? No lo supe. Sentí calor en la piel y en el alma. Y entonces, sin querer, vi a mi madre llorando. No delante de mí, sino en otra vida.
Cuando abrí los ojos, la abuela me miraba fijo.
—Tú ves cosas —dijo.
No 
supe si negarlo o asentir. Solo bajé la cabeza.
—Eso es bueno, pero peligroso —añadió—. Los que ven, cargan más que los otros.

Y aunque en ese momento no comprendí del todo, algo dentro de mí se abrió. Como si el mundo ya no fuera solo lo que se veía, sino también lo que se sentía sin pruebas, lo que se sabía sin palabras.

...

Muchos años después supe que ese día marcó el verdadero inicio de mi historia. La infancia no se acaba cuando uno deja de jugar. Se acaba cuando el alma empieza a ver lo que los ojos no pueden, y ya no hay vuelta atrás.

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Avatar de HdelMonte
HdelMonte 2025-07-29 18:11:43

Gracias por sus comentario; Intento de introducir poco a poco las referencia espirituales teniendo en cuenta que el protagonista Eric, las descubre por experiencia en su vida. en el "Enlace Adjunto", tengo varios capítulos más; aquí iré publicando varios fragmentos, cada días.

Avatar de Valentino-Prádena
Valentino-Prádena 2025-07-29 17:54:03

Una prosa directa, cruda, y efectiva. Pero las referencias espirituales a veces quedan sueltas, y el cambio entre prólogo y capítulo II necesita un hilo más claro. Se entiende que es el comienzo, y el leitmotiv no tardará en aparecer. Saludos.

Avatar de HdelMonte
HdelMonte 2025-07-29 12:26:29

De acuerdo Vara, intente de poner el capitulo II pero es muy largo, lo fragmentare para poder publicar uno por día; pero puede ver la mayoría de los capítulos por este enlace https://bit.ly/HdelMonte ; aprecio mucho tu criterio.

Avatar de Vara
Vara 2025-07-29 12:09:15

Trata de publicar aquí un capitulo diario y lo iremos comentando juntos, si gustas.

Avatar de Vara
Vara 2025-07-29 12:07:56

El prólogo promete mucho. El sabor a Cuba de aquellos años se siente. Este prólogo es muy introspectivo y a veces disperso, pero es lógico porque se trata de una entrada a la novela. Lo mejor de todo es cómo describe el narrador su introspección, cómo lo mezcla con la tradiciones y supersticiones y cómo deja en vilo a lector sobre lo que lo acecha -el muerto que carga en su conciencia- y con lo que ha pactado, invitándolo a seguir leyendo. Sabe a esa atmósfera misteriosa del Caribe. Saludos.