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Ya eres un Hombre (Parte II) - Fictograma
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Ya eres un Hombre (Parte II)

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HdelMonte

Publicado el 2025-07-30 13:38:42 | Vistas 199
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Capítulo II – Infancia de Eric. (Segunda Parte)

El castigo

Estaba en el comedor, en la fila. Javier y sus dos amigos se me colaron. Se reían. Uno me empujó por la espalda con la bandeja. —Apúrate, puerquero —susurró con sorna. —¡Cállate, maricón! —le solté sin pensarlo.

En ese momento todo se congeló. Uno de ellos tiró su bandeja al suelo y se vino encima. Me empujó. Yo lo empujé. Javier me metió una zancadilla. Me caí. Me patearon.

Hasta que una mano agarró a uno del cuello y lo estrelló contra la pared. —¡Con mi primo no se mete nadie! —gritó Eduardo.

Eduardo vivía al lado de mi casa. Era un año mayor, más alto, fuerte, rápido. Tenía carácter. Pero nunca abusaba de nadie. Siempre calmado. Pero esa vez, no dudó ni un segundo.

En cuestión de segundos, estábamos los dos peleando a puño limpio contra los tres. Nos dieron, sí. Pero nosotros dimos más.

La pelea terminó con los tres en el suelo y la cocinera gritando que iba a llamar al director. Cuando vino la directora, ya estábamos separados. Ella nos miró uno por uno. Nos preguntó qué había pasado. Nadie dijo nada. —¿Y bien?

—Nada —respondió Eduardo—. Solo que hay que aprender a respetar.

Javier nos miró desde el suelo. Sangraba por la nariz. No dijo una palabra.

Esa tarde, al salir, Javier se acercó a mí. Yo esperaba una revancha. Un insulto más. Pero me sorprendió: —Oye, Eric… perdona la talla. No fue para tanto. Tú no te creas, la bici está dura.

—¿Pelota el sábado?
—¿Contigo?
—Si no te pones bobo.
—Bueno, pero sin chivateo.
—¿Qué chivateo?
Y se rieron, porque así son los niños: la tregua dura poco y el respeto, lo suficiente.  

Y así, los tres enemigos se volvieron amigos. No por ternura. Ni por perdón. Por respeto. Por haber peleado y aguantado.

...

Después de aquella pelea en la escuela, Eduardo y yo nos volvimos inseparables. No teníamos que hablar mucho. Éramos diferentes, pero en lo esencial, iguales. Compartíamos el silencio. El miedo. Y el padre.

Su padre, hermano del mío, no era mejor. Tal vez peor. Más callado. Más frío. Así que cuando estábamos juntos, no teníamos que explicarnos nada. Solo correr, escapar. Vivir.

Empezamos a faltar a clases. A veces salíamos temprano de la casa, uniformados, y en vez de ir a la escuela, nos íbamos al borde de la línea del tren. Sabíamos que los trenes de carga se detenían cerca de nuestra zona. Y que, a veces, volvían a frenar en la estación unos quinientos metros más adelante.

Nos subíamos a los vagones en marcha, entre risas y saltos. Corríamos por los techos como si estuviéramos volando. Otras veces el tren no paraba, y había que saltar. Teníamos rasguños, golpes, caídas. Pero era mejor eso que el aula. O la casa.

A veces, cuando el tren iba demasiado rápido y nos tirábamos de todas formas, quedábamos tendidos en el suelo riéndonos, jadeando del miedo. Reíamos con el pecho apretado, con la certeza de que podríamos haber muerto. Pero no nos importaba. Lo único que importaba era esa sensación de libertad. Ese segundo donde el mundo no nos alcanzaba.

Explorábamos campos, casas abandonadas, vertederos, barrios nuevos. Éramos dos niños que se sentían hombres.

Hasta que dejaron de vernos como niños.

 ...

Una tarde llegué a casa. Noté el silencio desde la entrada. Mi madre no me miró. Solo dijo: “Tu padre te está esperando”.

Lo vi en la sala. Sentado, inmóvil, con el cable de electricidad doblado entre las manos. Ya sabía. No me preguntó nada.

El cable cortó el aire antes que mi piel. Todo quedó sordo. Me tembló un párpado y olí el óxido caliente: el miedo siempre llega antes que el dolor.
El primer golpe me dejó sin aire. El segundo me dobló los brazos. Después, vinieron las piernas, la espalda, el suelo. Mi madre gritaba. Él, cada vez más furioso. La sangre me resbalaba por la camisa rota.

Los golpes caían más fuertes. Sentí cuando la camisa se abrió y un hilo de sangre me recorrió la espalda.

—¡Por amor de Dios, ya basta! —rogó mi madre. —¡La culpa es tuya! —le gritó él—. ¡Tú no quieres que le pegue! ¡Por eso está así, sin respeto! ¡Quítate del medio si no quieres que te pegue a ti también!

Desde el suelo, el miedo se me fue. Solo quedó la rabia. Me puse de pie, sin lágrimas. Lo miré fijo, sin decir nada

Él me golpeó en la cabeza. Yo seguí mirándolo. —¡Míralo cómo me reta! ¿Te crees muy macho, verdad? No respondí. —Vamos a ver hasta cuándo. Esto es solo el comienzo.

Salió de la casa. Mi madre se arrodilló junto a mí: —Por favor, no te le enfrentes... El mundo me giraba alrededor, pero sentí su mano en mi cabeza

Mi padre regresó. En las manos, un puñado de granos de maíz. Los tiró en una esquina. Me agarró por el cuello de la camisa y me arrastró: —¡De rodillas ahí! ¡Y de ahí no te mueves hasta que yo diga!

Se volvió hacia mi madre: —Voy a la finca. Te dejo a cargo. Que no se levante.

Antes de salir, puso el cable sobre la mesa. —Cuando vuelva, vas a estudiar conmigo. Y por cada error, un fuetazo. La letra se aprende con sangre.

El cable no era solo castigo; en la casa parecía una serpiente negra, lista para morder si desobedecía. El maíz tampoco era solo alimento: era ofrenda en el altar de la abuela y también prueba bajo mis rodillas. En el fondo, todo castigo tenía algo de ritual, como si mi dolor calmara a espíritus que nadie nombraba, pero todos sentían.

 

Complicidad en el castigo

Pasaron varias horas hasta que mi madre logró convencer a mi padre de que me dejara levantarme. Me dolía el cuerpo entero. Me ardían las rodillas. La espalda era una sola costra viva.

—Levántate —me dijo él sin mirarme—. Mañana no vas a ir a la escuela. Te vas conmigo al campo. Si no quieres estudiar, entonces vas a tener que trabajar. ¡Porque yo no mantengo vagos!

No respondí. Fui al baño, me duché. El agua me quemaba la piel. Mi madre me curó las heridas con una mezcla de agua salada y alcohol. Se le quebraban las manos al tocarme. Yo no dije nada.

Me fui a mi cuarto.

Poco después, escuché la voz de Esteban, el padre de Eduardo. Había llegado y fue directo al patio a hablar con el mío. Me arrastré en silencio por el pasillo y me escondí cerca del tanque, donde podía oírlos sin ser visto.

—Hay que hacer algo, hermano —decía Esteban—. Porque si no, estos dos se nos van a ir de las manos.

—Vamos a ponerlos a trabajar una semana con nosotros —dijo mi padre—. Para que vean de dónde sale el dinero. Que se les acabe la bobería.

—Por mí que se queden en la tierra para siempre. A la escuela, ¿pa’ qué? Nosotros nunca la necesitamos.

—Ahora los tiempos son otros —contestó mi padre, pero sin mucha convicción—. Hay que dejarlos que estudien…

—¿Y tú crees que van a aprender algo? —insistió Esteban—. Mira, vamos a hacer esto: cada vez que lleguen de la escuela, que trabajen con nosotros. Y nada de sábados y domingos. Nosotros no los tenemos. Ellos tampoco.

—Y cuando haya que ir a los trabajos voluntarios, en los camiones… también se montan con nosotros —agregó mi padre.

Esteban se frotó la cara. Luego dijo: —Ahora mismo yo no tengo tanto trabajo en la finca. Además, tengo tres hembras y dos varones más chicos. Te voy a mandar a Eduardo para que trabaje contigo. Así tú vigilas a los dos.

Mi padre asintió. Y así quedó sellado el nuevo castigo.

Esa noche, al cerrar los ojos, no soñé con escapar. Soñé con no sentir nada.

...

Nos lanzaron al campo, cada uno con su dolor y su rabia a cuestas. Sol, Mosquitos, Tierra seca y dura.

Nos pusieron en parcelas distintas, pero al rato buscamos la manera de encontrarnos.

Vi a Eduardo entre los surcos. Un tajo en la ceja, otro en el pómulo, la camisa pegada a la piel por las marcas. Nos miramos y no hizo falta preguntar.
—Odio a mi padre —susurré—. Y al tuyo también.
No contestó. Nos unía el mismo ardor bajo la piel, el mismo silencio.

Eduardo tenía los ojos llenos de lágrimas. Habló bajito, tragando las palabras.

—¿Y qué vas a hacer...? No puedes hacer nada. Es tu padre…

—Ya para mí no hay diferencia. Es como cualquier otro. Ya buscaré la forma de salir de aquí.

No estuvimos toda la semana en el campo. A los tres días, la escuela envió gente a buscar a los que no asistían. La asistencia era obligatoria. No hubo más remedio: tuvimos que volver.

Pero Eduardo y yo ya no éramos los mismos.

—Vamos a hacernos los interesados en el trabajo —me dijo él—. Así nos dejan tranquilos. Y cuando haya mandados o encargos, nos ofrecemos nosotros. Eso nos da tiempo para hacer lo que queramos.

Y así fue. Aprendimos a engañar a los adultos. A sobrevivir.

Con el tiempo, nos hicimos más cómplices. Ya sabíamos cómo escabullirnos.

Ya conocíamos los caminos. Las horas. Las rutas.

Pasaron dos años. Yo tenía nueve, Eduardo diez. Un día, sin avisar, tomamos un ómnibus y llegamos a la playa. No hacía falta traje de baño. Caminamos hasta donde rompían las olas, solo para ver el mar. No era la playa. Era la distancia. Era estar lejos de los gritos y los cables.

Por unas horas, fuimos libres.

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