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Abismo bajo la piel - Fictograma
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Abismo bajo la piel

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Nomore

Publicado el 2025-08-07 09:16:41 | Vistas 194
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Ruskin solía decir que nada alentaba más el vigor de los sentidos que un paseo de doce kilómetros, sentir la brisa en la cara a medida que con grandes zancadas se avanzaba en dirección a un objetivo vital aunque momentáneo que diera sentido a la existencia por unos instantes, pero para Victor, con pies varos y arneses rígidos anclados a sus rodillas, caminar era sinónimo de arrastrarse apoyado en sus muletas.

Quizás otros pudieran dejar vagar la mente en sus trayectos ociosos y viajar, jugar, abstraerse del recorrido, mientras él sudaba la gota gorda y maldecía entre dientes. Malditas fueran todas y cada una de las piedras del camino. Maldito el asqueroso polvo que levantaba con su pie más zambo y malditas, malditas, malditas fueran sus piernas débiles y deformes que lo anclaban a una existencia de miseria.

Talipes equinovarus, o como su hermano mayor los había bautizado, pies jodidos. Su hermano siempre había tenido la habilidad de llamar a las cosas por el nombre más desagradable y a la par, más exacto. Los zapatos especiales no eran un recurso ortopédico corrector, sino dos trozos de mierda rígida y fea para pezuñas de cabra. Su deformidad no dejaba los pies combados hacía el interior, sino que los retorcía como un zurullo de perro a medio hacer. Metidos en las botas, ambos pies quedaban constreñidos en contradirección, mientras los tirantes semirrígidos de acero se acoplaban anexos a las piernas, marcándolas con surcos que laceraban la piel a pesar de las coberturas de espuma y cuero. Lo que no podía correr sobre sus pies, lo hacía en su mente, siempre despierta, siempre anhelante de aprender.

Absorbía la información a la velocidad de la luz, y para cuando sus profesores querían sorprender con nuevas conclusiones extraídas de las lecciones enseñadas, él ya las había alcanzado y descartado previamente por obsoletas o poco originales. En las ocasiones en las que cedía a sus impulsos por el más absoluto aburrimiento, interrumpía la clase para hacer ver el error lógico, la argumentación falaz, o la —solo para él— elemental consecuencia de los postulados asimilados. Aprendía como otros niños respiran. Con naturalidad y la más absoluta necesidad de hacerlo constantemente bajo peligro de ahogarse en un abismo agónico de hastío donde otras mentes, más pequeñas y planas, conformaban un océano que amenazaba con tragárselo sin dejar nada.

Y sin embargo luchaba. No había día que no representara su versión de la mediocridad que lo rodeaba y que aun con esfuerzo titánico no alcanzaba a calcar. No sabía ser corriente, y hasta sus mejores actuaciones quedaban impostadas de una superioridad intelectual que no le pasaba desapercibida a nadie. Cuanto más lo intentaba, más prepotente y condescendiente aparentaba ser a ojos de los otros. “Ese miserable gusano deforme”, “vamos a enseñar a esa rata tullida quién sabe más”, “vamos a darle una lección de humildad a ese bastardo malhecho”. Solo que no fue solo una. Como si de un tren de mercancías cuesta abajo se tratase, hay actos muy difíciles de frenar en seco una vez se han iniciado.

Los golpes, ahogos, amenazas de muerte y meterle la cabeza en el retrete se convirtieron en viejas rutinas. Con la hoja de un sacapuntas afilado como un bisturí cortaban sus ya de por sí maltrechas piernas, y no se quejaba. Nunca se quejaba. Agachaba la cabeza y tragaba. Tragaba con todo lo que le pasaba.

Se recluía en su universo mental donde estaba a salvo, aunque tuviera el abismo cada vez más cerca, aunque el abismo le gritara ACABA CON ESOS HIJOS DE PUTA. Ojalá hubiera tenido poderes como los de aquellos personajes que aparecían en las películas y novelas. Con fuerza no lo someterían y lo dejarían en paz. Papá no le abofetearía cuando viera las marcas de los finos cortes, ni lo llamaría marica por no defenderse de cinco chicos que le doblaban el tamaño. Mamá no lloraría tirada en el baño tras una de sus borracheras, lamentando no haberlo estrangulado cuando nació. Si fuera invisible nadie recaería en él, y pasando completamente desapercibido sería feliz, y si pudiera volar saldría pitando de aquel agujero y que Dios los perdonara a todos porque a él iba a serle imposible. Pero no tenía la fuerza, ni la invisibilidad, y su única posibilidad de volar sería el breve planeo hasta empotrarse contra el asfalto si pudiera saltar desde la planta 35 de la Whittman Tower. Dudaba de ser capaz incluso de encaramarse a la azotea, pasando por encima de la balaustrada, porque con aquellas prótesis apenas conseguía levantar los pies del suelo.

Solo podía pensar, y eso nunca había sido un super poder. Con la mente no podías verter fuego griego sobre las cabezas de tus enemigos. Que imaginaras que se le paraba el corazón a uno de los gorilas que te pateaban en el pecho tras tirarte al suelo nunca había conseguido el más mínimo efecto.

Ruskin decía que caminar era el alimento del alma. Pues bien, que alimentara su alma la madre que lo parió.
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