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1. Pasos en la escalera - Fictograma
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1. Pasos en la escalera

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Barros

Publicado el 2025-09-16 17:14:25 | Vistas 244
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Del corazón de la tierra, anclada entre el monte y la niebla, apareció ante los ojos de Esteban la casa de su infancia. Pulsante presencia aferrada a lo intemporal, erigida en el alma de los recuerdos, resistiendo a los elementos del tiempo y la memoria, con toda la paz de los atardeceres.

Presentía que en estas tablas viejas, veteadas de musgos verdes, donde la forma se expresaba en arquitecturas lejanas, en geometrías tranquilas, estaba su propio eterno retorno. Puerta oculta del absoluto, no sentido de las cosas, donde la vida se consume en el ciclo eterno de los días. Alimento indiferente de Cronos.

Mientras se acercaba a la casa, ramalazos de viento ondulaban las chépicas, y en el aire diseñaban arreboles invisibles, barriendo las angustias.

La belleza difusa de esa imagen lejana lo atraía con intensa fuerza. Su bastón de cerezo percibía el temblor de sus pasos sobre el sendero hacia la casa, que bordeaban espigas, malvas, florecillas silvestres y que, lentamente, lo aproximaban al esperado reencuentro con lo que no llegó a ser.

Se detuvo en el polvoriento patio. El mismo patio que tantas veces refrescara con baldes de agua fresca, con incansable energía infantil, mientras el sol del verano achicharraba los radales de la ramada.

Volvió a sentir el aroma a tierra mojada, por algún mecanismo mental cercano al milagro de la memoria. Ese polvo reseco que el agua del balde arrancaba a la tierra del patio lo volvió a sentir en sus narices, como algo tierno, lejano y primordial.

Entonces, lo derrotó la nostalgia, y el viejo lloró lágrimas hechas de la misma materia de su alegría con la que un día corría por los potreros detrás de sus perros.

Regresaban atardeceres, desde el canto nostálgico de un zorzal sobre el viejo manzano, a enredarse en su alma.

Esteban, pegado a la tierra, suspendido en el silencio, se fue quedando sin infancia, sin vejez. Puro fluir de noches y estrellas palpitando en sus venas. Sombras celestes bebían la sangre de las rosas y teñían el horizonte de los cerros. Ladridos de perros lejanos.

En su rostro cansado, dicen que es así, flotaba algo del Rey Lear, como en el de todos los viejos.

Lo atenazaba un dolor desconocido, un hambre inagotable de amor; hogueras de sueños, traiciones y fuerzas contradictorias se hermanaban en la débil luz que iluminaba el ocaso de un cuerpo cansado.

Sentía que en su último viaje a sus orígenes lo aplastaban las oportunidades perdidas, los destinos no vividos, geografías no incendiadas, caminos no recorridos. “Dime, paloma, ¿por cuál me voy?"

Percibía con sobrehumana lucidez que una belleza sideral penetraba en el alma de la tierra de su infancia.

La belleza que lo rodeaba era grandiosa, dolorosa en su fugacidad, terrible en su huida. Vibraba en el aire el símbolo, los mitos, las cosmogonías ingenuas y humanas, mientras los guardianes del misterio cabalgaban los caballos de la poesía, divertidos con el canto de los grillos y las rojas pinceladas que diseñaban en el crepúsculo.

Paralizado ante el escenario cambiante como un sueño, sintió el leve y delicado rumor de la brisa entre las hojas de los robles.

Una grácil llovizna comenzaba a caer en la nieve de sus cabellos; entonces se rompió el encanto que lo inmovilizaba y sus pasos lo llevaron hacia la vieja canoa, detrás de la casa, donde el pequeño cauce custodiaba el mismo canto del agua de entonces.

Agua fresca y silvestre que venía desde vertientes lejanas, ancladas en las profundidades húmedas de los bosques nativos. Su voz transparente era la misma que lo adormecía en sus noches de niño.

Su pieza estaba al lado de esa canoa y ese canto se escuchaba puro y dominante en las noches campesinas. Sobre todo cuando los activos ruidos del día dejaban su lugar a los rumores callados de la noche, y otro tipo de música brotaba desde la canoa, llevando al niño campesino hacia los sueños azules de la infancia feliz.

Él estaba viejo; el agua de la canoa, siempre igual, eterna.

A Esteban lo envolvía una atmósfera onírica, donde planos diversos se alternaban, rompiendo sucesiones racionales y temporales. El tiempo se modificaba, el flujo mental pulverizaba la lógica, todo se diluía como una niebla matinal.

No lejos de la canoa se encontraba la misma huerta que fue. Allí se agrupaban ahora las primeras sombras nocturnas, débiles aún, pero ya tomaban el lugar del día que agonizaba. Cubrían con sus mantas oscuras el verdor del toronjil y la albahaca.

De improviso, como un relámpago, las sombras desaparecieron, escamoteadas por una pálida, pero intensa claridad lunar.

Lo saludaba esa misma luna, compañera de las gotas del rocío que se van a dormir sobre las hojas de las violetas y la menta, acompañando a la noche en su viaje hacia otras comarcas del planeta, en su juego con el día. Como la vida y la muerte.

Se dirigió por un agreste y tortuoso senderito que bajaba hacia una pequeña planicie, donde estaba un colmenar, un poco más abajo, el estero protegido de quilas, chilcos y árboles que aman el agua que baja desde las montañas.

Sobre su cabeza resplandecía la luna, colgada en la negra cúpula de la noche. Su pálida luz iluminaba como un faro las grises moradas de las abejas.

 

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