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Un desafío en la playa - Fictograma
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Un desafío en la playa

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Barros

Publicado el 2025-09-17 14:25:05 | Vistas 224
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La carpa fue instalada al centro de la playa. Era una carpa amplia, de un verde vegetal oscuro, perteneciente al ejército y que Munro había pedido prestada para un paseo en la montaña, como término de su último año en el Liceo. Carpa que después olvidó restituir. El regimiento le recordó el olvido una sola vez, y después se olvidó del asunto. Tiempos democráticos aún; la dictadura llegaría algunos años más tarde.

Los días de playa pasaban alegres y jolgoriosos: baños, sol, caminatas, bailes y bailongos por las noches, también furibundas peleas entre grupos que después terminaban en amistades. La juventud no conoce rencores. Las tallas animaban estas jornadas de sol y verano. Tallas y bromas que después se disfrutaban recordándolas como anécdotas robadas por el tiempo, pero aún vivas en la memoria, cuando los amigos, sentados en la banca de madera, a la sombra fiel del olmo del barrio, llenaban con sonoras risotadas sus días de ocio y fructífera holgazanería juvenil. Como dijo el poeta: ¡Juventud, divino tesoro, que te vas para no volver!

Munro es el último en ponerse el traje de baño, mientras el resto de la compañía está estirado bajo el sol, ya pasado el mediodía, cuando descubre unos enormes calzoncillos botados en el interior de la carpa. Más bien abandonados con desparpajo y exhibición. No escapó a Munro el extraño diseño interior del amplio objeto íntimo: manchas asimétricas, como pinceladas de pintor sin talento, se distribuían y concentraban en un sector preciso del calzoncillo. Munro lo coge de un extremo y, dejando bien en vista el motivo, pide sonoramente la atención de sus amigos, lo que llamó también la atención de los numerosos bañantes que caminaban por la playa en direcciones diversas.

—¡Miren —dijo Munro— los calzoncillos de Carehuevo, todos cagados!

La risa fue general y las tallas le llovieron al simpático gordo, hermano mayor de Alzú, que no se descompuso para nada. Simplemente respondió con una amplia sonrisa que llenaba toda su cara redonda y rojiza:

—¡No seas exagerado, Viejo Munro, si son puros peitos nomás!

El último día en el mar, Alfredito, como siempre, puso su broche de oro. Cuando aún la compañía dormía en el interior de la carpa, se le ocurre desafiarlos a todos con una prueba absolutamente inédita, porque él siempre innovaba, dejaba atrás lo usual para explorar nuevas fronteras, ocupando así los titulares de los comentarios una vez de regreso en el barrio.

—Escuchen, todos los huevones —dijo Alfredito, después de una amplia libación de vino tinto—. Como mañana nos vamos para la casa, los desafío a todos a una apuesta que debe quedar en la historia de esta playa de Dichato.

Seguidamente desarrolló la idea: se trata de salir de la carpa completamente en pelotas —la carpa distaba unos 30 m del mar—, tocar con la punta de los dedos el mar y regresar a la carpa, indiferente al escándalo público, pensando simplemente que estamos en una playa europea y de nudistas.

El desafío era de enorme audacia, porque a esa hora ya había mucha gente tirada al sol y caminando por la playa.

El resto de la compañía sabía que Alfredito había habituado a sus amigos del barrio a muchas humoradas, pero esta era nueva y aceptaron, con la condición de que fuera él quien comenzara la apuesta.

Munro abre la carpa al sol enceguecedor y Alfredito en traje adánico parte en desaforada carrera hacia el mar, distante unos 30 m de la carpa militar. Todos reían; el audaz amigo no los defraudó, aunque, a pesar de estar en compañía de Baco, no caminó, sino que corrió, quizás seguro de que ninguno de sus amigos tendría el coraje de imitarlo.

 

El espectáculo fue hilarante; el contraste de su cuerpo ya tostado por el sol y su culo absolutamente blanco causó un estupor general entre los bañantes presentes. Risas y admiración entre sus amigos.

Alfredito culminó su victoria acariciando brevemente las olas del mar con la yema de sus dedos y regresando a toda prisa a refugiarse en la carpa; pero la encontró cerrada. Había sido Munro, tan bromista como él, quien con la sola cabeza fuera de la carpa gritaba a voz en cuello:

—¡Socorro, socorro! ¡Hay un degenerado en la playa! ¡Carabineros de Chile, hay un degenerado en la playa, deténgalo en nombre de la ley! —y cerró completamente la carpa.

Los segundos en que Alfredito luchó por abrir la carpa le parecieron interminables, sobre todo por la presencia, no muy lejana, de un grupo de hermosas chicas en bikini, que, por esas burlas del destino cruel, eran amigas de sus hermanas, las que puntualmente contarían tan divertido espectáculo a sus hermanas, y por esa vía llegaría a oídos de su severa y religiosa madre, doña Olga, la cual, escandalizada, durante un par de fines de semana le puso llave al terno que Alfredito exhibía en los bailes durante esos días de fiesta.

De esta historia se habló mucho en el barrio, considerada a la altura de las imaginadas playas nudistas de Europa, aunque en una playa de provincia el romper pudores y tabúes tuvo un valor agregado.

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