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El señor Quiroz - Fictograma
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El señor Quiroz

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Barros

Publicado el 2025-09-17 17:59:07 | Vistas 103
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Esteban, un chico de unos nueve años de edad, sale disparado por la puerta de su casa. Bolsón de cuero café claro, cruzado al costado, lleno de cuadernos y el libro de lectura. Teme llegar atrasado a la escuela.

No apenas supera el umbral, choca, con todo el impulso de su frágil cuerpo, contra la abundante masa de una mujer que le da un coscacho seco, sonoro, preciso. El dolor se expande en anillos de rabia y susto entre el pelo recién peinado del escolar.

—Está atento, mocoso de mierda —alcanza a escuchar, mientras recupera el equilibrio y sigue su carrera, ahora con toda la visibilidad de la calle y el fresco aire de la mañana de provincia en su rostro infantil.

La casa de Esteban está cerca de un río, que adorna un sauce llorón, bajo el cual la chiquillada del barrio se reúne durante los baños del verano. Debe atravesar la plaza del pueblo para llegar a su vieja escuela, color celeste opaco, con un par de peldaños que llevan a un pórtico de techo puntiagudo. Las puertas centrales están cerradas, salvo una más pequeña y contigua, frente a la cual hay una fila de algunos alumnos.

Ocupa este ingreso la figura adusta del señor director, el Cojo Umaña, que va cogiendo, a turno, antes de dejarlos entrar, la oreja de los que van llegando después de la campana de inicio.

El Cojo Umaña, debido a una pierna más corta y un visible cojear, tira del apéndice auricular con fuerza y satisfacción. Es el precio a pagar para poder acceder a la cultura y a la disciplina, con atraso.

Cuando llega el turno de Esteban, siente un extraño crujido en la oreja mientras su cabeza se va estirando hacia el techo. El dolor es lancinante. Había comenzado mal ese día; pero la infancia, pronto todo lo olvida. Las fuerzas en eclosión que impulsan la metamorfosis de la existencia son pródigas y generosas en buscar caminos nuevos, lejos de las precoces amarguras que va mostrando la infancia.

El señor Quiroz es el nuevo profesor de Esteban, y debería acompañarlo un par de años en su vida de escolar. El señor Quiroz es un profesor anciano y enfermizo, con una tos permanente de fumador encallesido, con los dedos de un café nicotina adherido a la piel como un barniz irremovible.

Poldo lo recordaría siempre con su abrigo amarillo opaco, de un anaranjado tendiente al zapallo rojizo, a tejas invernales, a ladrillos, o algo así. Se destacaban grandes solapas; en cierta medida, el abrigo opaco del señor Quiroz formaba parte de él, como su verdadera piel, como el abrigo naranja camello de Marlon Brando en su amarga película El último tango en París.

Estos profesores antiguos tenían extraños, pero tradicionales métodos para educar y transmitir el conocimiento de las materias escolares. Métodos duros, con ausencia absoluta de la seducción y motivación del escolar por el estudio. La esencia de esa enseñanza o no enseñanza consistía en obligar a los educandos a repetir en forma papagallesca las diversas materias, que los condenaba a ignorar toda sombra de placer en esta práctica mecánica, y que pronto olvidaban lo memorizado, salvo el trauma tenaz.

Un día el señor Quiroz pidió a sus alumnos que alguien le trajera una varilla. Al día siguiente, uno de sus compañeros, conocido como el Guaníao, le trae una flamante varilla al señor Quiroz, que la examina con atención, la gira y regira, la pasa de una mano a la otra, la flecta, la huele. Su melena blanca y engominada acompaña la exhibición de la varilla en sus manos huesudas y débiles.

La varilla es larga, aproximadamente un metro, de grosor “normal”, en el sentido de ni muy delgada ni muy gruesa, una varilla educacional, en suma. Algo así como esa que se ve en algunos diseños medievales, donde se enseñaba dentro a las directrices de la escolástica —había que memorizar y obedecer, no descubrir los frutos en medio al follaje de las palabras—, donde se suele ver a un profesor con una varilla a su lado y un niño con un libro abierto. La letra con sangre entra, era el lema.

La varilla es levemente ondulada y ambos extremos están perfectamente redondeados a navaja y dejan ver el blanco de la madera; la corteza es lisa y compacta, de un color café granate. Una varilla inolvidable para Esteban, que la miraba con estupor, como todos sus compañeros de clase, y con más curiosidad que temor, por lo inédito de la representación.

Mientras tanto, Guaníao permanecía en pie, al lado del señor Quiroz, orgulloso de la atención que merecía su regalo.

—¿De qué árbol es la varilla? —le pregunta el señor Quiroz.

—De membrillo, señor.

—¡Bien, tócate la punta de los pies para que pruebes la chicha de membrillo!

Guaníao, pantalones de raída mezclilla, mechas tiesas, se toca la punta de los pies, y la varilla silba antes de aterrizar con un golpe seco en los glúteos del niño e campo.

—¡Ahora anda a sentarte!

Guaníao baja del entarimado donde está la mesa del profesor. Su rostro está rojo como una granada y en su boca de dientes amarillos se destaca una sonrisa de idiota. Esteban no comprende el porqué de esa sonrisa extraña, contraída, algo simiesca.

La varilla, desde entonces, tomó posición al lado del señor Quiroz, y nadie la movió de esa posición de mudo poder.

Antes de la llegada de la rama de membrillo de Guaníao, el viejo profesor descendía de su terraza de madera para recorrer las filas de sus alumnos, en compañía de una regla de madera, y así controlaba si las tareas “para la casa” se habían o no hecho.

Un día como tantos, en pleno invierno, Esteban fue sorprendido sin las tareas.

—¡Extiende ambas manos! —ordena el pedagogo.

Las manos entumidas del niño están juntas, las palmas paralelas al piso de madera. El golpe, con el canto de la regla, cae con violencia sobre las ocho falanges proximales de los dedos. Los ojos se le nublaron con el agüita salada de las lágrimas, que no rodaron por sus mejillas.

Durante el recreo, el saber superar estas pruebas educativas eran puntos en las relaciones con los compañeros. Había que endurecer el cuero, según su padre.

Las falanges de Esteban se hincharon y pusieron rojas. Como decíamos, era un trofeo de exhibir entre los próximos o los que ya habían superado o menos pruebas similares de la barbarie educacional, quizás herencia de los tiempos coloniales. Donde se decía que "la letra con sangre entra."

El hecho es que Esteban, después de algunos días, cuando la huella del canto de la regla se volvió negra, la enfatizó con la mina de grafito de su lápiz y la mostró a su madre, con la esperanza de que ella fuera a reclamar al director o al señor Quiroz.

Por suerte para él, su madre se limitó a mover la cabeza en señal de desaprobación del sistema, pero sin una palabra acerca de revelarse al método. El asunto murió ahí, como tantas injusticias de la educación primaria chilena, por ahí por los años ’50 del siglo recién pasado.

También llegó para Esteban el turno de probar la “chicha de membrillo”. Las razones o las sinrazones se pierden en la banalidad de las causas de la lógica del señor Quiroz que, entre tos y cigarro y vejez cada día más temblorosa, terminaba su carrera de profesor primario en la vieja escuela de madera color celeste opaco y descascarada por los innumerables soles de tantos veranos y tantas lluvias de otros tantos inviernos.

—¡Tócate la punta de los pies!

Esteban obedece y el silbido breve y preciso corta el aire escolar y aterriza en las nalgas del niño.

—¡Ahora vuelve a tu asiento! —la voz cascarrienta.

Esteban baja del entarimado del poder y atraviesa la fila de bancos en busca del suyo. El rostro de un rojo encendido, las lágrimas que apenas los ojos retienen y absorben. En la boca, esa misma sonrisa de idiota de Guaníao. Ahora comprende que la varilla de mimbre producía un dolor difícil de dominar por un niño de cortos años y, extrañamente, lo acompañaba una sensación de risa histérica, contraida en ese rictus sardónico que semejaba a una sonrisa de un idiota, quizás por qué extraño mecanismo fisiológico.

Dolor, risa, mueca y lágrimas tragadas dejaba la “chicha de membrillo”, mientras en algún lugar de los campos chilenos un árbol de membrillo, privado de una ramilla, lo mecía una brisa estival mientras maduraba sus frutos, ignorando su aporte a la pedagogía en las aulas de una escuelita de provincia fértil y señalada, como cantara Ercilla.

Como la caligrafía de Esteban era infernal, el señor Quiroz lo condenó a una copia diaria por todo el año, y regularmente le dejaba un 4 —las notas iban del 1 al 7—, que significaba una evaluación mediocre, aceptable al mínimo.

Su padre, que de cuando en vez controlaba los cuadernos de la abundante prole, distribuyendo coscachos y coscorrones a diestra y siniestra, quiso demostrarle a su hijo cómo se escribía en forma elegante —efectivamente poseía una hermosa caligrafía—, y él escribió la copia. El resultado llegó puntual: un 4.

Durante el año Esteban escribía siempre la misma copia que había aprendido de memoria: “Crujiendo, rechinando, quejándose de todo, se arrastra la carreta sobre el polvo gris...”, del poeta Víctor Domingo Silva.

La escribía en cualquier lugar de la casa, incluso debajo de la cama y en la oscuridad, antes de escapar a la calle a jugar a la pelota, elevar volantines, jugar al emboque, al trompo, a las polcas y a todos los juegos del barrio.

Su escritura iba desde la mediocridad a lo horripilante, y el cuatro llegaba siempre. En realidad, el señor Quiroz no miraba la copia, simplemente dejaba caer el 4, como un rito cansado. Muchas personas le escribieron, con diversas letras, la copia a Esteban, pero el 4 llegaba imperturbable.

Al final del año, Esteban había llenado el cuaderno de gruesas tapas, de un color amarillo brillante, cubierto por una filigrana de sutiles líneas negras. Un bonito cuaderno y de 200 hojas.

Al momento de la última revisión de los cuadernos, por parte de su padre, y al comprobar que su hijo había acumulado doscientos cuatro, le dijo:

—¡Desde hoy, tú serás el Rey del Cuatro!

 

 

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