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Cuando llegan los años - Fictograma
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Cuando llegan los años

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Barros

Publicado el 2025-09-18 07:51:39 | Vistas 134
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El Toño no superaba los doce años de edad cuando su familia dejó su pueblo de provincia profunda y se fue, con monos y petacas a la capital, para dar mejor ambiente y educación a los hijos. Se dijo entonces.

Fue así que nunca más regresó al pueblo natal, hasta hoy en que lo vemos caminando por sus calles, acompañado por un necesario bastón de membrillo, compañero inseparable de su pronunciada vejez y que, en cierta medida, lo tenía aún separado de ese pueblo de provincia rodeado de la intimidad de los campos y esa larga monotonía de potreros, que él siguió amando hasta en los sueños.

Tierra de infancia que, ahora en su vejez, la creía algo impaciente por abrazarlo en su hondura terrestre; al menos así se lo decían sus huesos y algunas vagas señales que no sabía interpretar, pero que no eran muy tranquilizadores.

Los elefantes viejos, guiados por el instinto poderoso de la evolución biológica, van a morir a sus propios cementerios. Es un hecho extraordinario. Los perros también, al menos los perros de campo, que viven libres, y son queridos por sus dueños. Un detalle este último, no de poca importancia. Bien, esos perros van a morir lejos de la casa que fuera su hogar, y dejan una ausencia creciendo en el tiempo.

Estas reflexiones acompañaron al Toño en su regreso a su pueblo natal y también la canción. “Me veo como me veo, pobre viejo, triste y feo”, también quiso agregar, “y final”. Amaba el título de ese libro, por ese algo como definitivo que adivinaba en esas palabras, pero no alteró la canción que escuchaba en la radio de madera de sus abuelos, mientras afuera de la casa de campo silbaba el viento puelche.

Las calles de Alhué estaban como entonces; los cambios del progreso no destruyeron los recuerdos de su infancia. Algunas casas conservaban sus viejas paredes; el río le devolvía su mirada. El barrio donde se entablaban furibundos combates a piedrazo limpio, con tanto de cabezas rotas. Tanto que a uno de los pelusones de entonces lo llamaban el Rucio rompecabeza. Pecado que estaba en el bando contrario al del Toño.

Gran emoción llegar hasta la plaza, sentarse en una banca y recordar con toda la fuerza del corazón. Se sentía tan joven como entonces. El pueblo le devolvió esos años completamente iguales.

A un cierto momento se alzó y caminó, esbelto como un conejo, dio una vuelta alrededor de la plaza y recordó su vieja escuela. Las nostalgias y la lucidez de las vivencias de antaño se arremolinaron poderosamente en su espíritu. La mente giraba veloz, fuerzas centrífugas y centrípetas se alternaban, ya dentro de sí, ya fuera de sí, hacia mundos sin confines.

Respiró fuerte y comenzó a correr. Un borracho que venía en dirección opuesta lo detuvo:

—Abuelito, déme unas moneditas pal'cañón de tinto, pa’que le voy a mentirle —dice.

Le da algunas monedas, pero no retomó su breve carrera; de improviso ya no era niño, sino un viejo cansado. Auge y caída de la ilusión, por la fuerza de la palabra, y lo embargó un sentimiento de rabia.

—Escuché clarito que me llamó abuelito, justo cuando estaba dentro de mi infancia. Me rompió el globo de la ilusión este borracho de mierda.

Entonces —recordó—, que ya tenía 87 años y era el día de su cumpleaños. Había querido celebrarlo caminando por su pueblo, y entonces estuvo grato a la vida que lo haya hecho regresar a la infancia y correr como cuando era un niño, al menos en la magia de la mente.

La irrupción de la realidad, trámite el borrachín, quizás le impidió quedar seco de un infarto en medio de la plaza. Sin embargo, habría sido una muerte espectacular, se dijo a sí mismo el Toño.

Dio otra vueltecita alrededor de la plaza para reconectar la memoria del pasado, y volvió a la banca. Allí se quedó escuchando el canto de los pájaros, donde lo envolvió un plácido sueño: salía corriendo de su casa, con sus hermanos menores, bolsón de cuero bajo el brazo, rumbo a la escuela
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