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La India - Parte I - Fictograma
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La India - Parte I

Avatar de Valentino-Prádena

Valentino-Prádena

Publicado el 2025-06-09 08:50:51 | Vistas 117
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[Silencio, cámaras, ¡acción!… Something must've gone wrong in my brain. Got your chemicals all in my veins, feeling all the highs, feeling all the pain. It's you, babe. And I'm a sucker for the way that you move, babe. Just like nicotine, heroin, morphine, suddenly, I'm a fiend and you're all I need, all I need, yeah, you're all I need… ]


1. Imix




La India no era una de esas mujeres que pertenecieran al grupo de las beldades clásicas, pero su nariz recta la hacía ver bonita. Sus ojos, almendrados y rasgados por un velo asiático que algunos afirmaban le restaba fuerza a la mirada, no eran armoniosos ni se veían atractivos a causa de un prolongado matojo de pelos que le cruzaba la frente y le confería ese aspecto titiritesco de Frida Kahlo; su frente, huidiza, le realzaba su faz juvenil y galana, acaso sensible; su cuerpo, magnético, había sido el objeto de muchas pasiones; su tono de piel, gloriosamente acanelado, algo maltratado por el sol, es verdad, pero erótico y sugestivo, probablemente producto del azar genómico y de un forzado y antiguo mestizaje. Su apodo, que ella misma no consideraba despectivo, se debía a su nativa configuración racial, más aborigen que latina; algunos, escupían el suelo con solo verla y la tenían por un engendro aborrecible; muchos, contrariamente, hallaban un remanso de alegría divino en los pies de su diosa maya que, herida de amor, había regresado a la vida tras haberse escapado del humeante Inframundo jugando a la pelota.

La India siempre fue el motivo de graves y virulentos juicios, inmerecidos todos, así como de las más arrebatadas emociones. Escondido bajo el santo del maullido de los gatos y el ladrido de los perros sin dueño, el dolor y el despecho que las mujeres le guardaban por no perdonarle que una miserable como ella gozara del privilegio de un porte regio y una juventud desbordada, afloraba con fuerza bajo las llamaradas del ardoroso sol de los trópicos. Cuando La India, con su paso firme y seguro, dominaba las calles, se arriesgaban, por en medio de las cercas de hierro oxidado, a asomar sus caras repletas de reproches y envidia. Cuando el calor era arrastrado por los vientos del norte hacia el interior de las casas y obligaba a los inquilinos a salir por alguna bebida fuerte con la que refrescarse, Lizbeth, la novia de Bobby, el campeón y capitán del equipo de fútbol, hija honorable del municipio y del comerciante de la calle principal, además regidor del pueblo, con su chispa pizpireta que caracterizaba a los hombres de su familia, aprovechaba las tardes sonrosadas para informar a sus clientes sobre las últimas novedades del lugar. Casi siempre el tópico de sus conversaciones se reducía al odio que sentía por La India, a quien nunca había tenido el gusto de conocer, pero de la que, con una omnisciencia de shamana Icelaca lenca, lo sabía todo. Por puro placer, despotricaba con una rigurosidad forense en contra de la turbia personalidad de su injuriada favorita. Comenzaba siempre su monólogo acomodándose como un chac mool en la silla de la caja registradora, diciendo que cualquier calificativo le sentaba bien, menos el de femenina, porque, remarcaba, el suyo no se ajustaba al criterio y el sentido preconcebido de la palabra y las buenas costumbres. Es una marimacha, proseguía mascando ávidamente un chicle, y sabrá Dios con cuánto ardor ha pervertido a muchas niñas mientras las obligaba a hacer tortillas. Elevándola como a Sac Nicté de la pértiga más alta del bosque, desde donde la precipitaba sin piedad a lo profundo del cenote, afirmaba que La India se había perdido por culpa de un mal amor. Una mujer sin suerte, a la que muchos han visto en vídeos del Whatsapp revolcándose en orgías sin género. Violando la santidad de su cadáver, a sabiendas de que no sufriría por las consecuencias de su chismorreo, espetaba que no le cabía en la cabeza que una “mujer” hiciera “cosas de hombres”, como las de jugar al fútbol, porque “Dios en su misericordia le ha dado un par de pantalones al hombre y una falda larga y pudorosa a las jovencitas”. Por último, y la gente convenía en que no le faltaba razón, culpaba al padre por su debilidad masculina y “por no ponerla en orden” ni saber cómo corregirla ni orientarla hacia el camino de la santidad y la virtud, porque más valía en este Mundo pasar por damisela pulcra y decente, de uñas escondidas —y no lo decía con el cinismo de los depravados sino que con la fuerza de la convicción— que por zorra explicita, humillada de boca en boca por el mundo entero.

Un viejito de la cuadra siguiente, sin embargo, disentía; vestido con una camiseta sin mangas y protegido de la cabeza por una gorra ajada y llena de hebras, culpaba de los males de La India a la literatura, la música y la poesía contemporánea de principios de milenio, a quienes acusaba severamente de pervertirla, por cantar y encumbrar a modelos sin roles que no tenían más mérito que el de vestirse con trapos jucos, empolvarse la cara y enseñar el culo desnudo. Todo con la vil excusa de la “libertad individual”, malinterpretada por el mundo anglosajón, so pena de adornar sus versos con toques intimistas y un patético preciosismo alejandrino que servía para matizar el diabólico mal. Ah, y no puede faltar el zoquete retorcido, continuaba agitando las manos, que en nombre del humor negro y la comedia nos insulte a todos con sus letras de subnormal. Oí esto: "Quiere volver conmigo, me la mama, se la restriego en las nalgas y I don't give a fuck, fuck, fuck..." Prefiero las historias que narran las aventuras de indios y ñandús. A La India las murmuraciones de fracasados le resbalaban porque, en primer lugar, las desconocía, y en segundo, no le quitaban el sueño. No conocía de letras ni de diccionarios ni de teatros ni de diletantismo estético, ni de canciones, y su forma de actuar y de vivir vibraba al son de un solo impulso, el que la Naturaleza le había dictado desde que salió del vientre, el de zambullirse en el flujo continuo, consustancial y arrollador de la realidad. Aprendió rápido que no debía pedirle permiso a nadie por sus acciones, en respuesta a las constantes vejaciones que muchos le prodigaban por habitar una precaria choza que su padre había construido en los bordos de un río, escondida detrás de un tupido jardín de napoleones, hibiscos, aves de paraíso y girasoles. Resignada socialmente, acostumbraba en las soleadas mañanas a despertarse en la madrugada para recoger los huevos de las gallinas ponedoras, alimentar con maicillo a los cerdos que no paraban de revolcarse en la playa, y revisar las herraduras gastadas del caballo carretero con el que su padre se ganaba la vida. Con el sol iluminándolo todo, cogía su bicicleta con manubrios del tipo longhorn y alegremente se conducía al trabajo de medio tiempo que una amiga le había encontrado en una boutique ubicada en el centro del pueblo. Ya no entrenaba tan seguido como antes, pero mantenía sus prácticas en privado, en la vasta ribera del río. Nadie supo a ciencia cierta cómo había llegado La India al fútbol, si por la escuela o por proyectos de alguna ONG. Pero lo cierto es que le gustaba ejercitarse regularmente vistiendo un chándal de poliéster, joggers, que acentuaban su extraordinaria complexión física, y se había convertido en una gran jugadora. Militaba en un equipo de fútbol femenino, con el que solía jugar por invitaciones de equipos de las fábricas de las ciudades, muy alejadas del pueblo, y por fogueos en las ligas juveniles. Para mantener una alta resistencia física, se pasaba las tardes corriendo en una especie de cancha enclavada en las orillas de una bahía de cedros y pinos, que en el pueblo llamaban “el centro deportivo”. Charlaba sin complejos con los chicos que entrenaban y jugaban con el balón, de los que tenía que soportar sus burlas y en otras su intenso amor. Cuando tuvo edad de entender, no le importó siquiera saber por qué le habían endosado el marbete de “niña varonila”, pero acabó aceptándolo como se aceptan las cosas que no nos gustan, con agallas y restándole importancia. Sin decírselo a nadie, descubrió que aquel mote le favorecía, que era una “bendición”, pues pronto se vio libre de las normas de recato social, muchas veces ridículas, que la forzaban a reglamentar su vida con la premisa de emprender la “búsqueda del hombre perfecto y desconocido”. No es que no le gustaran, pero no le atraían ninguno de los chicos, cuyo carácter a veces dejaba mucho que desear.

Bobby siempre tuvo problemas para descifrar la personalidad de La India. Gozando del aire acondicionado y acostado en la cama junto a Lizbeth, escuchaba impertérrito las historias hiperbólicas que su respetada prometida se animaba a relatarle. Se había formado una imagen —o lo que le traducían de esa imagen— bastante deplorable de La India. Estimaba con la seriedad de un gran asunto que él, como hombre viril, decente y heterosexual, criado en el amor de las sanas convicciones, estaba obligado a alejarse de ella tanto como el calor del frío; inconscientemente, había erigido una barrera espiritual que le reportaba el grato beneficio de un saludable distanciamiento social que resumía en el siguiente axioma: Si existe el amor entre un hombre y una mujer y debemos luchar contra aquello que atente contra las buenas costumbres y si queremos que éste perdure por siempre, las mujeres de dudosa sexualidad deben ser excluidas. Así, las lesbianas no forman parte de este conjunto. Una paria fea y lesbiana. Así zanjaba de una sola vez cualquier resquicio de duda. Mimado en casa, Bobby era alto, fuerte y orgulloso –como su padre, sabio consejero y administrador de la asociación de agrónomos–, inconmovible de corazón por cuánto el reservaba su amor para adorar con todo su empeño el sagrado deporte del fútbol.

La India poseía un don maravilloso que la miseria y las malas vibras no podían ocultar: Cuando pisaba una cancha de fútbol, se convertía en una niña prodigio. Los indígenas lencas que venían del occidente fronterizo para comerciar artesanías –los antiguos pobladores–, la habían visto jugar en los pueblos y lugares vecinos y solían compararla con la diosa maya de la fertilidad y del amor. Bajándose el mecapal de la frente, se tomaban descansos para tener el honor y el orgullo de verla correr. Su gracia física y su estilo de juego, razonaban, sólo eran semejantes a la donosura estética que brotara apacible de los geniales cinceles que alguna vez moldearon en estuco la faz del rey maya K’inich Janaab’; eso les enorgullecía. Para ellos el juego de pelota era sagrado. No era exagerado, pues, que las almas lloraran del éxtasis cuando, con el soberbio talento de una diva guerrera, les fuera revelado con su toque inefable el secreto de convertir a un llano esférico de cuero en el límite de toda capacidad humana. Algunos saltaban eufóricos, clamando por un beso angélico, mientras la descubrían flotando envuelta en una bruma etérea de la que salían rayos dulces y adorables.


2. Ik'



El invierno llegaba a su fin y el regreso de la primavera ponía de buen humor a los corazones. Las gentes del pueblo dejaban atrás sus temores y agradecían al buen Dios por su merced. Los chicos eran los más afortunados. Los estragos provocados por las inundaciones habían sido mínimas y el verde césped de la cancha se recuperó por completo y con suma facilidad, dejando atrás los claroscuros de tierra que generaban molestos remolinos de polvo. Volvían la diversión y el júbilo. El pueblo era joven. Su juventud les hacía creer que no tenían nada que perder y no creían necesario nutrir el alma con ningún tipo de maná intelectual, como tampoco ansiaban materializar alguna seria aspiración de vida. Su único sueño consistía en mantenerse vivos, en lo posible, después de cada invierno. Se gastaban gran parte del día jugando con el navegador de internet y enviándose mensajes por el celular. Hallaban un inmenso placer en desinformarse y en reír de la estupidez por lo divertido de los memes, que replicaban sin ningún sentido. En suma, lo que heredaban como legado cultural se fundamentaba en una colección de desacertados consejos emitidos por sus propios padres, que, como es lógico, constituían una cadena de transmisión estólida que los llevaba a cometer, punto por punto, cada uno de los errores de sus ancestros, “deslices”, que las familias justificaban, medio en bromas, con célebres frases del tipo “salió igualito al papá”. Si por alguna razón que era como decir el “colmo”, esta infalible formula fallara, existía la sesuda opción de enviarlos a la iglesia, “para que buscaran del ‘verdadero’ conocimiento de Dios”. Ahí los críos se dedicaban a enamorar hermanitas y mofarse de los sermones del cura y del pastor. Eran incorregibles. Ni siquiera la fuerza de la emoción y la locura y el terror que las narraciones bíblicas, con sus asesinatos masivos, traiciones y castigos, herramientas probadas a lo largo de los siglos para hacer temblar hasta las conciencias más mundanas, eran capaces de enderezarlos, porque su umbral de conocimiento no venía trazado por Dios sino por la voluntad y la conspiración de los políticos de turno. Hicieran lo que hicieran, estaban condenados a vivir atrapados en un bucle infinito de depravación, superstición, ignorancia y violencia. Aun con todo esto, consideraban que su modo de vida les bastaba para vivir convencidos y agradecidos de que la mala suerte al menos no les había alcanzado todavía. ¡Menudos gilipollas!, les gritó cierta vez un italiano malhumorado, cansado de explicarse vez tras vez, y al que en cuestión de días ejecutaron como a San Esteban, apedreado.

El pueblo se encontraba en un pequeño y frondoso valle que se extendía tímidamente bajo los pies de una inmensa montaña cubierta de pinos. Tres ríos lo cruzaban y acababan por arrasarlo en un evento cataclísmico que se presentaba cada veinte años. Pero había temporadas en que la Naturaleza trabajaba de más y aterraba al pueblo durante el invierno, llenando la cumbre de la montaña con agua, que luego bajaba furiosa por las gargantas de los tres ríos. Así que el comienzo de la primavera implicaba siempre un forzoso festejo de la vida y la buena suerte. Al pueblo lo habían fundado migrantes pobres expulsados por la miseria y el crimen de las grandes ciudades, hace cuarenta años. Llegaron como cuando los nahuas hicieron su aparición, siglos atrás, y arrasaron con la tierra para expulsar a las demás tribus. Ubicaron al pueblo tan lejos de sus pesadillas, y sufrieron tanto por los embates del clima en su nuevo hogar, que la religión se había visto desplazada por aficiones más amenas y edificantes, como la del fútbol, que había tomado el lugar del locus religioso, en una mezcla de politeísmo mágico que sutilmente era insuflado por los sobrevivientes lencas. Cuando el sol bajaba a las cuatro de la tarde, la ceremonia de transición encendía el espíritu de los lugareños. Los muchachos se congregaban en “el centro deportivo” con el objeto de hacerse valer como hombres, y se enfrentaban en público formando equipos que chocaban en fieros encuentros futbolísticos. Alguien de la alcaldía mandó a confeccionar un gigantesco rótulo que colgaba de las ramas de los árboles del bosque de pino que decía: “Sin llorar se llama la película”. Era toda una declaración de valor y filosofía de la vida, por lo que los jugadores estaban obligados a demostrar que su honor y su valor eran dignos y heroicos, que sus ansias de victoria y conquista no desmerecían su anhelo para llegar a ser considerados como esos semidioses jaguares de temible leyenda que escuchaban en boca de los cantores indígenas; historias épicas donde el gran Kaibil Balam, rey de los mayas, formaba un ejército de grandes guerreros, celosos y poderosos, que resistían la llegada de los españoles y a los que mandaba a cazar con ciento veinte de sus mejores hombres. El tema, además de fascinante, era serio, como dedicadas las partidas.

En el pueblo, cada calle tenía su gloria, y la de Bobby era la gloria futbolística.

La primera vez que Bobby vio a La India, ésta corría dándole vueltas al campo; Bobby había decidido no integrar el equipo porque ese día se haría acompañar por Lizbeth, la joven complaciente y superficial que sabía hacer informes personales a la medida pero que era una nulidad para el deporte; juntos ocuparon unos troncos caídos de guanacaste que hacían de butacas a lo largo del terreno y se dispusieron a observar las rutinas de los futbolistas. No fue difícil que Lizbeth lo captara. La India corría con la seguridad y la belleza de una gladiadora altiva, y no hacía contacto visual con nadie. Es una marimacha, volvió a murmurar Lizbeth, se le nota de solo verla andar. Te lo puedo apostar, Bobby. Éste se había reído por lo soso del comentario; los celos y la lengua duermen en la misma cama, pensó. Ante los ojos de Lizbeth, el pecado de La India era su trasero redondo y carnoso y unas piernas tonificadas que impresionaban. Lizbeth no tardó mucho en reparar que Bobby, tras enfocar los ojos en el rostro de La India, arrugó los pómulos, despreciándolo. Bobby supo que La India y él no eran iguales, que no provenían de la misma prosapia; le pareció que por el tono de la piel tenía poca higiene. Reía para sí mismo, imaginando que hubiera sido absurdo e imposible que su merced se rebajara a un nivel poco digno. Lizbeth también sonrió al verlo reír y comenzó a masajearle el pecho. Con el celular en la mano y la certera sinuosidad felina, le dijo: Sabes, Bobby, papá me depositará algunos dólares para que yo vaya a hacer el trámite de la visa americana en la Embajada. ¡Mírame! ¡Estoy tan emocionada! Pero Bobby, más por inercia que por otra cosa, seguía con los ojos puestos en el cuerpo de La India, desentrañando su figura atlética, sus zancadas de corredora olímpica y su cola de caballo oxigenada que daba vueltas hipnóticas como unas hélices de helicóptero. Se veía competitiva. Lizbeth entendió que debía contrastar sus virtudes y potencias económicas. Quiero decir, Bobby, que me muero por asistir a un concierto de Ariana Grande, o escuchar a la dulce Camila Cabello, a Jay Z o Bad Bunny. Ariana es que bien así, modosita, tan linda y tan perfecta. Al señalar esto se tocaba las caderas y se hacía rulos en el pelo. Bobby no le prestaba atención pero asentía con la cabeza.

–¿Bobby? –dijo Lizbeth, luego en un chillido– ¡Bobby!

–Dime –le contestó a secas, sin querer ser molestado.

–¿Qué tienes? –le preguntó con una mueca de disgusto.

–Estoy bien –respondió Bobby muy serio–. ¿Cuál es tu problema? ¿No te dije acaso que me alegra lo de tu viaje?

Lizbeth, recogiéndose, le dio un beso inesperado en la boca, que Bobby devolvió de mala gana justo cuando La India les pasaba de frente.

Alejandra no significaba nada para Bobby y Bobby no era nadie en la vida de Alejandra en aquel preciso momento. Alejandra era La India. Lizbeth siempre se guardó de pronunciar su nombre enfrente de Bobby a la vez que la injuriaba, temiendo lo inevitable. Lo pensó bien.

Mientras La India les pasaba de largo, un balón le cayó a los pies. Aunque había pocas nubes en el cielo, se dejó escuchar un estruendo que asustó a muchos; el tiempo se raleó como en un efecto de cámara lenta, y La India pateó la pelota con el instinto y la elegancia de una jugadora de pitz en el Inframundo, como si el mismo Xbalanqué hubiera reencarnado de la Casa del Murciélago; en un embrujo instantáneo, se vieron transportados en un largo sueño a las profundidades del Xibalbá, donde presenciaban, como nahuales, la perfecta y armoniosa ejecución de La India ante los gestos de asombro y admiración de Bobby, cuya alma levitaba del cuerpo; una historia olvidada en la oscuridad de los tiempos que volvía a repetirse: el amor indivisible de una virgen, Pixán, y el de un joven y hermoso cazador, Cancoh, se veía confrontado por la amenaza del quebranto y de la muerte; sentenciados a morir en una pira de fuego, su unión jamás pudo ser quebrantada; empujados por guerreros jaguares y vírgenes del fuego que operaban bajo la maligna incitación de la celosa sacerdotisa Ichna-Can-Katón, ninguno renegó de su amor, ni siquiera cuando las llamas calcinaban y arrancaban la tersa piel de sus cuerpos.

–¿Bobby?

Lizbeth le agitaba la mano en la cara. Bobby seguía aguantando la vista sobre los atractivos músculos de La India, unos gigantes rocosos que emergían furibundos y recreaban con su elasticidad plástica unos exquisitos continentes que iniciaban en las piernas y acababan redondeados en unas deliciosas y perfectas nalgas. La India sostenía su quijadita alzada, lo que le daba un look épico y trascendente. Bobby sintió que el corazón le iba a estallar.

Lo echó a perder la voz de La India.

–¡Ahí te va! –gruñó con una voz que enronquecía para darse ínfulas de igualdad.

Bobby retrocedió. Aquel sublime espectáculo se convirtió en un acto sonoro abominable. Lizbeth, con su bien gastada suspicacia, lo captó en el aire y cayó muerta de la risa; Bobby, sorprendido, sin que pudiera hacer nada, se unió a la chanza.

La India se volteó para verlos; supo que aquel par de cretinos le causarían problemas. Bobby se calló, pero Lizbeth se rió en su cara grave y cejuda sin más.




Sigue en Parte II...




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