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La India - Parte II - Fictograma
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La India - Parte II

Avatar de Valentino-Prádena

Valentino-Prádena

Publicado el 2025-06-10 08:42:15 | Vistas 137
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3. Ak'bal



A las seis y media de la tarde la oscuridad comenzaba a ennegrecerlo todo. La India dejó de correr y se retiró hacia uno de los cuadrantes, donde se consoló ejecutando prácticas de control para recobrarse anímicamente; les restregaba con su preciosismo que le importaban un carajo sus estúpidas apreciaciones; un atisbo de furia le asomaba por las comisuras de los labios, que Lizbeth, con su olfato político, aprovechó para volver a mofarse de ella –esta vez con menor sutileza–, dirigiéndole la palabra a un amigo de Bobby, al que le gritó con sonoras carcajadas que aquella era la mejor tarde de su vida. Cállate y no nos despejes las dudas de que eres una inútil. ¡Take it, bicth! La India se sintió humillada; con el pecho en alto, la frente orgullosa y el paso determinado por pensamientos que la hacían creer que su indignidad y degradación se debían a su pobreza, de forma lastimera, salió del campo y se largó por la calle de tierra alterna que la llevaba a casa.

No pensó en cobrarse venganza. Pero le dolía la miseria hasta en los huesos. Con todo, se dijo que no renunciaría.

A mitad de la primavera, los suelos seguían estando húmedos y engendraban interminables colmenas de mosquitos. El equipo de Bobby se había fortalecido y bajo su égida abandonaron finalmente aquel estilo de juego de barrio por uno más abierto y sistemático; retaban a escuadras de pueblos vecinos, superiores a ellos, y les ganaban. Bobby era celebrado como un capitán exitoso que no dejaba atrás a nadie. No volvió a pensar en La India en las semanas siguientes; la veía llegar a diario durante los entrenamientos y, desde lejos, le pareció percibir que ésta había dejado de jugar y se había dedicado por completo al running; luego la veía consumir las horas en pláticas amenas con otros chicos, pero sin que aquello le perturbara el espíritu. Bobby estaba convencido de su asquerosidad y desdén. Una paria fea y lesbiana, se reiteraba, como para reafirmarse. Desde que apareció La India, Lizbeth no había dejado de asistir al campo. Pero como que alardeaba de intuición, había escudriñado el corazón de Bobby y encontró que éste cargaba un profundo desprecio por La India, aunque en el fondo algo acababa por no convencerle; aún así, por unos breves días, dejó de considerarla una amenaza y dejó de acompañar a Bobby, dedicándose a atender el negocio y llenar de contenido sus redes sociales.

Aquella tarde el cielo despejado de final de primavera era iluminado por unas cuantas estrellas chispeantes; la puesta de sol, hermosísima, parecía un lienzo que el propio José Antonio Velásquez pintara con sus pinceles mágicos, con sus tonos amarillentos, lentos y graves, supeditados a la merma de una luz tenue y dorada que acariciaba suavemente las esquinas de los objetos del entorno, desde las doblegadas y puntiagudas hojas de una grama verde y virginal, las ramas de un tupido y tórrido bosque, realzadas por el plumaje rojo de unas bulliciosas guacamayas, hasta las tejas naranjas de unas casitas asentadas en terreno pedregoso. Una estela de escasas nubes adornaba el fondo de la bóveda celestial. Se respiraba un ambiente, para los entendidos, bucólico, y los ánimos se prestaban a la hermandad, la solidaridad, la alegría y el amor.

Sucedió como suceden las cosas importantes. Con una casualidad. El incidente no guardaba ni la más mínima importancia; siendo francos, tampoco era que ella tuviera la culpa. Alguna vez Bobby tuvo dudas sobre la viva acción de la inevitabilidad de los acontecimientos, principalmente cuando Lizbeth lo cansaba con sus caprichos de niña rica. ¿Predestinación? ¿Argumento de la reducción al absurdo? ¿Tendencia a probar lo prohibido? ¿Sutil incitación? ¿De qué otra forma podía explicarse?

Como de costumbre, Bobby vio a La India correr con sus piernas largas, el rostro serio y la disciplina de una atleta. Ninguno tenía algo premeditado en mente. Cada quién se ocupaba de lo suyo. Como en las justas deportivas, se sobreentendía que las burlas y las ofensas existían nada más que en el pasado. Aquello le agradó a Bobby. La chica no era una estúpida sensiblera ni se ahogaba en un mar de lágrimas. Entendió por la fuerza del grupo, que La India era bien aceptada y que incluso era conocida desde hace tiempo; él, no obstante, se resistía a acercarse; la camaradería de los muchachos para con La India lo forzaba a pensar en lo absurdo de la situación y del por qué nunca habían coincidido en lugares y eventos previos. No parecía una mala chica, después de todo. Pronto recordó que Lizbeth le había dicho que La India provenía de los nuevos asentamientos, “de la invasión, río abajo, de ese arrabal que servía de refugio a delincuentes, sicarios y pandilleros”. Aquello lo devolvió a la realidad y trazaba una línea roja que ninguno debía sobrepasar. Pero algo en el fondo del alma le señalaba que no la podía odiar ni despreciar del todo, por mucho que lo intentara o quisiera. Si fue la costumbre o el erotismo del cuerpo de La India, él no lo sabía, pero intuía que ambos estaban destinados a encontrarse. No la odiaba, pero se trataban como unos completos extraños.

Una bandada de garzas blancas, que se alimentaban de las garrapatas del ganado aledaño, aterrizó en medio del campo de fútbol. Un chico les lanzó un balón para espantarlas, pero éste rebotó con tan mala fortuna que pegó de lleno en el rostro Bobby, que entrenaba con sus compañeros. La sorpresa, más que el golpe, hizo que tambaleara y retrocediera; con la torpeza de un hombre sorprendido, engarzó un pie detrás del otro y, derribado por la fuerza de su peso muerto, resbaló para caer justo a los pies de La India, que corría y no tenía la menor posibilidad de esquivarlo. La caída fue aparatosa y el espectáculo se prestó para burlas y rechiflas. Ya en el suelo, Bobby giró la cabeza, muy avergonzado; se ruborizaba, no tanto por el golpe que le había propinado a La India, sino porque consideraba que un jugador exitoso como él no podía ser nunca objeto de escarnio; tenía un gran porte y no le faltaba liderazgo, pero sus críticos señalaban que era algo tosco y que la sutileza no era una de sus características sobresalientes. Ante la dura crítica, se empeñó en hacer su juego más rudo y montañoso. Desde entonces se enorgulleció de ello porque suponía que estas bravas actitudes representaban el pináculo de su poder y hombría, ganándose el elogio del público. La India se sintió apenada y confundida, mientras se levantaba para limpiar el cuerpo; se hizo a un lado. Aunque no lo pensaran, sus cuerpos, como en la física gravitacional, se atrajeron.

Duró sólo instante.

Bobby le fijó los ojos, con una mirada ingenua, hasta afectuosa, pero le repugnó el contorno irregular de su entrecejo; arrugó la nariz. No hubiera podido evitarlo de todos modos, y de pronto, apesarado por lo que creyó que era una descortesía suya, bajó la mirada. Sintió que el aura de La India, ese espacio estrecho de atracción, la consideraba ofensiva, quizá hasta discriminadora. Como medida de compensación, se dijo a sí mismo que no la encontraba tan “fea”, sino algo diferente. Moviendo la cabeza de un lado a otro, entendió que realmente la había ofendido gravemente, ya que los ojos vidriosos de ésta se lo descubrían: él era un hombre vil y prejuicioso, un patán que la observaba como si fuera una quimera de circo, un ser inferior, alguien a quien debía de tenérsela lástima por su deformidad; la hacía sentir engañada porque aquellos ojos llorosos, pequeños y tupidos por una hilera de pestañas cortas, no eran capaces de desviar la atención de sus dientes de vampiresa y de su boca recta sumida en una sempiterna seriedad; el rostro simétrico de Bobby le comunicaba que no había mucho que rescatar de ella, salvo por la forma de su cabeza, rectangular, su suave quijada y su amarrado cabello rubio oxigenado, que le daban ese aire de competencia.

Acabó por saludarla con un simple “hola”, para matizar el bochorno; La India, conmovida, experimentaba una nueva humillación; ni siquiera se dignó a devolverle el saludo; se recompuso, siguió de paso y lo ignoró por completo; Bobby salió convencido de que era un idiota asqueroso. Se quedó quieto bajo el arco, cabizbajo, sin pronunciar una sola palabra. Algo le sucedía. Un vacío, oscuro y temible, el grooving, se arremolinaba con violencia cerca de la boca de su estómago. Situó su mano derecha en el pecho y regresó al juego como si nada hubiera ocurrido, pero lastimado del alma.

4. Kan



Se ignoraron en lo que restaba de la primavera. Tampoco se hablaron durante los primeros días del verano polvoso y seco. No lo hacían por maldad sino por desinterés. Cada uno asumía que no se importaban. Bobby continuaba ojeándola a diario cuando desplegaba su imponente figura. La observaba de reojo cuando ella se sentaba a conversar con los chicos del grupo. A veces parecía que disfrutaba tanto de su compañía, que Bobby, incomodado, podía imaginar cómo la explosión de risas, gozosas y limpias, cruzaban más allá del bosque de pinos. Bobby entonces volteaba la cabeza para enterarse de lo que ocurría, pero solo encontraba indiferencia y repudio. Sin embargo, no pasaría mucho para que descubriera que ella movía la cabeza en dirección contraria cuando él respondía al juego de sus risas. Se enteró también de que ya no era capaz de reprenderla.

De pronto aquel mundo idílico no sucedió más.

La India dejó de llegar al campo y Bobby, con las piernas caídas sobre la grama, sin que pudiera explicarlo, se sintió traicionado. Le indignaba su ausencia. No soportaba el hecho de que ella hubiera tomado la decisión arbitraria de desaparecer sin su aprobación. Imaginaba que había existido un pacto tácito e invisible entre ambos que dictaba que ella o él debían hacerse presentes en el campo a las cuatro de la tarde en punto todos los días y sin falta. Como en un pacto inquebrantable, infringirlo merecía toda la fuerza del castigo. Lo enfurecía. Sabía el por qué y a quién dirigir su ira. Quería verla y reclamarle, para gritarle bien fuerte que se fuera para siempre de su vida, que era una niña malcriada y tonta y que a él no le importaba en lo absoluto que haya decidido marcharse, que no volviera nunca más, que ahora sabía perfectamente por qué se perdía los fines de semana con sus amigos y que Lizbeth era “una chica especial” que jamás lo engañaría y que además era bonita y rica y que ella, La India, podía ser una mujer atractiva pero con problemas de promiscuidad y sexualidad discutible. Agazapado en la bahía de cedros y pinos, limpiándose con la camiseta el sudor de su furia, ideó la maniobra de averiguar el nombre de La India y el lugar donde ésta vivía. Pensó que con su nombre podría consolarlo y le haría el milagro, como en una invocación, si lo escribía una y otra vez en los cuadernos del colegio; necesitaba urgentemente su número de dirección, para no sufrir más por la desidia y pasar, “sin querer”, por las calles cercanas de su casa. En su desesperación, aquello resultaba relativamente fácil y factible. Pero en realidad nunca tuvo el coraje de preguntárselos a ninguno de sus amigos. Lizbeth y su orgullo se interponían. Reflexionó. Lo que estaba pensando era una soberana estupidez. Pero una tarde, mientras se gastaban bromas, alguien dijo algo sobre La India:

–La chica no es que sea lo que se diga bonita, pero es una genio con la pelota. La verdad es que es una lástima que viva en los bordos del río.

–¿Los bordos? ¿De cuál río? –preguntó Bobby.

–Te siento como ansioso –le dijo un amigo riendo con malicia-. No tienes ni la mínima oportunidad con ella. No es para ti. Déjala.

–Qué va –respondió Bobby agachando la cabeza mientras simulaba que arreglaba su camisa–. Ni lo sueñes. No es mi tipo.

Otro agregó, mientras se tronaba los dedos con el índice y levantaba las rodillas:

–Muchacho, no he sabido de nadie que se haya gastado los ojos más que tú.

–¿Pero qué dices? –replicó Bobby, increpado–. Mira a quién se lo dices. Llévatela suave conmigo, por favor. Tengo a Lizbeth, y es suficiente para mí.

–Lo cierto es que la chica es un culazo –dijo otro–. Un poco rara porque no afloja. Pero yo le doy. Digan lo que digan ustedes.

Bobby veía los rostros de cada de ellos y los encontraba perversos e insultantes.

–Tampoco es necesario que la insulten y se deshagan en morbo –salió al paso, molesto.

–Mira, Bobby –le contestó otro al fondo–. Ya lo has dicho. Tú, a tu Lizbeth. Es cierto que no hay nadie en kilómetros que tenga el talento de La India, porque, aceptémoslo, juega mejor que nosotros... Yo incluso me casaría con ella.

–Nunca la he visto jugar un tan solo partido –saltó a decir otro, poniéndolo en duda–. Macho, ¿dónde tienes la cabeza?

–Ya, ¡a callar! –siguió el del fondo–. Es lo que te digo, Bobby. La India vive en los bordos del Mecalapa y su papá hace fletes de arena con un caballo roñoso y recoge botes de plástico en las calles que luego envía en baronesa a la ciudad. Su casa es un basurero. Un mal partido a todas luces.

–¿Quieres ser tú el valiente?

El descubrimiento lo puso en llamas. ¡Qué decepcionante y desagradable era aquella revelación! La pobreza no era sexi, y, por desgracia, siempre cae de los cielos como una peste que lo contagia todo. Hay que huirle, sin remordimientos ni cobardías. En suma, que sus días de angustia no habían sido más que una bobería sentimental. ¿Qué demonios había estado pensando? Cerca de la calle donde vio alejarse a La India por última vez, como compadeciéndose de sí mismo por su gansada, exclamó la siguiente frase de manual: “El tiempo no espera a nadie, ni a reyes ni a campesinos. Hasta nunca, mujer”. Pero no lo dijo con la seguridad de un hombre.

El verano consumía los días con rapidez y la temporada de lluvias se acercaba. El cielo, límpido, no ofrecía signos de alivio y las calles, vaciadas, en cambio se cargaban de un vaho opresivo. Las habitaciones de las casas, de concreto la mayoría, se volvían espacios invivibles, y el sudor no daba cabida para acostarse en la cama. Bobby cogió sus tacos de fútbol, y se dirigió al centro deportivo. De un tiempo para acá, le molestaba que su corazón se empeñara en querer volver a verla. Pasaba los días intranquilo y se transformaba en un ser irritable ante la presencia de Lizbeth. Conocía el origen de sus desgracias, pero no quería destruir, subconscientemente, la única fuente de esperanzas que lo mantenía vivo. Paso a paso, con los dedos sujetados de los cordones, se acordaba de lo fastidiosa que se había vuelto su novia al no dejarlo en paz con sus mensajes de aplicación, con sus estúpidas fiestas de amigos encopetados que lo encumbraban como una gran promesa en sus mítines políticos donde abundaban la vil hipocresía y los abiertos vapulamientos; ya empezaba a darle motivos para repudiarla. Maduró la idea de que la costumbre surcaba caminos que eran difíciles de sepultar. La profundidad del alma en verdad era inescrutable para el ser humano. ¿En verdad necesitaba ver a la India para sentirse seguro y que sus días volvieran a la normalidad? ¿De qué se trataba todo esto a fin de cuentas? ¿De él o de ella? Con todo, su despedida abrupta no merecía tal desprecio, y deseaba verla por una última vez más, para disculparse como un caballero elegante y educado.

Mientras caminaba, se encontró con decenas de automóviles y motocicletas aparcados a lo largo de la calle. Ninguno de los autos era de las gentes del pueblo. Un gran evento se llevaba a cabo. Se escuchaba una gran algarabía desde cinco cuadras atrás. Le disgustó tanto alboroto. Llegó a los portones, lo empujó y lo cruzó con la vista baja, maldiciendo a su mala suerte. Otro día en el que sus suspiros se perdían en el aire. Cuando la levantó, los ojos no volvieron a despegarse de su horizonte; las pupilas comenzaron a dilatársele y, como una luz cegadora que se expande a velocidades infinitas por todo el espacio y choca violentamente contra algún oscuro objeto, su visión se detuvo. El cuerpo vibraba, el espíritu se conmovía. Ahí estaba La India, canteada de espaldas, en uniforme, el pie en el balón que dormía suavemente en la grama, emergiendo de una cálida y verdosa concha de mar, flanqueada por su séquito empíreo y cientos de aficionados que la vitoreaban; sus cabellos de oro se mecían por la lozanía de unos susurros que eran empujados por la acción del amor y la belleza. Bobby sintió que una dulce radiación sexual lo arrebujaba y aprehendía con deseo desmedido. Un piquetazo en la ingle lo hizo renquear. A pesar de su abjuración y discriminación pasadas, cayó rendido ante semejante visión de grandeza. Ya no era inmune. El duro cansancio de aquellas largas jornadas de insomnio y espera había terminado. Se le humedeció el canto de los ojos.

Por intuición, La India sintió su llegada. Se volteó para verlo y sonrió con una de esas risas budistas que creen que no deben preocuparse por el destino porque el Universo ya lo tiene todo predicho. Así es, era Bobby. Extrañaba su rostro simétrico y su mirada sincera. Lo veía ahí, petrificado, absorto, con sus hombros anchos recostados sobre el cerco de malla ciclón. Bobby, por su parte, comenzó a sentirse intimidado. En su mente, surgían conflictos irresolubles a los que él respondía con hacer un chiste de sí mismo. Por qué se volvía aletargado, corto de luces y estúpido. ¡Debe ser una broma, verdad? Por qué se le apocaba la claridad de los pensamientos. Los ojos de La India le recordaban la negra pesadez que lo abatió todas estas noches que regresaba solo a casa, añorándola. Ahora la tenía ahí, enfrente, como lo había estado soñando. Si en verdad era un chico audaz y temerario, nadie podía prohibirle que le manifestara con cuánta felicidad saltaba de alegría y amor su corazón ahora que la tenía enfrente. Cientos de gentes la acompañaban. Él las vio con terror. Por qué reían, se abrazaban y besaban groseramente, con sus mujeres de pechos grandes, nalgas gordas y sus hombres barrigones de caras satisfechas. ¿Cuál era la finalidad de su alegría y de su amor? ¿Por qué estaban ahí, para empezar? ¿Eran felices porque se amaban como hombres y mujeres superiores o realmente eran felices porque amaban a sus carnes voluptuosas, disolutas y sin esencia? ¿Conocen algo que esté más allá de su lascivia y de sus vicios? Su presencia le revolvía el estómago. Pero en qué estoy pensando. ¿A qué viene toda esta filosofía barata a la hora de la verdad? Ahí la tienes. Tómala. ¿Cuál es tu problema? ¿Ahora qué?

Sí, ¿y ahora qué, Bobby?

Suspiró de lo hondo. Al otro lado de la gradería una mano se agitaba con celeridad y fuerza. Luego dos manos y un chillido molesto. ¡Bobby, Bobby! Él no podía avizorar la identidad de aquella silueta. Los gritos eran tan altos y tan estridentes que hasta las jugadoras se voltearon para escucharlos. Una raya invisible cortaba a la multitud en dos. ¡Bobby, Bobby! Fue como si un ser perverso hubiera cogido y desgarrado el telón de una obra de teatro singular mientras destruía su excepcionalidad con furia maligna. La silueta pertenecía a la de su prometida Lizbeth. Por un instante Bobby recuperaba la cordura y se cuestionaba todo lo que hasta ahora creía saber y comprender. Meses atrás, hubiera sido imposible que anduviera por ahí lamentándose por La India, una mujer sin casta ni brillante futuro. ¿Qué me ha pasado? ¿Por qué sigo parado como un tonto aquí? ¿Qué pasará con Lizbeth? ¿Con su felicidad y la mía? ¿Es el amor una digna finalidad para mí? ¿Por qué se me desgarra el alma por una maldita...? ¡Maldición! ¡Malditos maricones de mierda! El dolor en el estómago seguía revolviéndose como un tornado. La India, acostumbrada a la presión de la sociedad, entendió su sufrimiento y supo que éste atravesaba por un momento de vacilación y angustia. Entendía que aquello era el peligro mayor. Hizo una jugada de ensueño, se dio un autopase y echó un gol digno de un Mundial que dejó boquiabierto al público entero, y entonces corrió hacia la portería con las manos empuñadas, golpeándose el pecho, y los ojos puestos en Bobby, a quien penetraba en lo más íntimo de su amor y padecimiento. Algo debe de andar mal en mi cerebro, Bobby, quizá sea el químico de tu amor en mis venas; lo puedo sentir en cada una de sus subidas, sentir todo el dolor. Me has intoxicado, Bobby. Tú tienes la culpa, Bobby, tú tienes la culpa. Apuntándolo con el índice, La India le dejaba claro que si quería poseer algo valioso y trascendental en la vida, tenía que convertirse en un hombre sin dudas que iba a por lo que amaba sin ver hacia atrás; que si buscaba una finalidad en el amor, ésta no necesariamente tenía que ver con la unión física de los cuerpos, un acto muchas veces egoísta, sino con la unión espiritual de dos almas, solas y despreciadas, pero vivas y conscientes, que se necesitan y conforman, no importara la condición de la materia y de los tiempos, el peligro, las humillaciones. En aquel jugo químico, nunca nada más será igual si no estaban juntos.

–¡Soy Alejandra! –le gritó con el corazón en la mano.

Bobby se echó para atrás. ¿Por qué La India se despojaba de su nombre para revelárselo a él, precisamente a él, que moría de la sed por ella y cuya gran necesidad de agua era tan inconmensurable como la de un hombre sediento que vaga perdido en las trabajosas dunas del desierto? Se le resecaron los labios; La India estaba ahí, entregándose, siendo honesta y con planes hacia el futuro, uno limitado, lleno de humillación y escasez, la verdad, pero al menos libre y dedicado. Bobby francamente no sabía qué hacer. Por momentos, sonreía como un tonto que no conoce el suelo que pisa, y en otros adoptaba una pose gallarda que gradualmente se transformaba en lastimera y confusa. Veía a Lizbeth abrirse paso y a La India como la gran estrella del evento, que se le entregaba, y a quien todo el mundo aupaba, y por ella reían viéndose asombrados entre sí mientras la aplaudían con euforia. No sabía si devolverle las miradas, gritar su nombre o aplaudirla con vehemencia. Lizbeth estaba cada vez más cerca. Eso lo fastidiaba. Pateó el suelo y le pegó puñetazos al cerco de malla ciclón. Es que no lo soporto más, se dijo. Sintió como si alguien apagaba la luz de la habitación. Dios, ayúdame. Solo alcanzaba a ver a Lizbeth que como una posesa se dirigía hacia él con los brazos alzados como los de una zombi y a La India con las manos en las rodillas mientras respiraba agitadamente. De pronto, sintió como si su cuerpo estuviera metido en un vial al que una máquina de rotación empujaba una y otra vez sin parar. Abatido, gritó con todas sus fuerzas:

–¡Maldición! –su voz iba adquiriendo un tono cavernoso y grave mientras se mordía los labios–: ¡Te odio!

Lo soltó. Finalmente lo dijo. Lizbeth se detuvo a mitad de línea del campo, con los ojos bien abiertos. Reía de la satisfacción; La India, en cambio, detuvo el balón, bajó la cabeza y pidió que le hicieran el cambio, para salir del juego. El golpe moral la había acallado y también al público. El match se detuvo. Bobby en verdad la había cagado. Tenía miedo, un gran miedo como el que jamás había sentido en su vida. Herido, abandonó corriendo el centro deportivo, decepcionado consigo mismo. La India lloraba en el banquillo, abrazada por sus compañeras, que la consolaban inútilmente, mientras el público, viendo la caída de su deidad, se echaba a llorar a su lado.

5. Chicchán



Las cosas se volverían difíciles con la llegada del invierno. Terribles informes auguraban muerte y destrucción. Los comerciantes lencas decían que el dios Hurakán estaba furioso porque una de sus hijas había sido humillada y que su hermano Cabrakán bajaría a la tierra por ella para hacerle justicia. El cura y el pastor se reían de semejantes tonterías porque no estaba escrito en la Biblia. Los ancianos del pueblo estaban inquietos. Habían sacado las cuentas y correspondía a este período el tercer ciclo desde su llegada al valle de la montaña, cuando hace cuarenta años los ríos les habían ayudado con la expulsión de las tribus autóctonas. Con su boca falta de dientes, cogiendo un poco de aire, informaban a las autoridades que se acercaba el ciclo del eterno retorno. Las mismas figuras y las mismas acciones. Al parecer, veinte tormentas horrorosas que nacían en el cabo de África amenazaban con romperlo todo. Al menos seis de ellas tendrían un impacto catastrófico en el pueblo. Se activaron los protocolos y comités de emergencia. A Bobby lo apostaron como líder de los equipos de rescate.

Las actividades recreativas y deportivas fueron suspendidas. A Bobby ya no le importaban. En pocas semanas, se había transfigurado en otra persona. Abandonó el equipo de fútbol, y ante la protesta de sus compañeros, dejó la capitanía. Tiene que ser así, se dijo con una respiración afectada. Mi felicidad no depende de un sueño de adolescentes sino de mi voluntad hombre. No retrocedería, nunca más. Comenzó a pasar los días en reuniones políticas organizadas en casa de su futuro suegro, quien lo apreciaba y lo tenía como su sucesor diplomático en el arte de gobernar, con Lizbeth siempre colgada del brazo. Ahora citaba a Cervantes. Era cierto que el tiempo siempre otorgaba salidas dulces a dificultades amargas. En medio de fiestas, aseguraba que era feliz y se hallaba contento de poder celebrar a la vida entre los suyos. Una inacabable caverna, profunda y nublosa, se interponía entre él y las úlceras provocadas por su pasado desdoblamiento. No quería recordar nada. Colgó los tacos y los escondió junto a los pantaloncillos en una abertura del cielo falso. El viejo Bobby estaba muerto.

La India también dejó de jugar al fútbol. Ella más que nadie entendía que las flores mueren y las promesas estaban para ser rotas. En un negocio de ropa usada compró unos vestidos, tallados del torso, llenos de flores, de ruedo largo y ancho. No dejaría que las suyas se marchitaran jamás. Era lo único que tenía de valioso. Sus amigas de equipo, aunque adoloridas por el abandono, la embellecían, aconsejándole sobre belleza y moda. Lo hago por mí, decía, y no por nadie más. Se mandó a depilar las cejas y compró cremas para restaurar su piel chamuscada por el inclemente sol. También decía que era inmensamente feliz. Incluso abandonó la choza del río y alquiló un cuarto en el centro del pueblo. Pero era sincera consigo mismo y sabía que no podía olvidarlo con facilidad. Recordaba con tierna perspectiva cómo en aquel partido descubría en él su intensa vehemencia de hombre. ¡Cuánto lo deseaba al recordarlo! Eso le bastaba para tener un buen día. No pelearía más contra el Universo. Si éste conspiraba en su contra, amén, que así sea. Se convencía de que ambos estaban destinados a no encontrarse nunca y aceptaba esta declaración sin gemidos. Mientras cerraba la puerta de su nuevo cuarto, comprendió que solo cerrando la puerta detrás de uno, se podían abrir ventanas que nos conducían la vista hacia un hermoso porvenir.

Aquella madrugada hizo un frío terrible como el que nunca. La gente se levantaba de las camas y se ponía a bailar para no congelarse; los niños, constipados, no dejaban de toser. Afuera, en el cielo, una neblina espesa y silenciosa los aplastaba con la monserga de un coloso irritable. Sentían que algo escalofriante estaba por ocurrir. Pronto se escuchó por el centro del pueblo el temible bramido de la patrulla del comité de emergencias municipal. Dos depresiones tropicales los amenazaban; les había llegado noticias de que en el occidente había estado lloviendo en las montañas por más de cinco días, aunque la lluvia era rala e intermitente. Pero en el pueblo no había caído una sola gota; el caudal de los ríos, si bien habían estado creciendo de a poco, no representaban peligro alguno.

Con el silencio de los corregidores, una retahíla de lencas se dejó ver en las faldas de la gran montaña. Una densa columna de humo ascendía abriéndose paso en medio de la neblina y el sonido uniforme y sentencioso de unos timbales.

–Hoy es el día de la compensación, los dioses antiguos bajarán con furia –les advirtió uno que había bajado al centro–. Huyan, salgan de aquí, si algo les queda de vergüenza y si en verdad aprecian su vida.

Nadie lo tomó en serio y lo consideraron un indígena resentido que aprovechaba la ocasión para lavarse las heridas con sus desgracias. Pero La India tuvo la sensatez de escucharlo y corrió por su papá. La advertencia se cumplió a la medianoche. Se liberó una gran tormenta y, de los tres ríos, el Comalapa, que bajaba del poniente, fue el primero en desbordarse con saña. Apoyado por gigantescas olas, se levantó y comenzó por arrasarlo todo a su paso. Con sus largos apéndices arrancaba de cuajo árboles, piedras y casas. La velocidad de la corriente hizo que la presión atmosférica disminuyera y un viento furioso empezó a cruzar el pueblo y a pegar contra la montaña, haciendo levantar los techos. Pero el gran desastre ocurría en los bordos. Las casas caían derribadas y algunas gentes se colgaban de los árboles para salvar la vida, en tanto que otros sucumbían a las aguas turbias, que los arrastraban y perdían bajo las crestas todavía gritando por auxilio. Era espantoso.

–¡Se salió el Comalapa! –escuchó Bobby decir a la criada, que se limpiaba las lágrimas con el delantal y temblaba de los nervios.

Una punzada le agujereó el corazón.

–¿El Comalapa, dices? –su rostro estaba estupefacto–. ¿Cómo, cuándo? ¿Quién te lo ha dicho? Ana, por favor, habla.

La criada asintió con timidez, incapaz de pronunciar una palabra. Los temores del pasado lo alcanzaban. “No, no, no así, no de esta manera. Si la pierdo, se pierden mis esperanzas y el hilo que nos une se corta. Luego la muerte”. Desenfrenado, se apersonó a la Estación de Bomberos, tomó la dirección y llamó a su gente. Estaba decidido a actuar. No dejaba de caminar de un lado a otro pensando en que La India vivía en sus orillas. Iría por ella, pasara lo que pasara. El aturdimiento era tal, que a sus compañeros les preocupaba su estado de salud. Un personero de la municipalidad, la encargada del comité de emergencia, espoleado por el equipo de trabajo, lo abordó:

–Bobby, lo siento. No podrás salir en este momento. Por protocolo, es improcedente...

–¡Qué el diablo me lleve! –le gritó Bobby, alzando los puños, encharcado–. ¿Qué se supone que deba hacer? ¿Morirme aquí sentado mientras el pueblo se hunde?

–Entiende, Bobby –le contestó el personero–. No es el momento. La situación se ha tornado demasiado peligrosa. El caudal y la fuerza del río siguen aumentando.

Bobby no esperó a que terminara la frase. Cogió un auto y salió con rumbo a los bordos. Se detuvo a trescientos metros de la casa de La India, cerca de la falda de la montaña y a dos pasos de un meandro. Se horrorizó, la casa había sido derribada desde sus cimientos y solo era posible ver el flujo enfurecido de la corriente.

–¡India! –gritó–. ¡India!

La visión para él fue impactante. Cayó hincado de rodillas. Nunca creyó que terminaría así. Mientras se lamentaba, escuchó el rugido de un estrépito. Por un momento, Bobby se mostró incrédulo, pero la realidad era innegable. Ante su estupefacción, se erigía un gigante de piedra y tierra que, poco a poco, iba tomando proporciones aún más voluminosas y humanas. Su garganta parecía la boca de una tortuga de la que salía un diluvio.

Desde la falda de la montaña podía escucharse la invocación de los lencas:

–¡Oh Cabrakán, desagravia tu atropello con sangre! ¡Oh Cabrakán, oh Cabrakán!

El dios de la montaña se paró de frente, con su torso inabarcable, su boca oscura y fangosa, presto a devorar a Bobby.

El escándalo llegó al centro del pueblo en formas de ondas que el vocerío de la gente horrorizada lanzaba con sendos gemidos. ¡Se cae la montaña, se cae la montaña! Cientos de personas chocaban unas a otras mientras escapaban envueltas en llanto y pavor por las calles bajo aquella borrasca sin fin.

–¡Bobby está muerto! –dijo un señor, empapado–. Le cayó encima el cerro del Comalapa.

Lizbeth se echó a llorar cuando su padre se lo contó. Aterrada, se vio incapaz de siquiera dar un paso y cayó desmayada. Una vez que mejoró, su padre le dijo:

–Voy a buscarlo. Puede que se haya aferrado a una rama y todavía se encuentre vivo.

–Llévame, papá –le pidió Lizbeth.

Juntos se condujeron al lugar acompañados por algunos mozos. Los caminos eran intransitables.

Cuando aquello llegó a los oídos de La India, ésta se detuvo y se paró en medio de la lluvia. Pasó un largo momento para que se diera cuenta de lo que ocurría en su cerebro. Cerró lentamente los ojos. ¿Te he decepcionado? ¿O te dejé un mal sabor de boca? Te marchas y me dejas sola.. No puedes hacerme esto.

Lo que antes era la falda del cerro ahora era un exorbitante abismo. Se había tragado la casa de la India y el asentamiento entero.

La India llegó corriendo, con la garganta adolorida y un dolor en el bazo. Comenzó a gritar:

–¡Bobby, Bobby, Bobby!

Pero no hubo respuestas. El abismo se agrandaba, pero era posible que, debido a este movimiento, Bobby se encontrara en la superficie de la hondura. A gatas, decidió acercarse a la orilla.

–¡Bobby, Bobby, Bobby!

El dios cojo se le configuraba de frente. Lo doblegaba todo con su furor, arrastrando consigo la sintonía progresiva y aterradora que emanaba de los timbales lencas.

–¡Oh Hurakán, aquí está tu virgen deshonrada! ¡Oh Hurakán, desde el cielo baja y arremete contra la injusticia de los hombres!

La India escuchó el murmullo de los indígenas.

–¡No! –les gritó–. ¡No, no, no! No puedes vengarte cobrándote con sangre. ¿Qué clase de dios eres? ¡Mira! ¡Mi amado yace en el fondo del abismo! ¿Crees que esto es justo para mí? ¡Devuélvemelo!

Los lencas, en trance, le respondían por medio de las corrientes del vendaval.

–¡Yo soy Hurakán, el Corazón del Cielo. Cuando los dioses se reunieron para crear el mundo, yo estaba ahí para crearlo. Yo mismo lo destruí dos veces junto a mi hermano Cabrakán, con inundaciones y fuego. ¿Quién eres tú, sierva, para cuestionarme? ¿Qué sabes tú para hacerme ver lo qué es o no de provecho?

La India no podía dejar de llorar. Tampoco sabía cómo responder.

–No lo sé –dijo finalmente La India, derrotada–. Soy solo una mujer, partida por la mitad. La otra parte de mí yace muerta en la oscuridad de ese precipicio.

Hurakán veía a Ixbalanqué que clamaba por el alma de su gemelo Hunahpú. A Pixán resurgir de las cenizas del fuego por amor a Cancoh desde la Casa de Hum-Camé y Vucu Camé. Un torbellino partió en dos los cielos. Un trueno hizo retumbar la montaña.

–Así sea –dijo Hurakán.

Cuando Lizbeth llegó, vio a La India con la vista pegada en el cielo, envuelta por turbias ráfagas de viento que la azotaban con ramas, agua y tierra. Apenas podía sostenerse en pie, pero arengaba a la nada con fuerza.

–No salgas –le gritó su padre a Lizbeth–. El ambiente es hostil y algo suelto podría derribarte. ¿Pero qué hace esa niña en medio de este cataclismo? –acabó exclamando del asombro y el miedo cuando vio la silueta borrosa de La India–. ¿Se ha vuelto loca? Saldré por ella ahora mismo.

–¡No! –le recriminó Lizbeth–. ¡Déjala! No es tu asunto. Tampoco yo quiero perderte.

–¿Pero y Bobby? –le preguntó mientras colocaba su cabeza en el timón del auto–. ¿Qué pasará con Bobby?

–Fue su elección, papá –dijo fríamente al tiempo que sostenía la mirada en La India–. Vámonos. Qué los equipos de rescate hagan su trabajo.

Los timbales tocaron a un ritmo de dos a cuatro tiempos. “Cuerpo por cuerpo, alma por alma”. La sintonía surcaba el aire de manera ajustada y muy rítmica, esparciendo un conjuro de descargo y expiación.

El torbellino bajó y azotó de lleno el cuerpo de La India, que cayó violentamente a tierra, mientras una masa de barro se le descubría, cerca del borde del abismo. ¿Por qué lloras, niña, por qué se aflige tu corazón? Ven, levántate. Se alzó con los codos; sintió que una mano la cogía de la muñeca, sujetándola con fuerza; la tomó y jaló cómo pudo. Un hombre salía arrastrado del légamo, dando una gran boconada de aire.

–India…

Era Bobby.

La calma había llegado. Se fundieron en un sólo abrazo, en el absoluto silencio. Un balón de fútbol, arrastrado por la corriente, remontó las aguas y les alcanzó los pies, sellando su unión. Sus cuerpos no existían más que en sus miradas.

Unos peñascos de lo alto de la montaña se desgajaron por la fuerza de Hurakán y taparon el abismo que su hermano Cabrakán había abierto. El sentencioso son de los timbales lencas se detuvo; el humo gris de las fogatas desapareció. El dios no los había resarcido de su venganza, pero estaban orgullosos de lo que habían hecho por su diosa maya.

La India y Bobby jamás creyeron que se encontrarían en los labios del otro. Una muchedumbre desesperada y bulliciosa llegaba a rescatarlos. Quedaron asombrados. Los gemelos coléricos habían perdonado al pueblo, dejándolo intacto y volvían al Xibalbá. Un rojo amanecer daba paso a un sol esplendoroso y amarillento que salía para iluminarlos a todos. Y sí, estaban destinados a ser uno mismo. Desde el inicio de los tiempos. Por siempre.


[Stop! Turn it off!…---------------------------------------------------------------------------------------]




FIN




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