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Cyber - El ente robótico - Final - Fictograma
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Cyber - El ente robótico - Final

Avatar de Valentino-Prádena

Valentino-Prádena

Publicado el 2025-06-30 13:15:48 | Vistas 245
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Namia, que había estado disparando desde el agujero, al ver aquel gigante metálico romper y arrancar impetuosamente las rocas de las paredes, gritó del espanto y salió huyendo, por lo que logró eludir el derrumbe. Yo tronaba de la ira, y los bramidos que escapaban de la válvula del Argifonte amedrentaron a su grupo, que retrocedió disparando sus armas; estaban horrorizados de comprobar que era inmune a sus ataques y corrían como locos fuera de la cueva. A sus espaldas, yo estiraba mis brazos luengamente, alargando lo más que podía la cadena del magual que sujetaba una maza llena de púas, con la que iba destrozando las cabezas de los mercenarios que corrían delante de mí. Los abatía por detrás y los aventaba contra las paredes, aplastándolos. Pronto se formó un riachuelo de sangre y sesos que desembocaba en las dunas. Vi a Namia correr por ellas. «¡Ahí estás, perro maldito! », exclamé indignado, «¡Hoy es el día de tu muerte! ¡Esto va por la memoria del profesor y de Hasán!». Saqué el arco y lo tensé: le dejé ir en limpio una flecha de acero, pero el muy astuto tropezó, salvando con ello la vida. Me encolericé.

Sabiéndome poderoso e incontenible, seguí tras sus huellas, sin embargo, el peso del robot retrasaba considerablemente la marcha. Namia se escondió en una de las colinas; yo había alcanzado los páramos, y gozaba de una panorámica muy ventajosa para los sentidos, pero perjudicial en la táctica. Con todo, ya comido por la gangrena, ya a las puertas de la muerte, estimaba que, a pesar de mi malísima posición (debajo de las colinas y a campo abierto), aquel sería mi día de redención y gloria. El Argifonte me ofrecía una sensación de seguridad como nunca la había sentido en mi vida, aunque las piernas se me habían adormecido por completo. ¡Qué importa! ¡Me siento fuerte, y no las necesito!

Parado en medio de las arenas, fulgente por el sol del desierto, levantando el brazo en toda su prolongación, dando vueltas vertiginosas a la pesada maza, que dejaba caer sobre las peñas de cuando en cuando para infundir temor, vi el destacamento mercenario formado en columnas salir a mí encuentro.

–¡Los acabaré! –me dije, indignado.

Se formó una cortina de polvo que escondió por un momento a sus jeeps artillados con morteros que circulaban entre sus filas. ¡Bastardos, aun con sus carros de combate en orden de batalla, los arrasaré! Estaba enloquecido, y partí al lance. ¡Ibas a ser una carnicería brutal! Advertí, a mi paso, que las colinas empezaban a poblarse; busqué a Namia en los pináculos. Él era el que más me importaba, mi objetivo único, el chivo que expiaría mis penas.

Justo cuando iba a desatarse el ataque, emprendí a carreras con el magual y escuché un gritó a la distancia, desde lo alto; elevé el rostro: era la voz del chacal que hacía señas a los conductores de los carros artillados y ordenaba la utilización de morteros. Bajé el magual. Volví a tomar el arco y pensé que lo tenía a tiro de piedra. Una lluvia de cañonazos, me acometió; debido a mi furor, todos mis sentidos se agudizaron, y veía llegar los bólidos en una sucesión lentísima, rígidos en el espacio y tiempo, adivinando entonces la orientación de sus rutas, que logré esquivar con presteza, a pesar de mi peso y estatura.

–¡Ahora verán, malditos! –y tensé el arco.

Dirigí mis flechas hacia los carros, a los que atravesé sin resistencia, haciéndoles estallar tras el contacto violento del metal contra metal. Los muy cobardes de los mercenarios, dándose cuenta de mi fiera llegada, huyeron en estampida, desorganizando las filas, error que aproveché para enfrentar lo que quedaba de sus columnas. Arremetí con el magual. Fue en verdad un gran baño de sangre. A cada golpe de maza, los hombres salían expelidos como muñecos. Sus metrallas era inocuas contra el duro y milenario acero del Argifonte.

Namia estaba deseoso de abatirme desde las alturas, pero temía que con ello asesinar a sus propios hombres, que luchaban en los llanos. No me detuve en un sólo segundo. Golpeaba y golpeaba en medio del ruido ensordecedor y demolí por completo sus carros y sus hombres, miembro a miembro, hasta que me percaté de que nadaba en una roja laguna de plasma. Desenvainé la espada y empecé a cortar cabeza por cabeza; las cogí apelotonándolas en un mismo fajo y, alzándolas como un gladiador de circo romano, se las mostré a Namia en un acto de bárbara crueldad.

Lo vi dar la orden de contraataque desde los picos, y lo que sucedió luego fue uno de los acribillamientos a campo abierto más brutales que se haya visto: las tropas que se escondían en las colinas, descendieron disparando sus fusiles a discreción, y era tan intensa la potencia de sus balas, que éstas me hacían retroceder el paso, a la vez que iban derruyendo el acero de mi coraza. La verdad era que a mí eso me tenía sin cuidado; mi corazón ardía, y el adormecimiento en las piernas progresaba (casi llegaba a la cintura), causándome una especie de sueño, de fatiga, que empezaba a doblegarme. Como una luz repentina que chispea en la noche, me di cuenta de que no podría alcanzar la cima donde se hallaba Namia, hecho que en verdad hacía decaer mis ánimos, pues toda aquella entereza había surgido de la imperiosa necesidad de aplacar las desdichas en la odiosa figura de su persona. Tres tanquetas de fabricación rusa aparecieron en mi horizonte.

Me atacaron sin piedad con sus obuses de 50 milímetros que pronto me precipitaron a tierra. Namia y sus hombres seguían bajando, gritando eufóricos, prestos a aniquilarme. El acero del Argifonte, horadado, se debilitaba. Luchaba por incorporarme; ya no era posible. El fuego mercenario estaba a metros de mí. Necesitaba recobrar coraje, así que volví a poner la música en Il Millione, ubicado a un costado del casco:



In the warrior's code, there's no surrender


Though his body says stop, his spirit cries never


Deep in our soul a quiet ember


Knows it's you against you


It’s the paradox that drives us on


It's a battle of wills, in the heat of attack


It's the passion that kills


The victory is yours alone



Tumbado, incapaz de luchar, no hice más que perderme en la música, pensando en que al menos caía con honor y que había vengado la sangre y memoria del profesor y Hasán, arrasando a la mitad de la horda. Un ligero pensamiento se me cruzó por la mente: sí, ya podía morir tranquilo. Las tanquetas se alinearon detrás del gentío que me agredía en plena llanura, quizá gozando del cruento espectáculo. El caos era total. Sin saber cómo ni cuando, pronto me vi riendo, riendo y cantando a gritos, gritando los nombres de papá y mamá, con las lágrimas en los ojos. La histeria se había apoderado de mí. Veía a la muerte llegar de frente. Más que un cruento espectáculo, era uno lastimero. Sólo a un idiota se le hubiera ocurrido enfrentar a un ejercito de hombres armados, ¡y él solo! Volvía a reírme de mí mismo y de mi suerte.

Esto acontecía en una cadena de pensamientos inconexos, pero que, por momentos y de alguna manera, se conectaban entre sí para formar un todo coherente. Por eso reía en unas y lloraba en otras. De cara al sol, trémulo por los impactos de bala, volvía a preguntarme: ¿a dónde iré después de muerto? ¿Al cielo, al infierno, o a ningún lugar? ¿Por qué me preocupaba de tales cosas en este momento? ¿Será verdad que en el fondo, a pesar de toda la erudición humana adquirida, sí creía en un dios antropomorfo, repartidor de gozo y castigo? ¿Temía entonces, en lo recóndito, que la ciencia humana estuviera errada en sus concepciones? Era un humano, y los humanos decimos “Sí, así es, y no hay ninguna duda” por la mañana y “No, no recuerdo haber dicho tal cosa” por la tarde.

Tirado en el suelo, me dejaba inmolar por la horda. En eso vi a Namia marchar delante del destacamento. Otra vez mis ánimos se vigorizaron. Quise elevarme, pero la violencia era implacable, sin darme la oportunidad de siquiera mover un dedo. Cogí el arco, como pude, pero fue imposible hacer algo. Estaba finalmente derrotado. No había más que hacer. Pronto aquellas bestias abrirían el compartimiento del Argifonte y darían con mi persona. Lloraba a mares, desconsolado.

De presto escuché, por el parlante, trompetas y redobles de batería irrumpir con fuerza en mis oídos, acompañadas de un rugido guerrero que surgía del núcleo de la melodía:


I get up


And nothing gets me down


You got it tough


I’ve seen the toughest around


And I know, baby, just how you feel


You got to roll with the punches


To get to what’s real


[…]



Después un arpegio de guitarras eléctricas se agitaba en una espiral acompasada:



Might as well jump


Jump!


Might as well jump


Go ahead, jump


Jump!


Go ahead, jump


Aaaohh! Hey you! (Who said that?)


Baby, how you been?


You say you don’t know


You won’t know


Until we begin


[…]



–¿Ochentero, eh? –escuché sorprendido, a la vez que veía una portentosa figura saltar por arriba de la cabeza, a un metro de mí–. ¡Ponle atención, querido, sólo escucha ese grito de guerra!

–¿Van Halen? –dije mecánicamente.

–¡Salta, salta, salta, Basilio! Ja, ja, ja.

–¡Darayary! –¿Tú aquí…cómo? ¿No estabas tú en Heidelberg? ¡Ay, amigo, cuán oportuna es tu llegada!

–¡Escucha esa guitarra, querido! ¿No es acaso genial? ¡Ánimo, ánimo, ánimo!

»Recibí tu email, Basilio, mientras hacía mi exposición en la Feria Tecnológica de Bombay. ¿Recuerdas que te dije que iría? ¡Me ha estado yendo súper bien! La agenda lleva trazas de quedar en primer lugar como “Mejor Invento Futurista”. Dicen que en diez años podría revolucionar al mundo. No lo sé…

–¡Oh, cuánto me alegro, amigo! Te daría un abrazo de felicitación si esta lluvia de balas no me impidiera levantarme.

–Descuida, que yo me encargaré de esto ahora mismo… Por cierto, ya que hablas de felicitar, déjame que lo haga yo primero. ¡Tú hallazgo me ha dejado boquiabierto, Basilio! Vi las fotografías del autómata, e inmediatamente decidí partir del lugar para verlo con mis propios ojos, ¡y ahora que lo estoy viendo, me parece extraordinario, extraordinario!

–Es una lástima que no hayas podido contemplarlo antes de la batalla… Ahora está completamente destruido… Como ves, estas hordas me tienen pendiendo de un hilo…

–Dime, ¿al menos el profesor Leakey está bien? ¿Dónde está?

–Está muerto.

–¿Muerto? ¡Oh, Trimurti bendita! ¡No puedo creer lo que me estás diciendo! No es posible…!

–Sí…, yo también estoy muriendo, Darayary… La gangrena me consume las piernas.

–¡Qué dices! ¡No, hermano, tú no morirás hoy…! –y se apresuró a levantarme; un mortero me suspendió por los aires–. ¡Basilio! ¡No…!

Surqué las dunas y caí boca arriba en la arena, ya destartalado. Estaba gravemente herido: uno de mis brazos, apenas sujetado por trinchados tendones, colgaba del tronco. Darayary se espantó al verme atrapado en medio del fuego y humo que salían del Argifonte.

–¡Oh, Mahâdeva, Trilochana, santo Mahâ Yoguî! ¡Oh, sí, tú, Shiva, dios de primer orden, de carácter Destructor, elevado más allá que Vichnú, sí, tú, el Conservador, que destruyes sólo para regenerar en un plano superior, yo, Darayary, me plego a tu memoria! Dame en la mano la sangre de los enemigos que están delante de mí, atacándome –dicho esto, cogiendo el magual, en tres largos y altísimos saltos, cayó encima de las tanquetas.

Desde el suelo polvoriento, en medio de la lluvia de balas, pude distinguir la regia fisonomía de Darayary, acordándome del día en que lo dejé en el laboratorio de la universidad. Pero esta vez, a diferencia de aquélla, todo él semejaba un robot antes que un ser humano, pues difícilmente podría vérsele siquiera un pedazo de piel al viento. Estaba embutido en una armadura pintada de un color azulado; su cabeza, grave y gallarda, adornada por un casco que tenía labrado un tercer ojo en el centro, centelleaba en haces luminosos; el tronco, protegido por gruesos y musculosos relieves, me recordaba a los viejos guerreros hindúes; blandía sus brazos metálicos, vastos y poderosos, a vistas de la caterva, dando golpes a las ruedas de caucho de las tanquetas; sus piernas se sostenían sobre plataformas que acababan en unos enormes pies con forma de garfio, los que le ayudaban a dar grandes saltos de altura. Era simplemente una quimera tecnológica. Tristemente para ambos, a pesar de la técnica, la fuerza numérica del ataque enemigo era superior a la nuestra.

Después de anular el movimiento de las tanquetas, las atenazó con sus inmensas garras y, presionando sus garfios contra el piso, las volcó. Entonces acometió con el magual contra los milicianos y, tal como lo hube hecho minutos antes, empezó a derribarlos a raudales. Los gritos eran aterradores, apocalípticos. El chacal se apartó del grupo y escapó hacia las colinas, desde donde apareció apuntando a Darayary con un lanzagranadas.

El ataque de Darayary atrajo la atención mercenaria, que enfocó sus metrallas en él, circunstancia que aproveché para levantarme, aunque muy tarde. Namia lanzó una granada que golpeó de lleno el pecho de Darayary, y éste, volando por encima de la horda, desdoblado, se desmoronó en estrépitos por el suelo, inconsciente. Yo ya me había puesto de pie, más ardoroso que nunca, prendido el arco en la mano izquierda, la herida, tensando su larga cuerda con mis últimas fuerzas.

–¡Namia, eres mío! –grité, soltando el cordel, que empujó la saeta con toda la pasión contenida en mi alma.

Namia, que observaba con júbilo el cuerpo de mi amigo tirado a la intemperie, giró la cabeza en busca del alarido, y entonces mi flecha acerada lo partió en dos enfrente de sus guerreros. Éstos, sorprendidos por el atroz despedazamiento, escaparon alejándose muy despavoridos y trastornados. Apenas pude alcanzar a verlos atizar el polvo, ya que, extenuado, flojo el espíritu, me dejé caer en la arena.

«No más sangre», susurré, cerrando los ojos, frígido por la atrición que ya empezaba a inundármelos. «No más sangre…Basta, basta, basta…».

La victoria había sido sólo mía; el costo, no obstante, era demasiado alto. Sufría unos dolores insoportables más allá de los miembros. No gemía, sino que aguantaba el sufrimiento, resignado. Hice una exploración de mi estado físico. Todo andaba mal, muy mal. No tenía ya piernas, sino órganos encancerados y hediondos que comían vivo, en un insufrible alargue de la agonía. El brazo izquierdo, después del último lance, pendía de unas cuantas fibras nerviosas, y estaba prácticamente cortado. Nada ni nadie podía salvarme.

Con todo, me sentía feliz, aliviado, y a diferencia de antes, aceptaba gustoso el hecho de morir. No sé por qué, pero estaba satisfecho conmigo mismo, como si hubiera aprobado con excelencia académica un examen de tipografía comparada. Ja, ja. El Argifonte no existía más sino como un bulto de chatarra, sin vestigios de su esplendor y belleza. El motor a vapor, para mi asombro, seguía funcionando, lo que daba una muestra de su imponente naturaleza. De igual manera, yo era incapaz de realizar cualquier movimiento, en unas por el desbarajuste del robot y en otras por mi calamitoso estado de salud. Por suerte, de aquí en adelante, no tendría de qué preocuparme o sufrir en este mundo. ¡Qué bálsamo!

Veía el cielo, azulado, inmenso, y me daba la impresión de que podría caerme encima. Ja, ja. Quedaba viéndolo, fijo, aunando mente y cuerpo, escrutando en la profundidad de sus misterios, comparando sus largas distancias con la infinidad de estrellas que lo pueblan. ¡Tan vasto e inescrutable es! Tercera vuelta de tuerca. ¡Cómo había sido posible que algo así pudiera existir! ¡Tendría conocimiento el Universo de su propia existencia! ¿Podría ser capaz de analizarse él mismo –como lo hago yo en las noches de desvelo–, muy a pesar de su ilimitado tamaño, y lo que es más interrogador, de detectar las cosas que podrían afectarle a futuro? ¡Qué es en sí el Universo! ¿Un organismo, con una personalidad y objetivos únicos, o es simplemente una sucesión de espacio, tiempo, materia, derivados de una densidad infinita, carente de racionalidad? ¡Bah, qué importan estas cosas! Es hora de descansar.

Escuché una voz conocida que se acercaba: Darayary había recobrado el entendimiento.

–¡Basilio, Basilio…! –Estaba jadeante. –¿Estás bien?

–No, hermano, no. Muero.

–¿Quién dijo muerte?

–Sí, ¡quién dijo muerte!

–¿Qué es lo que tienes, hermano?

–Es la gangrena, Darayary...

–Déjame sacarte del autómata.

–Se llama Argifonte.

–¿Argifonte?

–Sí, así lo llamó su creador.

–Cierto; lo olvidaba. ¿Quién fue?

–Herón de Alejandría.

–¿Herón?

–Sí… Espera, Darayary, no me saques de él todavía… Quisiera morir aquí adentro…

–No, no, Basilio… ¡Vamos, andando, que no hay que dejar espacio al desánimo!

Abrió el escotillón, me haló con sus grandes manazas, recostándome sobre la arena.

–Cyber… –susurré al verlo, mientras me cargaba en sus brazos–. Ese fue el nombre que te di aquella vez cuando estábamos en el Laboratorio. ¿Te acuerdas? ¡Ay, cómo duele!

–Sí… perdona, amigo, no quise lastimarte… ¡Cyber! Sí, sí, me acuerdo muy bien, Basilio.

Advertí en el rostro de Darayary las dimensiones de mi tragedia.

–Bueno, amigo mío –dije, sintiendo una opresión en el pecho–, no me puedo quejar de la vida. Tú, con quien pasé mucho tiempo en la escuela, estás a mi lado en la hora de mi muerte. ¿Quieres saber una cosa, Darayary? No le temo a la huesuda.

–Ja, ja… –rió forzadamente el otro, gimoteando–. Ya te lo dije, hermano: hoy no es tu día. Vivirás más que yo…

–No me hagas reír, amigo… Bueno, sí, cuéntame cosas graciosas para irme contento…

–Espera… ¿Me dijiste que era la gangrena la que te estaba matando?

–Deja eso ya, Darayary.

–¿Sabes que podrías salvarte si te amputara las piernas?

–No quiero ser un invalido, Darayary… ¡Mírame! ¡Cómo podría vivir en este mundo sin piernas ni brazos!

No mentía. De todas las cosas que he temido por siempre, la que más me horroriza es quizá la de quedar inválido o mutilado, ya sea por enfermedad o por accidente. Odio la dependencia. Necesito ser libre, como el viento, y ahora que Darayary me hacía semejante proposición, casi estallaba de furia. ¡No! ¡Nunca! ¡Qué espectáculo más grotesco sería el ver un hombre sólo con tronco y cabeza!

–No me importa, Basilio –objetó Darayary–, no me importa lo que pienses ahora… ¡Te salvaré, aun cuando te niegues a vivir! –y corrió a desenvainar la espada del Argifonte.

»Sé que me lo agradecerás con el tiempo –dijo, aproximándose.

Lo veía venir con la espada en la mano. Me espanté de pensar que me cortaría las piernas, convirtiéndome así en un monstruo. Estaba aterrado. No viviría para escuchar las exclamaciones de lástima de mis compañeros, ni para que me trataran como a un condenado. ¡No! Ya estaba en paz con el cielo mismo. Debía dejarme morir.

–¡No, Darayary, no! Te prohíbo…

–Lo siento, Basilio… lo siento... –dijo éste sollozando.

Levantó la enorme espada, y ya empezaba a caer, reluciente, cuando voces atronadoras nos sorprendieron. Un tanque Abrams nos salió al paso.

–¡Go, rats, go! ¡Go, go, go, go…!

Eran las Ratas del Desierto del ejército norteamericano que habían sido advertidas por los comandos de reconocimiento, mientras avanzaban en convoyes rumbo a Mosul; al vernos flotar en aquel mare mágnum de cuerpos ensangrentados, pegaron unos gritos de horror y desconcierto. Nos detuvieron.

–¡Dios mío! –vociferó turbado un oficial de las Boinas Verdes–. ¡Esto es dantesco! ¡Qué alguien me diga qué demonios ocurrió aquí! –demandó atónito, escandalizado desde la ventanilla de su Humbee–. ¿Quiénes o qué demonios son ustedes?

No creo imprescindible narrar los hechos posteriores a esta pregunta. Basta con decir que fui enviado a un hospital militar en Basora, donde me amputaron las piernas y un brazo, en tanto que a Darayary le fueron sanadas las heridas del pecho. Se nos pidió, ante una Junta del Estado Mayor, una relación justificada de los eventos.

Aun con todas mis desgracias, fuimos acusados de graves crímenes contra la humanidad. Sin embargo, gracias a la brillante defensa de mi amigo «Chief», el abogado que se doctoró en ciencias políticas, y que después del juicio se volvió excepcionalmente famoso en la vida política del estado norteño de Ohio –lo que le valió el agrado popular para lanzarse en las elecciones como Gobernador–, fuimos eximidos de los delitos, reinstituyéndosenos nuestros derechos civiles. Incluso Darayary, después que el ejército y el gobierno reconocieran su inocencia, así como su gran ingenio tecnológico, fue invitado a servir en la Armada, pero se negó hasta que hubiera finalizado sus estudios sobre robótica.

El cuerpo del profesor Leakey, a quien lloré profusamente, fue rescatado y enterrado con todos los honores en Toledo, su pueblo natal, cerca de Akron, al norte de Heidelberg. Las autoridades universitarias publicaron sus monografías en la revista National Geographic, entregando al público mundial una deliciosa gama de relatos mitológicos –abriendo debates y nuevas interpretaciones entre los eruditos del tema– muy cantados en el mundo Antiguo. Hace poco el ejército lo condecoró póstumamente con la medalla Corazón Púrpura, que honra a los héroes caídos en la guerra. La universidad otorgó un Honoris Causa a Hasán, mi muy amado amigo, por los servicios prestados a la ciencia arqueológica; fue enterrado en Siria, al lado de sus queridos, conforme a los ritos nizaríes.

Poco después de los acontecimientos que acabo de relatar, por supuesto que no acepté el hecho de quedarme tirado en una cama. No. Días siguientes al juicio, Darayary volvió a retomar sus estudios en Heidelberg, y gracias a él y al profesor John Domingo, ahora tengo una nueva vida, un mundo totalmente nuevo, muy frío para los sentidos humanos. No es fácil ser como yo; cuando lo pienso, me da pena saber que vivo embrollado en una perenne tragicomedia.

Primero me adaptaron las piernas de garfio, aunque modificadas estéticamente a mi gusto de humano, a la vez que mi brazo de carne y hueso acabó siendo remplazado por uno robótico. Al principio me sentía incomodo, incluso sufrí algunas fiebres que me mantuvieron en cama durante algunas semanas, aparte de la depresión que me abatió por días a causa de mi macabro aspecto. Mas con el paso de las temporadas, fui aceptándome sicológicamente, y pronto descubrí que tanto las piernas como el brazo robóticos resultaban mejores herramientas que las otorgadas por la Naturaleza. Era más hábil, más fuerte, más seguro de mí mismo, aunque de forma desigual, cuando las utilizaba.

No pasó mucho tiempo para que le pidiera a Darayary y al profesor Domingo acometer una de las empresas más aventuradas de este siglo: el de convertirme en un ser más allá del cibernético, sí, el de transformarme enteramente en un robot, en uno que no pudiera depender de ningún órgano vivo. La tarea parecía imposible, inhumana, inmoral en todos los aspectos, pero utilitaria. En quince años, tras amputaciones dolorosas, creación de hardware y software singulares, aparte de un líquido bioquímico especial para preservar mi cerebro –único órgano incapaz de extirpar– me convertí en el primer ser robótico sobre esta Tierra.

Sí, estoy a pasitos de la inmortalidad, no legendaria, sino física. Nada en mí envejece, salvo mi cerebro, al que, por cierto, hemos ido añadiendo componentes electrónicos por partes, de lóbulo a lóbulo, de hemisferio a hemisferio, para que se acostumbre a cualquier otro tipo de injerto, o a la próxima transición de la base de datos recopilados por el órgano a una completamente virtual, electrónica. Ahora sé que tengo todo el tiempo del mundo, que ya no estoy atado a las necesidades fisiológicas humanas –tanto el motor que se encarga de darle vida a mi cuerpo, los componentes, y las partes cerebrales ya cibernéticas, como las que controlan los sistemas simpáticos y parasimpáticos, utilizan como fuente de energía el hidrógeno–, ni a sus pasiones, y reflexiono sobre las preguntas que me hice cuando estaba atrapado en el monte Kalah Shergat. ¿Existe Dios? ¿Qué cosa es el Universo y cuáles son sus propósitos? ¿Qué objetivos persigue la Ciencia? ¿Cuáles son mis designios en esta Tierra?

No me explayaré en argumentos filosóficos sofisticados; de nada sirven. Sólo diré que el Universo es un organismo vivo –no, no estoy empleando analogías–, como yo, joven aún, que crece, segundo a segundo, pero que de igual manera irá envejeciendo, a causa de la entropía, en una ineludible flecha del tiempo que, dentro de miles de millones de años, lo llevará a la muerte. Si es un organismo vivo, ¿qué objetivos persigue? Los mismos que persiguen todos los seres que lo constituyen, nosotros incluidos: no desea morir. Y para evitar esto, debe perfeccionarse a sí mismo. Ese afán de perfeccionamiento, que es universal, es lo que llamamos instinto, esa flama que nos impulsa, que nos lleva a crear artificios como el Argifonte para conservar la vida, pero que todavía no entendemos ni sabemos utilizar a cabalidad. De igual forma, el Universo, siendo un ente consciente, que vive y se encuentra en estado de permanente acción, crea seres –como nosotros– que le ayudarán a alcanzar dicho estado, evitando así su caída.

He pensado mucho en las palabras de Hasán: «Dios y yo somos uno en un mismo pueblo». Es cierto: el Universo y yo somos uno en un mismo cuerpo, y puedo sentirlo en mi interior, como cualquiera puede hacerlo, porque hemos sido creados del mismo polvo galáctico. Es también imperfecto, pues a todas luces puede apreciarse de que no hay nada perfecto en esta realidad física, ¿o sí? Esta es una verdad, aunque dura, irrefutable. Aun los que defienden acérrimamente la idea de un Dios perfecto son incapaces de sostenerla, pues ¿cómo podría engendrarse imperfección de la perfección absoluta? Es imposible: si tal cosa ocurriera, entonces no es tan perfecto.

¿Cómo evitará cualquier organismo su muerte? Estudiándose a sí mismo sistemáticamente, buscando las fallas que lo llevan a la extinción, encontrando soluciones apropiadas para enmendar tales aberraciones, en otras palabras, haciendo Ciencia. Ésta, a su vez, produce una cosa más: Unidad, Totalidad, Divinidad Única. Suena místico, lo sé, pero no puedo evitarlo.

Puedo escuchar su voz en lo profundo de mi ser, ahora que me deslizo a orillas del Eire, diciéndome: Basilio, tú, aunque pequeño, eres yo, ni más ni menos, pues me totalizas, so pena de que no lo entiendas ni de que te comprendas a ti mismo. Eres un universo vivo dentro del Universo. ¿No es acaso cierto esto? Entonces entendí, en definitiva, los propósitos que debía alcanzar en la vida, en esta realidad que nos toca vivir: la perfección, en todos los sentidos. Pero no estoy hablando de una perfección moralista, sino práctica, basada en principios científicos, los únicos que, por su objetividad, pueden ayudarnos a encontrar la verdad, aunque para ellos debamos sufrir la pedantería de sus divulgadores, mas no de sus creadores, hombres siempre humildes. Se perfecciona un ser cuando empieza a cuestionar su existencia y la de sus vecinos, cuando en sus ansias de querer encontrar respuestas a esas preguntas recorre un camino doloroso que termina casi por enloquecerlo, enviándolo al fondo de los abismos, pero que finalmente otorga sus frutos al descubrir que no hay mejor respuesta que aprender de sí mismo y sus semejantes, para alcanzar ese estado de elevación necesaria que perpetuará la vida de esta Totalidad Suprema, si bien compleja, que es nuestro Universo.

Sé que mis manos están manchadas de sangre, lo sé, y que ha sido lo más estúpido y vergonzoso que pude haber hecho, pues la muerte de un organismo vivo es el pecado capital más grave de todos. Me arrepiento, sí, me arrepiento con toda el alma y sinceridad inimaginables; mas sabré indemnizar estos lamentables hechos ahora que conozco los propósitos que debo perseguir. Sí, puedo parecer pretencioso, un idealista, cuando hablo de alcanzar un objetivo soberanamente irreal, como la búsqueda de la perfección, de la inmortalidad. Pero, ¿no han sido creadas miles de religiones para lograr dicha meta? Soy todavía humano, pero pronto pasaré a otro nivel, uno jamás visto ni conocido. Reemplazaré mi cerebro orgánico por uno positrónico –una nueva máquina que, según las estimaciones, tendrá una existencia milenaria–, que el profesor John Domingo, asistido por Darayary, ha desarrollado en los laboratorios de Heidelberg, utilizando en su confección los estudios del recordado y querido doctor Asimov. Ahora bien, ¿están destinados los hombres a convertirse en robots, o al menos en seres cibernéticos? ¡Cómo adivinarlo! Pero tampoco creo que éste será el único medio que nos encaminará hacia la inmortalidad, no. A principios de este milenio, leí un artículo en la Scientist Review que me reveló un hecho sorprendente, aunque haya pasado desapercibido para el resto de los mortales. Sucede que en México ha sido creada una raza humana mejorada –algunos científicos la califican de hiperhumanidad, cuyos primeros dos seres fueron llamados «argernas»–, millares de veces más fuerte, alta, longeva e inteligente, concebida a partir de experimentos genéticos (aislamiento de un gen recién descubierto que ha sido bautizado como el ärgern, algo así como el bosón de Higgs o “partícula de Dios” de la Física), realizados por el doctor Casamanta y A. Estivill. Según la revista, el citado experimento fue en sus inicios un éxito, pero inexplicablemente falló años más tarde. Conozco el corazón humano, y sé que volveré a tener noticias que me hablaran de ello. Esto me lleva a preguntarme otra cosa: ¿Congeniarán ambas especies en el futuro, la robótica y la hiperhumana, por no indagar si lo harán en conjunto con los seres humanos, si es que todavía llegaran a existir? ¡Quién podrá saberlo! Pero sí sé que el Universo decidirá qué medios ha de utilizar para alcanzar su perfección –sin la intervención de ningún evento predestinado– y que evitarán su ocaso.

Ahora me llaman Cyber, y esta es mi historia, para nada agradable, pero verídica y llena de contradicciones como la vida misma. Les aseguro que pronto tendrán noticias de mí.

¡Un momento, se me olvidaba! Tengo que decir algo importante. ¿Se acuerdan del profesor Beverigde? Pues bien, tras una larga elaboración, presentación y defensa de mi tesis, que intitulé, «Fuentes paleográficas representativas del siglo I al XVI después de Cristo: ‘Capitalis elegans, capitalis rustica, uncialis, insularis minuscula, carolina minuscula, gothica textura quadrata, humanistica antiqua.’ Nacimiento, desarrollo, decadencia, y su importancia en la Literatura Anglosajona», él me entregó personalmente el título de bachiller en paleografía, sobre la alfombra verde del coliseum universitario, aunque, sin dejar de lado el sarcasmo, ¡tuve que arrebatárselo de las manos!


El destino no es solo la suma de nuestros esfuerzos, sino la de nuestros amigos y comunidad.



FIN



5.0 (3)
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Ilustración de Apuntes de un actor de teatro - II - El señor Makano

Apuntes de un actor de teatro - II - El señor Makano

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Valentino-Prádena 2025-07-01 08:55:36

Hola, heguedm, no solo sobrevivió sino que llegó más sabio, jaja. Tus novelas son buenísimas, no les hace falta nada. El mundo no está preparada para ellas aún, pero pronto lo estarán.

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heguendm 2025-06-30 14:58:25

Al final se salvo Basilio. Un relato muy poético, lleno de fragmentos de mitología, religión y otros hechos de tiempos antiguos. Mezcla de culturas e ideas. Original es. Yo le hubiese dado muerte a Basilio, dándole una victoria pírrica, pero tal vez por eso no triunfo como escritor, tengo tendencia a eso. A ver que nos traes en la siguiente.