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Las Cosas del Lago - Fictograma
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Las Cosas del Lago

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Valentino-Prádena

Publicado el 2025-07-07 14:06:59 | Vistas 167
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Silvio Breogán, el afamado senderista de competición, se dijo que aquella sería su última gran caminata. Ya había decidido retirarse para vivir en una comunidad de yoguis en la India y se consolaba pensando en que estaría rodeado de personas que razonaban como él, conectándose de manera armónica con la Naturaleza que tanto amaba y cuidaba. Sobre esta grande y última gran caminata hacia el Perú, no la había tomado a la ligera ni la tenía pensada para competir, sino para encontrar la respuesta a una aparición que le había perturbado desde hace unas semanas atrás, mientras competía cerca del lago Laach. Deseaba esclarecer de su mente lo que había visto, si acaso había algo de lógica en ello y, si hallaba indicios de su existencia, para comunicarlo a las autoridades. Después asumiría que había cumplido con su deber de ciudadano y se iría a lo más recóndito del mundo a vivir lo que le restaba de vida, ya que, a decir verdad, los largos trayectos comenzaban a cansarle; no era tampoco un secreto para su público que, habiéndolo reconocido, con el paso de la edad su alma buscaba un poco de paz y protección, aunque fuese en medio de aquella selva índica, calurosa, es cierto (cosa que le disgustaba), pero llena de vida. Así, pues, abandonaría sus viajes internacionales y las competiciones de caminatas de resistencia, donaría su fortuna a organizaciones filantrópicas medioambientales, prometiéndose que no volvería a pisar un sendero por vanidad o enaltecimiento propio. Este era su último día de trekking con el que coronaría su dilatada carrera llena de triunfos y hazañas. También estaba convencido de que lo hacía por la ciencia, o lo que él creía era "ciencia".

Ya en el Perú, veía desde su hotel de ciudad del Cusco la trayectoria que debía tomar hacia las Siete Lagunas, esas mismas de color turquesa que habían sido formadas por los glaciares del Nevado Ausangate. Atrás había quedado su reciente aventura que culminó con su exploración del Lago de Laach, a medio camino entre Alemania, Bélgica y los Países Bajos, en una región conocida como Eifel, en la que recordó que ese lago tenía la particularidad de que se asentaba sobre un gigantesco volcán que había entrado en erupción hace 11.000 años, y que, habiendo pisado sus orillas, pudo observar cómo algo extraño afloraba a través de las burbujas de gas y las vibraciones sísmicas, provocándole un cierto temor que le alertaba sobre los peligros que podrían acechar a la humanidad en un futuro muy próximo. Había visto una especie de masa negra que se arrastraba en el fondo del lago, pero sin que haya podido determinar si aquello era real o su mera imaginación. Esto lo intrigó, y había decidido confirmar sus sospechas con la visita a otro lago, bueno, a siete de ellos, para no fallar. Los escogió más que todo por la riqueza de minerales exóticos y, siendo francos, por una "corazonada mística"; se convencía de que su respuesta estaría en el estudio de las Siete Lagunas de Ausangate. Desde el punto de vista científico, lo que Breogán estaba a punto de acometer era una tontería que no tenía ninguna base científica, no obstante, la terquedad de Breogán era conocida mundialmente como una de sus fortalezas que le había hecho ganar muchos títulos. Empedernido, consiguió que unos amigos geólogos le entrenaran en la utilización de utensilios de medición comunes que le ayudarían a medir el gas de los lagos.

Breogán estaba consciente de los 6,350 metros de altura sobre el nivel del mar de la Cordillera de Vilcanota, donde se ubicaban los lagos de colores. Había planificado el viaje con su salida a las 4:30 a.m. en una caminata de tres horas hasta la comunidad de Pacchanta, ubicada a 4,200 metros. Como de costumbre, aquello le parecía una experiencia inolvidable y mientras más cruzaba los valles andinos, más se maravillaba de su belleza singular y de sus vistas panorámicas de los montes nevados. Durante el trayecto, habló poco con los locales, quienes, masticando hojas de coca, le negaban el trato con miradas huidizas o acaso le alertaban sobre los peligros de la sierra. Cuando finalmente se decidió a preguntar, uno de ellos le comentó que desde Pacchanta le quedarían unos doce kilómetros para alcanzar las Siete Lagunas, cosa que, para un experimentado Breogán, se traducía en una caminata de hora y media o poco más si tomaba en cuenta la altura.

—Pero, padrino, hay que tener cuidado con los "terrucos" y los huaycos del sendero. —acabó diciéndole el serrano.

Breogán pensó enseguida en aquel pasado armado de la sierra que tanto dolor había causado a los lugareños y en los frecuentes corrimientos de tierra que los abatía con harta frecuencia sin que nadie hiciera algo por prevenirlos ni detenerlos, lamentándose de que aquellos pueblos vivieran en el olvido y a la mano de Dios. Para su alivio, se dijo, esos grupos armados dejaron de existir, y, afortunadamente, con un poco de racionalidad podía evitar a los huaycos. Buscó un lugar para merendar y se preparó el desayuno; probó la resistencia de sus bastones, revisó el condicionamiento de sus accesorios deportivos y volvió a echarse por el Camino del Apu Ausangate.

Antes de alcanzar la cima de las Siete Lagunas, tropezó con una gravilla de ladera y se dobló el tobillo, lo que retardó su llegada. El cielo azul era maravilloso y las corrientes de aire frío le reanimaban a seguir adelante. Pronto llegó a su vista un espectáculo impresionante en medio de aquel paisaje andino: las lagunas de colores vibrantes que se hallaban rodeadas de montañas y glaciares. A su alrededor, un rebaño de alpacas y vicuñas apacentaba.

Las alcanzó a las tres de la tarde, tal como lo había esperado. Sin embargo, su "trabajo de investigación" aún no estaba hecho. Se acercó a la primera, la Pucacocha, y preparó una especie de dispositivo casero, un espectrómetro de gases, para medir y comprobar de esta manera el ascenso del magma a la superficie por medio de gases como el dióxido de azufre o ácido clorhídrico, creyendo que éstas eran de la misma naturaleza del lago Laach. Pronto comprobó que las lagunas no eran de origen volcánico sino glaciar, desanimándole de ver aquellos resultados negativos.

Su espíritu de competitividad le obligó a no darse por vencido y en acendrar aún más en la creencia de lo que era su verdad, a pesar de que las evidencias le decían que perdía su tiempo. Con el espectrómetro en mano, midió cada una de las lagunas, la de aguas claras de Alqacocha, la de verdes impresionantes de Qomercocha, hasta que la noche lo atrapó en la Laguna Orco de Otorongo.

Instaló la tienda de campaña y comió. No pensaba más que en encontrar alguna forma de confirmar sus sospechas. Aunque no fueran de origen volcánico, debía de existir algún tipo de descomposición de materia orgánica en el fondo que produjera metano o dióxido de carbono, componentes básicos de las moléculas orgánicas. Ni siquiera podía dormir de la emoción. A media noche, escuchó unos pasos alrededor de su campamento. Las piedrecillas de grava parecían moverse solas y chocar unas con otras, rompiendo sigilosamente el silencio de la cordillera; tronaban en un compás medido, no en un solo paso, ni en dos, sino en varios, todos mudos. No obstante, más allá, podía escuchar el arrastre de lo que parecía un objeto pesado.

Decidió bajar la cremallera de su tienda; un pensamiento irracional, lleno de terror, lo detuvo. ¿Y si fuera un asesino el que me espera allá afuera? ¿O un monstruo o un alien? ¿A esto se referían los lugareños cuando me advirtieron sobre la amenaza de los "terrucos"?

Trató de controlar sus pensamientos, y entonces pensó en el huayco. Si aparecía, no viviría para contarlo. Quizá aquel movimiento de piedrecillas le alertaba sobre una actividad sísmica prematura; un corrimiento de tierra en aquellos cerros puntiagudos representaba un evento catastrófico para él. Se dijo que, a pesar de lo incognoscible que yacía en el exterior, sería mejor evacuar de una vez. Debía armarse de valor y salir, sin importar lo que estuviese acechándole allá afuera.

Bajó el cierre de la entrada, y, sin pensarlo dos veces, salió, agitado. Pronto vio algo que lo dejó estupefacto: Ahí estaban dos sombras, de las que solo podía ver unos ojos verdes y brillantes, esperándole, inamovibles.

Por instinto, pensó en volver a encerrarse, pero creyó que si hacía aquello se tendería una trampa a sí mismo, como en una ratonera, convirtiéndole en una presa fácil. Tomó dos bastones, y se paró de frente, con la tienda siendo arremetida por un fuerte viento. La vio perderse hacia abajo, en el valle. Entonces para su asombro, pudo ver que más sombras salían del agua, arrastrándose por las orillas de lago.

¡Dios mío!, exhaló con un gritillo de horror.

No era la primera vez que veía esto; lo había presenciado en el Lago Laach, y por eso se encontraba en la Cordillera de Vilcanota, para constatarlo y avisarle al Mundo.

¡Dios mío, mis mayores terrores resultaron ser ciertos! Esas cosas del lago existen. ¡Y vienen a por mí, sin compasión!

Breogán echó a correr en medio de la oscuridad de la sierra, sin tener la mínima idea de lo que estaba haciendo, más que correr y correr hacia la negrura de la nada, como esos puntos blancos que se pierden en el espacio sordo e inconmensurable. Solo recuerda haber tropezado y caído por un desfiladero, y se sintió flotando en el centro de un líquido amniótico de una matriz invisible.

Su piel estaba rodeada de un espumajo blanco cuando unos pastores con acento quechua y cargados de papas negruzcas y unos ollucos raquíticos lo encontraron. Cuando despertó, Breogán lloraba y pedía una explicación como si fuera un niño. Les decía a gritos que las "cosas del lago" eran reales , que existían y vendrían por "nosotros".

Uno de los pastores asintió y le dijo que se trataba del otorongo macho, una especie de felino selvático que acostumbraba a subir a la sierra. Pero Breogán se opuso diciéndole que aquello era imposible para un mamífero de ambientes selváticos y tropicales. Él había visto no una sino varias sombras, varios seres seres de la noche que se preparaban para algo más que arrastrarse por la playa de los lagos. Estaba más que seguro de que un cataclismo nos sorprendería y que era su deber sonar la alarma.

Los pastores al final se despidieron, compadecidos de su situación. Breogán pudo escuchar claramente cuando uno de ellos dijo:

—Ha sido tocado por los terrucos. No tiene vuelta atrás.

Breogán echó a correr por la sierra, aterrado, y no dejó de hacerlo hasta que su nombre se esfumó con el aire frío de los montes nevados que escondían bajo sus espejos unas presencias nocturnas que algún día reinarían sobre la Tierra.










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