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Exudación - Capítulo I - Fictograma
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Exudación - Capítulo I

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Doppel

Publicado el 2025-07-08 00:57:13 | Vistas 154
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Bienvenidos, Gracias por acompañarme nuevamente, ahora con el capítulo I de mi obra "Exudación" ahora, nuevamente cualquier feedback es agradecido y sobre todo, que si les gusta, puedan apoyarme en Wattpad, donde lo estoy subiendo. Sin mas preámbulo los dejo con el capítulo I:
Capítulo I – JAQ 776
La nieve no caía: se arrastraba. Se filtraba entre las rendijas de las armaduras, se adhería a los dedos entumecidos de los prisioneros, se colaba en las grietas de las piedras viejas como un animal pequeño y enfermo.
En la fila, ocho figuras avanzaban. Eran descomunales. Altísimos, con cuerpos esculpidos por el exceso, no por la gracia. Hipermusculados, sus torsos desnudos mostraban fibras tensas como sogas mojadas, venas oscuras que serpenteaban bajo la piel blanca perfecta con tonalidades rojizas, como si una enfermedad viviente los atravesara. No tenían armas, ni escudos, ni voz. Todos rapados, todos iguales. Solo los glifos oscuros sobre la nuca —marcas imperiales, símbolos de poder y obediencia— parecían tener voluntad propia, palpitando apenas con una luz sombría. Eran los famosos Marcados: la carne obediente del Imperio.
Uno de ellos era Jaq 776.
No sentía frío. No sentía nada.
El Puerto de la Imposición emergía de la bruma como un cadáver empalado. Estaba enclavado en un páramo helado, tan vasto y blanco como el silencio. A su alrededor, extensiones de hielo quebrado se alternaban con llanuras de tierra congelada y roca negruzca, donde el viento silbaba como una criatura herida. Algunas estructuras portuarias se alzaban entre placas de escarcha sólida, otras parecían surgir directamente del hielo como colmillos oxidados.
Los muros del puerto estaban ennegrecidos por el humo constante de las forjas, las torres cubiertas de escarcha perpetua, y los brazos mecánicos —grúas rudimentarias de madera y hierro— chirriaban al compás del viento. Al fondo, imponente, aguardaba la fragata imperial de Virellandoril: una bestia oscura de hierro y madera, con velas negras plegadas como alas amputadas. Sobre ellas, bordado en hilo carmesí, relucía el emblema del Sol de Kaer’Onyx. Del mascarón de proa colgaba una escultura: un sol encadenado, con lágrimas de fuego cayendo de sus ojos vacíos.
Un guardia escupió. Llevaba una armadura simple de hierro ennegrecido, típica del Imperio, con placas ajustadas y un manto de piel raída sobre los hombros. La escarcha se acumulaba en los bordes del abrigo. Su cara estaba enrojecida por el frío, con la barba sucia y los labios cuarteados. —Nunca voy a entender por qué les ponen grilletes si ya tienen esos glifos.
Otro encogió los hombros, rascándose la nuca con dedos sucios, la armadura desajustada y la piel de zorro sobre los hombros cubierta de escarcha fina. El vapor de su aliento se mezclaba con el viento como si también quisiera escapar.
—Porque lo arcano no es cien por ciento estable, idiota. Nunca lo ha sido.
—Pero si esos bichos no respiran sin permiso.
—Justamente. Y últimamente... no sé. Hay fallos. Cosas extrañas. Algo anda mal, y nadie quiere admitirlo.
—¿Y tú qué sabes?
—Lo suficiente para dormir con la daga bajo la lengua.
Ambos observaron cómo subían los albinos, de a dos. Las cadenas tintineaban. Uno tropezó, y un látigo silbó en el aire. No hubo grito, ni queja. Solo la marca roja en la espalda. La piel no se abrió. Pero ardió. Como todo en Kael’Nareth.
El interior de la fragata era oscuro. No por falta de luz, sino por diseño. Los compartimentos inferiores eran estrechos, sin ventanas, y olían a sal rancia y aceite agrio. Los soldados del Imperio se mantenían alejados de las zonas de carga. Solían tirar los restos de comida sin mirar. A veces, orinaban en los cubos de agua.
Jaq 776 no lo notaba. No sabía que debía notar.
El mar rugía afuera, golpeando los costados del navío con puños invisibles. A veces, las olas hacían temblar todo. A veces, un cuerpo se balanceaba demasiado y caía. A veces, alguien gritaba. Como Kor 553, que tembló durante horas, con espuma en la boca, hasta que lo ataron a un poste y le descargaron una docena de latigazos. Luego, se volvió dócil. No hablaba más. No miraba más.
Jaq no lo miró. Jaq no pensó.
En algún lugar entre los sueños artificiales del glifo y el balanceo eterno del mar, algo se formaba. No una idea. No un recuerdo. Una imagen. Un rostro de mujer. Borroso, silencioso, tibio. Pero extraño. Alguien que hablaba antes de que existiera el número. Y después… silencio.
Antes del arribo, cruzaron las aguas del Estrecho del Juramento Eterno, un corredor de escarcha suspendido entre dos mundos. A un lado, los dominios blancos e inmóviles de Kael’Nareth, donde las órdenes no se discutían y el silencio era ley. Al otro, las rutas hacia los corazones del Imperio, donde la obediencia se esculpía en mármol negro y fuego. Más allá de la isla, donde el mapa se disolvía, empezaba el Mar Olvidado: una extensión negra que no devolvía ecos ni navíos.
Durante los primeros días, navegaron entre bloques de hielo colosales que crujían como huesos bajo el casco. El viento era tan cortante que se incrustaba en los huesos, incluso dentro del casco. El mar permanecía calmo, pero el crujido constante de la madera húmeda y los murmullos del hielo creaban una tensión viva. Luego vino la tormenta: cuatro días de oscuridad casi total, en los que la fragata se inclinó violentamente y las olas golpearon como montañas líquidas. Dos soldados fueron arrastrados por la borda; nadie detuvo el barco. En los últimos días, la calma regresó, pero el frío era distinto: no era una cuchilla, sino un sopor. Todo se sentía detenido. El agua era negra, densa, como si arrastrara el barco hacia el fondo. Nadie hablaba. Nadie dormía bien.
La colosal Fragata se detuvo después de doce días de travesía. No hubo bocinas, ni campanas. Solo el crujido de las sogas y el jadeo de los hombres que corrían sobre cubierta. El sol asomaba pálido, deformado por las nubes bajas y el humo constante de la ciudad portuaria.
Thalorax no era una entrada al Imperio: era su garganta. Kaerethir, la ciudad que los recibía, imponente, elegante y con un aura imperial que para ellos resultaba intrascendente.
El puerto bullía como una llaga infectada. Era un caos de gritos, silbidos y metal mal encajado. Cargadores vociferaban en dialectos rotos, carretas chirriaban entre pescadores harapientos, y soldados con armaduras ennegrecidas y hombros cubiertos de hollín repartían bofetadas sin mirar. Todo estaba envuelto en un vapor denso, salido de las forjas abiertas, de las ollas de grasa hirviendo y del aliento cansado de miles de bocas. En lo alto, entre los techos herrumbrosos y las torres manchadas, una de las estatuas del Rayo de las Cadenas dominaba el muelle. Era de bronce enverdecido por los años, erguida sobre un pedestal de mármol negro agrietado. Representaba a un antiguo emperador —ahora deificado— célebre por haber perfeccionado el control esclavista. Sostenía un cetro en alto, como señal de mando eterno, mientras la otra mano extendía una cadena rota hacia abajo, como si acabara de liberarla... o de imponerla. Su rostro, sereno y cruel, miraba al frente con autoridad indiscutible. El viento agitaba los pliegues de su capa metálica, oxidada por siglos de sal y desprecio.
Jaq la vio mientras lo arrastraban. No sintió nada. Ni asombro, ni rechazo. Solo registró la forma, como se registra una piedra en el camino. Más adelante, otras estatuas emergían entre la bruma y el vapor. Menores en tamaño, pero no en intención. mostraban figuras en poses rituales o de sumisión. Un hombre de ojos vendados, con las manos atadas a la espalda y un sol ardiente incrustado en la columna. Una mujer arrodillada, con un niño muerto entre los brazos, besando los pies de un sacerdote imperial que alzaba un libro sellado. Un niño desnudo, encadenado a una lanza que apuntaba al cielo, con la mirada vacía dirigida al suelo. Todas parecían parte del mismo relato. Todas brillaban bajo la ceniza. Los albinos no bajaron. Solo los trasladaron —a empujones, enjaulados como mercancía viva— de la fragata al convoy interior. Dos carretas reforzadas, con barrotes de hierro y ruedas adaptadas para el largo viaje, los aguardaban al final del muelle. El camino que seguirían bordeaba el Kaeralmyr, el río sagrado, cuyas aguas unían Kaer’Onyx con el puerto de Kaerethir antes de vaciarse, grises y lentas, en la desembocadura del estrecho. No hubo registro. No hubo miradas.
Un oficial anotó los números. Otro firmó un pergamino. Nadie les habló. Nadie los llamó por su nombre.
Jaq 776 sintió una mano empujarlo al centro de la carreta. Su glifo ardió levemente. Obedeció.
La ruta hacia Kaer’Onyx fue más corta. No por distancia, sino por ritmo. El convoy avanzaba sin detenerse, custodiado por una cuadrilla de guardias armados y tres carros con provisiones. De vez en cuando, los soldados bromeaban entre ellos, jugaban a quién escupía más lejos, o hablaban de mujeres con nombres de taberna.
Uno de ellos, más joven, murmuró: —¿Qué te dije? Los isleños nunca fallan. Estos vienen todos “perfectos”.
—Perfectos hasta que uno te arranca el brazo a mordidas —rió otro, señalando el glifo de Rho 108—. A este le tiembla la pierna cada vez que bajamos una cuesta. Te juro que un día se va a levantar.
—Cuando eso pase, yo ya estaré muerto. Así que me da igual.
—Dicen que estos van directo al pantano —añadió otro, más serio—. Vor’Morgareth se está pudriendo.
—Se pudre, pero igual muerde. El barro está lleno de trampas, y los guerrilleros no pelean como soldados. Pelean como ratas rabiosas.
—En el interior ya no queda casi nada; se están atrincherando en Darth Marnûl como Zarigüeyas en una madriguera.
—Bah. La ciudad esa está hecha de madera podrida. Un empujón y cae sola.
—No tan fácil. He oído que sus murallas no han caído en siglos. Cuando era niño, escuché una historia... decían que estaban imbuidas con poder arcano. Que respiran, que resisten por sí solas. Va a ser un infierno asediarla.
—¡Y qué! Que se metan sus muros encantados en el culo. Si respiran, que griten cuando las prendamos fuego.
—¿Y los Reinos Libres?
—Khor’Zelkan sigue eligiendo rey. Parece que la alianza no se activa si no hay corona nueva.
—¿Y así quieren resistirnos? No se pueden ni cuidar entre ellos. Están perdidos, y todavía no lo saben. Malditos Idiotas.
Rieron. Más silencio. Más ruedas girando.
A lo lejos, la muralla imperial comenzaba a vislumbrarse. Y Kaer’Onyx, la joya del Imperio, aguardaba. Kaer’Onyx se alzaba como una visión imposible, cincelada por manos que no temían a los siglos. Las torres de mármol negro ascendían con arrogancia geométrica, coronadas por cúpulas carmesíes que capturaban la luz como brasas inmóviles. Las avenidas eran anchas, bulliciosas, pavimentadas con piedra clara grabada con glifos solares, y los templos relucían con pan de oro, como altares que respiraban solemnidad. Desde cada cornisa flameaban estandartes con el símbolo del sol carmesí sin,el emblema de la Casa Zuryvarn. En las plazas, estatuas de emperadores divinizados se alzaban sobre pedestales de ónix tallado, no inclinándose hacia el cielo, sino señalándolo, como si exigieran obediencia incluso después de muertos.
El convoy no entró por las puertas principales.
Descendieron por un desvío lateral, resguardado por arcos de piedra vigilados por soldados. El aire se volvió más denso. Más quieto. Más oscuro.
Jaq 776 no alzó la vista.
No sintió asombro.
No sintió nada.
La Prueba de Control se realizaba en las profundidades de la Fortaleza Negra.
En un sótano de piedra negra bajo tierra, sostenido por columnas grotescas con relieves de cuerpos arrodillados. Antorchas de llama pálida iluminaban la cámara desde lo alto, mientras en el centro se erguía un estrado de madera rojiza tallado donde un examinador llevaría a cabo las pruebas de control.
Uno a uno, los albinos marcados eran bajados de las carretas y llevados frente al examinador: un hombre enjuto con la cabeza rapada y los ojos como carbones apagados. A su lado, un asistente del culto sostenía un manojo de llaves glíficas, cada una tallada en marfil y grabada con símbolos imperiales. Al girarlas, se activaban los sellos de control inscritos en la piedra.
—Nombre —decía el examinador, sin levantar la voz.
—Jaq 776.
—Sin temblores.
—Sin respuesta emocional.
—Aceptado.
Cada vez que uno pasaba, una campanilla sonaba, y otro era empujado hacia el centro.
Entonces llegó Eil 725.
El glifo titiló apenas.
Por unos instantes, las venas rojizas del albino titilaron a un color azulado, como si algo más profundo intentara emerger desde dentro.
Una respiración de más.
Una palabra que no debió decirse.
—...GHHHH... AHHH.
Jaq 776 giró apenas la cabeza. No del todo. Solo un reflejo, un estremecimiento leve, como si el grito hubiese tocado algo enterrado, algo antiguo y no domesticado. No pensó. No supo por qué lo hizo. Pero lo hizo. Y luego volvió a su posición sin ruido, como si nada hubiese ocurrido.
El examinador frunció el ceño. Algo estaba mal.
El glifo chispeó.
Eil 725 respiró hondo. Luego rugió. No fue un grito, ni una queja: fue un rugido gutural, casi animal. Sus músculos se tensaron de golpe y los ojos se le desorbitaron. Dio un paso hacia el frente, y otro más, tambaleante, como si luchara contra una orden invisible.
Sus venas rojizas titilaron en azul por un instante más largo. Empezó a murmurar frases inconexas: nombres, números, palabras antiguas. Una lengua que no era la suya. O tal vez lo fue antes de ser Eil 725.
—¡Fallo de contención! —gritó uno de los guardias.
—¡Derríbenlo!
Pero ya era tarde.
—¡Eliminación inmediata! —ordenó el examinador.
Y los soldados descargaron el castigo.
Látigos.
Lanzas.
Una cuchilla curvada que lo abrió desde el hombro hasta el vientre.
No hubo ceremonia.
No hubo misericordia.
Eil 725 dejó de existir.
El silencio que siguió fue espeso como alquitrán.
—Un fallo —dijo el examinador, limpiándose la mano con un paño rojo—. Pero fuera de eso… el lote está en orden.
El asistente asintió, aún temblando.
—Los rumores son exageraciones. Uno de cada cien. Tal vez menos.
—Entonces mandemos el informe. Que los lleven al frente. El examinador cerró el pergamino con desgano.
—Estos llegarán justo a tiempo para limpiar escombros de Vor´Harror. Jaq 776 fue devuelto a la carreta.
No pensó en lo que había visto.
No pensó en nada.
Pero su glifo… latía más lento.
La caravana avanzó al atardecer, envuelta en el resplandor final de un cielo púrpura que bañaba las murallas de Kaer’Onyx con luz moribunda. Dejaban atrás no solo la ciudad, sino el último vestigio de orden. Desde ese momento, comenzaba el verdadero tránsito: el traslado sistemático de carne imperial hacia el frente.
Los Marcados eran considerados mercancía valiosa, pero no sagrada. Eran números. Y como números, se los distribuía sin ceremonia, sin miradas. Las carretas reforzadas crujían sobre los caminos de piedra, arrastrando los cuerpos silenciosos de los albinos mientras los soldados caminaban a los costados, relajados, algunos fumando, otros riendo. Había una rutina macabra en todo aquello, una naturalidad adquirida por la repetición.
El río Kaeralmyr ya no los acompañaba. Había quedado atrás, deslizándose en otra dirección como si rehusara mezclarse con el polvo del camino. Desde la caravana, solo se sabía que sus aguas ya no estaban. Y sin él, el paisaje se volvía más seco, más opaco. Como si incluso los cauces imperiales supieran cuándo detenerse. Ya no estaban en la capital. Ahora eran parte de otra columna más en el gran engranaje que se dirigía al oeste, hacia la putrefacción del pantano. Iban rumbo a Vor’Morgareth. A la guerra, al frente de batalla en Vor´ Harror.
Los soldados escupieron al suelo, relajados.
—¿Y a estos qué les dieron? ¿Por qué los tallaron con esa cara de mierda?
—No sé, pero estos ya vienen así. Siempre igual. Siempre igual de calladitos. Parecen muñecos. Feos, pero obedientes.
—Son como perros sin lengua —añadió otro, con sorna—. Uno se acostumbra a tenerlos cerca. Ya ni los veo.
—¿Te acuerdas del que se tragó la lengua en la caravana pasada? Pensé que iba a explotar de tanto retorcerse.
—Jajaja, sí, ese imbécil es inolvidable. A este le atamos una cuerda y lo ponemos a jalar carretas. Hasta podríamos cargarle una forja entera encima.
—Tú —dijo uno, señalando a Jaq 776—. ¿Nombre?
—Jaq 776.
—¿Escucharon esa joya? Ni un tartamudeo. Este desgraciado serviría para tirar de la carreta del Dominor él solito, con todo y forja encima. Le echás una cadena al cuello y ni se queja.
—Puta, hasta podríamos amarrarle una catapulta a la espalda y hacerlo disparar piedras con los dientes —soltó otro entre risas.
—Y si se parte, que lo muelan a martillazos hasta que camine de nuevo. Seguro los hacen con piezas de repuesto en esa isla de mierda.
—¿Marcados? No, putas a la orden del ejército. Y carne sin alma, que es la mejor para trabajar.
—No menciones putas, carajo —saltó otro—. Que me hace falta una con urgencia y no quiero empezar a mirar a estos engendros con cariño. Rieron todos. Uno le lanzó una costra de pan duro a la frente. Rebotó seca contra su piel. Otro le tiró un escupitajo que no llegó a alcanzarlo, pero celebró igual como si hubiera anotado un punto. Un tercero hizo un chasquido con la lengua, como si espantara una mosca, y soltó una carcajada exagerada, solo para provocar.
El glifo no reaccionó.
Él tampoco.
El camino era largo. No por el tiempo, sino por la forma en que pesaba sobre los cuerpos. Polvo, piedras sueltas, viento seco. La caravana avanzaba entre cerros bajos y árboles sin hojas, con el sol desapareciendo lento detrás de nubes pesadas. No había cantos. Solo el golpeteo de ruedas, el crujir de las cadenas y los murmullos apagados de los soldados. A veces reían. A veces insultaban al aire. Nadie los detenía. Jaq observaba sin mirar. Todo lo que pasaba ante él era nítido, exacto, como grabado en una superficie quieta. Pero no penetraba. Veía cómo los árboles sin hojas se curvaban hacia el suelo por el peso del viento, cómo las piedras rodaban entre las ruedas de las carretas, cómo la tierra cambiaba de tono a medida que se alejaban. Escuchaba el golpeteo rítmico del metal, el rechinar de los ejes, el tintinear de las cadenas. Podía distinguir las voces sucias de los soldados, los susurros de cansancio, incluso el relincho amargo de un caballo que no quería avanzar. Todo llegaba a él.
Podía oler el sudor seco de los cuerpos, el hierro oxidado de los barrotes, el polvo suspendido en el aire, la humedad vieja que se adhería a los tobillos. Pero de entre todo eso, algo se fijaba más en él: los grilletes. El hierro no era liso, ni nuevo. Cada borde tenía una rebaba diminuta, una imperfección que raspaba la piel con cada movimiento del carro. Jaq podía notar cómo la humedad formaba un óxido delgado, verdoso, que se acumulaba justo en la bisagra, siguiendo una línea irregular, como si imitara la escritura de una lengua rota. El sonido que hacían al moverse —un clic sordo, un roce metálico apagado— era siempre el mismo, y aun así parecía distinto cada vez. Sabía que uno de los grilletes del lado derecho tenía una leve holgura, porque producía un crujido más prolongado, como el de una rama seca al quebrarse. En los huecos del metal se formaban pequeñas burbujas de óxido cuando lloviznaba, y a veces, con el traqueteo del carro, una de ellas estallaba, dejando un rastro oscuro en la piel.
También sentía la madera astillada contra su espalda. Una de esas astillas le había quedado clavada bajo la piel días atrás. No dolía. Ya no. Pero aún estaba allí. La notaba cuando el carro vibraba en ciertos tramos. Podía sentir la forma, delgada y torcida, como una espina que no se decide a salir ni a pudrirse. La superficie de la astilla era rugosa, desigual, con una veta oscura que serpenteaba hasta perderse bajo su carne. A veces, la presión del cuerpo sobre ella generaba un latido débil, como si tuviera su propio pulso. Era parte de él ahora. Como todo lo demás. No sabía cuánto tiempo había pasado. Los días se mezclaban. La luz cambiaba, pero no traía alivio. El cielo no prometía nada. La marcha seguía. Todo era continuo, todo era lo mismo.
No sentía frío. No sentía hambre. No sentía enojo. Solo registraba. Y al registrar, se perdía más en sí mismo. Porque nada de eso era suyo. Nada lo era ya.
Y al oeste… el barro de Vor’Morgareth los esperaba.


Muchas Gracias por leer. Agradezco todo el apoyo.
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Avatar de Doppel
Doppel 2025-07-08 21:57:24

Gracias por los comentarios, un error de tipeo se traspapelo, gracias por la mención tambien. saludos

Avatar de Doppel
Doppel 2025-07-08 21:57:24

Gracias por los comentarios, un error de tipeo se traspapelo, gracias por la mención tambien. saludos

Avatar de heguendm
heguendm 2025-07-08 19:53:22

Muy bien narrado. Excelente descripción. Si se pone atención se puede imaginar el puerto, las estatuas, los pálidos esclavos, hasta a los soldados con su dialogo de besugos. Tu capacidad narrativa es buena. Queda ver que tan buena es la trama.

Avatar de heguendm
heguendm 2025-07-08 19:41:59

"Desde cada cornisa flameaban estandartes con el símbolo del sol carmesí sin,el emblema de la Casa Zuryvarn" esto no queda claro. Leelo y corrigelo. con el simbolo pero sin el emblema? que quieres decir?

Avatar de Doppel
Doppel 2025-07-08 14:58:35

muchas gracias por tus comentarios, son un impulso real.

Avatar de Valentino-Prádena
Valentino-Prádena 2025-07-08 09:56:21

Excelente capítulo. Hay dos cosas que sobresalen de tu prosa: 1) Que es muy descriptiva; 2) Que te gozas de contar las cosas; y esto último es lo más importante, que el escritor se goce de su obra, ya que eso se transmite al lector. Las escenas en el mar y en el mercado de esclavos son muy realistas, al punto que el lector siente que lo vive. La saga va por muy buen camino .