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Exudación - Capítulo III - MISIÓN - Fictograma
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Exudación - Capítulo III - MISIÓN

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Doppel

Publicado el 2025-07-19 20:51:39 | Vistas 162
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Buenas. Les dejo el siguiente capítulo de mi obra. Apoyo en el link que dejo me sirve enormemente, y lo agradezco de antemano. Espero lo disfruten.

El sol caía vertical sobre las cúpulas carmesí de Kaer’Onyx, arrancando reflejos sangrientos del mármol negro. La terraza imperial, solitaria y elevada, ofrecía vista al mundo… y al deber.
Allí estaba él.
Calyndor Sol’Zuryvarn, Primus Solaris, Voz Viviente del Trono Carmesí, contemplaba la ciudad como si esperara que esta le hablara.
De complexión alta y delgada, tenía la piel pálida como hueso antiguo, casi sin color, salvo por los ojos verde esmeralda, intensos, que parecían haber olvidado cómo parpadear. Su rostro era anguloso, marcado por una barba negra bien delineada y cabello azabache, peinado hacia atrás con precisión ritual. No era albino, pero el color le había abandonado desde joven.
La corona imperial reposaba sobre su cabeza: catorce rayos dorados emergían como lanzas solares desde la diadema; el central —más alto— portaba un rubí rojo profundo que parecía pulsar. Vestía ropajes oscuros, bordados carmesíes, capas pesadas y ornamentadas que apenas se movían con el viento. Parecía una figura inmóvil esculpida en la doctrina. Las ojeras profundas marcaban sus ojos como sombras eternas. Había en su postura una calma inquietante: no la de un hombre en paz, sino la de alguien que ha dejado de sentir el mundo como los demás.
A su lado, envuelta en un velo blanco marfil, estaba su esposa —y hermana—: Selmyra Sol’Zuryvarn, Guardiana del Hogar. Compartía su mirada afilada y el tono pálido de piel, aunque en su rostro había una serenidad glacial que contrastaba con la tensión constante del emperador. Su cabello negro, liso y recogido en una trenza ceremonial, estaba adornado con pequeños cristales solares que tintineaban con el viento.
—Están diciendo cosas, mi señor —susurró—. En el frente, en el Corral… incluso en Kael’Nareth. Algunos albinos han fallado repentinamente, colapsan sin razón. Y en Khor’Zelkan… el cónclave ya ha elegido al clan que gobernará. La noticia se propaga como fuego bajo ceniza.
Calyndor no respondió. Solo alzó la mano, como si bendijera la nada. Un sirviente se arrodilló a espaldas del emperador, con la frente contra el suelo.
—Majestad Suprema del Sol Rojo, Voz del Rayo Supremo, Custodio del Decreto, Heredero del Ascenso…
—Habla, Tharass.
—El convoy que partió de Kaer’Onyx con destino al puesto de avanzada en Vor’Horror… no ha llegado. Han pasado ya varias lunas de su partida. Algunos informes apuntan a una emboscada por parte de guerrilleros salvajes. Se presume perdido entre el barro y las lanzas enemigas. Calyndor giró apenas el rostro. Una exhalación leve escapó de sus labios.
—Convocad al Ardentor Vhaerak. A la Fortaleza Negra. Ahora.
El mármol negro no tembló bajo sus pies. Fue el aire, denso y expectante, el que pareció replegarse a su paso. Calyndor abandonó la terraza sin pronunciar palabra, y su silencio fue más pesado que el acero. La voluntad imperial no necesitaba anunciarse. Solo bastaba con moverse. Como un juicio que desciende. Como una sentencia que cae. Así se dirigió a la Fortaleza Negra.
El vestíbulo principal de la Fortaleza Negra era vasto y solemne. Grandes pilares de mármol oscuro, como lanzas invertidas del cielo, sostenían el recinto con su peso milenario. Desde lo alto, colgaban arañas imperiales de mil brazos, cada una rebosante de cristales solares y gemas carmesí que derramaban una luz brutal, potente, sin sombra. Era una claridad ritual, como si el día mismo estuviera obligado a inclinarse allí. La alfombra que cruzaba el salón era un río rojo encendido, bordado con el dogma del Imperio: soles radiantes, dioses, mandamientos inquebrantables. Los muros ostentaban ornamentos dorados con escenas de conquista y sacrificio. Era un lugar sin perdón ni descanso.
Allí ya esperaba el Ardentor Durneth Vhaerak, comandante supremo de El Brillo, el cuerpo de infantería. Numeroso, disciplinado y fanático del Imperio, elegido a dedo por el emperador.
Tenía cerca de cincuenta años y era originario de la capital misma, Kaer’Onyx, hecho del que se enorgullecía profundamente. Caminaba siempre con el pecho inflado y los hombros rectos, como si el mármol de la ciudad hubiese sido fundido en su columna vertebral. Su rostro, endurecido por décadas de servicio y gloria, estaba atravesado por finas cicatrices, marcas de campañas que jamás relataba pero que todos conocían. Una clara asimetría se expandía por su rostro: un lado más tenso, como tallado por la rigidez del deber; el otro, apenas más relajado, casi humano.
Su cabello negro intenso, largo y peinado hacia atrás con precisión ritual, caía hasta bien entrada la espalda. La barba, recortada en línea recta con exactitud militar, le daba un aspecto de escultura viviente. Sus ojos, negros como obsidiana sin pulir, no mostraban emoción alguna. Y su nariz, grande y profunda, le confería un aire de autoridad perpetua. A su alrededor, soldados y oficiales realizaban tareas menores, informes, recuentos, ejercicios breves… hasta que el sonido de los portones resonó con un eco ancestral.
El ambiente cambió.
Desde lo alto de los escalones sagrados, flanqueado por dos antorchas solemnes que nunca se extinguían, apareció Calyndor. Su silueta recortada por la luz de las arañas imperiales parecía surgir no del umbral físico, sino del dogma mismo. Cada paso suyo retumbaba como una campana ahogada. Entonces todo se detuvo.
Las voces se apagaron, como si el aire hubiese sido drenado. Las espadas se alinearon, erigidas en gesto de juramento. Los cuerpos asumieron una postura de respeto absoluto: la inmovilidad que solo inspira un dios encarnado. Un silencio ritual descendió sobre la sala, no como ausencia de ruido, sino como una presencia sagrada. Era la liturgia sin palabras del Imperio: el emperador había llegado. Y entre ellos, Thorn Solvyn.
Impecable. Imperturbable. Su armadura relucía con una pátina de devoción bien pulida. De cuerpo fibroso, curtido por la disciplina, Thorn tenía veintiocho años. Su bigote espeso estaba perfectamente recortado, su cabello corto de tono castaño rojizo, y su rostro afilado mostraba una expresión constante de fervor. Hijo de un servidor del gran ejército, portaba la devoción al Fulgor como herencia familiar. Había nacido para servir. Y servir era su propósito.
Pero más aún que su físico, lo que definía a Thorn era su fe. Su creencia en el Fulgor no era emocional: era estructural. Era la base misma de su existencia. Para él, el emperador no era un hombre. Era el Sol encarnado. Una extensión divina de la doctrina. Cada paso que daba Calyndor era una verdad revelada. Cada silencio, un mandamiento tácito. Thorn no obedecía: adoraba.
El medallón solar sobre su pecho brillaba bajo las arañas. Y sus ojos no parpadeaban. No podían.
“Cada movimiento suyo es una revelación,” pensaba Thorn. “Su sola presencia silencia al mundo.”
¿Cómo podría haber error en su voluntad?”
Calyndor ingresó sin anuncio. Nadie osó moverse.
—Ardentor Durneth Vhaerak —dijo—. Adelante.
Vhaerak avanzó con un sonido seco y metálico.
—Majestad…
—Tres convoyes perdidos. Tres veces humillado el sol. Tres nudos sin cortar —la voz del emperador era baja, pero cada palabra se incrustaba como un clavo.
—Majestad, los pantanos...—
—¿Culpas al barro?
—No, señor. Solo... informo.
Calyndor giró la cabeza muy despacio. Su mirada se posó sobre el Ardentor. Sonrió, y fue una sonrisa sin calor.
—El barro no se defiende. Tú sí. Eso me inquieta. Y alzó la voz:
—¡Quiero la cabeza del responsable! ¡O tendré la tuya! ¡Que el Sol no me obligue a abrir la tierra para conseguir lo que quiero!.
El eco retumbó. Nadie habló.
Calyndor se marchó con la misma calma. Y antes de cruzar el umbral:
—El Sol no perdona.
—¡EL SOL NO PERDONA! —repitieron todos al unísono.
El Ardentor Vhaerak temblaba apenas. No por miedo, sino por vergüenza. Se quitó un guante con precisión lenta, como quien se prepara para oficiar un rito. Luego extendió una mano y llamó al Capitán Crelon, responsable directo del convoy perdido.
—Crelon —dijo, sin mirarlo—. Has fallado al Imperio. Has contaminado la Cadena. Tu incompetencia costará vidas.
El capitán avanzó hasta el centro de la sala, donde una losa negra marcaba el punto exacto para recibir castigo. Se arrodilló con los puños apretados contra el mármol. Su respiración era visible. Nadie acudió en su defensa.
Vhaerak se acercó con pasos lentos, rituales. Desenvainó un pequeño cuchillo ceremonial, curvo, de hoja negra. Lo sostuvo alzándolo hacia los candelabros imperiales, dejándolo brillar unos segundos. El metal reflejó la luz solar artificial como si invocara juicio. No hubo palabras adicionales. Solo un susurro apenas audible:
—El filo juzga. La piel recuerda.
Y con la misma solemnidad con que un sacerdote consagra pan, trazó una línea firme sobre la mejilla izquierda de Crelon, de la oreja al mentón. Un solo trazo. La sangre cayó al mármol con un ritmo lento, casi medido.
—Por los Siete Rayos del Sol conocidos, y los siete por conocer… estás marcado —dijo, con voz que no era ira, sino sentencia—. Desde hoy, dejas de ser oficial. Vuelves al comienzo, y ahí te quedarás. Como los no dignos. Y recuerda… tienes prohibido cubrir tu rostro, incluso en tu funeral.
Crelon bajó la cabeza. No protestó. Solo se alzó lentamente, la sangre descendiendo por su cuello, y se retiró entre miradas de acero. Cada paso que daba parecía un eco de exilio. Nadie habló. Nadie respiró fuerte. La justicia del Imperio no necesitaba explicación.
Durante unos instantes, la sala quedó suspendida en un vacío denso, como si el acto recién ejecutado hubiera dejado una grieta en el aire. El mármol aún conservaba la gota final de sangre, que tardaba en secar. Los soldados no se movían. Las luces parecían titilar con una tensión contenida.
Fue entonces cuando el Ardentor giró sobre sus talones, la capa carmesí girando con él como una ola de sentencia, y avanzó sin prisa entre las filas inmóviles. Sus botas repicaban como martillos sobre el dogma bordado de la alfombra. Había un ritmo ceremonial en su andar, una cadencia que anunciaba que el juicio no era solo castigo: era preludio de decisión.
Thorn Solvyn, aún inmóvil, sentía el peso del instante como si el aire se hubiera vuelto plomo. Observaba con el rabillo del ojo cómo el Ardentor avanzaba entre los soldados como un inquisidor silencioso, con la gravedad de quien porta la autoridad del Sol mismo. Su andar no era común: era el recorrido de una voluntad examinadora, paciente, exacta. No caminaba: medía. Y en ese medir, cada paso podía consagrar o destruir.
No decía palabra, pero su sola cercanía obligaba a los músculos a tensarse, a las almas a alinearse con el dogma. Se detenía frente a algunos como quien huele una pieza de metal antes de decidir si vale el temple. Cada mirada era una balanza invisible. En otros, apenas giraba el rostro y proseguía. Pero cuando pasaba, el vacío que dejaba detrás parecía más estricto que su presencia.
Thorn sabía que lo que se evaluaba no era la postura ni el sudor. Era la fe. Era la pureza del espíritu. Y él… él se había preparado para esto desde que podía sostener un estandarte. Sabía que pronto llegaría el instante de ser pesado. Y juzgado.
El Ardentor no buscaba explicaciones: buscaba exactitud. Evaluaba posturas, medía devociones. Se detenía brevemente frente a ciertos hombres, como si pesara sus almas con la mirada. A uno lo miró de reojo y siguió sin detenerse. A otro lo observó unos segundos más, y el hombre pareció sudar por dentro. Nadie hablaba. Nadie parpadeaba. Cada espasmo involuntario podía ser leído como duda, cada pestañeo como disonancia.
Y entonces, finalmente, lo sintió. El Ardentor se detenía frente a él. El corazón de Thorn no se agitó, pero sí algo más profundo: una presión en el centro del pecho como si el juicio final le hubiese sido concedido en ese instante. No necesitaba ser llamado. Sabía que era su momento. Aun así, cuando los ojos negros del Ardentor lo atravesaron, su respiración se contuvo por un instante imperceptible. Era como mirar al fuego mismo: no por miedo, sino por reverencia.
Vhaerak lo miró en silencio durante varios segundos que parecieron ciclos solares. Luego habló, no con dureza, sino con la exactitud de un mecanismo sagrado.
—Tú. Solvyn. He leído tus informes. Eres constante. Obediente. No tienes dudas.
Thorn se irguió aún más. Su voz fue firme, limpia, como un voto ya pronunciado hace años:
—Estoy al servicio del Sol, señor.
—Bien. Es hora de probarlo.
Le entregó un cilindro sellado con el símbolo solar.
—Liderarás una escuadra hacia la frontera de Vor’Morgareth. Seguirás la ruta. Investigarás el destino del convoy. Si encuentras a los Marcados, los recuperarás.
Le entregó una pequeña caja de metal con un símbolo solar grabado. Thorn asintió. Sus pensamientos, sin embargo, se adelantaban: ya había imaginado las rutas, repasado los mapas, recordado las viejas campañas de su padre en otras tierras sombrías. Este era su momento.
—¿Y si no hay nada?
—Entonces traerás barro y sangre. Pero traerás algo.
El Ardentor bajó la voz:

—Supera esta misión… y tu nombre se elevará. Tal vez haya ascenso. Tal vez más. No lo arruines.
Se hizo un silencio solemne. Luego, Vhaerak añadió con tono más contenido:
—No me falles, Solvyn. No me decepciones. Encuentra a esos Marcados. Encuentra a los responsables.
Su mirada se clavó un segundo más en Thorn, como si buscara algo que aún no estaba escrito. Luego se dio media vuelta, y la capa se agitó como una llama disciplinada.
Al caer la noche, Thorn no regresó de inmediato a sus aposentos. Caminó en silencio por las calles altas, sin quitarse la armadura, sin despojarse del peso de la jornada. Se detuvo frente a una casa cercana a las murallas de la ciudad, una construcción de madera sobria, donde una pequeña vela titilaba tras una ventana. Nadie salía. Nadie lo veía. Y, sin embargo, allí se quedó. De pie. En completo silencio.
Permaneció toda la noche observando esa única luz, como si su constancia en la oscuridad confirmara algo que el mundo necesitaba olvidar. Pensó. Meditó. Rezó. Las palabras no salían en voz alta, pero las oraciones eran firmes, internas, dirigidas a los Dioses. No pedía éxito, ni gloria: pedía exactitud. Pedía ser digno de la misión. Pedía no fallar. Cuando el cielo comenzó a teñirse de gris, y los primeros brillos del amanecer resbalaron sobre los vitrales imperiales, Thorn alzó la vista. Desde su posición podía ver la escultura de Zuryathal recortada contra la lejanía, majestuosa, inamovible. En ese instante, recordó la voz de su padre, firme como la primera orden que uno recibe y nunca olvida: “Tu lugar es tu deber. Tu deber es tu vida.”
Y sin decir palabra, se giró hacia la ciudad. Volvió a la Fortaleza Negra con paso firme, sin desviar la mirada, sin cruzarse con nadie. Allí aguardaban las órdenes selladas, la escolta designada, los mapas enrollados.
Cuando el sol terminó de alzarse sobre Kaer’Onyx, Thorn Solvyn ya cabalgaba rumbo a los pantanos. Hacia el deber. Hacia lo que debía ser encontrado.


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Doppel 2025-07-19 22:15:56

Hola, Yamifernan. gracias por los elogios, son recibidos con mucho aprecio, espero puedas seguir leyendo a medida que continue subiendo contenido, es un placer tenerte por aquí.! saludos, espero que tengas un fantastico día.

Avatar de yamifernan
yamifernan 2025-07-19 21:53:43

Leyendo estos dos capítulos, es indiscutible que posees una prosa evocadora, precisa y llena de simbolismo. Muy agradable, aparte de inmersiva. Excelente trabajo. Saludos.