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Soldado sin honor ni gloria - Fictograma
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Soldado sin honor ni gloria

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Valentino-Prádena

Publicado el 2025-07-16 10:30:39 | Vistas 212
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Las mañanas eran sumamente frías en las colinas de Afganistán.

Al sargento de infantería de las Fuerzas Especiales del Ejército de los Estados Unidos, Robert Sánchez-Welles, le agradaban porque le recordaban las heladas mañanas de Texas cuando conducía el carro de segunda que su papá le había regalado para ir a la escuela.

Sin entenderlo a conciencia, apreciaba la perfección artística que la Naturaleza por sí sola le ofrendaba, un esplendente sol que dibujaba unas suaves formas geométricas que cuadriculaban el estrecho Valle del Salang, asentado a los pies de las colinas que, a pesar de haber sido transformadas en trincheras por los talibanes y su propio ejército, no perdían ni un ápice de su hermosura. Bajo aquella visión exótica, en su mente una sola frase cabalgaba:

“La venganza por la tragedia del 9/11.

“Esos malditos cerdos enturbantados tendrán que pagar. Ojo por ojo, diente por diente. Está escrito en la Biblia.”

De pronto, el aspaviento de la explosión de un poderoso proyectil en una colina cercana lo hizo volver a la realidad. Era el talibán que arremetía con fuerza contra los invasores venidos del otro lado del océano.

“¡Mierda!”, dijo tirándose al suelo. “¡Perros infieles!”, les gritó Robert, levantando el arma, dejándoles caer sendas ráfagas de su fusil; sin que él lo advirtiera, había adoptado el tono de voz de sus odiados enemigos. “Jesucristo es el salvador del Mundo, aunque les duela, hijos de la gran puta! ¡Ganaremos!”, acabó espetando, esta vez con incontenible furia.

“¡Sargento, sargento”, escuchó una voz al otro lado de la colina.

“¡Smith ha caído, repito, Smith ha caído. Un cohete le arrancó la cabeza!”

Robert, ramplando, corrió por la cima de la colina, saltó una quebrada, y pronto llegó hacia la voz que lo llamaba.

“¿Situación, Dark?”, preguntó.

“Smith, muerto”, le contestó el soldado.

“Llévame”, le dijo, alzándose de vez en cuando para repeler el ataque.

Efectivamente, a Smith le había estallado el misil en la cara.

“Esto es lo que haremos”, dijo Robert. “Bajaremos por aquella colina, rodearemos el norte del Valle del Salang, alcanzaremos su base de operaciones y la destruiremos”.

“¿Pero cómo?”, preguntó un confundido Dark. “Llevamos días atrapados en estos oteros, incapaces de avanzar un tan solo milímetro”.

“Ya lo verás”, dijo Robert.

Pronto mandó llamar a su tropa, un cuerpo mixto de estadounidenses, canadienses, británicos y algunos soldados afganos del ejército de la Alianza del Norte provenientes de las tribus tayikas, uzbecas y turcomanas que buscaban la caída del emirato islamista.

Enseguida solicitó la radio e hizo llamada al Mando de Operaciones Especiales y les explicó lo terrible de su posición, el cada vez mayor atrevimiento del enemigo, pero sobretodo hizo hincapié en una idea suya que venía cavilando desde hace mucho tiempo y que sin dudarlo cambiaría el rumbo de la misión.

“Papá Noel, se acerca la Navidad”, dijo en tono de clave. “Los renos, repito, los renos se han saltado la barda con Rudolph a la cabeza. Iremos por los regalos”.

Le echó una mirada a su ayudante Dark. Continuó con la radio:

“Para fortuna nuestra, comandante, no sólo entiendo cómo contenerlos, sino también cómo meterlos al redil de nuevo”.

Un silencio sospechoso se apoderó de la línea.

“Prepárese para las doce en punto...”, le dijeron sin remilgos por la radio. “Santa llegará con los caramelos”.

“Entendido”, dijo Roberto y apagó el aparato.

Casi aliviado, y armándose de coraje, dio la orden de retirada a la tropa haciendo círculos con la mano:

“¡Verdes, vamos, adelante! ¡Síganme! ¡Corran, corran!”

Robert y su tropa caminaron quizá una hora soportando el ardor del imponente sol tayiko, bajaron a los pies de las colinas, al tiempo que en los cielos se aparecía una flotilla de aviones que comenzó a bombardear las posiciones islamistas, quienes no cesaron en la lucha y respondieron con una lanzadera macedonia de cohetes antiaéreos.

Alcanzaron el paso del norte, con un horroroso ruido de fondo, bastante soliviantado debido al polvo que el viento del sur recogía de los bombardeos.

Cruzaron hacia el lado enemigo.

A todas luces, aquella acción era una locura, pero Robert, aunque heroico, no se sentía con ganas de morir ese día.

“Tengo miedo”, dijo Dark, temblando, cegado por el intenso polvo y ensordecido por el ruido aturdidor.

Robert hizo como que no lo había escuchado ni tampoco dejó que sus palabras golpearan los nervios de la tropa; era una señal de debilidad que no le permitiría a ninguno salir con vida; era necesario, por tanto, aguantar, guardar silencio y avanzar.

Con sus hombres, cargados de equipo, siguió corriendo de largo, ya de espaldas al enemigo, y se internó, como a tres kilómetros de las colinas, en una pequeña planicie en busca de la que se suponía era la base de operaciones del talibán: la ínfima aldea de Isarak, a pocos kilómetros de la ciudad de Mazar-i-Sharif.

En su cabeza rondaba fijo el ensimismamiento de que esa aldea desprotegida era el “nudo gordiano” que impedía la conquista de Afganistán. En realidad, la noticia de la existencia de aquella aldea la había traído consigo un soldado hazara que se había unido a la Alianza del Norte después de que los talibanes asesinaran a su familia y la enterraran en una fosa común junto a dos mil cuerpos más. Aquel soldado, herido, dijo que pudo escapar por los pelos de una emboscada acometida contra su regimiento -el que fue destrozado-, mientras intentaba atacar por la retaguardia a los hombres de la otra colina, los talibanes del temible comandante pastún Ghilzai, y dijo haber visto, por las vestiduras, que la gente de la aldea eran todos pastúnes terroristas “provenientes de Pakistán” que suplían de víveres y techo a los milicianos de Ghilzai.

Era una historia dramática, triste y dolorosa, como todas las que surgen en la guerra y en los medios de comunicación occidentales, digna de una primera plana que bien pudiera lograr la aceptación y consecuente convencimiento de todo un pueblo, y por qué no, de todo un gran ejercito lleno de patriotismo. En realidad nadie osaba a cuestionarla, ni nadie se había dado a la tarea de corroborarla: nunca se supo incluso si la existencia de aquel soldado y aquella emboscada habían sido reales. Lo único que se sabía era que la historia se había difundido por toda la red de comunicaciones aliada como si fuera una leyenda urbana, y no había tardado mucho para que cayera en los ingenuos oídos del sargento Sanchez-Welles y su tropa.

El plan, entonces, era simple: destruir a la “aldea repleta de terroristas”, hecho justificado por llegar a ser su “base de operaciones”, y cortar con ello las líneas del abastecimiento de los yihadistas que los acorralaban, haciéndoles retroceder en el acto, angustiados por el hambre y la sed. Luego el ejército “aliado”, marcharía directo a la captura de la ciudad de Mazar-i-Sarif, y pondría en jaque el corredor logístico y aéreo del emir mulá Omar, jefe del Comando Supremo del Emirato Islámico de Afganistán, obligándolo a que entregara la cabeza del terrorista Osama bin Laden, en primer lugar, y el gobierno, en segunda instancia. ¡Bum! ¡Era sencillo!

Un plan que no podía fallar.

Matar a aldeanos indefensos nunca le había fallado a ningún gran general de la guerra en la sangrienta historia de la Humanidad; no le falló al “general” Gruñón cuando en Nataruk, Kenia, cerca del lago Turkana, hace diez mil años, masacró a 27 personas sin remordimiento alguno para su beneficio político, tampoco le había fallado al rey Eannatum de Lagash, en Sumeria, hace cinco mil años, cuando arrasó con la ciudad de Umma en medio de miles de gritos inocentes, no digamos el éxito rotundo que consiguió George W. Bush, hace 30 años, con su guerra de drones no tripulados en la conquista de Mesopotamia, el moderno país de Irak.

Su lógica era tan exacta como perfecta es la exactitud de las matemáticas. También, con tan fino razonamiento, henchido de ingenuidad, juventud y honor, se vio a sí mismo pasear por las calles de Springfield, Ohio, en una limusina Lincoln descapotable, con cientos de gentes recibiéndolo y agitando miles de banderitas estadounidenses y otras arrodilladas, clamando al cielo, gritando y llorando por la bendición emanada del sagrado nombre de Jesús, para luego verse rodeado por las personas que lo amaban, vecinos y amigos que ahora lo respetaban y le ofrendaban flores, agradecidos por el gran servicio que le había hecho a su gran nación, al país de la libertad, la tolerancia, la igualdad, la justicia y el amor a Dios. Veía, feliz y humilde, cómo todos le agradecían por hacer de Estados Unidos un país grande de nuevo, y al alcalde sosteniéndole la mano, lanzándose el mejor discurso que pudo haber escuchado en su vida:

“Gracias a la bravura y la valentía de hombres como Sánchez-Welles es que los estadounidenses podemos vivir y dormir tranquilos; gracias a sus acciones monumentales, nuestro glorioso Gobierno es capaz de protegernos, protegerlo a usted y a los suyos, a los que de verdad respetan la ley, de los ataques de infames terroristas. Hay que aniquilarlos a esos miembros de la religión del mal, a ellos y a sus colaboradores, sin piedad alguna, para que cesen de existir como amenazas para nuestras vidas.

“Osama bin Laden y el emir mulá Ómar son hombres tontos, débiles y además estúpidos. Son los destructores del alma de EE.UU. y de los puestos de trabajo americanos y si le dejamos destruirán la grandeza de América. Desde ahora nuestro credo será el de seguridad en casa, lo que significa vecindarios seguros, fronteras seguras y protección del terrorismo. No puede haber prosperidad sin ley ni orden."

El lejano silbido de las bombas de racimo que caían contra las posiciones del comandante Ghilzai lo despertaron del ensueño. Si no actuaba con premura, tendría a los talibanes en el trasero en apenas veinte minutos y su plan habría funcionado a medias, con el sacrificio entero de la tropa.

La aldea se ubicaba a la vuelta del cerro. Estaba compuesta en su mayoría por casuchas fabricadas con una especie de bahareque y otras pocas cubiertas con tierra y cal. No parecían casas recién hechas ni los caminos recién abiertos. En verdad, no parecían una real amenaza para nadie. Pero al sargento Robert no le interesaba sino una sola cosa: puso su mirada límpida y cristalina de ojos azules, bastante franca y penetrante, además, como de águila calva, sobre el polvoriento y callado caserío; daba la impresión de que su vista se perdía en el horizonte, pensativa, con las pupilas ensanchadas, negras, como atrapadas por el terror y la oscuridad.

Cogió la radio y volvió a repetir:

“Papá Noel, se acerca la Navidad. Aquí se encuentran los regalos debajo del arbolito”.

“Copiado”, le contestaron lacónicamente, cortada la voz por la intermitencia.

Apagó la radio y se pasó la mano por la nariz; inhaló un poco de aire. Alineó a la tropa. Algo raro estaba pasando. Cerraba y abría los ojos una y otra vez, mientras carraspeaba sin motivo. Luego dijo bien serio sin ver a los ojos de ninguno:

“En cinco minutos, tres cazabombarderos Hornet arrojarán cientos de bombas de racimo y acabarán con esta miserable aldea del mal”.

“Bien por nosotros”, dijo Dark. “Ya hemos cumplido con descubrir el lugar y notificar sus coordenadas. Hemos terminado nuestro trabajo aquí. ¡Larguémonos!”, suspiró aliviado.

“¿Y si fallan?”, dijo Robert, frío.

“No fallarán”, le contestó Dark. “Somos estadounidenses y nunca fallaremos”.

“En menos de diez minutos, tendremos a nuestras espaldas al comandante Ghilzai acabando con nuestras vidas.”

“No lo creo posible”, dijo Dark. “Creo que estará tan diezmado que ni siquiera podrá pararse sobre sí mismo”.

“Puede ser”, le respondió Robert, entornando los ojos, que ya le brillaban como el fuego, con tono molesto. “Pero ellos”, dijo, apuntando a la aldea con un dedo bastante siniestro, “ellos pueden servirle como refuerzos, y atacarnos...”.

Los soldados comenzaron a verse entre sí, el uno al otro, desconcertados. A los de la Alianza del Norte les daba igual: tenían una venganza por cobrar.

“No, señor”, dijo Dark, retrocediendo, temblando. “No lo haré. No me han hecho nada malo”, y, sin que nadie lo esperara, echó a correr.

“¡Mataron a tu pueblo, maldito cobarde!”, le gritó en silencio Robert; luego preguntó con hastío, apuntándoles con el arma: “¿Alguien más?”

Un pequeño remolino se levantó frente a sus ojos, cerca del descollado que hacía de plaza de la aldea.

“Recuerden el 9/11”, comenzó su monologó Robert. “Recuerden a los más de tres mil muertos, inocentes, y al desgarrador dolor de sus familias. Esa gente que se esconde atrás de esas paredes son los portadores del mal, los responsables de que miles de nuestros compatriotas hoy estén muertos; son esos hombres los que maltratan hasta la muerte a sus mujeres, les cortan el clítoris a sus hijas y cargan con bombas mortíferas a sus hijos, alaban a un falso profeta, escupen sobre la Biblia y odian a nuestros hermanos, así como odian a los hijos del verdadero Dios Jesucristo”.

Los soldados europeos arrugaron el rostro. No les convencía lo que Robert les decía, pero el arma les apuntaba de frente, sin que ellos tuvieran oportunidad de devolver el tiro. Aquello los enfurecía.

“Robert”, dijo uno de ellos con sorna. “Los que atacaron el World Trade Center fueron árabes sauditas; Osama bin Laden también es saudita. Esta pobre gente no nos deben nada”.

“¡Son terroristas, por Dios santo!”, gritó furioso Robert. “Ahora”, dijo moviendo el arma, “les advierto que nada de lo que ustedes me digan me hará cambiar de parecer. Para mí son terroristas, y eso es lo que cuenta, ¡punto!”.

Les ordenó que se pusieran de frente y avanzaran hacia la plaza apuntando hacia las casas.

“Robert”, le dijo un soldado canadiense, “no creo que esto sea correcto”.

“No me importa que sea correcto o no”, le contestó Robert. “Solo me importa que Estados Unidos sea seguro. Si para ello tengo que mancharme las manos de sangre, lo haré sin pensarlo dos veces y sin temor.

“¿Por qué entonces se alistaron en el ejército sino es para defender a su Patria?”, agregó con una dialéctica imbatible.

“Vuelvo a recordarles que los Hornets vienen en camino y pronto este lugar dejará de existir. ¿Qué tienen que perder para asegurarse de que el objetivo sea alcanzado? Nada, ciertamente”.

“No somos unos asesinos”, le contestaron. “Por cierto”, dijo uno de ellos, “me enlisté porque soy un grandísimo idiota”.

Pero el vigor y la voluntad emanadas del porte duro de Robert acabó por hacerlos obedecer sus órdenes, aunque bajo amenaza y porque el ataque aéreo era inminente.

“Disparen a quemarropa, ¡qué caiga cada uno de esos malditos! ¡Qué no quede ni uno solo vivo!”

Robert fue el primero en desatar a los dioses de la muerte mientras cantaba el himno nacional y sostenía con una mano, orgullosamente, la bandera de Estados Unidos. La carnicería, brutal, en tanto los soldados de la tropa, atrapados por aquel ritual patriótico de fraternidad, envalentonados por la fragilidad de las casas ante las solventes ráfagas de Robert, se unieron en un sólo coro, emborrachados de sudor y sangre de la pobre gente, culpable o inocente.

A punta de balas las derribaban mientras de ellas salían gritos aterradores de mujeres y niños. Algunos peques fueron alcanzados cuando escapaban saltando por las ventanas; unos pocos que jugaban al fútbol en un campo retirado quedaron a salvo porque corrieron a esconderse atrás de unas rocas al pie de una loma.

Alcanzaron a ver cómo desmembraban a tiros a una pobre mujer con su bebé en brazos cuando cayeron las bombas en racimo de tres aviones Hornet. De pronto, el suelo empezó a moverse, agarrando fuego y vomitando a sus hombres por los aires. Un fuerte sonido lo aventó hacia algunos arbustos, con tan mala suerte que su espalda golpeó contra unas rocas, dejándolo inmóvil.

Media hora después de aquel estruendo, pudo escuchar la llegada de varios automóviles artillados al lugar y a cientos de hombres vestidos de negro. Vio, desde su escondida posición atrás de los arbustos, cómo un hombre barbudo y de cuerpo fornido se bajó de un carro y se hincó en medio de los hoyos de tierra. Agarró un puño de aquella arena para él ahora bendita y lloró amargamente.

“Juro por Alá que sus hijos heredarán esta tierra”.

Al decir esto, se subió al auto y arrancó en dirección al Sur.

Una tarea de búsqueda encontró a Robert al tercer día, en una misión de reconocimiento. Jamás pudieron encontrar los cuerpos de los demás oficiales de la tropa. Pero Dark había quedado vivo y lo acusó de crímenes de guerra.

Robert fue hospitalizado y se recuperó con la rapidez de la juventud, aunque quedó cojeando feamente de una pierna y un ojo le había quedado gacho. “Por humanidad”, la denuncia que interpuso Dark en su contra no prosperó y, en cambio, aquel soldado "cobarde" fue dado de baja deshonrosa, por soplón.

A Robert le hicieron el papeleo con mucha diligencia y se mantuvo en secreto el resultado de su misión; lo enviaron de vuelta a su hogar en Ohio, en el mayor de los silencios posibles. El gran premio alcanzado por su ardua lucha fue el de una tímida rúbrica que un superior, obligado por uno de los jefes del Estado Mayor Conjunto, escribió en la parte inferior de su archivo personal:

"Un soldado que vuelve a casa".

Cuando llegó, contrario a lo que había soñado, nadie se aprestó a recibirlo, solo su madre, que se deshacía en lágrimas al descubrir que su hijo era un inválido. No obstante, su ardor patriótico aún estaba vivo, y con la barbilla alzada, acometió la tarea de conseguir un trabajo decente; le fue imposible encontrar uno: su apellido hispano y el fatal desenlace de sus heridas, internas, sobre todo, mostraban a sus reclutadores que, no tanto porque su estado mental fuera deplorable, podría reemplazar a uno de sus trabajadores blancos, cuestión que en los tiempos que corren era inadmisible: sin la menor de las lástimas, fue rechazado de cada una de las entrevistas.

Se dio cuenta de que el honor militar y los ardorosos cantos civiles de heroísmo valían tanto como una parrafada de palabras vacías.

Para más desgracia, cuando fue rescatado de aquella aldea afgana, los jóvenes soldados de enfermería le habían tratado el dolor con opio, lo que hizo de él un adicto a las drogas duras. Su vida era miserable, y hubiera acabado en suicidio de no haber sido por el click del ratón de su computadora: mientras leía curiosidades en un foro conocido de la Web, había encontrado un sitio oscuro que, luego de reseñar en un post todas las desgracias sufridas por los legionarios a su regreso de Afganistán, lo acogía como a un héroe, sin sospechar de su linaje hispano, que ocultó al eliminar su primer apellido; era el sitio oficial del grupo de supremacía blanca, los “Proud Boys”, la milicia nacionalista-cristiana que finalmente le devolvía el brillo de antaño.

Su entera radicalización se llevó a acabo por medio del internet. Y Robert, entre doctrinas falsas y memes, comenzó a sentirse orgulloso de su nueva etapa de soldado ario y cruzado. Asimismo, comenzó a renegar de su propia raza hispanoamericana, que no cabía dentro de ese universo nuevo de justicia y redención que le aliviaba de su oscuro dolor y baja estima. Por fin, una luz proveniente de un fuego puro, de un ardor antiguo, le abría camino en aquel mundo de sumisos y controlados, elevándolo a lo más alto de la gloria marcial. El lobo había encontrado su manada, la verdadera senda del patriota y del guerrero. Supo que, para sobreponerse al caos y la maldad de este mundo, había que luchar sin remilgos.

“El débil está condenado a perecer. Sólo los fuertes sobreviven. Todos están del lado del fuerte”.

Había que beber de la fuente de su raza primigenia aria -o lo que esto significara, ya que Robert nunca se informó de ello sino por medio de publicaciones en Facebook, Twitter, y otras páginas de supremacía blanca-, y no entendía, a decir verdad, aquel concepto cultural que le hacían pasar por racial sin ningún sustento histórico más que las patrañas de los propagandistas del internet y que él recibía sin rechistar. Pronto, en su mente se mezclaban imágenes inconexas en las que se veía como un hombre fiero de una tribu germana que peleaba con ardor contra los invasores orientales, después se veía como un oficial romano, serio y grave, que mataba sin compasión a favor de su amado y glorioso imperio. En otras se veía a sí mismo en medio de una plaza ancha, frente a un edificio futurista del que colgaba un águila imperial de dos cabezas, con su uniforme negro y una gaza roja y blanca alrededor de su brazo, que alzaba con gran orgullo mientras gritaba "¡Heil, Dios, Patria y Orden!". También se veía fuertemente armado, cazando personas indeseables para la Gran Nación.

En medio de esta mescolanza de mitología hitleriana, sin saber cómo, aparecía Jesucristo abrazándolo por detrás como a un hijo cansado mientras le ofrecía palabras de aliento y fuerza. Jesucristo había bajado del cielo con los clavos ensartados y las manos sangrientas y le había abierto los ojos, transformándolo en la oscuridad de su cuarto derruido en un soldado fiero, en un cruzado. Este Cristo, por alguna razón, no era humilde ni piadoso, sino orgulloso y fuerte, exigía a todos apego a la Ley, al Orden y la Riqueza. Su lucha estaba decidida. Las bendiciones producto de su avivamiento espiritual no cesaban de cobijarlo: se había transfigurado en un apóstol del nacional-cristianismo, o lo que esto fuera a significar. Necesitaba de miembros nuevos, es decir, de hijos relucientes.

Aupado por su nuevo amor a Dios, con una cruz en el pecho, salió de su cuarto y entró por fin a la milicia.

“En primer lugar, la familia”, sermoneaba a sus acólitos, donde en enseguida, gracias a su fanatismo, se había erigido en líder de los milicianos, “la raza y el pueblo como los más altos valores estadounidenses. Hay que repeler todo lo que huela a extranjero, materialismo, cosmopolitismo e intelectualismo burgués. Debemos fomentar las virtudes innatas de nuestros pueblos blancos, esto es, lealtad, lucha, abnegación y disciplina. La nación blanca siempre por encima de sus miembros individuales”.

Su trabajo incansable dio frutos, y, a pesar de sus crímenes en Isarak, su apostolado y activismo político lo llevó tan lejos que el mismísimo presidente de la república, su “mesías reencarnado”, lo condecoraba con la “Estrella de Plata” por sus “largos años de dolor, sacrificio, amor a Cristo y a Estados Unidos”. Enseguida el Pentágono lo condecoró con una veintena de medallas más.

Ni siquiera se dio cuenta de que se había convertido en el tonto útil que habría de ser el verdugo de su propia gente. Se había convencido de que la nación elegida de Dios estaba siendo engañada por las mismas "élites judías" -pero nunca caía en cuenta de que en realidad lo engañaban las económicas- que habían crucificado al buen Señor Jesús en Palestina. Eso era intolerable, herético. Para más inri, la gran nación de Estados Unidos estaba en peligro debido a una gran invasión de seres inferiores, los "latinos". Había que actuar como en los tiempos en los que él se veía como un hombre de la tribu de germanos o un soldado de las SS del Tercer Reich.

El día de la venganza y la furia de Dios caerían pronto sobre los impuros, los mestizos, los ilegales y los gays, que ahora se alzaban inundando las calles, robando al Estado, saqueando comercios y quemando edificios en oposición al “elegido de Dios”, nuestro gran presidente. No obstante, había recibido la orden de "stay back and stand by" (Aguarda y espera), por lo que él esperaría la señal de Dios y de su gran líder político para rescatar al país; en tanto, con la venía del buen Señor, él y los suyos acumularían arma tras arma, entrenarían día y noche, armarían planes tácticos de salvación, para cuando el glorioso y predestinado evento sucediera. Robert se consumió por completo en las teorías de conspiración.

El augurio divino llegó. La señal para la batalla era la Q.

La antigua letra Q, aquel antiquísimo signo oriental que representaba a una serpiente de gran porte, cosa que para Robert no representó ninguna bandera roja (satánica por lo de la Serpiente), sino más bien angélica.

Y la Gran Serpiente Q era un mensajero del internet que llegaba con el nombre clave de QAnon. Ha dicho que el enemigo a vencer es el archirrival de todos los tiempos, la Liga Secreta de los Protocolos de los Sabios de Sión.

Q y los elegidos la vencerían.

Hashtag #WWG1WGA – Este es el nuevo evangelio del patriota americano:

“Hermanos Qanons: Existe una camarilla mundial de pedófilos adoradores de Satanás que gobierna el Mundo, los Sabios de Sión, y controla todo. Ellos controlan a los políticos y controlan los medios de comunicación. Controlan Hollywood y, en esencia, ocultan su existencia. Pero Cristo en su misericordia ha elegido a nuestro presidente para detenerlos y derrotarlos. Él sabe todo sobre las malas acciones de esta camarilla malvada, que también busca el reemplazo de nuestra raza con la importación e invasión de seres inferiores. Él fue elegido para acabar con ellos. Hermanos, pronto se viene la Tormenta y el Gran Despertar”.

Los mensajes de Q, las gotas del saber, eran más bien como brasas sueltas de la corriente de lava de un volcán furioso. Su fuego era abrasador.


Hashtag #SaveTheChildren – 14 de noviembre de 2019:

“Libertad para los niños arios. Abuso sexual infantil y trata de personas. Los Sabios de Sión, latinos y negros asesinan a niños cristianos con fines rituales."

Era la señal esperada. El inicio de la Tormenta. La corazonada. Robert sintió una opresión en el pecho. Era su deber como cristiano, patriota y nacionalista blanco. Su mente, por otro lado, estaba fuera de sí y apartó de sí misma todo tipo de racionalidad.

Ese día cumplía sus 20 años como veterano de guerra. Se echó sus armas automáticas al hombro y salió por la puerta, luego de una larga oración a Cristo que había comenzado desde las cuatro de la mañana. La aldea de Isarak volvía a su mente. “¡Malditos impuros!”

Su mente trabajaba en automático, fustigada por una narrativa del internet y la televisión que le decían que los afroamericanos y mestizos hispanos se habían atrevido a alzar su voz en las calles, exigiendo un estúpido y nuevo sistema de cosas basado en un mejor trato racial, que los comentadores de las cadenas conservadoras del evangelismo condenaban con dureza.

Robert no tendría piedad con los asesinos de la que él consideraba genuinamente su estirpe. Comenzaría con sus crías, para evitar que se reprodujeran. Irrumpió en una escuela pública de Santa Clarita, California, gritando:

“¡La supremacía blanca dominará al Mundo! ¡Los Sabios de Sión, los negros y los mexicanos* son unos animales!”

Vestido con su antiguo uniforme militar, hincándose sobre el pavimento, empalmó su arma de asalto y disparó como en los viejos tiempos, a quemarropa y bocajarro, contra tres jóvencitos negros e hispanos.

Sintió como una luz aliviadora le cegaba la vista de pronto. Él la recibió con sumo placer. En cierta forma, se sentía aliviado. Cuando llegó la Policía, vio a dos agentes parados detrás de las puertas, los saludó, todavía con el arma en el hombro, caminó a su lado, en tanto que éstos le hablaron algunas palabras, sabedores de su rango dentro de las milicias, dejando que abandonara tranquilamente el lugar. Su “servicio” en la guerra y la adoctrinación de jóvenes les había granjeado su respeto.

No falto mucho para que el tiroteo fuera minimizado y la matanza relativizada por los políticos y sus medios de comunicación afines, quienes no cesaron de culpar y avergonzar a los padres de los niños por haber dejado África e Hispanoamérica; en una escueta declaración por parte de las autoridades policiales se leían estas comprensivas palabras:

“Se trata de un ‘lobo solitario’, un hombre abatido por los problemas de la vida que necesita urgentemente ayuda médica y psicológica. Hay indicios y relatos donde se presume que no lo hizo de forma intencional sino que en defensa propia; no se sabe, nadie lo sabe aún. Pero el caso sigue en investigación”.

Robert llegó sin prisas a casa, se arrodilló, besó los pies de su rubio Cristo americano de ojos azules, cuyas manos estaban clavadas sobre una cruz formada de culatas y cañones de AR15, y lloró de la emoción. Sí, era un hombre bendecido; estaba listo para sufrir martirio, y sin embargo, no se daba cuenta de que era un soldado sin honor ni gloria, aborrecido por su propio Dios y su propia sangre.


FIN




(*En el ideario popular anglosajón, el término "mexicano" se aplica a todas las naciones que existen más allá de la frontera Sur de EEUU. Es decir, el término comprende a todos los latinos que habitan desde México hasta la Argentina. También, por ilógico que parezca, incluye a España).




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Avatar de HdelMonte
HdelMonte 2025-07-30 14:44:46

Es un escrito valiente, provocador, que logra incomodar y remover, tanto a nivel literario como ético y político, bien marcado el nacionalismo, el racismo y la radicalización política en Occidente.

Avatar de Valentino-Prádena
Valentino-Prádena 2025-07-17 20:01:25

Hola, TeaLuna, es un placer. La figura de sal me emocionó. Espero leerte pronto. Saludos.

Avatar de TeaLuna
TeaLuna 2025-07-17 12:41:38

Agradezco tu visita y comentario en mi primer post en este sitio. Saludos.

Avatar de Valentino-Prádena
Valentino-Prádena 2025-07-17 09:16:23

Heguendm, como te lo dije en otro comentario, es necesario documentar literariamente estos sucesos, para los futuros filologos.

Avatar de heguendm
heguendm 2025-07-16 17:33:51

ja ja ja. Valentino, tu incansable dedicación a escribir historias contemporáneas con moraleja reflexiva. Esta historia me recuerda una frase de un video juego "Párate sobre las cenizas de un billón de almas y pregúntales si el honor vale algo, ese silencio es tu respuesta".