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Del Kleos al Fuego: Cap. 3 - Fictograma
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Del Kleos al Fuego: Cap. 3

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Hanz_Frizt1914

Publicado el 2025-08-09 04:44:20 | Vistas 106
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Un golpe seco, como un hueso partiéndose, sacudió el suelo bajo mis pies.
El pánico se sintió, frío y pegajoso en mi piel...
La oportunidad se les presentó.
Y el enemigo avanzó.


El grito de pánico me despertó, como si un cubo de agua helada me hubiera vaciado los sueños.
Abrí los ojos y contemple la destrucción.
El sendero parecía dejar una huella recta.
Al final del camino, la puerta yacía tirada entre los escombros.



—Huye… —susurró una voz rota, o quizás el viento, riéndose de mí.
Voltee la cabeza, desesperado.
Sentí la garganta cerrarse, un silbido breve en mis oídos.


Los monstruos acechaban, feroces y hambrientos.
Ya habían cruzado el río.
Por un segundo pensé si había dejado la puerta con llave.
No quería llegar y encontrar que mi libro favorito ya no estuviera allí.


El sonido de los pasos apresurados se mezclaba con el caos.
Cada latido me quemaba el pecho.
No había tiempo para dudas.


Mientras West se recuperaba de la conmoción,
El silbar de las flechas lo alerto.
se agacho de inmediato.
Los arqueros seguían disparando.


Las flechas cortaban el aire, brillando como estrellas en la noche.
El fuego devoraba a los monstruos.
Las llamas, gruesas y viscosas, se adherían a la carne, no se apagaban ni siquiera al caer en la orilla del río.

El humo les cegaba la vista.
Lanzaban de todo: flechas, piedras, hechizos.
No luchaban por honor ni deber,
sino solo para sobrevivir.

Las lanzas chocaban contra los escudos,
los gritos secos rasgaban el aire.
Miraban firmes hacia el horizonte,
ocultando el miedo que ardía en sus entrañas.
No querían que los monstruos lo olieran.

La duda era evidente:
pelear o huir.
No porque ellos decidieran,
sino porque la naturaleza humana es así:
una fuerza implacable,
más allá del control consciente,
una necesidad que no se negocia.


Las tropas comenzaron su movimiento.
West acompañó a la sección este.
—Rellenen los cestos —ordenaron.


Se apresuraron a formar filas, trasladando las cestas vacías mientras esperaban las pesadas cargas que pronto llegaron.
El cansancio del día anterior pesaba en sus hombros; aun así, no flaquearon.
Por ahora, el orden se mantenía.


No se permitían parpadear
Cada error podía ser el último.
Poco a poco terminaron la tarea,
hasta que una nueva orden rompió la tensión.


Apenas audible, se escuchó:
—Formación cerrada—.
La línea se apresuró.


West no dudó.
Subió a la plataforma,
tomó el arco de un caído
y se hizo pasar por arquero.
A los superiores no les importaba mientras la cobertura se mantuviera; no habría reprimendas.
Recordó a Talya, riendo en Rozmarynie mientras le enseñaba a tensar un arco.
—Gracias, Talya —pensó, aferrándose a ese consuelo torpe, mientras tensaba con manos temblorosas.


Miró a su blanco.
Apuntó y disparó.
Pero todo salió mal.
El peso del códice en su bolso lo hizo resbalar.
La flecha no prendió fuego.
Salió disparada hacia la ribera… perdida y sin destino.


Menos mal que nadie se dio cuenta.
Seguro lo habrían usado como carnada.
—Al menos avivé más el fuego —pensó, intentando empujar la culpa y levantar el ánimo.


El equilibrio se quebró.
El intercambio de proyectiles se igualó, y el aire se volvió pesado, cargado de olor a sangre y descomposición.
Ninguno iba a ceder.


Las brechas se abrieron, y con ellas el grito de los heridos se mezcló con el choque seco de las lanzas.
Los enemigos llegaban poco a poco, pisando tierra removida, empapada en sudor y miedo.
Las lanzas los mantenían a raya, pero la desesperación empezaba a teñir sus miradas.



West miró a un arquero temblando, ¿Cuánto más resistiría?
Estos caían desde las torres, sus cuerpos golpeaban como un estallido seco que hacía eco entre las empalizadas
Los desafortunados eran arrastrados sin piedad, devorados por la voracidad del enemigo.


Los gritos, llenos de terror y desespero, se fundían con el choque del acero y el húmedo susurro de la carne desgarrada.
El miedo se clavaba en cada latido, un filo invisible que cortaba la esperanza.

El miedo ya no era un murmullo. Era un grito contenido en cada respiración.
Un susurro que se hacía más fuerte, hasta volverse un eco en cada pensamiento.
No solo West temblaba; a su alrededor, manos erraban, pasos vacilaban, y órdenes se perdían en el aire.


El enemigo no era solo la bestia al otro lado del río, sino el caos que nacía en sus propias filas.

—¡Atrás! —una voz rota cortó la confusión—. ¡No flaqueen!

Pero el pánico había prendido raíces profundas.
Algunos tropezaban, otros dudaban, y en esa brecha nacía el error.


West sintió el peso de su propia culpa multiplicarse al ver a los demás caer en la trampa de su miedo.
Porque no bastaba con sobrevivir al fuego enemigo; debían sobrevivir a sí mismos.

West intentaba mantener su línea.
Sin embargo, justo a su costado, un soldado recibió un impacto en el hombro.
El golpe lo desconcertó y lo hizo tropezar.

Casi lo empujó al vacío.
Pero él no tuvo la misma suerte.
Estaba colgando, herido y agotado, aferrado con lo último que le quedaba.
Su voluntad de vivir era la única fuerza que lo sostenía, manteniéndolo al borde entre la vida y la caída.

Rápidamente recuperó el equilibrio.
Estaba conmocionado.
Su compañero suplicaba por ayuda.
West vio la escena y, por un instante, dudó.


—Déjalo... —escuchó, casi al borde de su odio.
Aquellas palabras lo despertaron.
Con urgencia, extendió ambos brazos para salvarlo.

Tiró con todas sus fuerzas.
Apoyó el pie sobre el filoso borde de la empalizada.
A pesar de las heridas, intentó subir el otro brazo para apoyarse.
Lo logró... pero no como esperaba.


Algo lo alcanzó.
Una bestia, con dientes como dagas.
De un feroz mordisco, lo partió a la mitad.
La fuerza del impacto lo lanzó hacia atrás,
y por un instante, su mente se volvió un vacío helado.

Aún sostenía a su camarada entre los brazos,
pero al alzar la vista, el horror le retorció el estómago.
La sangre lo empapaba, fría y densa.
Retrocedió por puro instinto, cayendo de la empalizada.


El golpe fue seco y brutal,
se retorcía en la tierra como una sombra de dolor,
mientras la tierra parecía reclamarlo,
mezclándose con su piel y su sufrimiento.


La línea se desmoronaba.
El retroceso era caótico: una marea rota que arrastraba cuerpos, gritos y órdenes ahogadas.
En la confusión, unas manos torpes golpearon las cajas de fuego griego que aguardaban en lo alto.

Rodaron.
Cayeron pesadas al suelo.
Sellaron el punto exacto por donde las criaturas se abrirían paso.


West yacía jadeando en la tierra, la visión empañada por el dolor.
No quería terminar como aquel hombre que aún retenía en la memoria: desgarrado, reducido a un trozo más de carne para las bestias.


Se arrastró, jadeando como un animal herido.
Se apoyó contra una columna.
Sus manos buscaban algo, cualquier cosa.
rozaron el códice en su bolso
pero buscaron otra cosa.

Sobre su cabeza… calor.
Una antorcha.
Sus dedos la apretaron con desesperación.

Temblaba.


El rugido de las criaturas se acercaba, y sus sombras ya se proyectaban sobre él.
No había tiempo para pensar.

Un alarido.
La lanzó.


Un destello anaranjado atravesó la noche como una sentencia.

Impacto.
El fuego mordió la madera y el aceite en un solo bocado.
Una explosión seca reventó el aire, arrojando brasas como dientes incandescentes.

Las criaturas chillaron, retrocediendo, cubriéndose de humo y luz…

Pero las llamas no entendían de bandos.

Uno de los hombres, demasiado cerca, quedó envuelto en fuego antes de entender qué pasaba.
Su grito se quebró al segundo, al llenar sus pulmones de humo.
Se llevó las manos a la cara, y la piel de sus dedos quedó pegada a sus mejillas derretidas.


Otro intentó arrancarse la túnica ardiendo, pero la brea había prendido en su carne.
Se desplomó de rodillas, golpeando el suelo como si pudiera arrancarse el dolor a golpes.

La piel, burbujeante, se abría en grietas que dejaban ver la carne viva.


Un tercero corrió envuelto en llamas, tropezó con un cadáver y cayó de cara, sin volver a levantarse.

El olor se volvió insoportable: grasa humana derritiéndose, mezclada con el hedor del aceite quemado.


El calor golpeaba incluso a quienes estaban lejos, arrancando el aire de los pulmones.

West, tirado de espaldas, sintió las brasas caer sobre su pecho.
No podía apartar la vista.


Las llamas danzaban sobre los cuerpos como si celebraran.
Por un instante, no pudo distinguir a las criaturas de los hombres.

Sus manos temblaban, pero no por el frío.
Aún sentía el calor de la antorcha en sus dedos, como si siguiera ahí, esperando a que la lanzara otra vez.
Y supo, sin engañarse, que lo haría de nuevo, aunque sus cuentas inconclusas ardieran con él.


El rugido de las criaturas se apagaba en el fuego, pero en el pecho de West algo seguía ardiendo.
No era solo el miedo de morir.
Era otra cosa.
Más afilada. Más sucia.


El sonido se hizo más claro… pasos, gritos, órdenes.
De pronto, sombras oscilaron su vista.
Un soldado lo tomó de la mano con fuerza, casi arrancándosela, y se lo echó al hombro.
West, arrastrado, pensó que nunca devolvería la pluma de Talya.

No había tiempo para pensar.
Todos corrían hacia el interior, hacia la torre que era el corazón del fuerte.
El fuego les había dado tiempo.
Tiempo ganado con gritos, sangre y carne quemada.
Tiempo valioso… y cruel.


Mientras el mundo se estrechaba en las escaleras de piedra, West entendió que no solo huían de las criaturas.
Huían también de algo que ya iba con ellos.

Se sentía como en un sueño.
Era casi consciente de todo lo ajeno.
Divagaba en su mente.
Sin rumbo alguno.


Entonces, un fuerte golpe lo azotó.
Lo arrancó de repente de ese vacío.
Era el teniente, furioso, escupiendo órdenes que no entendía.
No importaba lo que decía… hasta que esa última frase se coló entre el ruido, más clara que cualquier otra palabra.


—Serás ejecutado.


West quedó solo.
Atado.
Con el eco de esas palabras clavado en el pecho como un hierro al rojo.

Y entonces… algo en él se quebró.
No fue un sonido, no fue un grito… fue un silencio tan seco y profundo que incluso el ruido de la batalla pareció apagarse.

¿Por qué yo?
¿Por qué a mí?
¿Acaso tengo la culpa?
¿Acaso hice algo mal?


No… no puede ser… yo obedecí. Yo hice todo lo que me pidieron.
Cada orden, cada palabra, cada paso que me exigieron, yo lo cumplí.
Callé cuando quería hablar.
Tragué cuando quería escupir.
Sonreí, cuando solo quería llorar.

¿Y para qué?
¿Para esto?
¿Para qué me dejen aquí como un perro que ya no sirve?
¿Para qué mi sangre sea solo un charco más en el barro?
¿Para qué mi nombre se pierda antes de que el viento seque mi rostro?

Las cuerdas quemaban sus muñecas, pero ardía más la pregunta.
La pregunta que volvía, una y otra vez, sin dar tregua.
¿Por qué yo?
¿Por qué a mí?
¿Por qué…?

Un estandarte cayó frente a sus ojos.
Tierra y sangre pegadas a la tela.
En él, la heráldica del imperio.
La patria que lo vio nacer.
La que le juró amor eterno.

¿Dónde están ahora los que me juraron que nunca estaría solo?
¿Dónde está esa patria que tanto defendí?
¿Dónde están esas voces que me llamaban hermano, hijo, soldado?
¿Dónde…?

"Así que aquí acaba…" pensó.
Pero la voz que respondió no era la suya.
Era más áspera, más vieja, más cruel.

—Púdrete, maldito iluso… —susurró dentro de él—. Creíste que por seguirlos serías uno de ellos. Que ya no estarías solo. Que algún día te mirarían con orgullo. ¡Creíste en vano!


La voz arañaba cada palabra.
—Nunca te aceptaron. Nunca fuiste suyo. Siempre a la sombra, siempre fingiendo, siempre agachando la cabeza para encajar en un banquete que nunca fue para ti.

Imágenes como puñaladas:
Su madre.
Su padre.
La mano que se los arrebató cuando era un crío.
Los días de niño en un rincón vacío.
Un amor que se fue y nunca volvió.

—Ellos te miraron caer una y otra vez… y solo aplaudieron cuando sangraste por ellos. Así paga la patria. Así paga la gente que juraste proteger.

West sintió un calor distinto.
Más fuerte que el miedo.
Más afilado que la tristeza.
Era odio.
Odio contra todos.
Odio contra todo.

—¡Maldita patria! ¡Malditos ingratos! —escupió entre dientes—. ¡Así tratan a sus héroes! ¡Así devoran a los que sangran por ustedes! ¡Les odio! ¡Les odio tanto!

El humo raspaba su garganta.
Cada tos parecía arrancarle un pedazo del alma.
Tal vez siempre fue así… tal vez nunca me quisieron… tal vez solo fui un número.
Una ficha que podían mover, sacrificar y reemplazar.

¿Y si todo fue una mentira desde el principio?
¿Y si la historia que me contaron era solo para empujarme hacia el fuego?
Un grito desgarrado cortó el aire, y pensó:
¿Y si mi vida no fue más que un escalón para que otros subieran?

La rabia se mezcló con algo más oscuro.
—Me arrancaron todo… me quitaron la fe… me dejaron vacío.
Y ahora… ahora quieren borrarme, como si nunca hubiera existido.

—¡Maldita sea! ¡Maldita sea mil veces! —sus palabras eran ya casi un rugido ahogado—. Que se pudran todos… que se pudra esta tierra que llama hijos a los que mata…
¡Hipócritas! ¡Cobardes! ¡Ingratos!

El corazón le golpeaba tan fuerte que parecía querer romperle las costillas.
Ya no había miedo.
Solo calor.
Un calor que no venía del fuego del campo de batalla… sino de adentro.
Como si su sangre entera hirviera, pidiendo salir, pidiendo quemarlo todo.

Me juré algo… no con palabras, sino con cada músculo, cada vena, cada aliento que aún se negaba a rendirse.
Me lo juré porque no me quedaba nada más, porque todo lo que me habían quitado se había convertido en un solo grito: escapar.


No por cobardía, no por miedo… sino por odio. Odio a quienes me dejaron pudrirme aquí, odio a quienes fingieron no verme, odio a todos los que, pudiendo, no hicieron nada.
Y me lo repetía, una y otra vez, como un tambor golpeando mi cráneo: “Saldré de aquí… saldré… saldré, aunque me cueste la carne… aunque me cueste la vida… aunque me cueste todo”.

Pisoteé mis ideas.
Cual ciego se quita la venda.
Pisé mi bandera.
Como el trapo sucio que era.


No por desprecio a ellas, sino para que cada paso fuera un insulto a quienes me habían abandonado.
Corrí.
Corrí con las manos atadas, con la respiración rota, con la vista nublada por el sudor y la rabia. Vi al fondo una ventana bloqueada.


No me importaban los tablones, no me importaban las astillas, no me importaba la sangre. Iba a atravesarla. Los primeros que me vieron me ignoraron, como si ya estuviera muerto. Los del fondo, en cambio, notaron mis ataduras. Prisionero. Esclavo. Cazado.
Vinieron hacia mí, pero los esquivé, porque nada frena a quien ya no teme caer.

Cada paso dolía.
Cada paso me arrancaba un pedazo de piel. No importaba. Embestí la madera, sentí cómo se abría, cómo las astillas se clavaban en mi cara, cómo una de ellas cortaba la soga de mis muñecas.


No pensé en la caída: tres pisos. Lo único que pensé fue en la tierra que me esperaba abajo, en el aire que me recibiría libre, en que ya nunca más serviría a este mundo podrido.

Salté. Y mientras caía, sentí que el mundo entero ardía conmigo. El suelo me recibió con un golpe que no dolió, porque mis piernas ya no eran carne, eran voluntad pura. Corrí otra vez. Atravesé el humo. Vi la empalizada en llamas. El fuego rugía como si quisiera devorarme antes de dejarme ir.

No me importó.
Era mejor morir bajo la integridad de las llamas.
Que tolerar un día mas la esclavitud perpetua de mi alma.

Salté hacia el fuego. El calor me aplastó. La armadura empezó a arder, la ropa se pegó a mi piel. Mi bolso se consumía junto con el códice, pero no me detuve.
Un pedazo de brea cayó sobre mi pantorrilla y la carne comenzó a derretirse. El dolor me arrancó un grito, pero ese grito se transformó en risa.
Risa amarga. Risa de quien entiende que incluso el fuego necesita algo para seguir vivo.

Me arrodillé. Metí las manos en las llamas. No para pedir piedad, sino para estrangularlo. Canalicé mi mana, imaginé el triángulo, imaginé el oxígeno arrancado de sus pulmones.

Le robé el aliento al fuego como él intentaba robármelo a mí. Y vi cómo comenzaba a morir. Cómo dejaba de morderme. Cómo su rugido se apagaba.
Y ahí lo entendí. El verdadero poder del hombre no está en lo que crea… sino en lo que es capaz de matar para sobrevivir. Nosotros domamos al fuego hace milenios, y yo lo acababa de hacer otra vez.


Respiré.
Respiré como si cada bocanada fuera una victoria.
Respiré porque un día más iba a poder seguir respirando.

La calma… por fin la sentí.
El peso de mis grilletes se había ido,
o al menos eso quise creer.
Miré al cielo, a la luna,
y por un segundo me engañé pensando que era el sol.

Me dejé caer al suelo,
pero la tierra fría me recordó que seguía encadenado,
no al hierro, sino a lo que había hecho.
Cada respiración era una sentencia.
Ese momento no era libertad,
era solo la antesala de otra prisión,
más grande, más oscura, más mía.

No podía quedarme allí.
La calma no era real.
Debía pensar…
cómo sobrevivir de ahora en adelante.

A lo lejos, vi una caravana destrozada.
Un caballo muerto yacía sobre la tierra, inmóvil, como si el frío lo hubiera atrapado antes que la muerte.
Era mi única opción por el momento.
No llevaba abrigo alguno.
El viento me atravesaba.

Sin darme cuenta, pisé algo.
Algo duro, oculto bajo la arena y el polvo, que me arrancó un salto de dolor.
Me agaché… y allí estaba.
El códice.

Lo sostuve con cuidado, sintiendo su peso extraño en mis manos.
Tal parece que no solo me había salvado yo…
También había salvado el recuerdo de un pasado glorioso que nunca volvería.

Me acerqué al caballo.
El hedor podrido se mezclaba con un calor que aún no había abandonado su cuerpo.
Tomé un fragmento de metal de la rueda rota y lo afilé contra la madera.
Con él abrí el vientre del animal y me cubrí con su olor,
un manto de muerte para alejar a la muerte.
Arranqué su cuero y lo envolví alrededor de mí como una armadura improvisada.

Tal vez así resistiría la noche.
Tal vez, al amanecer, nadie me encontraría.
Ojalá nadie me buscara.
Porque, aunque mi cuerpo estaba seguro, mi alma seguía en llamas.

Me recosté sobre la tierra húmeda y levanté la vista hacia la luna.
Un reflejo del sol, frío y débil, condenado a vivir con luz prestada.
Qué sombra más perfecta era.
El sol, en cambio, reinaba por sí mismo,
dando vida, marcando caminos, quemando todo lo que osara desafiarlo.

Yo también había soñado con eso…
iluminar un nuevo sendero para esta tierra rota.
Pero la verdad es inquebrantable:
para brillar como el sol,
primero hay que arder como él.

El viento arrastró el olor del caballo muerto
y por un instante el silencio fue absoluto.
Me dejé caer en ese vacío,
cerrando los ojos con la ilusión de que el amanecer llegaría sin reclamarme.

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Avatar de yamifernan
yamifernan 2025-08-09 10:01:48

Haz, hice un taller para que vayamos viendo cómo mejorar el aspecto técnico de tu novela. El grupo se llama "Taller Kleos al Fuego". Puedes verlo en la zona de grupos o ir aqui: https://fictograma.com/grupo?id=38

Avatar de Hanz_Frizt1914
Hanz_Frizt1914 2025-08-09 05:06:06

No pude dormir, tras terminar el segundo capitulo, lo revisaba una y otra vez... Solo sentia que era ajeno a lo que quise plasmar y que no solo necesitba pulir todo para que se viera perfecto, necesitaba impregnar aquella idea que queria transmitir, y que se sintiera viva y no como si estuviera tirando ideas al azar. Recuerden, si ven algun error o algo en lo que podria seguir mejorando me seria de mucha ayuda, tengan buena noche.