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Buscando el olvido - Fictograma
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Buscando el olvido

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Barros

Publicado el 2025-08-27 21:11:20 | Vistas 212
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Cuenta el viento que Beethoven, en sus tiempos terrenales, había escrito en la cima de una sonata: “Per aspera ad astra”. A través del sufrimiento, para llegar a la luz.

Su música debía atravesar las comarcas más perturbadoras y oscuras del dolor humano. Por esta razón, inició su Quinta Sinfonía con una pausa, indicando un silencio.

En la partitura: un silencio antes que la música comenzase. Un vuelco del corazón.

El crepúsculo había reducido el horizonte a un leve hilo de lana. El sol se disolvía en los charcos que había dejado abandonados la lluvia.

Beethoven, arropado con un pelero lleno de chinches, el vientre hinchado por la cirrosis, observaba los cortos relinchos de los caballos y sus dilatados belfos sin poder liberar las ruedas del coche atrapadas en el espejo fango del camino.

Sabía que un caballo puede morir de angustia. Hace años lo había visto caer fulminado a tierra y ese golpe dejó una insanable laceración en su corazón.

Muchos años más tarde, un Nietzsche ya entrando a las penumbras de la demencia se abrazaría llorando a un caballo al verlo caer agotado de tanto tirar el carro, mientras su dueño lo azotaba sin piedad humana.

Al final del viaje lo esperaba una mujer, la única que su arte le permitió amar, rompiendo su curiosa regla del olvido: cuatro meses.

Su pasión por Antonie era tanto más fuerte porque ninguno de los dos la admitía, o quería admitirla; ella era la hermana fea de dos de las más hermosas muchachas de Viena, las únicas que podrían ser dignas de ser amadas por un genio. Ella quería dedicar su vida a los pobres.

Beethoven, por su parte, temía esa exaltación del tiempo que está ínsita en el desflorecer de la belleza. Sólo la forma perfecta de sus sinfonías no sería marchitada por el tiempo. Por esto se mantuvo lejos de la dulce y dañina belleza de las hermanas Brentano; pero no había imaginado que la triste fealdad de Antonie hubiese podido envolver su alma en un himno al espíritu puro.

Escapó a las termas de Karlsbad para poder olvidarla, y ella hizo lo mismo, pero lo más lejos posible. Él, en una carta, intentaba explicarle la imposibilidad de su amor: solo la música, en alma y cuerpo, debía tener la precedencia. No la volvería a ver.

Una encina centenaria era agitada por un fuerte viento que dejaba caer algunas bellotas, y dentro de ellas otras encinas. Era el viento a decidir cuál de ellas habría dado fruto, porque el viento era el tiempo, el destino de caer en tierra fértil. En su vida, él, como el viento, sacudía sus alegrías por el temor a que el tiempo se las llevase.

El frío no le daba tregua; intentó beber una copa que le trajeron, pero ya no soportaba el alcohol, y el primer sorbo lo sintió como un respetuoso adiós a su tristeza. Se quedó mirando la encina, donde cantaba una abubilla.

Había comenzado a amar la música, gracias a su abuelo, con el teatro de sombras, y se dio cuenta de que el tiempo se podía detener.

Aquella noche, en cada dolor que le costaba cada respiro, supo que El Cuarteto op. 130, fruto de su estadía en Gneixendorf, era su obra más grande; también supo que sería la última.

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