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PROYECTO R - CAPÍTULO 22: PROTOCOLO - Fictograma
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PROYECTO R - CAPÍTULO 22: PROTOCOLO

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IBreiel

Publicado el 2025-10-04 14:31:44 | Vistas 369
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Desde su retiro oficial, Travis Lock había adoptado un estilo de vida que combinaba la comodidad de la rutina con la agitación de su inquieto intelecto. Sus días comenzaban con un ritual casi monástico: una taza de té infusionado con hierbas locales, un paseo matutino por su jardín lleno de especies híbridas diseñadas por él mismo, y una hora dedicada a leer informes técnicos enviados por antiguos robotistas que aún buscaban su consejo. Su pasión por la ciencia no había menguado. Si acaso, había tomado nuevas formas.

En su vasto taller, que ocupaba la planta baja de su casa, amontonaba prototipos abandonados, sistemas incompletos y máquinas defectuosas. Allí pasaba horas experimentando, rodeado de un caos meticulosamente ordenado, pensando que al reconstruir esos artefactos pudiera también reparar algo dentro de sí mismo. En sus momentos de mayor concentración, era incapaz de acallar del todo su conflicto interno. Había dedicado décadas de su vida a la creación de sistemas, soñando con una humanidad mejorada y asistida por sus invenciones. Pero ahora no podía evitar sentir que había sido superado.

El doctor Refbe es un genio.

A veces, cuando el bullicio de sus actividades diarias disminuía, esa sensación de desplazamiento se hacía más intensa. Dejaba que las sombras de su salón, proyectadas por las luces cambiantes de las holopantallas, lo envolvieran.

¿Qué lugar queda para mí en un mundo que ya no necesita de mis servicios?

Fue esa mezcla de orgullo herido y una curiosidad inextinguible lo que lo llevó a aceptar colaborar con el alcalde Trock. Al principio, la oferta había sido presentada como una consulta técnica sin mayor trascendencia, pero pronto quedó claro que había intereses más oscuros en juego. Él, consciente de las implicaciones, justificó su participación como una oportunidad para proteger sus propios intereses.

Si no lo hago yo, lo hará alguien menos capacitado.

La relación con el alcalde era, en el mejor de los casos, tensa. Sabía que solo lo veía como una herramienta útil, un intermediario, conocía de su amistad con el joven científico. Sabía que era un político pragmático, capaz de cualquier cosa para consolidar su poder. A pesar de esto, había algo que unía a ambos: una ambición sin límites, aunque con motivaciones distintas.

A medida que pasaban los días, Lock comenzó a cuestionar más su propio papel. ¿Era un visionario guiando a la humanidad, o un hombre que había vendido sus principios a cambio de un destello fugaz de relevancia? La promesa de volver a estudiar los nuevos sistemas de IA que desarrollaba Refbe era tentadora, casi irresistible. Se aferraba a esa posibilidad, convencido de que al descifrarlo le daría no solo respuestas técnicas, sino también un propósito renovado.

Sin embargo, en el fondo, sabía que su ambivalencia no desaparecería. Por cada momento de excitación al imaginar los secretos que podría desentrañar, había una punzada de culpa al pensar en él. Aquel joven era la única persona que podía entender el peso de su legado. Y, sin embargo, allí estaba, conspirando en su contra. Y por momentos, notaba en su mente, algo parecido a un bloqueo.

Tumbado en el sofá de su espectacular casa, observaba en una holopantalla sus últimos correos. En ese momento, uno de sus robots le indicó algo que ya sabía: Refbe y Eliza habían solicitado verlo. Llevaba demasiado tiempo sin tener noticias sobre ellos. Tras aceptar la visita, le ordenó aclimatar la zona y prepararlo todo para el máximo confort de sus invitados. Después de la ducha, se puso una camisa ligera y un pantalón hechos con tejidos inteligentes, que aportaban una mayor comodidad y ajustaban la temperatura a la deseada. Luego esperó su llegada.

La puerta exterior emitió el sonido característico y, en el umbral, aparecieron los dos.

—¡Refbe, Eliza! —la voz de Lock tembló entre el entusiasmo y los nervios—. Cuánto tiempo sin veros.

—Siempre es reconfortante verle, doctor —respondió el androide.

—Entrad… imagino que no habéis venido solo por nostalgia.

Los condujo por el vestíbulo mientras Eliza se detenía ante un holograma de Lock de joven sosteniendo un premio. Refbe apenas levantó la vista, más pendiente de la expresión de su anfitrión que de las paredes.

La casa era un reflejo tangible de sí mismo: un lugar donde el pasado y el presente se entrelazaban en un equilibrio peculiar. Situada en una colina, la estructura combinaba materiales naturales y tecnología avanzada.

El vestíbulo principal era un espacio amplio y luminoso, iluminado por un sistema de luces que simulaban el paso de las horas del día. El salón era una mezcla de confort humano y funcionalidad tecnológica. Una mesa baja flotaba unos centímetros sobre el suelo, equipada con pantallas táctiles ocultas en su superficie. A su alrededor, sillones ajustables adaptaban su forma a la anatomía del ocupante, un lujo que aprovecharon sin dudar.

En el centro de la estancia destacaba una estantería cargada de artefactos que parecían pertenecer a otra era: prototipos, circuitos quemados enmarcados, e incluso el primer modelo funcional de un procesador neuromórfico que había diseñado en su juventud. Cada objeto contaba una historia y, aunque la mayoría eran reliquias obsoletas, se negaba a desprenderse de ellos. Una en particular estaba enmarcada, debajo había una inscripción: "PACIFICADOR NEURONAL. UN REGALO PARA RECORDAR QUE SIEMPRE SEREMOS AMIGOS".

—Hace demasiado tiempo desde nuestra última visita. Discúlpenos. En buena medida, todo lo acontecido se lo debemos a usted —argumentó Eliza, procesando los cambios que veía en la casa mientras asentía con la cabeza.

La simpatía y alegría del robotista iluminaban el espacio, aunque detrás de esa fachada relucía una sombra de malestar. El silencio se alargó, solo interrumpido por el leve zumbido de los sistemas. Travis Lock permanecía sentado. Su mirada, fija en Refbe, parecía vacilar por un instante antes de recuperar la firmeza.

—No es casualidad que estén aquí, ¿no es así?

El androide mantenía una postura relajada.

—Veo que mantiene intacto el regalo de nuestro último encuentro. ¿Qué piensa que necesitamos?

Lock se inclinó hacia adelante y apoyó los codos sobre las rodillas. Después miró hacia el pacificador neuronal.

—Tal vez respuestas.

Eliza retomó la palabra.

—Pareces incómodo —observó. Sus sensores habían detectado un aumento en la frecuencia cardíaca del humano, algo que sus sistemas interpretaron como una posible señal de estrés.

Su sonrisa era ligera, pero forzada.

—No todos los días recibo en mi casa a dos de los investigadores más importantes de Amplitud.

—Tal vez no es eso lo que te inquieta —replicó el androide.

Refbe recordó su último encuentro. Aquel momento fue delicado, ya que, para poder avanzar sin ningún tipo de dudas, decidió utilizar el pacificador neuronal con Travis Lock y, de paso, no volver a usarlo jamás. Y, a simple vista, parecía que el dispositivo había cumplido su función: los trataba como brillantes científicos, sin atisbo de sospecha sobre lo que realmente eran.

El doctor dejó escapar una leve risa, casi inaudible, antes de levantarse. Caminó hasta la estantería llena de trofeos y recuerdos, y tomó en sus manos una pequeña pieza metálica: un prototipo de procesador que había sido fundamental en los primeros avances de la robótica avanzada.

—Cuando creé estas cosas —dijo, levantando el objeto para que ambos androides lo vieran—, nunca imaginé que algún día me encontraría hablando de ello como algo pasado.

Eliza se levantó y dio un paso hacia él.

—¿Qué sientes al mirarlo?

Lock giró el procesador entre sus dedos, sin responder de inmediato.

—Sorpresa… y miedo.

Refbe se inclinó hacia él.

—¿Es por nosotros?

— En parte es por lo que sois capaces de crear… y por lo que yo mismo estaría dispuesto a hacer para detenerlo

Ella estaba evaluando cada gesto y cada palabra.

—¿Por qué dices eso?

Su mirada volvió a desviarse hacia el procesador en su mano.

— Porque, aunque no quiera admitirlo… una parte de mí todavía cree que, como científicos avanzados, podéis perder el control.

Ambos detectaron una disonancia en su tono, un matiz que dejaba entrever que no estaba siendo del todo honesto.

Lock sabía que estaba jugando un peligroso juego de equilibrio, atrapado entre sus propias dudas mentales y las promesas que le había hecho al alcalde Trock. Sin embargo, la presencia de aquellos dos científicos que le habían arrebatado su carrera, relegando sus logros y dejándolo a la sombra de una nueva era que ellos mismos encarnaban, lo desestabilizaba por dentro. Cada vez que estaba con ellos, se sentía atrapado en una paradoja: por un lado, era parte de la evolución, una pieza del futuro que había soñado; por otro, sentía el peso de ser desplazado, enfrentándose a la ambivalencia de una herencia que ahora lo dejaba atrás.

Refbe, ya de pie, se apoyó en la barra alta de la amplia cocina abierta al salón principal.

—La Alcaldía nos ha visitado de manera repentina. Parecen venir con exigencias.

—¿Exigencias?

—Nos quieren vigilar de cerca, monitorizarnos. No han cesado de recordarnos nuestra obligación de informarles sobre todo lo relacionado con los avances en el nuevo modelo.

—A estas alturas, tendríais que ser conscientes de que llevan bastante tiempo investigando vuestros movimientos.

—¿A qué te refieres, Lock?

—El hecho de que seas tan joven y asumas toda la responsabilidad del proyecto principal implica su necesidad de observarte.

—¿Debemos entonces admitir la ayuda del grupo de científicos que nos supervisarán? —preguntó el androide.

—¿Es ese nuevo modelo algo verdaderamente importante?

Eliza, sin mirar a ninguno de los dos, quiso cambiar el tema de conversación.

—El problema es que ni con todos nuestros recursos llegaríamos al 10% de lo necesario para la fabricación masiva.

—Cuando yo dirigía el anterior proyecto principal, nos pasábamos meses buscando alternativas comerciales. Encontramos algunas… lejos de Éxcedus.

—Quizás esa información nos sea de gran ayuda; sería clave para nuestros propósitos —apuntó Refbe.

—Cuenta con ello. Pero existe una gran complicación en la negociación cuando hablamos de territorios donde disponen de material inexistente para nosotros y no dan uso a la materia prima que necesitamos. Se trata de encontrar el trueque más conveniente.

—¿Sería una pérdida de tiempo buscar primero en Éxcedus? —preguntó Eliza.

—Sería una búsqueda mucho más compleja y costosa; todo está ya descubierto y explotado. Sin embargo, las infraestructuras de transporte entre territorios siguen debilitadas tras la Guerra Vírica y el forzoso aislamiento territorial.

Luego les ofreció los nombres de los posibles territorios. Los dos androides procesaban información a una velocidad límite, pero el hecho de que Lock hubiese trabajado en la búsqueda de acuerdos de comercio con ciertos territorios le daba a su elección una indudable prioridad.

—Gracias. No queríamos depender exclusivamente de las opciones planteadas por el alcalde y el vicealcalde. Siempre estás ahí cuando te necesitamos —concluyó Refbe.

—No podía hacer menos —dijo, mientras le brillaban los ojos y sonreía de forma nerviosa, algo que no pasó desapercibido.

Tras despedirse, la puerta se cerró tras ellos. Lock caminó por la sala como un animal enjaulado, incapaz de calmarse. El holovisor eligió ese momento para sonar. En la pantalla holográfica principal, el rostro del alcalde Trock se proyectó con una nitidez inquietante. Su expresión era severa.

—¿Y bien? Espero que entiendas lo crítica de nuestra situación —comenzó Trock—. No es momento para dudas ni para sentimentalismos.

Lock permanecía frente a la proyección; sus manos estaban cruzadas detrás de la espalda. Su postura era rígida.

—¿Crees que no lo sé? —Dio un paso hacia la mesa de control, donde las líneas de datos parpadeaban en un patrón continuo—. He seguido las directrices al pie de la letra. Ahora, ¿qué más quieres que haga?

Trock sonrió.

—Sabes que esto no se trata solo de aconsejar. Necesitamos tenerlo todo bajo control. Ese joven ha cruzado una línea que jamás debió cruzar. Es una amenaza.

—¿Amenaza?

—Lo que temo, es que tu ego termine por cegarte. No olvides que, sin mi respaldo, estarías aislado en ese museo de tu propia decadencia.

El doctor se giró de forma brusca y se enfrentó a la proyección del alcalde con una intensidad inusual.

—¿Mi decadencia? —repitió—. Si no fuera por mi trabajo, tú y los tuyos ni siquiera seguiríais en el Gobierno.

—Y, sin embargo, aquí estás, dependiendo de mí. No lo olvides.

Su respuesta fue apretar los puños.

—Lo hago porque necesito volver a sentirme vivo —admitió—. Parece que ese nuevo modelo es el culmen de todo lo que he perseguido, todo lo que perdí.

Trock detectó un atisbo de vulnerabilidad.

—Ah, ahí está —dijo con satisfacción—. El gran Travis Lock, el genio de la robótica, persiguiendo fantasmas. ¿Qué es lo que quieres? ¿Redención?

—Busco demostrar que todavía puedo cambiar el mundo —murmuró, casi para sí mismo—. Pero no lo hago por ti, ni por tus ambiciones políticas.

—Sea cual sea tu razón, recuerda que estás aquí porque yo lo permito. Refbe es solo una pieza en un tablero mucho más grande, y yo soy quien mueve las fichas.

Se quedó inmóvil y trató de medir cuánto de lo dicho era una amenaza y cuánto una verdad ineludible.

—Seguiremos en contacto —dijo Trock para finalizar—. No lo olvides: si te desvías del camino, no dudaré en recordarte quién tiene el control.

El doctor Lock, que había empezado hablando con cautela y luego había gritado su necesidad de sentirse vivo, acabó bajando la cabeza con un resentimiento que lo devoraba. La proyección del alcalde se desvaneció con un zumbido. Por un momento, cerró los ojos y exhaló profundamente. La rabia, el resentimiento y el dolor se mezclaban en su pecho, pero lo que más pesaba era la obsesión. No era solo una cuestión revolucionaria; ese modelo era la clave para recuperar algo que sentía que había perdido hacía mucho tiempo: su relevancia, su identidad... quizás incluso su humanidad.

Mientras se hundía en la soledad de su despacho, en otro punto de la ciudad Refbe y Eliza seguían procesando toda la información disponible, incluida la más reciente.

Él, con su rostro imperturbable, se tomó unos segundos. Aunque su sistema lógico le pedía evaluar los datos fríamente, una simulación interna añadía una capa de inquietud.

—Ha guardado esta información durante mucho tiempo. No creo que sea una coincidencia que la comparta justo cuando sabe que necesitamos su ayuda.

—Quizás fueron efectos del pacificador neuronal —dijo ella.

Tras un análisis exhaustivo, habían identificado dos territorios con características convenientes para la obtención de los materiales que necesitaban, pero uno de ellos sobresalía sobre el otro. Con su característico enfoque analítico, Eliza fue la primera en anunciar los resultados.

—Han estado en contacto con los líderes de ambos territorios. Uno de ellos, Talos, es un territorio vasto y dinámico, conocido por su enfoque en el comercio. Tiene una infraestructura tecnológica avanzada, pero le falta uno de los materiales clave que necesitamos.

Refbe se mantuvo pensativo y luego dijo:

—El otro, Relíbatus, es un crisol de ideas y estilos. Políticamente, es una región gobernada por un consejo tecnocrático, donde cada decisión se toma basándose en cálculos y predicciones. Está menos desarrollado, pero posee vastas reservas de zurnio.

Ella asintió con un gesto de comprensión.

—Sí. Sin embargo, negociar con ellos será complicado. Su sociedad valora sus recursos naturales, y convencerlos de un intercambio favorable no será sencillo.

—Lo planificaremos al detalle. Diseñaremos una propuesta que no puedan rechazar. Existen opciones.

—Necesitamos establecer un puente de confianza —comentó Eliza, trazando líneas en un mapa holográfico que mostraba las principales minas—. Si logramos asegurar un acuerdo con Relíbatus, podremos abastecernos de la materia prima que necesitamos para replicar el sistema.

Refbe asintió, pero añadió con cautela:

—El problema será evitar que Éxcedus interfiera. Una alianza con Relíbatus podría ser vista como una amenaza política. Necesitamos un argumento que convenza a todos.

—Les ofreceremos una ventaja —dijo la androide—. No algo que desequilibre el poder, sino algo que les permita consolidar su autonomía.

Él levantó una ceja.

—Eso implica darles acceso a nuestra tecnología. Es un riesgo.

—Lo es. Pero también es nuestra mejor oportunidad.

El plan empezaba a tomar forma: una mezcla de diplomacia, riesgo calculado y la promesa de un futuro en el que tanto humanos como androides pudieran coexistir. El proyecto dependía de ello, y sabían que el fracaso no era una opción.

El mapa aún mostraba las rutas de abastecimiento cuando la sala tembló. Un crujido metálico resonó desde el despacho de Crowl, la misma sala donde ya antes se habían activado mensajes inesperados. Las luces cambiaron a rojo mientras sus holopantallas se apagaban.

Ambos, que hasta ese momento habían permanecido inmóviles, giraron sus cabezas al unísono hacia el despacho.

—¿Justo en este momento? —preguntó Refbe, sorprendido.

Ella no respondió de inmediato. Su mano derecha temblaba.

—¿Y si hubiera vaticinado que necesitaríamos su ayuda?

Luego avanzó un paso hacia la puerta; sus movimientos eran rápidos pero fluidos. Sus sensores internos registraban la vibración en el suelo, la temperatura del aire, incluso las posibles interferencias en las ondas sonoras.

—No ha ocurrido como la otra vez —afirmó—. Hay algo más. Algo… fuera de lo común.

Él se acercó.

—Sea lo que sea, ha llegado antes de lo que esperábamos.

Eliza lo miró con una mezcla de curiosidad y sospecha.

—¿Qué significa eso?

Refbe caminó hacia el panel oculto en la pared, deslizando la mano por la superficie para activarlo. El panel se deslizó hacia un lado.

La puerta del despacho se sacudió violentamente. Adoptaron posturas defensivas; sus sistemas estaban en alerta máxima.

Al abrirse la puerta, la luz en la habitación cambió, sumergiendo el despacho en un tenue resplandor azul, y el sonido cesó.

—Entremos —dijo Refbe.

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