Carretera al infierno

—Te odio —dijo ella, cubriéndose el rostro,
sus alas temblaban con trágico alborozo—.
Debí contenerme, no dar ese paso,
mas caí en tus redes, cedí al desasosiego escaso.

—También te odio —rugió él sobre el fuego,
la Curvatura ardía con su deseo ciego—.
Me sedujiste, fuiste cruel hechicera,
y en mi condena hallé tu bandera.

Muy abajo, donde la tierra suspira,
una pareja al amor se inspira.
Bajo un almendro de hojas briosas,
se enredan sus cuerpos, se entregan a locas.

—Me haces temblar —susurra ella al oído,
él jadea, rendido, vencido.
—Te lo haría toda la noche— le espeta
con voz entrecortada y pasión completa.

Un trueno resuena, un estallido en el cielo,
y baja una luz con raudo desvelo.
Un golpe los lanza del manto umbrío,
y sienten partirse del cuerpo el albedrío.

Una hendidura se abre, vaporosa y eterna,
como una autopista que al abismo gobierna.
Y en su descenso, ya sin resistencia,
los demonios toman su vieja presencia.

—¿Aún me odias? —dice él, ya en su carne,
acomodando su hebilla con calma alarmante.
Ella ríe al verse sin alas, ligera,
mientras la pareja grita en la caída fiera.

Con ojos que arden y manos en la cintura,

una moto yace en medio de la espesura,

contempla el mundo sin miedo ni ternura.

—Tú y yo, le dice con gesto severo,
tendremos trabajo: seremos el sendero.
Este mundo, tan necio, tan enfermo,

será nuestra carretera hacia el infierno.