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Indigno de ser amado - Fictograma
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Indigno de ser amado

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Samjkl

Publicado el 2025-07-29 03:22:30 | Vistas 155
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Hoy me siento solo. Lo extraño es que siempre quise estarlo. Desde hace meses la relación me pesaba, me cansaba. Ahora todos me señalan como cobarde. Y sí, lo soy. Me lo merezco. Me gané cada insulto.

Su prima estudia conmigo en la universidad. Antes éramos amigos. Hoy ni me mira. Los que saben el chisme me ven con desprecio, como si fuera un criminal.

Les contaré cómo llegué a esto. Soy el ejemplo perfecto de un culero. Un poco hombre, en el sentido más literal. Tal vez contándolo, alguien intente entenderme.

Salí casi dos años con una chica llamada Verónica. Era delgada, de nariz puntiaguda, ojos pequeños, piel clara y labios finos. Cinco años mayor que yo. La conocí en una fiesta de su prima. Ella se me acercó —luego culpó al alcohol— mientras yo bebía solo. Mis amigos estaban ocupados con sus novias; yo, demasiado introvertido para buscar compañía.

—No pareces estresado por los exámenes —me dijo.

—Claro que sí, solo trato de no pensar en ellos en una fiesta. Y mira, me los recordaste. Ahora debo tomar tequila con culpa —le respondí.

—Perdón, solo me dio curiosidad —dijo, algo apenada.

—Es broma —le guiñé—. ¿Qué estudias?

—Medicina. Ya terminé, trabajo en una clínica pública en un pueblito.

Me la pasé preguntándole por su profesión. Los médicos aman hablar de su “gran labor”. Me contó anécdotas, los acosos a pasantes, la importancia de la dieta. Incluso habló de volverse vegana. Le dije:

—Eso es sacrilegio. ¿Qué platillo iguala a la carne? Ni en bebidas me atrevo a probar leche de soya.

—El chocolate de soya es muy rico. Le pediré a mi prima que me preste la cocina. Te voy a preparar uno. Ella también lo toma.

Lo preparó. No sabía tan mal. Mis amigos se burlaron, pero no supe cómo reaccionar. Después me fui. Un amigo me daría aventón. Me despedí con un abrazo.

Dos días después me escribió:

·         Holaaa, ¿cómo estás? Le pedí a mi prima tu número. Me llamo Verónica, grosero.

Olvidé preguntarle su nombre. Le respondí. Y lo demás es historia. Una que terminó el 21 de septiembre. No sé por qué elegí ese día. Tal vez ya me cansaba verla, escucharla, mandar los mismos mensajes: “¿Cómo amaneciste?”, “¿Qué haces?”. Las llamadas eternas.

Mis amigos decían que tener novia me haría menos huraño. Lo creí. Sentí que su presión me empujó a tener una relación. Pero seguí siendo el mismo. Solo que con ella al lado. Llegué a odiarlo. Las mismas charlas: “¿Cómo te fue?”, “¿Dónde comemos?”, los chismes de su trabajo... Todo se volvió rutina. Como un trabajo. Como un videojuego con diálogos predeterminados.

Tener que recogerla, vivir a una hora de distancia, saludar a sus papás sobreprotectores, aguantar a su hermano castroso. Aunque, sinceramente, ese era su único “defecto”.

Verónica no era muy guapa, pero era inteligente. Hablábamos de Dickens, Poe, filosofía. Le gustaba el gimnasio. Compartíamos series, ciencia ficción. Era empática. Recuerdo cuando un niño se cayó en bici cerca de su casa: lo curó, le puso una gasa y le regaló un jugo.

Me amaba. Me lo decía seguido. Me llamaba cuando pensaba en mí. Yo, en cambio, rara vez mostraba afecto. Ella lo justificaba con mi carácter. Aun así, me harté. Pensaba que merecía algo mejor, al menos físicamente. Nunca valoré la química que tuvimos.

La forma en que terminé con ella fue por mensaje. Ese día me llamó emocionada: tenía una sorpresa para mi cumpleaños. Quedamos de vernos en una plaza. Pero pensé: “Si lo hago en persona, llorará. Hará una escena. No sabré manejarlo. Si es por llamada, gritará, llorará...”. Así que elegí lo más cobarde: mensaje.

·         Oye, sabes que te amo y siempre te amaré, pero lo nuestro no puede continuar. Lo siento.

·         No me gustan esas bromas, amor. ¿A qué te refieres?

 

No respondí. Ignoré sus veinte llamadas. La bloqueé de todos lados.

Tres días después me encontró en la universidad. Gritó y lloró en el pasillo:

—¡Puto cobarde! ¡Ten los huevos de decirme una sola cosa! ¿Por qué? ¡Contéstame! Ten esta chingadera —y me aventó un libro.

—Perdóname, en serio. Soy yo. Tú eres perfecta —le dije. Y salí corriendo.

Después de eso, su prima les contó a todos que Verónica había reservado un restaurante para celebrar mi cumpleaños con mis amigos. Y yo… ya saben lo que hice.

Decepcioné a alguien que dio todo desde el principio. ¿Cómo le dices a alguien que simplemente te cansaste? No pude. Lo admito: soy un cobarde. Un poco hombre.

¿Saben qué? Olviden lo que dije al principio. No traten de entenderme. Soy una mala persona. Un imbécil. Un sociópata sin remordimiento. Merezco el odio, el repudio. Es demasiado tarde para arreglarlo. Ella sería perfecta para alguien más. Alguien que no esté roto como yo.

Alguien que sí merezca ser amado.

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Vara 2025-07-29 09:07:33

Un monologo sincero propio de una persona introvertida que, a pesar de superar sus miedos iniciales, vuelve a caer. En ese sentido, la introversión se percibe como un adicción igual a las drogas y el alcohol, aunque la superes, volverás a caer en ella. Buen cuento.