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El espanto de Bucarest - XXXI - Los caminos que llevan a Industrias Eugenéticas - Fictograma
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El espanto de Bucarest - XXXI - Los caminos que llevan a Industrias Eugenéticas

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Vara

Publicado el 2025-09-08 11:05:26 | Vistas 593
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Habían transcurrido cuatro horas desde que el balaur divisara el castillo de Industrias Eugenéticas a lo lejos, que adornaba el paisaje verde y amplio. Cargaba a un Popescu desmayado bajo el brazo, mientras devoraba la distancia del bosque a saltos en la plenitud abrasadora de un sol continental. Se guiaba por el serpenteo de la carretera, que bordeaba para evitar ser descubierto.

Al coronar un otero, a menos de un kilometro, se dejó escuchar el rugido de unos motores. Giró la cabeza, con el rostro enfurecido, escudriñando a la distancia.

"Muma", siseó, montando en cólera al reconocer el vehículo. "Cuatro coches: al menos veinte hombres. ¡Todos morirán!".

Descendió del altozano con la agilidad de un animal de los montes, y se plantó en el centro de la carretera, en donde depositó el cuerpo de Popescu, volviendo a los arbustos, para esconderse. Un rechinar de dientes le aquejaba. El estertor de los gases de escape, el clamor festivo de sus ocupantes, anunciaban una cacería inminente.

Chilló la primera llanta al frenar en seco.

—¡Espera! —gritó Voiculescu a Muma—. No avances. ¿Qué demonios es eso?

—Me lleva... —balbuceó Muma, atónito.

Bajaron del coche, cada uno empuñando un arma de fuego.

—Diles a los demás que paren —ordenó Muma al primero—. ¡Por Dios! —aulló al reconocer de inmediato a su compinche de crimen—. ¡Es Popescu! ¿Cómo ha llegado a la Transilvania, a cientos de kilómetros de Bucarest? Esto es una locura... ¡Detén a los otros, Voiculescu! —Éste lo miró perplejo—. ¡Detenlos, joder! —insistió con furia.

—¿Está muerto? —preguntó Pascu, tanteando el cuerpo con el cañón de su pistola.

Muma se arrodilló y lo examinó. Le tomó el pulso en la yugular, pero una cortina densa de polvo lo envolvió: los matones, detenidos por Voiculescu, bajaban a husmear.

—Está vivo —dijo, incrédulo—. ¡Rápido! Llévenlo al coche.

Fue lo último que dijo antes de ver cómo una sombra se agigantaba sobre el asfalto, centímetro a centímetro. Alzó la vista, pero ya era tarde: el balaur se desplomaba desde las alturas, aplastándolo con todo su peso. Rugiendo con un horror que erizaba la piel, la bestia sujetó a Voiculescu y Pascu de los brazos, jugó con ellos, retorciéndolos como a unos harapos, y los lanzó aturdidos en contra del resto de la pandilla. Aquellos, aterrados, dispararon al azar creando un pandemónium de metrallas.

El balaur recogió el cuerpo de Popescu y lo arrojó a los matorrales.

Furioso por el picor de las balas en su piel, se escudó tras el coche de Muma. Los hombres intentaron rodearlo, pero la criatura alzó el vehículo y se los estrelló encima. Saltó al siguiente, lo levantó y lo derrapó por la carretera como un proyectil; el tercero voló por los aires, y el último rodó de nuevo por el pavimento. Actuaron como unas guillotinas mortales que lo decapitaban todo.

Vertiginoso, el balaur rugió el nombre de su némesis más aborrecida:

—¡Stefan, Stefan, Stefan!

El mismo nombre que murmuraba Baros, a veinte millas de allí, al volante de su coche, flanqueada por Scott e Iliescu. Siete metros atrás, Kami y Urich seguían con Tassus en el asiento trasero. Sonia se había quedado en Bucarest, junto a Faina y Razvan, quien había resuelto visitar a Brudan para contarle la precaria situación que ahora los asediaba.

—Lo que no logro entender —decía Baros— es por qué Dendiu llegó a ese extremo: asesinar para aniquilar a Stefan.

—Simple —replicó Iliescu—: usted sabe que los hombres son lo que producen, y en el caso de Adrian, dueño de esos medios de producción, es decir, poseedor de ese poder sobre los individuos que genera la propiedad privada, no soporta verse amenazado por un igual. Teme perderlo todo: su señorío, su reino sobre estos peones. Es él o nadie; él arriba, los demás abajo. El sistema lo empuja a razonar y actuar así. La competencia, ya sabe…

—¿Me está diciendo que se volvió asesino por culpa de sistema del capital y la competencia? —preguntó Baros, escéptica.

—¡Por Dios, Iliescu! —intervino Scott—. Eso es una incongruencia.

—Mire, Scott —prosiguió Iliescu—. Se lo explico más claro: en el capitalismo, la gran industria y la competencia funden todas las condiciones de existencia, las unilateralidades de los individuos en dos formas simples: la propiedad privada y el trabajo. ¿Lo capta ahora? —Scott frunció el ceño—. La competencia aísla a los individuos, enfrentándolos entre sí, aunque los una en una misma clase, como la oligarquía en el caso de Adrian. Por eso tarda en que se agrupen, y cuando lo hacen, se vuelven imperialistas, poderosos. Eso es lo que planea Adrian con los suyos, lo mismo que Stefan, pero para ello debe medir fuerzas con los alfas de esa clase.

—Le creo, profesor Iliescu —dijo Baros—. Lo ha aclarado bien.

—Yo no lo veo así —repuso Scott—. Para mí, lo de Adrian es un desorden psiquiátrico de su personalidad individual, nada que ver con las relaciones materiales de las que habla el profesor. Me inclino más por la biopsicología, donde se ven claras las bases biológicas de pensamientos, sentimientos y conductas, antes que las interacciones con la materia. Eso viene después.

—¿En serio? —ironizó Iliescu—. ¿O sea que cree que el cerebro piensa por sí solo, sin las presiones de la materia? ¿Si tengo hambre es un capricho del cuerpo, una programación automática? ¡Increíble!

—No, no quise decir eso —se defendió Scott—. Respóndame usted: ¿no había desórdenes mentales entre ustedes cuando eran comunistas?

—Por supuesto que sí —admitió Iliescu—, y se debían a lo mismo: las relaciones materiales nos moldearon. No se cumplió lo prometido, la igualdad social y económica del comunismo. ¿Pero sabe qué? No fue el sistema, sino los hombres, que aún no están listos para sacrificarse por el bien común.

—Entonces me da la razón en lo psicológico…

—En parte, sí. Pero no del todo. La humanidad, tecnológicamente, aún no ha madurado. Espere a que alcance un alto grado de avance científico y tecnológico, y verá cómo el comunismo triunfa de nuevo. Ya lo verá... Se lo aseguro.

—No, joder —musitó Scott—. No se puede desear el mal a nadie de esa manera...

—¡Dios mío! —exclamó Baros, pisando el freno en seco.

—¿Qué pasa? —saltó Scott, alarmado.

Ante ellos se desplegaba una escena dantesca: coches destrozados, cuerpos desparramados, inertes sobre el asfalto. Bajaron del vehículo; Urich se detuvo y corrió hacia ellos. Revolvieron entre los cadáveres y pronto hallaron a un hombre agonizante. Baros lo reconoció: era el electricista del Colentina. Se agachó para auxiliarlo. Él también la identificó.

—Un monstruo... horrendo... —balbuceó.

—¿Cómo era? ¿Brillaba?

Pero el hombre se hundió en la inconsciencia. Lo cargaron al coche de Urich.

—¿El balaur? —preguntó Urich.

—No lo creo —replicó Baros con desdén—. Podría ser que Adrian ya ande cerca... ¡Vaya pregunta!

Urich, herido por la respuesta, intentó entenderla: aún seguía dolida. Aunque Stefan, en Eugéneticas, sí intuía que su peor amenaza lo rondaba. Mandó llamar a Dobre, que llegó con una sonrisa radiante. Al parecer, los engendros cobraban vitalidad: ya se agitaban en los vientres.

El contador marcaba:

PROCESO DE GESTACIÓN / DÍAS: 269 / HORAS: 2 / MINUTOS: 2 / SEGUNDOS: 01/

—Se acelera a cada instante —indicó Dobre.

—Bien —dijo Stefan—. Es hora de preparar la siguiente fase. —Consultó el reloj—. ¿Qué habrá sido de Muma? Debió llegar esta mañana.

—¿Quién? —preguntó Zamfir.

—Muma —repitió—. Contraté un equipo de ayudantes para ayudar en el traslado de mis "hijitos" al taller de cibernética.

—Entiendo.

"¿Florin?", preguntó Stefan por el intercom. "¿Noticias de los ayudantes?"

"Ninguna, señor".

—¡Maldición! —dijo Stefan, girando hacia Dobre—. Llame a seguridad: ellos nos echarán una mano. No hay opción. Apúrese.

—Y usted, doctor Zamfir, venga conmigo: iniciamos la siguiente fase, como le dije.

Ya salían de la oficina hacia el taller de cibernética cuando sonó el móvil de Stefan.

"¿Aló?"

"Stefan: soy Belinca".

"Sí, dime. ¿Qué ocurre?"

"Malas noticias".

"Sigue".

"El idiota de Dendiu acaba de poner a Pita, ese lameculos, al frente del PMRU. Derrocaron a Razvan".

"Imposible".

"¿No te enteraste del intento de suicidio de Razvan? Pita alegó demencia y, con un tecnicismo, lo sacó del poder. Ahora dice que lo reemplazará como candidato a la presidencia del PMRU, buscando la reelección. Sabes que, con Adrian en las sombras, será una pelea dura. Además, Pita ya mandó auditores fiscales a tus empresas; me lo dijo Mircea, y hace rato llamó Copos, de Maramures: lo intervinieron esta mañana".

"Maldito. Déjame eso a mí, Belinca. Salgo esta noche hacia Bucarest. Adrian me las pagará todas. No te preocupes".

Colgó. Su rostro, agrio y verdoso, mostraba por primera vez los surcos de una vejez retrasada. Había que actuar con celeridad y precisión como nunca.

Virtudes que le faltaban a Dendiu, quien sobrevolaba los Montes Metálicos. Eran tan vastos y monumentales que hallar el laboratorio resultaba un desafío. Enfocó un hilillo de la carretera y se orientó por él. Minutos después, desde las alturas, divisó un amasijo de figuras. Descendió.

"Muertos", murmuró. Examinó los alrededores. "Destrucción masiva. Voy por buen camino".

Alzó vuelo con una elegancia maligna, pensando en la forma que desarrollaría su ataque. Siguió el trazo del camino y pronto avistó las dos colinas que custodiaban el laboratorio. Sonrió para sí y aceleró los motores al máximo.




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