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El espanto de Bucarest - XXXII - Razvan decide recuperar su partido - Fictograma
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El espanto de Bucarest - XXXII - Razvan decide recuperar su partido

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Vara

Publicado el 2025-09-09 16:22:07 | Vistas 363
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Cuando las malas nuevas de su derrocamiento como presidente del PMRU llegó a sus oídos, Razvan no perdió ni un instante. Se encaminó sin demora hacia la casa de Brudan y le devolvió a su hija. El viejo la recibió entre lágrimas.

—Fui a buscarte a la comisaría, hijita —le dijo, con la voz quebrada—. Creí que estabas muerta. —La abrazó con fuerza—. ¡Ay, gracias a Dios que sigues viva!

—Sí —añadió Faina—. Dios se ha apiadado de nosotros.

—Oh, pastor Faina —repuso Brudan, reconociéndolo al fin—. Bienvenido a mi humilde morada. Mi hija y yo le estamos en verdad agradecidos…

—¡A Dios, querido hermano Brudan, retribuye tu alegría a Dios! —le contestó Faina, señalando al cielo mientras los abrazaba a ambos.

La escena, emotiva, tocó el corazón de Razvan, que acabó por unirse a ellos, envolviéndolos en un abrazo fraterno.

—¿Por qué, viejo amigo? —preguntó Brudan, que ya se había repuesto y trataba de entender lo que se decía en las noticiarios de Razvan.

—Tu hija es una heroína —le respondió—, tan digna como su padre.

Brudan le plantó un beso en la mejilla.

—Viejo amigo, viejo amigo —murmuró, casi tarareando—. ¿Cuándo dejarás de ser noticia? Mírame a mí: soy un viejo pobre, pero feliz.

—Créeme, amigo Brudan, que yo desearía estar en tu lugar. Pero a veces siento que la vida se me escapa tan rápido que me aterra desperdiciarla.

—Descansa, Razvan, descansa. Ya has hecho más que suficiente por Rumania.

—¿Descansar? No, Brudan, hoy más que nunca debo trabajar el doble. ¡Es imperativo!

—Por Dios, Razvan, eres un héroe, una leyenda. Duérmete en tus laureles.

—Ni héroe ni leyenda, amigo. Solo un estúpido egoísta que, en vez de hacer el bien, causó un grandísimo mal.

—¿Qué quieres decir?

—Que acabo de descubrir que mi lucha fue, desde todos los puntos de vista, una gran estupidez. ¡Mira ahora lo que le pasa a nuestra patria! Miseria, crímenes, tiburones financieros convertidos en amos de la pobre gente.

—¡Qué dices! Por Dios…

—Mírate tú, Brudan, mírate. ¿Cómo vives? Miserablemente. ¿Sabes qué? No esperes que Sonia viva mejor que tú. No podrá, créemelo, no podrá, al menos si se atreve a hacerlo con honestidad... Es necesario que alguien la ayude, y ese alguien no será el financiero de enfrente ni el empresario de al lado, a quienes les importamos poco ella, tú o yo; solo les importa él mismo. ¿Me entiendes? Es necesario que el Pueblo vuelva al poder y se apodere de los medios de producción para forjar con ellos su propia riqueza.

—Hablas como si fueras un comunista tú mismo, tú, el que derrocó esa maquinaria totalitaria, el que enjuició a Ceausescu, el que proclamó que desde entonces tendríamos libertad para hacer lo que quisiéramos.

—Sí, el mismo. Pero ahora te digo que lo que hice no estuvo bien, porque esa «libertad» que proclamaba la tenía pensada para todos por igual, y no me daba cuenta de que era un ideal deformado por mentes más astutas que la mía, por otros, los fuertes, los monstruos que se aprovecharon de esa coyuntura para oprimirnos hoy con salarios de miseria, pobreza y violencia.

—Pero están en su derecho, en su libre derecho…

—¿Derecho de qué? ¿De enriquecerse con tu trabajo? ¿De fomentar la pobreza para que vendas tu fuerza de trabajo por una nada? ¿Por qué no dicen: «Tú y yo hemos fabricado y vendido bien esta mercancía en el mercado. Toma tu mitad»?

—Pero los medios de producción son de él…

—¿De él? ¿No es la Madre Tierra de todos? Porque alguien puede arrogarse el derecho a decir que una parte de ella es suya. Solo un necio puede pensarlo así.

—Pero ¿y su derecho a la propiedad...?

—No confundas la propiedad individual con la propiedad privada. La individual es tuya, inherente a ti como ser humano, como hijo de esta Tierra que te ha engendrado. La propiedad privada es diferente: es la acumulación del trabajo de otros para tu servicio. Ahí está el error. Y nadie debe obligar a trabajar a su semejante si no le retribuye con justicia e igualdad, es decir, mitad y mitad, como corresponde.

—No te entiendo, Razvan... Antes luchabas contra esas ideas, y ¿ahora? ¿Qué ha ocurrido? ¿En verdad te has vuelto loco?

—La miseria y la violencia que azota a mi pueblo me han abierto los ojos, Brudan... Hay demasiada desigualdad, y al parecer, si seguimos así, se acentuará aún más…

—Pero si fuera tal como dices, ¿por qué hay países que gozan de esta prosperidad económica capitalista?

—¿Por qué? Porque se aprovechan del trabajo de países pequeños, de la explotación de los inmigrantes y de nuestra propia gente. ¿Recuerdas las clases de economía política? ¿Te acuerdas de Roma y otros imperios del pasado? ¿De qué vivían? De la rapacidad, el pillaje, la conquista, el sometimiento de pueblos. ¡Abre los ojos, Brudan!

"Sin embargo —acotó enseguida Razvan—, no propongo una vuelta al comunismo. No. Esta vez será una especie de sistema mixto, una especie de Estado de Bienestar General. Habrá oportunidades verdaderas para todos... Si tú mismo quieres emprender, tendrás tu oportunidad, pero también la tendrán aquellos que quieran servir al bien común... "

—Ese fue el motivo que te impulsó al suicidio.

—Sí. Al comprender que había cometido el error más grande de mi vida, pues…

—Ya; no sigas, amigo. ¿Y qué harás ahora?

—Te he dicho que hay una clase fuerte que oprime a la otra, ¿verdad? Pues bien, en este momento estoy siendo atacado por un elemento de esa clase, el oligarca, como lo llamaban los comunistas. Me han despojado vilmente de mi presidencia en el PMRU y de mi derecho a ser candidato en las elecciones. Mihai Pita, ese es el nombre del traidor. El muy rastrero es un agente de Adrián Dendiu, el industrial, hijo de Alexandru, el Químico.

—¿El hijo de Alexandru?

—Sé que tú lo conoces. Él mismo me lo contó todo.

Brudan se sonrojó al verse descubierto.

—Alexandru me salvó una vez de una redada…

—Lo sé, lo sé. Pero ahora escucha atentamente: Adrián es un asesino; lo confesó ante la policía, ante mí, ante Sonia, tu hija... Quiso asesinarnos también.

Esta vez el viejo pareció desvanecerse y buscó los ojos de Sonia.

«¿Es verdad, mi niña?».

Ella asintió; Faina la asistió al reafirmar la confesión con un gesto mímico.

—Te diré lo que quiere hacer: poner a Pita en la presidencia del país, por la vía política, pero fraudulentamente. Una vez allí, lo manipulará para que modifique la Constitución a su conveniencia. Luego se hará él mismo regente de la nación. Dice el loco que creará un Imperio. ¿Puedes creerlo? ¡Está loco, loco de atar! Y hay que detenerlo, Brudan, y pronto.

—¿Cómo?

—Llamando a las bases, preparándolas para que desobedezcan al gobierno pemerruiano de Pita. Hay que matar al engendro antes de que nazca. Yo mismo llamaré a mis dirigentes, a mi gente, la de los barrios, y nos apoderaremos del Comité Central. Convocaré una Asamblea General. ¿Qué dices, me ayudas?

—Adrián es muy fuerte, Razvan —le dijo el viejo, entristecido—. No creo que tengamos ni el mínimo chance de vencerlo. ¿Y los Estatutos del Partido?

—Vamos, Brudan, ¿no derrocamos una maquinaria tan gigantesca como el régimen comunista? ¡Ánimo, ánimo! ¡Lo lograremos! ¿Los Estatutos? ¿Recuerdas el capítulo III? «Nadie debe obediencia a un poder usurpador...». La Ley está conmigo. Por otra parte, creo que Adrián tiene los días contados, pues se ha enfrascado en una lucha a muerte contra Stefan. Yo mismo lo he visto salir en su busca.

—Pero... no te entiendo.

—Adrián mismo ha salido en busca de Stefan para matarlo.

—Esto es... es una animalidad.

—¿Qué puedes esperar de alguien que ha tenido en sus manos el destino de millares de personas y que por eso cree que el mundo es suyo y puede hacer, impunemente, lo que se le antoje?

—Ya estamos a finales del siglo XX. ¡Es inconcebible! Solo un cavernícola puede proceder así.

—Pero es una realidad, Brudan, tan real como me ves aquí respirando. ¿Entonces?

—Sí, te ayudaré.

—Yo quiero ir con ustedes —dijo Sonia.

—¿Tú? —preguntó Brudan, inquieto—. No, hija. Esto es cosa de hombres.

—Déjala —pidió Razvan—. Debe aprender a luchar en la vida. Además, es su derecho.

—Dios mío —clamó Faina—, ayúdame a pasar esta copa…

Al finalizar la reunión, en la Casa del Partido de Bucurestii Noi, Pita conversaba por teléfono con Traian Flutur, jefe nacional en materia de ingresos tributarios y buen amigo de Razvan. Desde el intento de suicidio de este, Pita, siguiendo las directrices de Adrián, lo había convencido de que interviniera en los negocios de Ștefan, pues corrían rumores —que todo el mundo en Bucarest conocía perfectamente, pero callaba por temor a represalias— de que los negocios del judío eran subvencionados por la Mafia Roja.

—¿Entonces, Flutur, digamos que han encontrado algo en Maramureș?

—Se trata de una transacción financiera —le contestó Traian—. Son comunes entre empresas afiliadas a un holding.

—¿Qué tipo de transacción? ¿Está justificada?

—El gerente, un tal Copos, argumenta que se trata de un ingreso por prorrateo de ganancias. Usted sabe, al parecer Farmacorp, la empresa que dirige este señor, invirtió sus ganancias en Seicorp, y ahora esta se las devuelve con intereses.

—Sin embargo, ¿me habla usted de cinco millones de dólares? No cree que sea mucho para una empresa mediana. ¿Cuánto ganó este negocio en todo el año pasado?

—Ya he visto todos sus estados financieros, especialmente el de resultados... Y sí, hay algo que no cuadra…

—¿Qué no cuadra?

—Ganaron en todo el año pasado cuatro millones, principalmente por la venta de un fármaco denominado «Youngever», que compran a otra afiliada, Farmadei. Pero como le digo, los cinco millones son injustificables por la naturaleza del negocio…

—¿Habló usted con Stefan David?

—No. Solo con Mircea, el contralor financiero. El hombre es abierto, pero habla mucho y con aire sabihondo. Dice que lo de Copos no es en ningún momento la retribución de una ganancia por capital, sino que se trata de la ejecución del Plan de Inversiones de Seicorp. Esto huele mal, pues contradice las palabras de Copos. Ya he pedido a los auditores que se centren en Seicorp…

—Gracias, Flutur, por tu ayuda. Y descuida, de llegar el PMRU a la presidencia, tendrás un ministerio. Prometido.

—Descuide, gran Mihai Pita, lo hago por amor al país y a la verdad. Me conformaría con saber que usted me tiene en alta estima.

Pita se repantigó feliz en el sillón. Empezaba a deleitarse con su triunfo, a sentir por fin millones de ovaciones dirigidas a su persona, a escuchar los discursos que exaltarían su personalidad, a ver su fotografía y su nombre en los diccionarios enciclopédicos del mundo. Una deliciosa fantasía. ¿Quién lo hubiera creído? Él, un hijo de la clase media rumana, perezoso pero con una astucia engendrada por esa misma molicie y a quien nadie tomaba en serio salvo para darle órdenes, estaba a un paso de la inmortalidad política.

¿Y qué haría para ser recordado por la posteridad como un hombre sin igual? ¿Ayudar al pueblo? ¡Por Dios, si esa piara de ignorantes apenas podía diferenciar una palabra de otra! No. Se aliaría con Adrián, su padrino, su amo, para que juntos crearan la más grande de las naciones. Adrián le ayudaría, porque tenía recursos e inteligencia; en cambio, el pueblo, ¿qué tenía? Nada, ¡y nada le bastaba tampoco! «Solo pide y pide, como si sus estómagos no tuvieran fondo».

Empezó a razonar de forma más «concienzuda». Veamos. No, no podré hacer lo que me propongo en cuatro años. Necesito más. ¿Cuánto? Si a Roma le llevó siglos crear un imperio, pues... ¿Y a los Estados Unidos? Decenas de años. No bastarán siquiera ocho, ni doce, ni siquiera dieciséis. Necesito más. ¿Pero si la gente no quiere? ¡Bah, qué me importa la gente si no tiene poder político! ¿Y si los empresarios no quieren? Por ejemplo, ¿Adrián? He aquí un problema grave. Esta gente tiene recursos, ejércitos armados. ¿No es el general en mando, Petru Rodica, primo de ese estúpido de Belinca? No puedo oponérmeles, no. Debo plegarme a ellos, principalmente a Adrián, que es muy poderoso, pues en un día puede paralizar la industria al dejar de producir sus químicos. Le temen y lo estiman por ello. Hablemos de negocios, entonces... Ahora se me aclara el panorama... Promulgaré, como he hecho siempre, leyes que los beneficien, que les generen ganancias, y me ganaré así su favor, su apoyo.

¿Que soy un rastrero y un títere de la oligarquía, me acusará el pueblo? ¿Y qué? ¿Qué podrán hacer en mi contra? Nada, nada... ¿Que ya antes botaron a un régimen comunista? ¡Por Dios santo! Todos sabemos que si el ejército no hubiera traicionado a Ceausescu, ¡este todavía estaría en la silla! Esa gentuza miserable no tiene fuerza... ¡La suerte está echada!

Encendió un cigarrillo, cruzó los pies sobre el escritorio y empezó a canturrear, casi inconscientemente, el estribillo de un proverbio rumano muy popular. Reía Pita por el logro consumado. Alguien tendría que honrarlo algún día por ello, ya que, se decía, su actuación era una faena encaminada al fortalecimiento de la democracia, la paz y la cordura. De seguro que con el tiempo el pueblo mismo, ese hatajo de ignorantes, le diría agradecido: «Es usted un hombre extraordinario, Mihai Pita, pues desde el instante en que supo que un loco nos podría gobernar, decidió, aun en contra del mundo entero, eliminar valientemente el mal de raíz. Tenga, aquí tiene una rama de olivo. Es usted nuestro héroe y prócer. ¡Erijámosle una estatua!».

Claro que se negaría a ello, por modestia. No, no quería una estatua, solo seguir allí, a la cabeza, gobernando con sabiduría y tesón, sufriendo, en ocasiones, la amargura de la ingratitud. Estaba tan embebido en sus ensoñaciones que no se dio cuenta de que hordas de gente rodeaban los bajos del edificio.

De pronto, escuchó, magnificado por un altavoz, el grito de un hombre:

«Esto, señores, correligionarios míos, es un atentado contra el ejercicio de la Democracia. No puede ser que un político, justificando su proceder en base a una libre interpretación de un estatuto jurídico, viole la institucionalidad de un organismo, en el caso que ahora se nos presenta, de un organismo integrado por cada una de las conciencias de ustedes, ¡el pueblo que me eligió en las urnas como su presidente y candidato a elección popular!».


Pita se atragantó con el humo. Esa voz le era familiar.

—¡Razvan! —gruñó—. ¡El maldito desquiciado de Razvan!

Tiró el cigarrillo al suelo y, asomándose con sigilo por la ventana, observó cómo arengaba la figura bizarra de aquel hombre, vitoreado por una gigantesca muchedumbre, escoltado por una lánguida Sonia y un Brudan con nuevos bríos. Dio un paso en falso hacia el escritorio; los gritos de la gente le martilleaban el cerebro.

«Hoy sentaremos un precedente para las democracias de la Tierra —predicaba Razvan—. Este es el mensaje: ¡Ningún político puede estar por encima de la voluntad popular, ninguno! Aquel que cree que el pueblo es un objeto que solo existe para ser manipulado y explotado, y no un conjunto de seres humanos que vive, que sueña, que desea lo mejor para sí y para sus hermanos, sabrá hoy que no hay otro mandamiento en la Constitución o en cualquier código que no sea el bienestar del pueblo mismo. ¡No a las intenciones arteras de los que buscan un beneficio personal o para lucrar a un determinado grupo económico o social, no!».

Y la gente ahogaba esas palabras en medio de una euforia incontenible.

Pita, tomado por sorpresa, se arrinconó en una esquina, nervioso. ¿Y ahora? Me lincharán. Cogió el teléfono y empezó a marcar a cada uno de los directivos, incluso a Belinca. Nadie contestaba.

«Convocaremos hoy, en este momento, una Asamblea General —siguió Razvan—. Elegiremos nuevas autoridades del partido».

—¿Asamblea General? —exclamó Pita, viendo con tristeza y rabia cómo sus sueños se desvanecían—. ¡No, nunca!

En el ambiente resonaban las palabras que exclamaba con ardor el pueblo:

«¡Fuera golpistas, fuera golpistas, fuera golpistas!».

Volvió a marcar; esta vez era un número directo, el de la Policía: «955».

Le contestó uno de los agentes, con quien se quejó:

«Hay una gentuza en la planta baja del edificio, subcomisario. Piensan apoderarse de las instalaciones y destruirlas. Venga usted y sus comandos a reprimirlos. ¡Es urgente!».

Espiaba entreabriendo las cortinas.

«La Ley es la ley —se dijo—. Nadie podrá quebrantarla, ni siquiera esa chusma. Como presidente, sé que estoy en mi derecho. No cederé».

Los guardias habían cerrado los portones y la muchedumbre empezaba a sacudirlos.

«¡Ábranlos, golpistas, ábranlos, golpistas!», gritaban, enardecidos.

Pita marcó el número de Adrián, pero no obtuvo respuesta. Sudaba copiosamente. Un segundo después, tronaron los candados y un río tumultuoso de exclamaciones arreció por los pasillos, invadiendo el lugar. Pita escuchaba ya los pasos cuando Razvan apareció rompiendo la puerta.

—¡Maldito loco! —le gritó Pita, desenfundando un arma y apuntándolo—. ¡Maldito loco! ¡Soy el presidente del PMRU, soy el presidente del PMRU, soy el presidente...! —Le disparó al tiempo que se le abalanzaba, con el rostro desfigurado, la boca torcida y las cejas arqueadas hacia arriba, signos manifiestos de su ambición y codicia.

Los estruendos zumbaron en la oquedad de la sala para ahogarse rápidamente en un silencio profundo, y Pita fue sofocado por manos que parecían emerger de un hipogrifo de mil cabezas.

—¡Soy el presidente del PMRU, me deben obediencia, me deben obediencia! ¡Soy su presidente, su presidente...!

Tarde, muy tarde, Pita. La traición, aunque velada por un halo de legalidad, es el único delito que el pueblo no perdona. Sus gritos desesperados se ahogaron entre las voces que clamaban por redención y justicia, entre aquellos brazos fuertes que lo sujetaban y exprimían, sintiendo él mismo el dolor de la opresión.

«¡Golpista, golpista, golpista!», le gritaba el mar de gentes en la cara, absorbiéndolo: «¡Golpista, golpista, golpista, fuera, fuera, fuera!».





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