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El espanto de Bucarest - XXVI - Donde los humanos se convierten en dioses - Fictograma
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El espanto de Bucarest - XXVI - Donde los humanos se convierten en dioses

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Vara

Publicado el 2025-08-23 12:35:54 | Vistas 328
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Subiendo a toda velocidad por las empinadas carreteras del centro de Rumania, Stefan contemplaba bajo la luz suavizada de la luna llena la majestuosa grandeza de los Montes Metálicos. Los aullidos de las bestias salvajes parecían darle la bienvenida mientras se apresuraba hacia Industrias Eugéneticas, con la urgencia creciendo en su interior.

“Están inquietos,” murmuró para sí mismo, pensando en los lobos. “¿Qué los estará alterando?”

Echó un vistazo a uno de los abismos que flanqueaban el camino. Aunque ya era de noche, un tenue resquicio de luz le permitía distinguir las siluetas de los árboles, las curvas de las rocas y el vuelo fugaz de los murciélagos. Una extraña sensación de seguridad lo envolvió; aquí se sentía en su elemento.

“Nada puede detenerme ahora,” pensó, aferrado al volante con determinación feroz. “Nada, ni un alma, ni siquiera la muerte. En dos semanas, con el nacimiento de mis hijos, ascenderé a la categoría divina que dará a luz a un nuevo orden natural, un nuevo orden mundial. Los lideraré; las masas me adorarán. Seré justo, sin colocar a nadie por encima de otro, solo por debajo de mí, pues encarnaré a su ansiado Mesías. ‘Nuevos cielos y una nueva Tierra, y el Rey de Reyes reinará por siempre.’ Tengo veinte años para cumplir este destino, para desatar ese Apocalipsis y para vencer toda oposición. Mis hijos y yo triunfaremos, forjando una sola nación donde fluyan leche y miel en abundancia.”

Stefan acariciaba este sueño, fantástico para cualquier otro pero vívido y embriagador para sus sentidos. Para justificar su camino, empleaba cualquier razonamiento, incluso los absurdos que el mundo ridiculizaría; sin embargo, para él eran sagrados, respaldados por sus triunfos científicos y su propia existencia como prueba viviente. Cada mirada al espejo reforzaba su convicción.

De pronto, con un gesto arrogante, sacó la mano por la ventanilla. Entonces, bajo las faldas de una colina, algo lo arrancó de sus abstracciones. Entornó los ojos. ¿Qué es eso? Le pareció ver una gigantesca roca trepando los barrancos a saltos.


“No es posible,” se dijo. “Las rocas no suben, caen.”


Aceleró a fondo; con amargura vio cómo aquella figura se perdía tras el recodo de la colina, a la que llegó en minutos. Bajó del auto para investigar. Caminó despacio, con cautela, conteniendo el aliento.


“Por aquí,” murmuró, “giró junto a este peñasco.”


Dio dos pasos; se detuvo en seco. Frente a él, una fiera emergió, mostrando los dientes con furia. “¡Dios santo!” exclamó. “¡Un lobo!” Retrocedió a tientas. El animal se abalanzó; él sacó su arma y lo abatió. Corrió al auto, lo arrancó y condujo directo al laboratorio.

Mientras tanto, en Industrias Eugéneticas, Zamfir, harto de su estancia en la bodega, pidió permiso a Dobre para descansar en una de las oficinas del laboratorio. Estaba decidido a detener aquellos experimentos.

“Estos seres jamás verán la luz en esta Tierra,” murmuró. Se acercó al Contador:

PROCESO DE GESTACIÓN: DÍAS 268; HORAS 10; SEGUNDOS: 03...

“¡Joder!” exclamó. “Están listos para nacer, quizás ahora mismo.”

Comenzó a manipular el artefacto, pero pronto se dio cuenta de que era inútil; la única forma de detener a esos seres era cortando su alimentación, el líquido bioquímico que los mantenía vivos.

“No,” pensó. “Sabotear el contador no servirá; no detendría el suministro. ¡El procesador genómico!”


Salió del lugar, tomando un walkie-talkie para seguir los movimientos de Dobre. Subió los escalones de la sala contigua y encontró la imponente mezcladora. ¿Dónde buscar? ¿Puntos críticos de conexión? ¿Bajar un interruptor o presionar un botón? Buscó con rapidez, temiendo que Dobre lo descubriera.

“Necesito un diagrama,” dijo angustiado, sudando. “Debe estar aquí, en alguna de estas paredes.”

Encontró uno: era del procesador, no de los sistemas operativos interconectados. Se inclinó sobre el panel de control. Las cifras en el flujograma de la pantalla sobre su cabeza confirmaban el perfecto funcionamiento del proceso. ¿Qué tecla presionar? No había un botón de “apagado”. ¡Maldición! ¡Las válvulas, sí, debo cerrarlas! Corrió al lado izquierdo y se enfrentó a una válvula enorme y pesada, imposible de mover con su fuerza sola. ¿Y ahora? El tiempo se agotaba. ¡El principio de Arquímedes!, se dijo. ¡Una palanca! Salió del cuarto de máquinas, encontró un tubo metálico bajo una despensa y regresó. Lo insertó en el borde de la válvula y tiró con fuerza. Una alarma lo interrumpió.

“Doctor Dobre,” siseó la voz de un guardia por el walkie-talkie, “el señor Stefan acaba de llegar.”

“Debo apresurarme,” murmuró, tirando con desesperación hasta quedar exhausto. “Tengo que hacerlo, aunque me maten por esto.”

“Voy para allá,” respondió Dobre por el intercomunicador. “Llegaré con el doctor Zamfir.”

“¡Tarde, tarde!” exclamó frustrado. “Va a la oficina; si no me encuentra, sospechará. ¡Qué importa!”

Siguió forcejeando. Oyó pasos en los escalones. Hizo un último intento.

—¿Qué hace aquí, doctor Zamfir? —preguntó Dobre.

Descubierto, se ajustó la bata y se aclaró la garganta.

—Estudiando el proceso de las mezclas —respondió, escondiendo la palanca entre las tuberías un instante antes.

—Venga —lo urgió Dobre—. Vamos a recibir al señor Stefan.

Zamfir, con sudor en la frente, asintió.

“Perdido,” pensó. “El nacimiento es inevitable.”

Llegaron a la oficina justo cuando Stefan abría la puerta. Lo saludó con entusiasmo, y cada uno tomó asiento.

—¡Vaya! —exclamó Stefan—. Veo que su llegada a Industrias Eugéneticas ha sido un éxito. ¡Miren! —señaló el Contador con alegría—. ¡Solo un día para que mis sueños se hagan realidad! Gracias, doctor Zamfir.

—¿A mí? —preguntó Zamfir, sorprendido—. ¿Por qué?

—Antes de usted, faltaba casi un mes para que maduraran mis pequeños. ¡Y ahora, solo un día! Será recompensado.

—No he tenido nada que ver —replicó Zamfir, ofuscado, pero al ver una chispa de reproche en los ojos de Stefan, añadió—: Pero si me ofrece un premio, no lo rechazaré. ¡Y no olvide al doctor Dobre!

—Claro que no —rió Stefan—. Dobre es el brazo ejecutor, el obrero divino tras la genialidad de mentes como la suya.

»Ahora —continuó—, es hora del siguiente paso, Dobre. Muéstrenme los dispositivos de memoria cibernética.

Dobre los guió al taller de electrónica en el primer piso, donde ordenadores cargaban bibliotecas enteras en dispositivos de memoria virtual, como los llamaba Stefan.

—¿Qué es esto? —preguntó Zamfir, asombrado.—Son cargadores de memoria cibernética para los cerebros de mis hijos —explicó Stefan—. Nacerán con la mente en blanco, como cualquier humano, y necesitarían años para aprender. Sería un desastre ver a un adulto actuar como recién nacido. Así que, inspirado en estudios como los de ‘Libertatea’, decidí darles una memoria completa con toda la Historia de la humanidad: ciencia, sociedad, política, economía.

—¿Todo? —interrumpió Dobre, incrédulo—. ¿Cómo?

—Simple: literatura y tecnología moderna. Me basé en las versiones de los vencedores.

—Pero eso es sesgado, inhumano… —objetó Zamfir.

Stefan soltó una carcajada.

—Lo sé. No quiero arriesgar nada, y me fui con los ganadores. Mire, Zamfir, si el mundo pensara como usted, aún estaríamos golpeando frutas con piedras. ¡No sea tan quisquilloso!

—Piense en el dominio que tendrán estos hiperhumanos —insistió Zamfir.

—¿Qué hay de malo? Los dominantes escriben y hacen la Historia. ¿Quién recuerda a Euno, el esclavo que desafió a Roma? Nadie, porque perdió. Mis hijos no heredarán esa debilidad.”

“Monstruoso,” pensó Zamfir.

—Estos dispositivos se insertarán en la corteza cerebral, hasta el tálamo, con un brazo robótico de precisión nanométrica y una descarga eléctrica para activar la memoria. ¿Qué opina? —preguntó Stefan.

—Impresionante —respondió Zamfir, forzando una sonrisa.

—Es más que eso —replicó Stefan, orgulloso.

—¿Y esta cámara? —señaló Zamfir un cubículo estrecho.

Dobre, sin permiso, intervino:

—Es la ‘Caja’, o ‘Cámara de Alteración Genómica’ (CAGE). Convierte a un humano en hiperhumano. Está en fase experimental.

—¿Cómo? ¡Eso jamás! —exclamó Zamfir—. Me parece una aberración científica.

—Pero no lo es —dijo Dobre—. Solo falta probarla. Stefan planea…

—¡Basta, Dobre! —lo cortó Stefan, endureciendo el rostro.

Salieron del taller y regresaron al laboratorio.

—Usted —señaló Stefan a Zamfir— sabe demasiado. Se quedará conmigo hasta el final.

Zamfir palideció. “Soy su esclavo”, pensó. “No saldré vivo de aquí”.

Stefan llamó a Florin.

—¿Ya llegó el señor Muma con sus hombres?

—No, señor.

—Avísame cuando lleguen. Serán muchos.

—¿Visitas? —preguntó Dobre.

—Hombres para trasladar a los niños al taller —respondió Stefan.

Zamfir temblaba, atormentado por su papel en esta creación. Si Dios existía, habría un infierno, y él se lo había ganado. Solo le quedaba sufrir en silencio… o morir. Antes de las veinticuatro horas, caviló, rompería los cristales del procesador y se lanzaría dentro, acabando con las soluciones salinas y su vida. Era la única salida para detener a esos engendros y el plan pantegruelico de Stefan.




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