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El espanto de Bucarest - XXXIII - La encerrona de los agentes - Fictograma
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El espanto de Bucarest - XXXIII - La encerrona de los agentes

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Vara

Publicado el 2025-09-11 12:45:01 | Vistas 330
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El doctor Dobre observaba con un brillo febril en los ojos el tumulto de los engendros que se agitaban en los vientres artificiales. Sus movimientos eran tan vigorosos que las paredes de vidrio, frágiles ante su fuerza, crujían y amenazaban con astillarse. Reunió a los guardias de seguridad, que, pálidos y desconcertados, apenas podían asimilar lo que veían.

—Cuando dé la orden —les dijo con voz firme, señalando un botón rojo en el panel—, cada uno subirá al pedestal y lo pulsará. Esto elevará las láminas de vidrio, liberará el líquido amniótico y expondrá a los hiperhumanos al aire. —Bajó de la plataforma con un gesto pausado, casi teatral—. Sé que están asustados. Es natural; nunca han presenciado algo así. Pero esto, caballeros, es ciencia. Experimentos como este son el pan de cada día en nuestro campo. No hay nada que temer.

Los guardias asintieron, aunque sus movimientos faciales desencajados delataban su temor.

—En media hora —recalcó Dobre—. Estén preparados. No se muevan de aquí.

En el pasillo, se topó con Stefan, que caminaba junto a Zamfir, su colega. El encuentro fue tenso.

—La fase dos —anunció Stefan con una urgencia que rayaba en la obsesión.

Dobre arrugó los labios, molesto.

—¿No sería más prudente esperar a que los hiperhumanos nazcan? Solo falta media hora.

—No —replicó Stefan, cortante—. Debo estar listo para asumir el control ahora. No hay tiempo que perder.

—Sin embargo… —insistió Dobre, pero Stefan lo interrumpió de presto.—Zamfir me ayudará. Él también es científico.

Las palabras le cayeron como un golpe seco a la moral de Dobre, que se sintió despreciado; reprimió su furia. «Así me paga», pensó, mientras se lamía las heridas en lo interno.

—Como quiera —respondió con frialdad—. Usted manda.

Stefan y Zamfir se dirigieron al elevador y descendieron al taller de robótica. Allí, en un rincón oscuro del laboratorio, se alzaba la CAJA, el alterador genómico de diseño futurista, rodeado de un intrincado sistema de cañerías microscópicas que inyectaban óxido nítrico, resveratrol y otros compuestos bioquímicos. Stefan soñaba con entrar en ella para alcanzar el pináculo de su ambición, inhalar la mezcla y transformarse en hiperhumano.

Pero no todos compartían su visión. El balaur, una criatura nacida de estos experimentos, acechaba en las sombras del laboratorio. Rodeaba el edificio con sigilo, mientras mostraba al mundo su fracaso en su propio intento de trascender como Stefan; ahora su mente estaba nublada de rabia, y era espoleada por un solo pensamiento, irrumpir y destruir todo aquello que para él significaba su ruina. Notó la ausencia de guardias de seguridad en todo el perímetro.

«El portón principal», gruñó, mostrando unos dientes deformes, cubiertos de espuma. Sin dudarlo, destrozó la entrada con un golpe salvaje. Echó un vistazo al edificio, evaluando su próximo movimiento. «El tejado», decidió.

Escaló la estructura con una furia contenida, cargando a Popescu sobre su lomo. Cada garra que clavaba en el concreto, cada jadeo, alimentaba su deseo de venganza, en una expiación suprema que imaginaba con deleite.

Minutos después, Baros y su equipo de agentes llegaban a este mismo laboratorio. La visión del portón destrozado los llenó de desconcierto, al igual que la soledad del patio. Urich, Kami e Iliescu estacionaron el vehículo a un lado, mientras Scott y Tassus intercambiaban miradas llenas de sospecha.

—Está vacío —murmuró Kami, escudriñando los alrededores—. Ni un solo dispositivo de seguridad desplegado.

—Cabe la posibildad de que el balaur nos haya engañado... —sugirió Iliescu, pensativo—. Me parece que este lugar está abandonado.

Tassus, amarillento del rostro por el estrés, conocía la verdad sobre el balaur, aun así, guardó silencio.

—No lo creo —respondió Baros con cautela—. Este laboratorio pertenece a la Mafia Roja, al Estigia, como dijo Adrián. Puede que estén procesando drogas aquí, y su soberbia de gánster le haga cometer fragantes errores como éste.

Scott sacudió la cabeza, incrédulo.

—He oído que Stefan David es un empresario respetado, un político de renombre. ¿Qué necesidad tendría de esto?

Iliescu soltó una risa amarga.

—Doctor Scott, la codicia no distingue rangos. Convierte lo bueno en malo y lo malo en abyecto.

—En mi país estas cosas no pasan —replicó Scott, casi ofendido.

—No esté tan seguro —intervino Urich—. He visto caer a empresarios, alcaldes, gobernadores, senadores… todos atrapados por la misma avaricia.

Baros, molesta por la interrupción y la voz, ignoró las palabras de Urich.

—Entremos —ordenó, empujando la puerta de vidrio con cautela.

Avanzaron con las armas desenfundadas y todos los sentidos en alerta. La recepción estaba vacía, pero un eco de voces llegaba desde el segundo piso. Baros señaló las escaleras a Kami, pero Tassus intervino:

—Hay un elevador.

—No —respondió Baros, negando con la cabeza—. Las escaleras son más seguras.

Subieron en silencio. Al llegar al borde de una pared, Baros espió la sala. Vio a Dobre alejarse de un grupo de hombres, y, sin embargo, una visión horrorosa paralizó a Scott y Tassus: decenas de engendros flotaban en cilindros de líquido salino, agitándose con una vitalidad perturbadora.

—¡Esto es monstruoso! —exclamó Tassus, abrumado por la culpa. Intentó avanzar, pero Scott lo detuvo.

—Calma —le susurró—. Ya encontraremos el modo de detener esto.

—¡Silencio! —ordenó Baros, susurrando.

La confusión había hecho presencia entre los agentes. El balaur les había asegurado que los esperaría allí, como si aquel fuera su territorio. No obstante, sabían por medio de Adrián que este laboratorio pertenecía a Stefan.

La ausencia de guardias y la escena que acababan de presenciar los desorientaba aún más. Baros, aferrándose a la versión del balaur, decidió avanzar con cautela; una duda la asaltó: ¿Y si Stefan los descubría? Entrar en propiedad privada sin orden judicial equivalía a un riesgo enorme que anularía cualquier accion tribunal a posteriori. ¿Qué otra cosa podían hacer? ¿Bajar las armas y dialogar, o justificar su presencia alegando que perseguían al balaur? Dirigiéndose a Kami, murmuró:

—Guardemos las armas. No tenemos base legal para irrumpir así. Hablaremos primero con los responsables de este lugar.

Urich, indignado, señaló los cilindros.

—¿Y esto? ¡Es una aberración contra la naturaleza! Podemos proceder de oficio.

—No sabemos qué es esto —replicó Baros—. Y sin una orden judicial, no podemos actuar.

Tassus se sumó a los ruegos de Urich:

—Esto viola el Código Penal rumano. La manipulación genética está prohibida, salvo para curar enfermedades graves. Sí, sí, podemos actuar de oficio.

Scott, pálido, murmuró:

—Me siento como en una película de Frankenstein… Quizá esta sea la guarida del balaur y aquellos engendros sus experimentos.

—No —lo corrigió Tassus—. Razvan dijo que Stefan planeaba crear unos ‘ayudantes corporativos’ que elevarían la calidad de vida de la sociedad rumana. Esto es obra suya.

Baros, intentando mantener el control, insistió:

—Hablaremos con Stefan o con quien esté a cargo. Necesitamos respuestas.

Iliescu, nervioso, objetó:

—¿Y si intenta eliminarnos, como Dendiu? Esta gente es peligrosa.

Kami apoyó a Baros.

—Es lo correcto. Somos profesionales, no matones.

A regañadientes, los demás aceptaron. Pero Kami, recordando la advertencia de Maior y temiendo un enfrentamiento, sacó su teléfono y llamó a Ionel, el segundo al mando en la gendarmería.

—Ionel, necesitamos un juez y un fiscal. Estamos en un laboratorio en los Montes Metálicos, propiedad de Stefan David. Trae al equipo forense, inspecciones oculares y a la brigada Vlad Tepes. Algo grande está pasando aquí. Rápido.

Apenas colgó, una voz gélida resonó en el pasillo:

—¡Guardias, deténganlos! ¡Esta es una zona restringida!

Era Dobre, que, agitando los brazos, se mostraba furioso.

—¡Seguridad! —gritó, mientras sus hombres rodeaban a los agentes.

Baros, con calma, mostró su placa.

—Agente de Investigación —dijo.

—¿Tienen orden de allanamiento? —espetó Dobre—. Si no, fuera de aquí.

Urich intervino:

—Necesitamos hablar con Stefan David.

—¿El señor David? —respondió Dobre, sarcástico—. Salió hace quince minutos. Vuelvan otro día.

Baros se plantó.

—No nos iremos hasta hablar con él. Lo esperaremos.

Dobre esbozó una sonrisa torcida.

—En ese caso, como ustedes quieran. Llévenlos al sótano —ordenó a sus hombres—. A un habitáculo de la bodega. Enciérrenlos allí. Hablaré con Florin.

Los sacaron a empellones. Dobre, en su interior, estaba frenético. No en vano había escuchado que las mentiras no son eternas. Se veía descubierto por la policía y era seguro que, de emprenderse acciones legales, tendría que someterse a la justicia. ¿Cuántos años de prisión le aguardarían? Quince, veinte, treinta. Pasaría su vejez en la soledad de los barrotes. ¡No, no lo permitiría! Corrió en busca de Stefan hacia el taller de cibernética, sudando, las piernas temblorosas, pensando en que la vida era injusta con los hombres que luchan a favor de perfeccionar la Naturaleza. ¿Qué mal había hecho él sino guardar en su pecho el deseo de despojar a la humanidad de su animalidad al convertirla en una raza homínida superior? ¿No era acaso esto lo que deseaba Dios para nosotros, que fuéramos perfectos?




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