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El último rayo del sol - 3.3. - Fictograma
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El último rayo del sol - 3.3.

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Mess_st

Publicado el 2025-09-11 05:52:03 | Vistas 342
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3.3


Sir Vaughan desafió al sol con la mirada. Rara vez hacía introspección del último verano que caminó bajo un sol abrasador o que disfrutó en una tarde calurosa bajo los árboles de Óbuda o Londres sintiendo como los rayos quemaban su pálida piel sin hacerle daño alguno. Nada era igual desde que su difunta esposa Bertha le había hecho parte de su mundo, uno tan ancestral del que pensó que no sobreviviría solo. Estaba tan enamorado que quería vivirlo y sentirlo a pesar de las objeciones de ella, «No estás listo, amor mío, esta vida es complicada y solitaria» solía decirle. Sin embargo, esta tarde estaba a unos metros de la arena observando el mar y el sol dorado del ocaso, su favorito, pues era el que le daba refugio y despedía el día llamando con sus múltiples brazos a la noche que asomaba ya en el otro extremo y lo que era mejor, no estaba solo.

El cielo en esos últimos momentos se pintaba de hermosos dorados y violetas y las nubes eran todo, menos blancos algodones. El otoño manifestaba su presencia ofreciendo una fuerte y fría brisa que lejos de congelar, con un buen abrigo, compensaba el calor que no proporcionaba el sol.

La compañía era lo mejor. Sir Vaughan miró a su lado y la briosa figura de Marcus se posaba firme junto a él con las manos hacia atrás, reflexivo y melancólico ante la escena de colores vívidos.

Había sido Brighton la selección de ese domingo. Sir Vaughan consideró que era un apropiado lugar con hermosas vistas y al que su esposa disfrutaba ir extasiada con el potencial surtido de presas de buena cuna y de buen ver yendo y viniendo sonrientes, perfumados y sudorosos. Los niños corriendo de un lado a otro con pequeños sombreritos de paja y golosinas que habían conseguido de sus padres a punta de llantos y chantajes. Cosas que a ella le emocionaban por sus ansias de tener un hijo propio.

Brighton, bastante cerca de Londres, se extendía a lo largo de la costa sur con vistas al famoso muelle West Pier, un puerto donde mucha gente solía pasar sus veranos o simplemente gozar de una rica tarde distraídos del ajetreo de las escandalosas carrozas de la ciudad. Era el lugar donde Vincent Vaughan y Marcus comenzaron su paseo dominical.

Marcus no cuestionó la inusual hora para ir a la playa, se alistó como cada domingo y disfrutó de una plática intermitente con Sir Vaughan durante el trayecto de dos horas. La distancia era un inconveniente pero la única condición era regresar antes de las diez de la noche para dormir en el seminario, una regla inquebrantable. El caballero estuvo de acuerdo con el amistoso trato. El verano había acabado y sabía que por ser domingo, habría menos gente de lo habitual en el puerto, que era comúnmente visitado en familia desde la mañana para disfrutar de los encantos de la ciudad por la noche. Marcus caminó junto a Sir Vaughan participando cabalmente en su conversación mientras la arena crujía bajo sus modestos zapatos negros de cuero.

—¿Había venido antes a Brighton, Sir?—Preguntó el joven levantando ligeramente la voz mientras la silbante brisa les revolvía el cabello. 

—Con mi difunta esposa, si.—Contestó Sir Vaughan sonriente.—Interesante extensión de Londres. Uno puede olvidar un poco lo rutinario de la ciudad. ¿Que hay de usted, señor Hastings? Estoy seguro de que la iglesia los ha consentido un poco ofreciéndoles   otra clase de contemplación divina.—Dijo, señalando con su bastón de paseo al hermoso cielo colorido que ya tenía tonalidades oscuras debido a la cercanía de la noche.

Marcus volteó a ver de nuevo la bóveda celeste que ya dejaba ver las primeras estrellas.

—Poco. No ha sido por la congregación que he venido a Brighton.—confesó Marcus mientras miraba la arena que dejaba sus huellas bajo sus pies y se preguntaba si estaba tan fría como el viento.

—Oh.—Exclamó Sir Vaughan aminorando un poco el paso y mirando a verle con interés.—Algo me dice que ha sido ese amigo suyo con quien ha gozado de este espléndido paisaje.—afirmó mirando a Marcus y regalándole una amigable sonrisa. 

Avergonzado de ser tan predecible, Marcus bajó la mirada y contestó con el recuerdo de los buenos días sentado junto a Arthur mirando al mar, aún fresco en su memoria.

—Si, al menos una vez al año.—Recordó.—Sus abuelos tenían una pequeña casa en Horsham así que la distancia era muy conveniente.

—Ciertamente.—Contestó su distinguido acompañante.—Hábleme de su amigo, señor Hastings, ¿Arthur era su nombre?—Preguntó tocándose la barbilla en señal de duda.

Aunque Marcus no recordaba haber mencionado el nombre de Arthur con anterioridad, ignoró el insignificante hecho atribuyéndolo a su mala memoria y le contestó a Sir Vincent no sin antes sentir estremecimiento al tener que hablar abiertamente de quien fuera su único amigo y por el que llegó a sentir extrañas emociones.

—Si. Arthur era todo lo que yo no soy.—Expresó con recato, dudando de si eran las mejores palabras para comenzar a describirle.—En Saint Edmund era muy querido por su entusiasmo y determinación. Si algo no le parecía se levantaba sin temor a las objeciones. Era atento y afectuoso con todos, dispuesto siempre a ayudar.

La suave y cándida voz de Marcus manifestaba un atisbo de alegría al revivir sus antiguos y dulces recuerdos.  

—¿Usted no es todas esas cosas?—Replicó el avispado caballero liquidando malicia alguna en su pregunta.

Marcus, que se había quedado mentalmente vagando entre las mesas del seminario y los patios de la procatedral de Kensington, miró a ver a Sir Vaughan intentando darle una respuesta lo menos penosa posible. Sin embargo, antes de que alguna palabra descuidada saliera de su boca, Sir Vaughan se adelantó haciendo alarde de su artificiosa labia.

—Yo creo que usted es más que eso, señor Hastings.—Aseveró plantándose con humildad ante él.—Aún no se ha descubierto a sí mismo. Hay un manto de descrédito hacia su propia persona que le impide ver lo fascinante que es. 

Marcus alzó la mirada abstraído por la imponente figura de Sir Vaughan quien le llevaba una cabeza de altura y parecía hablarle con natural seriedad. El caballero continuó.

—En su silencio hay un ruido latente cuando observa, cuando imagina y cuando añora. No me cubriría los oídos para escucharle cada pensamiento, pues creo que están cargados de emociones dolorosas y secretos inconfesables. Pensamientos que nadie debe cargar en soledad; siendo yo mismo quien conoce el amargor del abrazo de la oscuridad propia. Querido señor Hastings, tiene usted un alma tan noble y límpida que estoy seguro que Dios mismo le perdonaría cualquier acto que otros llamarían perjurio, porque está motivado por el amor sea cual sea su procedencia.

Los ojos de Marcus no se despegaban de los dorados clisos de Sir Vaughan enmarcados por sus delineadas y espesas cejas. La oscura noche se cernía sobre ellos y su brillo no se apagaba. Embelesado e incrédulo como estaba por aquél conjunto de cautivadoras palabras, el joven había hecho una pausa a su memoria y se situó en el presente contemplando todo tipo de bellezas frente a él: las naturales, las físicas y las verbales, dos de ellas salidas de un hombre del que poco conocía y hasta ese momento temía conocer.

—No,—Agregó Sir Vaughan como si no fuera suficiente someter a su joven compañía a su tentador acervo de alabanzas.—Usted no es como su amigo Arthur. A pesar de las que considera debilidades, usted se ha mantenido íntegro a su corazón. No tema que su fe no le defienda, siempre habrán otros brazos abiertos dispuestos a consolarle.

El joven seminarista bajó la vista un tanto ruborizado mirando sus manos cuyos dedos jugueteaban con la uña de un pulgar en un gesto nervioso. La brisa del otoño se oía más débil que la voz de Sir Vuaghan, tan penetrante y tranquilizante como las olas del mar.

El caballero observó a Marcus hundiendo la cara sobre su pecho sin saber que decir y sonrió con recatada satisfacción. Miró a su al rededor y emprendió de nuevo el paso.

—Vayamos por aquí, señor Hastings.

Sir Vaughan tocó suavemente la espalda de Marcus y lo dirigió intencionalmente hacia la orilla, justo donde un grupo de tres llamativas muchachas jugaban en la costa mientras una mujer mayor las supervisaba desde la distancia apremiándolas, sin éxito, a salir porque ya era prácticamente de noche.

Marcus, que tenía a las jóvenes a la vista, no pudo evitar contemplar la escena e imaginar, sólo por un momento, la vida que habría tenido de no haber ingresado en el seminario. Una vida que Arthur ya había elegido al comprometerse con Margaret, y a la que había sido invitado solo como un compañero, un espectador de su felicidad. 

Como todo joven, sentía deseo como cualquiera en momentos imprevistos, pero no estaba seguro de hacia dónde estaba dirigido exactamente. En sus días no faltaba la visita de bonitas jovenes que iban a misa con sus padres y las que más de una vez le lanzaron miradas indiscretas y sonrisas ligeras, gestos que Arthur aprovechaba para darle un pequeño codazo y así despertar la galantería, que estaba seguro, tenía escondida. Siempre era en vano. Marcus apenas se había fijado de alguna en alguna ocasión, interesado más bien por el color de su cabello o el tamaño de su nariz, no exactamente por su figura y su atavío y mucho menos por el estricto hecho de ser mujeres. Prácticamente no nacía en él la necesidad de acercarse y preguntar por sus nombres. Y si de amor se trataba, sólo había amado una vez y no precisamente a alguna de ellas.

En aquel instante en Brighton, bajo el manto nocturno del cielo que empezaba a envolverle, se sintió más seguro con el fantasma de Arthur que con cualquier otro ser, y sin embargo, Sir Vaughan, que le colmaba de atenciones, era lo más parecido a un amigo. 

Quería ponerse a sí mismo a prueba sintiendo que ese mismo fantasma le daba valor. Miró de reojo al vistoso empresario y no estaba seguro de si era la opaca luz del sol que se desvanecía difuminando sutilmente los ángulos de su blanco rostro, pero le pareció mucho más interesante que las alegres jóvenes de la playa.

—¿Qué te parece?—Dijo de repente Sir Vaughan. 

Marcus volvió bruscamente a la realidad apartando la mirada del carismático hombre y sonrojándose de nuevo.

—¿Disculpe, Señor? 

—El cuadro. Creo que ha conseguido captar los bellos colores de la escena.

Marcus no se había dado cuenta, pero a sólo dos metros de distancia, un pintor estaba dando los últimos retoques a su cuadro, capturando la puesta del sol y a las mujeres con sus claros vestidos jugando en la costa.

—La belleza se encuentra en todas partes, señor Hastings, a veces eclipsada por prejuicios que no nos permiten adorarla.—Afirmó Sir Vaughan, clavando su cautivadora mirada en los ojos de Marcus. 

Así hablaba Vincent Vaughan con su magnetismo lanzando mensajes con la intención de correr a él por una respuesta.

5.0 (2)
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Mess_st 2025-09-11 15:40:00

Gracias yami, le echaré un ojo a lo que me haz remarcado. Estaba seguro de que me había dejado algo sin revisar por allá pero al releer no noté nada. Te agradezco.

Avatar de yamifernan
yamifernan 2025-09-11 09:49:38

Una prosa evocadora y fina (Revisa esta parte: Marcus que se había quedado como vagando entre las mesas del seminario y los patios de la procatedral de Kensington, miró a ver a Sir Vaughan intentando darle una respuesta..."). También, el diálogo estupendo entre Sir Vaughn y Marcus, a quien invita a reconocer sus propias emociones en medio de un hermosos atardecer y pinturas. Muy bueno.

Avatar de Mess_st
Mess_st 2025-09-11 05:57:48

Consideré que este capítulo me había quedado demasiado largo así que lo dividí en dos partes. Mañana publicaré la segunda parte de este apartado. Y si es necesario, borraré este post y lo resubiré con el texto que ha quedado separado.