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El último rayo del sol - 2.5. - Fictograma
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El último rayo del sol - 2.5.

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Mess_st

Publicado el 2025-08-11 05:30:47 | Vistas 259
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2.5.


Marcus se alistó como cada domingo. El anterior fin de semana había sido el menos provechoso desde su ingreso al seminario. La partida de Arthur favoreció en el poco interés que tenía en salir o realizar alguna actividad de la iglesia. Normalmente los domingos eran días libres para los estudiantes; cada uno aprovechaba el día en diferentes obligaciones o pasatiempos, desde ir de visita a casa de sus familias, salir en grupo o hasta quedarse en el colegio a organizar los libros de la biblioteca, algo que los profesores también aplicaban como castigo. 

Mientras Arthur vivía, Marcus solía acompañarle a casa de sus padres de vez en cuando en su pequeña pero lujosa propiedad en Hyde Park. Se unía a ellos en diferentes asuntos familiares que incluían prácticas de críquet, paseos a caballo, algunos viajes cerca de Londres, y las múltiples actividades del parque; así como eventos deportivos de verano y la esperada visita a Brighton, lugar que visitó al menos una vez. Con Arthur, siempre había algo que hacer. Cuando no estaba con él por alguna razón, Marcus solía visitar el cementerio donde descansaban sus abuelos, visitaba las iglesias católicas más apartadas de Londres junto con otros miembros del seminario o simplemente se quedaba en Saint Edmund leyendo, descansando o haciendo su actividad favorita: catalogar plantas del huerto.

El primer domingo de la muerte de Arthur, Marcus no salió, incluso tras recibir la invitación de la familia de su amigo para pasar una velada con ellos. No lo sintió conveniente y pensó que la idea era solo de la madre, quién le tenía cariño y probablemente tenía ganas de verle quizás con la intención de encontrar a su hijo en él. Ademas, ese día se tomó el tiempo y su propio espacio recordando a Arthur encerrado en su habitación acostándose en su cama y buscándolo entre sus cajones vacíos.

Este domingo no era la excepción a la tristeza. El dolor no había aminorado. Al mirarse al espejo recordó la rutina de preparase juntos para salir. Arthur solía acomodarle la corbata y Marcus le cuidaba todos los detalles en su vestimenta observándolo cuidadosamente sin extrañar la aburrida sotana negra del seminario. También había recibido una carta de la familia de Arthur ese día, pero en esta ocasión estarían fuera de la ciudad porque la señora Withington no se recuperaba de la pérdida de su noble hijo y había caído enferma de tristeza. Marcus no pudo evitar sentirse un poco culpable y respondió a la carta prometiendo visitarlos la próxima vez.

Las palabras de Sir Vaughan resonaban en la mente de Marcus, y no por nada se sentía intranquilo por su encuentro de esa tarde. «Me recuerdas a mí mismo».

A pesar de su consideración, ese extraño hombre parecía no tener nada en común con él. Sin embargo, Marcus seguía sin entender por qué simplemente no se había negado a acompañarlo. Atribuyó sus incomodas circunstancias a su falta de coraje y a su vergüenza de habla. No es que no supiera hablar propiamente, si no que le costaba encontrar un tema en particular que le invitara a extenderse en una sólida conversación. 

La verdad era que una parte de él, la pequeña parte que Arthur había logrado moldear, estaba llena de curiosidad por el mundo y sus enigmas. Sir Vaughan, tal diferente a él, se había dicho a sí mismo, parecía ser el único hombre dispuesto a empujarle hacia el exterior y continuar por un camino que Arthur ya había trazado para él.

Vincent Vaughan llegó a las seis de la tarde, tal como habían acordado. El carruaje Landó techado mostraba al interior al elegante caballero, joven, pensó Marcus, con quizás veintinueve o treinta años, tan risueño como siempre, una particularidad que se podía ver desde la ventana. El cochero se bajó, saludó a Marcus con cordialidad y le abrió la puerta.

—Sir Vaughan, buenas tardes.—Dijo el joven desde que comenzó a subir al coche.

—Buenas tardes, señor Hastings—Le saludó el caballero levantándose el sombrero de copa.

Sir Vaughan era el mismo de siempre, su encantadora sonrisa le diferenciaban de los típicos hombres de clase que ocultaban sus problemas tras una máscara de orgullo y dignidad fingida. Si Sir Vaughan fingía en algo, se disimulaba muy bien. Sus maneras eran naturales junto con su forma de observar, siempre levantando un poco la cabeza como si quisiera ver todos los ángulos de la otra persona, algo que le dejaba ver en su barbilla una pequeña y casi imperceptible cicatriz en el lado izquierdo. Marcus apenas se había dado cuenta de ello.

Esa tarde Marcus tampoco sabía que él sería el tema principal del viaje y el destino era todo un misterio.

—¿Le gusta el teatro, señor Hastings?—Preguntó el Sir Vaughan.

—Si—Contestó Marcus.

Pocas veces había asistido al teatro, porque aunque existían entradas para todas las clases, el no podía costearlas y la familia de Arthur apenas le había llevado un par de veces en muchos años. Solía conformarse con presentaciones en teatros pequeños o los presentados para la iglesia, que casi siempre eran de temática religiosa. De todas formas, fue sincero, todo entretenimiento era bienvenido para él, y más ahora que intentaba distraerse de los pensamientos hacia Arthur.

Sir Vaughan sonrió encantado ante la corta respuesta de Marcus. El chico le despertaba una ternura que hacía mucho no encontraba en ninguna parte. Su exigüidad de conversación le hacían querer seguir escuchando su voz con más ahínco.

—Puede que usted sea un hombre de pocas palabras, señor Hastings, pero su cara dice más de lo que expresa con su voz.—Comentó Sir Vaughan provocando un gesto tímido en Marcus. El alegre hombre continuó:

—¡Oh! Pero no se avergüence. Hay en usted una perspicacia y un pragmatismo necesarios para ser un buen hombre. Idóneo en un futuro hombre de Dios.

Marcus levantó la vista y se encontró con la mirada de Sir Vaughan. Aunque extraño, le parecía interesante de ver y escuchar.

—Yo…—Marcus intentaba unir las palabras en su lengua muy en contra de su tímida naturaleza.—Perdí a mis padres desde pequeño. Mis abuelos, que eran católicos, me cuidaron y al crecer pensaron que sería un buen sacerdote. Decían que mi silencio era una bendición porque sería bueno guardando los secretos de la gente. No tenían mucho dinero y la iglesia les ofreció mi cuidado y educación. Así es como ingresé a Saint Edmund.

Sir Vaughan escuchaba atentamente la dulce voz de su acompañante. Marcus continuó:

— Aunque después de ocho años, no estoy seguro de que la discreción sea una cualidad para el sacerdocio. 

“El señor cumplirá su propósito en mí”.—Citó Sir Vaughan en tono solemne.—Siento lo de sus padres, Sr. Hastings. Yo mismo sé lo que es vivir con una ausencia tan insuperable. Por mi parte, encontré consuelo en la sabiduría de mi profesora durante mi juventud, y espero que usted también pueda disfrutar de ese estímulo intelectual pronto; se dará cuenta de que es algo que merece la pena y le ofrecerá la visión de que el cuidado en sus palabras son una fuerza más que una debilidad.

Marcus sonrió sutilmente. Después que todo y antes que nada, Arthur había sido su consuelo, y ahora la pena lo consumía. Le resultaba difícil pensar en tener una compañía como la de su difunto amigo y albergaba pocas esperanzas en volver a recibir el afecto de alguien.

—Usted es como una joya con múltiples formas.—Declaró Sir Vaughan.—Un elemento con su dureza propia pero que brilla a través de sus lados transparentes. 

Marcus se clavó en la mirada de Vincent Vaughan. En sus sonrientes y cálidos ojos cafés. Se sentía abrumado por su atención y sus palabras, sólo Arthur le había hablado de esa manera y extrañamente, el elogio de Sir Vaughan no le había molestado. Quedarse en sus ojos fue lo único que pudo hacer cuando no sabía cómo reaccionar.

—El Canis, señor.— Voceó el cochero desde afuera. 

Marcus despertó y observó a través de la ventana con la mente ligeramente inquieta. Las grandes letras luminosas del espectacular del teatro adornaban su ostentosa fachada de vibrantes colores, e iluminaban su rostro tras el reflejo de la ventana del carruaje. Bajaron del coche y Sir Vaughan detuvo a Marcus tocando delicadamente su hombro. Se colocó a no tan corta distancia frente a él y le ajustó la corbata que estaba de lado con un movimiento efímero, luego le habló con una voz suave y aterciopelada: 

—No tema, señor Hastings, el arte es la cura de las almas desorientadas. No es sólo un momento de distracción, tenemos que aprender también de lo que nos causa gracia.

Luego, los dos hombres entraron al recinto entre una pequeña multitud de gente. Gente tan extraña como la sensación de Marcus de que una parte de él tenía curiosidad por ese lugar.

Apenas había asistido dos veces a un gran teatro en su vida y nunca había pensado mucho en las representaciones o su significado. El Canis era muy diferente de los teatros que había visto antes en el West End. A pesar de su sencillo estilo neobarroco, no ostentaba tanto comparado como el Opera house, el novedoso Royal Albert House, o el emblemático Drury Lane. Sin embargo, el East End guardaba celosamente sus pequeños tesoros en medio de los distritos más menesterosos de la ciudad, como el Pavilion o el Canis, de entre todos, el más particular.

Lejos de presentar obras comunes escritas para entretener y civilizar a la sociedad, el Canis presentaba obras de dramaturgos denostados o escritores rechazados, que incluían temas escandalosos que pocos encontrarían divertidos por sus fuertes críticas a la burguesía, al gusto común y al estilo de gobierno monárquico. Sus espectadores no eran tan diferentes en peculiaridad, la mayoría eran ricos comerciantes con gustos especiales, viudas adineradas deseosas de salir de sus rígidos contextos, personajes excéntricos y lo que la sociedad común llamaba “raros” por sus gustos poco convencionales. El teatro en sí mismo representaba una poderosa muestra de anarquía y Sir Vaughan era un ferviente admirador de estas producciones muchas veces transgresoras y disolutas.

Marcus, por su parte, no encontraba en el teatro el mismo consuelo que otros, las presentaciones románticas, operísticas y reflexivas solo le traían contradicciones con el mundo real. No empatizaba con lo que no solía experimentar, y siendo un estudiante del seminario, mucho menos. Le gustaba el teatro más bien por la arquitectura de los edificios y los coloridos vestuarios, pero faltaba para él, una esencia más natural, cercana a la vida misma para que pudiera captar del todo su atención, era a diferencia de Arthur, un realista fatídico, y silencioso.

Mientras caminaba hacia su asiento, miró hacia arriba y se deleitó con el techo ricamente ornamentado con hermosos frescos de amapolas, lirios, orquídeas y rosas entre máscaras y siluetas griegas en dinámicos movimientos artísticos. Las butacas tapizadas en rojo, se extendían frente al escenario ligeramente más elevado que las cabezas de los asistentes y los palcos a los lados tenían bellos relieves de madera que, a pesar de su fino acabado, parecían un tanto descuidados. 

Al poco de tomar sus asientos en una esquina de la platea con mejor vista, el espectáculo comenzó y la voz de Sir Vaughan relatando a Marcus la historia del viejo teatro rescatado se apagó. El telón se abrió y tres mujeres entraron a escena, vestidas con llamativos trajes y grandes pelucas blancas del siglo anterior al ritmo de un pianoforte con una melodía divertida. La escenografía representaba una residencia ricamente ornamentada y colorida pero con parches intencionalmente visibles en la cortina, en los muebles y otros decorados. A pesar del llamativo escenario, a Marcus le llamó la atención la voz masculina de una de las mujeres y se dio cuenta de que, en realidad, era un hombre joven de piel morena vestido y maquillado como una mujer. Bastante apuesto, a su parecer.

—¡Nos llamarán locas!—Gritó el actor con su fingida voz femenina.

—¿Porqué? ¡Yo no malgasto mi dinero en trivialidades! ¿Podría pasarme mi chal indio de muselina, Conde? Siento que proporciona más calor—Replicó otra actriz, extendiendo la mano con exageración hacia un personaje masculino vestido con un llamativo traje negro y aparatosa peluca blanca.

La sala se echó a reír.

—Lo que menos queremos es verla acalorada, Madame.—Dijo el conde 

El actor vestido de mujer se acercó al Conde, le tocó el pecho con el dedo y coquetamente le dijo: —Yo si que me he acalorado, Conde. Y no he necesitado un chal de muselina.

—¡De zorra ha sido!—Exclamó celosa la Madame.

El personaje del hombre vestido de mujer se tocó el pecho y abrió la boca hacia el público con exagerada indignación.

Las carcajadas del público sonaron más fuertes esta vez.

A Marcus le pareció que aquel joven, después de acomodarse en otro sitio del escenario, miró a ver a Sir Vaughan por un pequeño instante y con un ligero aire de tristeza a pesar de estar metido en su papel. El distinguido Sir estaba imperturbable, mirando sereno al escenario con una ligera sonrisa que Marcus interpretó como resultado de la graciosa escena anterior. Se convenció a si mismo que solo imaginaba cosas y volvió a concentrarse en el espectáculo.

Indirectas, taconazos a falda levantada, pasos torpes, caídas, llantos fingidos, insultos a la realeza y gritos exagerados se llevaron la noche en una obra satírica que hubiera escandalizado a cualquier conservador. Uno que otro se había levantado indignado de su asiento esa noche. Lo que era entre risas para la compañía teatral: ‘Un tino al clavo’. 

Más de una hora después, en el último acto, las actrices yacían sentadas en los elegantes sofás del escenario, el joven actor vestido de mujer se dirigió hacia un personaje masculino que se había pronunciado enfermo del corazón, exclamó algunas palabras y le plantó un largo beso para luego el hombre caer al suelo actuando su muerte.

El público hizo un sostenido silencio como si aguantara la risa entre el asombro.

—¡Lo he matado, Madame!—Exclamó asustado el apuesto actor femenino, y después de una pausa, relajó su semblante y dijo:—…Debí haberme casado antes con él.—Se mordió el dedo mirando al público y salió del escenario caminando sin vergüenza alguna.

Luego la sala estalló en una risa desenfrenada. 

Marcus miró a Sir Vaughan, que aplaudía elegantemente con una amplia sonrisa de satisfacción en su rostro. No hacía ruido más que el chocar pausado de sus manos. Era ese el entretenimiento de un caballero tan extraño como él, gente distinguida pero excéntrica, nobles a los que miró un tanto desconcertado mientras también aplaudía perdiéndose sus propios palmeos entre la gente de su al rededor. ¿Era también el tan extraño como los demás? Aunque se había inquietado por algunas escenas, le pareció que la mayor parte de la obra fue inesperadamente graciosa y plausible.

Lo más llamativo para Marcus no fue ver en escena a un actor vestido de mujer, un recurso escénico admitido desde la historia de la teatralidad, si no a dos hombres tocándose los labios. Se congració con que el todos ahí parecían aprobar el acto, sin juzgarlo, sin desagrado, sin odio, sin temor de Dios.

Sir Vaughan se volvió hacia Marcus una vez terminada la obra, lo miró fijamente y le dijo:

—Esta es la única diferencia con la realidad, Marcus. No es de lo que te puedas reír o lamentar mirando un escenario; es que saliendo de aquí, el hombre se disfraza de verdad. Todos son más actores que esos parados ahí en una plataforma de madera.

Marcus lo escuchó atentamente mientras seguía sentado junto a él y mientras la gente salía lentamente a su al rededor.

Durante el viaje de vuelta al seminario, la conversación fue más fluida. Marcus podía hablar de sus impresiones con Sir Vaughan, así como preguntarle sobre la relación de amistad del caballero con el escritor de la obra y su amor por el teatro. Evitó a toda costa mencionar la escena de los dos hombres besándose.

—Es un excelente actor—Afirmó Sir Vaughan mientras se ponía los guantes de cuero negro.

—¿Quién, Sir?—Preguntó Marcus.

—Ramón. El joven representando a una mujer. El más aplaudido de la noche. ¿No te ha parecido estupendo?

Marcus contestó nervioso:—Si.

—Es una lástima que no encuentre felicidad en ello.

Marcus quizás entendía por felicidad cuando tienes todo lo que quieres. ¿Podría un artista ser tan infeliz y guardar tan bien las apariencias? Al fin y al cabo, pensó, es un actor.

—¿Qué le ha pasado?—Preguntó Marcus, inocentemente preocupado.

—El peso de la resignación. Aceptó su destino y a falta de amor, oculta su verdadero ser tras un telón. El teatro lo hizo feliz por un tiempo pero su cortina se cae a pedazos.—Sir Vaughan cerró los ojos y con un tono de lamentación dijo:—Se le resbala como ceniza entre sus dedos.

Marcus no podía conocer las circunstancias del aquél hombre que se veía tan jovial como cualquiera y no sabía que al quitarse su disfraz, detestaba quien era. Si era amor lo que le faltaba, Marcus podía entenderle, incluso entender aquellas pocas ganas de vivir, sentir estar sostenido desde un barranco con una sola mano sin nadie en la cima que pueda ayudar. Vincent Vaughan parecía ser, para él, aquella persona en esos momentos pero incluso Marcus no estaba seguro de ser tan diferente a Ramón, todavía no. Aún tenía miedo.

Sir Vaughan pareció regresar de sus pensamientos, miró a Marcus, le sonrió con complicidad y sacó de su abrigo una bolsita con un broche en forma de hoja de hiedra. Se acercó a Marcus, que estaba sentado frente a él y se lo abrochó delicadamente en la solapa. El joven se puso nervioso al sentir a Sir Vaughan tan cerca; fue sólo un instante donde apenas miró sus manos enguantadas contrastando con su blanca piel apenas visible debajo de sus mangas.

—La hiedra.—Dijo el caballero.—Inmortalidad y persistencia. Es tan solo un símbolo de permanencia, señor Hastings. De que siempre se puede aferrar a algo más fuerte para sobrevivir.

Marcus, que no sabía que decir ante tan amable gesto, solo sonrió tímidamente y le dio las gracias. Junto a Vincent Vaughan se sentía demasiado transparente, como si aquel hombre intentara quebrar con sus afables palabras, un fuerte cristal donde sus secretos se encontraban a resguardo. Un regalo tan preciado ahora sería solo una muestra de amistad para él.

Llegaron a su destino. Marcus observó el carruaje de Sir Vaughan alejarse en la distancia. No estaba seguro de si todavía se sentía incómodo en su presencia, ni de si declinaría una siguiente invitación. Sir Vincent Vaughan no se parecía a él en absoluto, pero parecían compartir la misma sensibilidad a la perdida y el dolor ajeno. 


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Avatar de yamifernan
yamifernan 2025-08-11 14:54:31

Vuelves con un capítulazo, Mess_st. Saludos