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El último rayo del sol - 3.4 - Fictograma
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El último rayo del sol - 3.4

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Mess_st

Publicado el 2025-09-13 05:09:04 | Vistas 366
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3.4

En Brighton, la luna era compañera y cómplice. La fría brisa dentro de la ciudad se convertía en un aire helado que solo se mitigaba con los interiores cálidos de los edificios y un té caliente. Vincent Vaughan tenía planes y aquel día había convencido a Marcus de pasar una agradable velada en el puerto, pasear por la ciudad de noche, tomar el tren de las ocho y regresarlo al seminario justo para el rezo de las completas, que en Saint Edmund era a las diez. La asistencia nocturna era una norma estricta que se castigaba con largas penitencias o aburridas tareas dentro de la casa conciliar.

Llegaron al Budapest, una taberna espaciosa y medianamente elegante, con propietario francés y popular por su hermosa arquitectura gótica afrancesada que parecía haberse detenido en el tiempo y quedarse fuera de lugar entre las sobrios edificios victorianos de Brighton; ecléctico, como sus más férvidos visitantes, ansiosos por presenciar las actuaciones al estilo del Music Hall londinense pero más «modique», como solían decir. 

Sir Vaughan pagó la entrada y ambos hombres se sentaron en un espacio reservado dividido por dos mamparas de fina madera que los distanciaba del resto de los comensales. Sir Vaughan pidió un oporto y Marcus, que en contraste con su apariencia de joven intolerante al alcohol, pidió lo mismo. Sir Vaughan sonrió con deleite ante tan inocente atrevimiento. 

El Budapest ofrecía uno tras otro, cortos pero estrafalarios espectáculos con habilidosos artistas locales quienes tenían en el bar un idóneo espacio para ofrecer su actuación por unos nada despreciables chelines. Si tenían suerte, los más virtuosos y atractivos podían llegar a formar parte de las grandiosas producciones del Drury Lane o el Coliseum de Londres.

Marcus observó atentamente las actuaciones mientras el fuerte alcohol del oporto hacía efecto. Una copa fue suficiente para él, no así para su acompañante, que bebió una tras otra sin caer bajo influjo alguno de la estupefaciente bebida. Mientras tanto, él también disfrutaba comedidamente del espectáculo y comentaba sus impresiones con Marcus. 

En el pequeño escenario improvisado a un lado de la barra, el mejor espectáculo de la noche presentaba a una guapa mujer francesa de unos cuarenta años, regordeta y ataviada con un elegante vestido de un brillante color vinotinto y con un espejo de bronce en la mano. Hizo un cortés saludo ante todos los asistentes, que eran poco más de cuarenta, e inhaló para soltar una aguda y poderosa voz de soprano acompañada por una pianola a cargo de un músico que le marcaba el ritmo.

«Ah! Je ris de me voir. Si belle en ce miroir»—Cantó la intérprete en altos y pausados tiempos.

«Ah! Je ris de me voir. 

Si belle en ce miroir. 

Est-ce toi, marguerite, est-ce toi? 

Réponds-moi, réponds-moi. 

Réponds, réponds, réponds vite!»


La artista cantaba el aria del tercer acto de la ópera Fausto mientras se miraba al espejo de mano y hacía teatrales gestos de gozo y chulería.

—¡Bravo!—Gritó un cliente borracho con el traje desaliñado y de cabello enmarañado que se tambaleaba intentando sostenerse aferrado a una fuerte viga del establecimiento.

Un hombre alto y bien vestido que estaba sentado en otra mesa con mamparas hizo un gesto claro a dos camareros que rápidamente se apresuraron hacia el borracho con la  mayor discreción que pudieron.

—¡Coucou, je t’aime!—Vociferaba el beodo hacia la cantante mientras era jaloneado (cortésmente), hacia la salida por los camareros y les lanzaba toda clase de improperios.—¡Lâchez-moi, brutes!, ¡Coucou!

La intérprete, una vez terminado de cantar, bajó los brazos con hastío y suspiró poniendo los ojos en blanco.—Ah, ce n'est pas possible…—Se quejó con su voz argentina cubriendo su indignado rostro con el espejo de mano y salió de escena. 

Marcus empezaba a quedarse dormido cuando el hombre alto, que parecía ser el propietario del lugar, se paró por tercera vez y presentó una nueva entrada al escenario con voz solemne.

—Escucharemos a Basile con su encantadora y dulce voz deleitándonos al recitarnos los preciosos poemas de Lord Byron.

Cuando un llamativo hombre de cabello rizado, de poca altura y escasamente agraciado pero con aire presuntuoso se dispuso a hablar, el lugar permaneció en silencio, justo cuando Marcus cabeceaba frente a la mesa con la única copa vacía de oporto que había bebido. La suave voz del hombre que subía el tono al paso de She Walks in Beauty, le adormecía como si no hubiera absolutamente nada de que preocuparse, como si no hubiera una pequeña condición que cumplir esa noche, como si sus suaves sábanas casi pudieran rozarle, como si…

—¡El tren!—Exclamó Marcus abriendo los ojos de golpe y levantándose bruscamente de la mesa.

Se apresuró a tomar su abrigo colgado sobre una silla contigua y corrió hacia la salida con las desdeñosas miradas de algunos clientes fijas en él. No pasó más allá del umbral pues uno de los dos camareros que antes habían sacado al borracho de pelo enmarañado, lo tomó del brazo impidiéndole avanzar.

—Lo siento, Señor, tiene que pagar sus últimas dos copas.—Dijo el camarero con forzado tono amable.

Solo en ese momento Marcus se dio cuenta de que Sir Vaughan no estaba con él. Miró a su al rededor para confirmar que le seguía pero no lo veía por ninguna parte. Los nervios invadieron al joven y se palpó el traje intentando encontrar algo de dinero para pagar el consumo. Estaba seguro de que no había salido de Londres sin un penique. 

En ese momento en que Marcus se disculpaba mientras buscaba incansablemente sus monedas entre su vestimenta y su abrigo, el camarero sintió el ligero peso de un bastón sobre el brazo que se aferraba al desafortunado muchacho. Ya vestido con capa, guantes y sombrero, Sir Vaughan le regaló al empleado una fulminante mirada que le hizo soltar a Marcus y retroceder.

—El consumo ya está pagado, caballero.—Dijo Sir Vaughan con una áspera y penetrante voz.

—Oh… Lamento el malentendido, señor—Titubeó el empleado.—Si ha sido así, ha sido torpeza mía. Discúlpeme.

Vincent Vaughan cambió la atmósfera de un momento a otro al sonreír con falsa simpatía una vez zanjado el asunto. Marcus y él partieron de inmediato hacia la estación principal de Brighton después de tomar el primer carruaje desocupado que vieron en la calle, y el atento caballero no tardó en disculparse por el agravio de unos minutos antes.

—Lo siento, señor Hastings. Me he apartado un momento de usted arbitraria e injustificadamente y lo he abandonado.

Marcus no preguntó a dónde había ido, no era propio de él. Aún respiraba agitadamente después de haber caminado a zancadas hasta el carruaje y todavía angustiado, liberó a Sir Vaughan de toda culpa con toda sinceridad.

 —No hay nada que perdonar, Sir Vaughan. Estuve a punto de quedarme dormido a pesar del conocimiento de mi compromiso. Yo me siento apenado, he perdido mi monedero y no he podido cubrir el consumo de la taberna.

Un «querido Marcus» se atoró en la garganta del Sir quien sonrió con franca terneza. Luego sacó su valioso reloj de bolsillo y miró la hora. Eran las ocho en punto.

—Cargaré con el peso de la culpa si ha perdido el tren, señor Hastings. Entonces no me libere de la responsabilidad tan fácilmente.

Marcus le sonrió en silencio. El estómago se le revolvía de los nervios por miedo a perder el tren, algo que casi era un hecho. Aún faltaban unas cuántas calles para la estación. Los carruajes que todavía paseaban por la ciudad demoraban el tráfico, lo que angustiaba todavía más a Marcus. Los faroles iluminaban las banquetas brindándole escasa luz a las calles donde los transeúntes caminaban de un lado a otro sorteando a los coches y a otros paseantes que salían de sus trabajos a esa hora de la noche. 

Unos cuantos minutos después llegaron a la estación, y de nuevo Marcus echó a andar a pasos agigantados mientras su inopinado protector pagaba al cochero. El caballero no tardó en alcanzarle al poco sin tener que correr. 

Grandes grupos de personas salían y entraban de las instalaciones y unas cuantas vagaban por el muelle del andén del tren hacia Londres, quizás sufriendo por el mismo problema que Marcus.

—¡Por favor, a la salida!—Gritó el guardia agitando el brazo a las personas que todavía quedaban dentro.

—Caballero,—Resolló Marcus acercándose al hombre—El tren para Londres…

—Oh, lo siento, señor. Ya salió el último tren.—Confirmó el vigilante echándole un vistazo rápido para después continuar con su trabajo.

Marcus se quedó perplejo.

—No es posible. Es que… tengo que tomar el tren…

—Lo lamento mucho, señor. Es domingo, el tren salió hace veintitrés minutos.—Especificó el guardia sacando y abriendo su modesto reloj de bolsillo frente a Marcus.—El próximo saldrá mañana temprano desde las cinco. Lo siento.—Dijo, guardando el reloj.

—Señor Hastings…—Musitó Sir Vaughan quién estaba impasible, parado detrás de él.

Decepcionado de sí mismo, con el impecable comportamiento que le enorgullecía y que ahora estaba manchado, Marcus parecía no escuchar nada a su al rededor más que su propia consciencia culpándolo por irresponsable.

—Señor Hastings…—Volvió a llamarle el Sir Vaughan mirando a su al rededor con indiferencia; con la soberbia que nace de quien ha dejado de fingir afabilidad pues se encuentra en un entorno incómodo.

—Marcus.—Insistió el empresario una vez más llamando al joven por su nombre.

Marcus se giró apesadumbrado.

—No voy a culparle Sir Vaughan. No hay otro responsable de esto más que yo mismo.

—Déjame tomar un carruaje y llevarte a Londres.—Instó el hombre.

—Incluso si los caballos corriesen desbocados por tantas horas, no llegaría antes de las doce, y para entonces las puertas del seminario estarán cerradas.—Replicó Marcus con pesar.

Sir Vaughan sabía que Marcus tenía razón. Ni tres caballos podrían contra la velocidad de un tren, que de haber sido tomado a tiempo, le hubiera hecho llegar en menos de dos horas a la capital. Vincent Vaughan se tomó el hecho como se tomaba todo, con frío discernimiento, como si todo lo tuviera completamente controlado, y es que de cierta forma, era así.

Consideró pasar la noche en el Grand Brighton Hotel, que era considerado el más elegante y costoso de todo Brighton, famoso por sus hermosas vistas al mar y por tener el primer ascensor de Inglaterra fuera de Londres; sin embargo, la situación no ameritaba un lujo con vistas exquisitas que no serían aprovechadas, en su lugar, un buen descanso en un sitio histórico le pareció mejor.

—Al Old ship hotel, por favor.—Ordenó Sir Vaughan a un cochero una vez subieron.

El histórico hotel de la calle de la que tomaba su nombre, era una joya que se remontaba desde el siglo XVI en pie y buen estado y cuya reputación y opulencia la habían hecho el hospedaje predilecto de grandes personalidades inglesas. Escritores del siglo XVIII como Frances Burney y Samuel Johnson habían pasado la noche ahí, al igual que el célebre poeta Lord Byron que había recitado en las salas de las asambleas del hotel. Un lugar donde incluso el afamado (y también vilipendiado) Nicolo Paganini, el violinista del diablo, había ofrecido un concierto cuarenta y un años antes. 

Al llegar, entraron por la esquina donde estaba la recepción. No hacía falta seguir disculpándose con Marcus. El joven recibiría un castigo ejemplar al día siguiente por parte del diácono y esta noche solo quedaba consolarle el orgullo. 

Marcus no culpaba a Sir Vaughan; no estaba tan borracho, pero se sentía imprudente y extraño. Nunca había infringido las normas del seminario, nunca había bebido una bebida embriagante que no hubiera sido vino de consagrar y nunca se había sentido tan decepcionado de si mismo, al menos no por algo que pudo evitar. 

Sir Vaughan reservó dos habitaciones individuales. Debido a que no era temporada vacacional el hotel tenía cuartos de sobra. El caballero sopesó el hecho de que Marcus probablemente quería estar solo con su obediencia resquebrajada y sólo entró a su habitación para despedirse de él. 

—Será una noche muy corta.—Dijo desde un rincón.

Su presencia en la esquina que no alcanzaba la luz de la suntuosa chimenea de piedra, era como una sombra que examinaba silenciosa a un alma desconcertada. Todo vestido de negro, su figura era misteriosa y fascinante; la blanca piel de su cara proyectaba los cálidos colores del fuego que bailaban a distancia de él. 

Marcus, que estaba de pie pensativo y mirando las llamas que consumían la leña, levantó los ojos hacia el espejo colgado sobre la repisa de la estructura y lo miró. El encanto místico de Sir Vaughan lo atrapó de inmediato y se preguntó si su enardecimiento era producto del alcohol. Estaba lo suficientemente consciente para despedirse de él y retirarse a dormir. Pero no lo hizo. 

En su lugar, Marcus se dio la vuelta como si quisiera cerciorarse de que aquel fascinante hombre estaba detrás de él. La poca luz de la pequeña sala contigua al cuarto acrecentaba el efecto seductor que la figura de Vincent Vaughan le provocaba. 

Sir Vaughan se acercó sigilosamente a él.

El corazón de Marcus latió con rapidez al verlo acercarse. Toda la rectitud y decencia que tanto le habían instado a mantener en aras de la virtud cristiana, tambaleaba con cada paso que el atractivo boyante daba hacia él.

Tenía sueño y aún sentía el piso moverse ligeramente bajo sus pies. Marcus cerró los ojos ante la presencia de Sir Vaughan como si hubiera encontrado su propio refugio y pudiera caer dormido sobre su fibroso pecho.

El siniestro caballero conocía el anhelo oculto de su joven compañía, siempre lo había sabido. El nombre de Arthur gritaba a través de las lágrimas de Marcus aquella tarde cuando lo vio llorar en la capilla. Estaba Arthur en todas partes y en todos los momentos y quería borrar su nombre, no solo su presencia; porque en el designo que Sir Vaughan imaginaba para Marcus, no había cabida el dolor, lo necesitaba fuerte y cuerdo, no consumido por el amor.

—¿Porqué mi vida no ha sido igual de corta?—Murmuró Marcus con los ojos semi cerrados, adormecido por el calor de la chimenea y el seductor hechizo de Sir Vaughan. 

—Ese no es tu destino, querido Marcus.—Musitó Vincent Vaughan levantando lentamente la mano y acariciando el lacio cabello que caía sobre la frente del seminarista.

Con sus dos manos envolvió las mejillas del joven y lo besó suavemente en los labios. 

Al separarse, Marcus no retrocedió. Abrió los ojos y se topó con el apuesto rostro de su protector. Notó los hermosos detalles que hacían del hombre un espécimen poco convencional: esos ojos dorados, la piel pálida, el cabello cuyo flequillo caía hasta cubrirle parte de las orejas y el bigote profundamente negros; sus labios rojos y los lunares que adornaban su cara, especialmente el de la mejilla derecha.

Marcus también quiso sentirlo y tocó aquel lunar con delicadeza. Su dedo y su mirada bajaron hasta los labios del caballero y olvidando todo miedo a la transgresión divina se unió de nuevo a su cortejador asiéndose a él casi con impaciencia en un mundo donde nadie entendía que dos hombres podían amarse del mismo modo que un hombre y una mujer.

Lo besó casi sin poder respirar, aferrándose a él como si fuera una columna que se sostenía en el vacío. Jugó con su cabello y tanteó su amplia espalda despertando en él el deseo reprimido por la prudencia y promesas de santidad. Ya no era un santo, era tan pecador como cualquiera, igual que el difunto Arthur.

«Oh, Arthur, ojalá no te hubiera amado tanto» pensó Marcus, mientras los dos hombres se aferraban uno al otro en un encuentro que iba más allá de su idiosincrasia. Era más bien, parte de un futuro predestinado que le haría el causante de su propia corrupción.
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yamifernan 2025-09-13 07:47:31

Este capítulo está hermosamente escrito. Es quizá uno de los más elaborados que haya leído no solo en esta página, sino en mi amplia biblioteca y está listo para salir a la imprenta. Me he quedado rendonda con su belleza. Te felicito, Mess_st.

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Mess_st 2025-09-13 05:10:14

Este capítulo es la parte complementaria del capítulo anterior, aunque lo he nombrado como otro capítulo para evitar confusiones. El capítulo 3.3 ya ha sido revisado y corregido.