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El espanto de Bucarest - XXXIV - Razvan Snagov, el héroe del nuevo Estado de Bienestar General - Fictograma
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El espanto de Bucarest - XXXIV - Razvan Snagov, el héroe del nuevo Estado de Bienestar General

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Vara

Publicado el 2025-09-16 09:45:32 | Vistas 289
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Los disparos habían alcanzado a Razvan en la cintura. Tendido en el suelo, con el rostro crispado por el dolor, encontró en los gritos del pueblo la fuerza para levantarse y enfrentarse a Pita. La muchedumbre, encendida por la rabia, se abalanzó sobre este último, que bramaba entre alaridos, suplicando que no lo zarandearan.

—¡Soy el presidente del PMRU, malditos! —gritaba Pita, con los ojos desorbitados por el pánico—. ¡Yo, Mihai, yo!

—¡Al carajo, traidor! —le espetó un anciano, con la voz cargada de desprecio—. ¡Eres un ladrón sinvergüenza, un hipócrita!

Pita, tembloroso, se aferraba a los Estatutos del partido que suponía la fuente de su autoridad.

—¡La Ley está conmigo, viejo ignorante! Nadie está por encima de la Ley.

Un hombre de rostro curtido, plantado con dignidad, lo interrumpió:

—La Ley la hacemos nosotros, el pueblo, y no un grupillo de conspiradores. Hasta yo, que apenas terminé la primaria, sé que las leyes nacen de la voluntad popular. ¡Cállate, manipulador!

—La voz del pueblo es la voz de Dios —añadió Faina, tímidamente, pero con convicción.

Con las mismas cadenas que Pita había usado para cerrar los portones, lo ataron. Lo arrastraron al salón de Asambleas y lo sentaron en un banquillo, mientras la multitud rugía. Brudan y Sonia, con la ayuda de Faina, sostenían a Razvan, que, aunque herido, avanzaba con paso tambaleante. La sangre empapaba su camisa, pero un médico emergió de entre la gente y lo atendió con premura.

Un líder local tomó el micrófono y dejó escapar una voz fundada en autoridad:

—Hoy someteremos a juicio político al impostor Mihai Pita, este traidor que, sin escrúpulos, intentó derrocar a nuestro presidente Razvan Snagov, elegido por el pueblo en las urnas y ratificado por nuestra voluntad en la Asamblea.

El auditorio estalló en aplausos, con tanto clamor que hicieron temblar las paredes.

—¡Señor Tariceanu! —continuó el líder—. Traiga el acta donde se consigna el golpe.

El hombre le entregó el documento. El líder alzó la voz, leyendo los nombres de los conspiradores:

—Mihai Pita, secretario; Petru Saftoiu, fiscal; Ismail Seres, tesorero; Mihail Borbely, contralor… —La multitud, exaltada, abucheaba cada nombre con silbidos y gritos—. ¡Traidores! ¡

Pita, acorralado, temblaba de furia e impotencia.

—¡Son un hatajo de imbéciles! —vociferaba—. ¡Ustedes no son el pueblo! El verdadero pueblo son los que generan riqueza, los que sostienen este país con sus empresas y su gran industria. ¡Ignorantes!

Un obrero, con las manos callosas y el rostro encendido, lo enfrentó:

—¿Quién crees que hace funcionar las máquinas, señor lamebotas? ¿Crees que tu patrón, con sus manitas delicadas, genera su propia riqueza? ¡Somos nosotros, los que nos rompemos el lomo día tras día! ¡Queremos a Razvan, nuestro presidente!

—Cálmense, señores —intervino Brudan desde el estrado, su voz firme pero conciliadora—. Escuchemos a nuestro presidente: Razvan Snagov.

El rugido de la multitud invadió el salón y salió por la ventana hasta alcanzar varias calles contiguas a la casa partidaria. Razvan, pálido pero erguido, tomó el micrófono con mano temblorosa.

—Veo que tenemos quórum —dijo, con una leve sonrisa que contrastaba con su dolor—. Convoco, pues, a una Asamblea General.

—¡Sí, votamos por la Asamblea! —gritó la multitud, alzando los brazos.

Razvan señaló a un ciudadano:

—Usted será el secretario. Anote todo lo que aquí se diga.

La Asamblea comenzó, y entre los puntos tratados se exigió su restitución como presidente y la expulsión de los conspiradores del partido. La votación fue unánime, un mandato absoluto del pueblo.

Liberaron a Pita de sus cadenas, pero lo expulsaron entre abucheos ensordecedores.

—¡Fuera, títere! —le gritaban—. ¡Lamebotas!

Pita, humillado, corría por el salón, jurando venganza, con lágrimas escondidas.

—¡Está llorando la niña! —se burló una voz desde el fondo—. ¡Pero bien reías cuando nos negaban un aumento al salario mínimo más que necesario, nos quitaban las pensiones, nos negaban una vivienda digna, nos veían como simples números y objetos, y ahora lloras! ¡Vete al carajo, farsante!

—¡Solo hace falta que haga la pantomima del andador de ancianito, haciéndose el enfermo! —se mofó otro—. ¡Tramposo!

Razvan, tocándose los vendajes, alzó una mano para calmar a la muchedumbre. Su voz, aunque débil, resonó con una claridad que atravesó el tumulto:

—Señores, no sigan con las burlas. Sé que ese engendro se las merece, pero es suficiente. Ahora cargará con esa vergüenza para siempre.

»También yo, como Pita, estoy avergonzado. Hace años me equivoqué, creyendo que la política era otra cosa. Tristemente, me he dado cuenta de que fui un tonto manipulado. Me fue quitada mi conciencia de clase. Todo este desastre de país, es culpa mía. Hoy sé que no hay mayor propósito que servir la voluntad del pueblo y legislar para él, cueste lo que cueste. Ninguna constitución, ningún código, puede estar por encima de esa voluntad soberana. Nuestra actual constitución no protege a los que más la necesitan, sino a los privilegiados, a los que se enriquecen con el sudor del desprotegido, su sudor. Juro, ante Dios, que lucharé para cambiar esto.

El auditorio estalló en un clamor ensordecedor.

—Juro que pelearé para que esta nación recupere los medios de producción, trabaje para sí misma y goce de la riqueza que genera. ¡Lo juro!

La exaltación era indescriptible. Razvan Snagov, herido, cayó desmayado. La gente se agrupó en torno a él, para auxiliarlo. Lo veían ahí, frágil pero firme, alzándose como el verdadero líder que siempre se esperó de él: no un héroe llevado a acometer grandes gestas por ambición personal, sino un hombre transformado por sus errores, con un corazón noble y un compromiso inquebrantable con los más humildes. Faina, con lágrimas en los ojos, observaba junto a Brudan, quien acariciaba el cabello de su hija Sonia. La multitud alzó suavemente a su libertador y lo trasladó por todo lo alto, sin dejar de ovacionarlo, hasta la puerta del edificio, mientras en el fondo de su corazón descubría que era un hombre destinado a enseñar que el único propósito de la vida es servir al prójimo, luchar por la igualdad y defender a los más vulnerables, porque todos, nacidos de la misma tierra, compartimos los mismos derechos, oportunidades y riqueza. Nacía el Estado de Bienestar General ideado por Razvan.





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