fictograma

Un cosmos de palabras y ficción

240.045 Vistas
Tacones rojos - Fictograma
critica_social

Tacones rojos

Avatar de Vara

Vara

Publicado el 2025-06-16 13:14:49 | Vistas 169
685018c98d7ce_art-2376454_960_720.jpg
Comparte en redes sociales


Recuerdo ese día como si fuera ayer. Caminaba por la calle sin pensar más que en comprar ese par de zapatos que había divisado en una tienda de la esquina días atrás. Eran altos, de puntilla afilada y color rojo, rojo cerezo; los necesitaba para graduarme de comercial de mi colegio nocturno. Además, sería mi primera vez usando tacones de aguja como toda una señorita. Me devolví hacia la tienda y me quedé viéndolos fijamente a través del vidrio.
Mi serio problema consistía en que no tenía dinero para comprármelos, ni un tan solo céntimo.
Me gustaban y, como he dicho, los necesitaba.
No tardé mucho en avistar a un señor que subía por la avenida. Sin más, le pregunté:
–Señor, disculpe, sé que usted no me conoce, ni yo tampoco, pero sabe, tengo un pequeño lío. Ve ese par de zapatos, esos tacones rojos de aguja, pues los necesito.
–Ah, qué bien –me respondió el señor–. Si le gustan tanto, ¿por qué no se los compra?
–He ahí el gran problema –le contesté sonriendo angélicamente–. No tengo dinero.
–Ufff –exclamó el señor aspirando con fuerza–. Qué terrible enfermedad. Si de algo le sirve, sepa que más del noventa por ciento de la humanidad está también infectada, padeciendo de ese gran mal que se llama "estar sin dinero". Míreme –dijo, para rematar, mientras se sacaba las bolsas vacías del pantalón.
–No puedo quedarme sin esos zapatos –le dije–. En dos día tengo el baile de graduación y será la primera vez que me vista como una señorita.
–¡Agarra la pala! –gritó un jayán que iba montado en una moto.
–Bueno, bueno. También –dijo el señor–. ¿Y si probamos con trabajar? Sé que le pagarán una nadería; sin embargo, mire, alguien me contó que ahorrando se hacen hasta milagros –terminó diciendo, tapándose la boca para que no le viera sus malos dientes ni su risa fácil y despreocupada.
–No creo en esos cuentos –respondí–. Si trabajar como jornalero me llevara a la riqueza, al menos yo, sería millonaria. Llevo desde los trece años trabajando catorce horas diarias; véame lo único que tengo es una vejez adelantada. Apenas tengo 22 años.
–Sin ofender, eh –dijo el señor apenadamente–. Ya parece una de esas jóvenes-viejas de los años 80's. Tiene razón, los trabajos de jornalero y empleado no enriquecen. Pero es lo que hay, qué le vamos a hacer. Al menos le sirven para mal sobrevivir.
–¡Busquen motel! –les gritó otro que pasó en un carro todo accidentado.
–No les hagas caso a los tontos –me dijo el señor–. Es de los que cree que el sexo vende.
–Ay, no –dije sorprendida–. Este mundo se ha ido al carajo.
–Desde hace milenios –dijo el viejito–. No te preocupes. ¡Mira! ¡Ahí viene este otro señor! Tal vez él pueda resolvernos este gran problema. Mi muy amigo mío, disculpe, la señorita quiere hacerle una consulta.
-Hola, hola –dijo el señor–. Estoy para servirles. Mi nombre es Ruperto.
–El mío Blanca –le respondí–. Y este señor es...
–Abelardo... –-contestó mi primer amigo.
–¿Y qué se les ofrece? –preguntó Ruperto.
–Pues que la señorita quiere ese par de zapatos que usted ve en la vitrina porque por fin se vestirá como una mujer decente. ¿Están bonitos, verdad?
–Muy bonitos –accedió el señor–. Aunque, a decir verdad, yo nunca me he fijado en los zapatos de una mujer. Me importan más sus ojos...
–En fin... –intercedí–. Yo los quiero.
–Pues compréselos.
–Como se lo he dicho a Abelardo: no tengo dinero.
–¿Y si prueba con vender algo suyo?
–Llevo nueve años vendiendo mi cuerpo (en el buen sentido de la palabra, o sea, mi juventud en las fábricas), mi fuerza laboral. Y ya ve, no alcanzo.
–Tiene razón, nunca alcanza; yo soy jubilado y jamás alcancé –me contestó, para agregar–. Escuche, usted es una joven de fé, y por el poder del Señor, le aseguro que usted tendrá ese par de zapatos hoy.
–¿Usted cree, don Ruperto? Dios le oiga.
–¡Claro que sí! –me arengó con firmeza–. Vea, vea, ahí viene una dama, un poco más grande que usted pero de seguro con buen gusto. Es sabido que entre mujeres se apoyan. ¡Señorita, señorita, disculpe...!
La joven siguió sin detenerse, incluso echó a correr, gritando que un loco la acosaba.
-Vaya -dije riéndome-. Nos salió delicada la señorita.
–Es que hay que ver... –insinuó Abelardo viendo la fisonomía rota de Ruperto de pies a cabeza.
–Bueno, es cierto que soy feo, pero de eso a delincuente...
–Es que hoy uno no puede confiar en nadie –agregó Abelardo.
–Asimismo –acabó Ruperto–. De todas formas, me siento ofendido.
–Bueno –dije suspirando–. Aquí acaba mi sueño por alcanzar ese par de tacones y sentirme como una mujer de sociedad.
–¡Qué, cómo! No, de ninguna manera –replicó Abelardo–. Le prometo que usted se llevara hoy su par de zapatos. Ruperto, ¿somos hombres o no?
–Lo somos –exclamó éste, serio.
–Entonces a elucubrar.
De pronto, a lo lejos, un grupo de diez jóvenes, de esos que pasan con aire acondicionado en las oficinas, comenzó a cruzar por la acera. Ruperto se les adelantó.
–Amigos míos –dijo, rogándoles–, necesito de su ayuda.
–Ajá, maistro –dijo el líder del grupo–. ¿Qué le ocurre?
–Tenemos –respondió Ruperto–, digo tenemos, porque lo que pasa es que la señorita Blanca aquí presente necesita ese par de zapatos que ven ustedes ahí. Es para una graduación de colegio.
–Hasta la respuesta es obvia –dijo uno de los empleados de oficina.
–Ah sí –dijo Ruperto–. Se los agradezco. Este par de zapatos no es muy caro. Y lo que pasa es que a la señorita no le alcanza el salario.
–Normal, como a todos –dijo uno de ellos.
–La cuestión es que ella quiere verse como una dama aunque sea solo por una vez en la vida. Usted me entiende, ¿no?
–A mí también me gustaría hacerme pasar por Leonardo DiCaprio e ir de vacaciones al Caribe o Tahiti, ja, ja, ja –dijo otro con sorna–. Qué se aguante y ya.
–Seguro que sí –intervino Abelardo–. Pero creo que esa es una visión mezquina.
–¿Por qué? –gritó el empleado de oficina ya agrio–. Más bien es la visión más sensata. A mí nadie me ha ayudado... Pienso, además, que no se le debe ayudar a nadie, porque eso fomenta la pereza y la debilidad. Así que, ya lo sabe, mi respuesta es no –y enseguida se dejó ir una frase de cliché:
»Hombres fuertes crean buenos tiempos, buenos tiempos crean hombres débiles, y hombres débiles crean tiempos difíciles.»
–¿Y usted de qué tipo de hombre es? ¿De los fuertes o de los débiles? –preguntó Abelardo.
–Pues obvio –le respondió enseguida–: Del de los fuertes.
–Un hombre fuerte... –comenzó a decir Abelardo.
–Uno así como yo –martilló el empleado de oficina.
-–Digo que un hombre fuerte, por lo menos los de mi generación, hubiese hecho hasta lo imposible por rescatar a esta niña de su angustia; en cambio, usted no hace más que quejarse, centrándose en su ego, su sentido de grandiosidad, pero, sobre todo, en el de su comodidad, aparte de su fanfarria de grandullón para con los débiles, a quienes reprocha su propia debilidad. Eso no es valentía, es egoísmo, y sepa que es una cualidad que pertenece a los cobardes. No ayudar es de cobardes. Créame, no conozco a ningún hombre fuerte que no sea capaz de ayudar a una persona en apuros. Bueno, al menos los que nos criamos en el campo sabemos que debemos de poner el hombro por el prójimo más de alguna vez. Esos sí que son hombres fuertes y no alardean de ello.
–¡Pero qué anciano más insolente! –le gritó el empleado de oficina alzando la mano, empujándolo de la ira.
–¡Alto ahí, guapetón! –gritó un joven que bajaba rodeado de un par de amigos. Tenía una complexión física tosca y parecía no tenerle miedo a nadie,; trataba a todos por igual y con confianza; iba vestido de camisa y pantalones cortos. Llevaba un palillo entre los dientes.
–¡Que te pasa con el anciano? Cómo te atreves a pegarle. ¡No te han enseñado a respetar a tus mayores! –volvió a gritarle.
–¡Quién demonios eres tú? –le cuestionó el empleado arremangándose la camisa; el grupo que lo acompañaba se cuadró ante el recién llegado–. Ahora verás quién es el que manda.
–Con esta sola mano, sin la necesidad de la ayuda de mis amigos, los puedo tumbar al suelo de un solo golpe, ¡a todos! –espetó el hombre del palillo–. Así que no me tienten si no quieren ir a conocer a San Pedro.
–¡Bah! -exclamó finalmente el empleado de oficina harto de la situación, de los músculos y la fiereza de aquellos mastines de la calle–. ¡Quédate tú con tus pordioseros y tu puta! Recuerda, anciano, para ti y tu miserable puta, jamas habrá almuerzo gratis. Ja, ja. Larguémonos, muchachos.
–No estoy pidiendo nada gratis, sino una colaboración –se justificó Abelardo.
–Ahhh –dijo el mastín recién llegado–. De modo que se trata de comprarle un par de zapatos a esta señorita. ¿No está usted un poco viejo para estos lances, señor? –acabo diciendo, riéndose pícaramente.
–No es lo que usted piensa, estimado –lo rebatió Abelardo.
–Claro que no –intervino Ruperto–. Explíquele, señorita Blanca.
Entonces volví a explicarme ante el señor de los palillos.
–Ja, ja –se rió el de los palillos–. Lo veo difícil. Así como está el Mundo, es más fácil que le caiga una bomba atómica en la cabeza a que alguien se digne en ayudarla. Si usted cree que esta sociedad de ególatras y consumidos por sí mismos moverá un dedo por usted, es que está loca. Por donde se vaya, encontrará lo mismo. Si piensa que los ricos y poderosos de allá arriba son mejores que nosotros, está usted totalmente equivocada. Ahí yace, más bien, el germen del mal. Esos piensan lo peor de usted, la culparían antes de haragana y perdedora que regalarle ese par de zapatos que tanto añora.
–No creo que sea tan extremo como usted dice –respondí resignada–. Pues bien –agregué alzando el pecho, con un tono digno–, las cosas como son: Estoy condenada al fracaso desde mi nacimiento. Ya no es necesario que se discuta mi caso. Señores Ruperto y Abelardo, les agradezco por su paciencia, su nobleza, por haberme defendido, y también a usted, señor de los palillos, que se convirtió en nuestro héroe. Les pido perdón, me olvidaré de mi sueño, y así como vine, me voy.
–¡No, no, no! –exclamaron los tres al unísono–. Espere, espere. Le enseñaremos que este Mundo es digno de usted y de nosotros. Tenga paciencia.



Continuará en la parte II...



0.0 (0)
PDF critica_social

Más de este autor

Ilustración de El espanto de Bucarest - XXXI - Los caminos que llevan a Industrias Eugenéticas

El espanto de Bucarest - XXXI - Los caminos que llevan a Industrias Eugenéticas

Habían transcurrido cuatro horas desde que el balaur divisara el castillo de Industrias Eugenéticas a lo lejos, que adornaba el...

Ilustración de El espanto de Bucarest - XXXVI - El enfrentamiento entre el balaur y el Hombre Nuevo de Stefan David

El espanto de Bucarest - XXXVI - El enfrentamiento entre el balaur y el Hombre Nuevo de Stefan David

En el preciso momento en que Stefan David se proclamaba una deidad, un frío terrorífico se apoderó de los agentes....

Ilustración de El espanto de Bucarest - XXXII - Razvan decide recuperar su partido

El espanto de Bucarest - XXXII - Razvan decide recuperar su partido

Cuando las malas nuevas de su derrocamiento como presidente del PMRU llegó a sus oídos, Razvan no perdió ni un...

Ilustración de El espanto de Bucarest - XXXIII - La encerrona de los agentes

El espanto de Bucarest - XXXIII - La encerrona de los agentes

El doctor Dobre observaba con un brillo febril en los ojos el tumulto de los engendros que se agitaban en...

Ver todas las obras

No hay comentarios disponibles.