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El último rayo del sol - 1.2. - Fictograma
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El último rayo del sol - 1.2.

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Mess_st

Publicado el 2025-07-02 21:30:48 | Vistas 111
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1.2.


En la catedral de Westminster, un grupo de jóvenes seminaristas del colegio de St. Edmund tomaron la misa de la tarde. La iglesia católica romana no era tan popular como la anglicana, sin embargo, los esfuerzos por restaurarla habían brindado la oportunidad a estudiantes de toda Inglaterra a formarse como miembros activos de esta creciente iglesia en todo el reino. 

Ni la hermosa arquitectura de Westminster podía evitar que los párpados de algunos estudiantes comenzaran a caer ante la voz apagada y lenta del sacerdote que oficiaba la ceremonia, añadido al clima frío y lluvioso del atardecer. 

Al terminar la misa, los parroquianos comenzaron a salir lentamente del templo comentando entre murmullos los chismes y novedades de los barrios aledaños. Así los seminaristas, estudiantes de teología cercanos a convertirse en rectores, diáconos, sacerdotes u obispos de la iglesia, se congregaron para sus oraciones antes de partir.

Dos amigos, Marcus Hastings y Arthur Withington, habían estudiado durante más de diez años fuera y dentro del seminario. Se conocían bien y siempre estaban juntos. Los estudios teológicos eran el fuerte de Arthur y los tratados históricos de la iglesia, era lo más llamativo para Marcus, aunque su verdadera vocación parecía no estar dirigida al ministerio, si no a las ciencias botánicas tras haber leído libros sobre plantas y flores y sus usos en la medicina moderna.

Arthur, fuera del estudio, era un apuesto joven de alma libre y un romántico a quien los asuntos de la iglesia, estaba seguro, podía ponerlas en práctica fuera del colegio católico, formando una familia y amando a Dios desde su seno. Al fin y al cabo, su familia era adinerada y tenía el apoyo de sus padres, tentados por una vida laica donde podrían disfrutar de sus hijos y sus nietos aprovechando los convenientes enlaces matrimoniales. Además, Arthur podría continuar con el rentable negocio de su padre.

Después de unos meses de consultarlo con su familia y de haberse enamorado de una joven parroquiana, Arthur había decidido abandonar el seminario.

—Lo he dicho, Marcus. Voy a proponerle matrimonio a Margaret.— Le susurró a su tímido amigo mientras todos estaban concentrados en la oración. Marcus no dijo nada, lo miró de reojo y le sonrió levemente como respuesta de confidencialidad.

Arthur había conocido a la joven Margaret dentro de la iglesia, y se lo debía todo a esta. Los retiros y actividades benéficas eran casuales y mientras Marcus contemplaba las flores y disfrutaba de la compañía de su amigo en los poblados apartados de la ciudad, Arthur lanzaba sonrisas a diestra y siniestra entre las hijas de los ricos benefactores laicos. Ahí fue donde conoció a Margaret y sus ojos nunca más se despegaron de su tupido cabello oscuro y sus hermosos ojos color miel.

El padre de Margaret rechazó al joven en primera instancia por su condición de seminarista, pero luego de conocer a su familia y darse cuenta de la beneficiosa alianza, aceptó.

Marcus no podía ocultar su tristeza al saberse abandonado por su mejor amigo de la infancia, pero le quería tanto que le deseó la más infinita felicidad.

—Estoy muy feliz por ti, Arthur, pero ¿Estás seguro de convencer al padre Collins?.—Le preguntó una vez llegaron al colegio.

—A mis padres les entusiasma y quieren que me case con Margie. Si yo no lo convenzo, ellos lo harán.—Dijo entusiasmado Arthur y luego se acercó a Marcus tomándole las manos con delicadeza. —Esto no es para mí, querido Marcus. Hay espacio para Dios en mi vida dentro o fuera de aquí. ¿Porqué no vienes conmigo?.—

No era la primera vez que Arthur lo invitaba a partir con él. Aunque la invitación era tentadora, Marcus no tenía los mismos privilegios que Arthur, no tenía un lugar a donde ir ni una familia que lo acogiera. Dos cosas le ataban a la vida clerical: Respetar la memoria de sus fallecidos padres católicos, y el propio Arthur. Sin su amigo, la balanza quedaba equilibrada, pero no lo suficiente baja para poder saltar.

—Hice una promesa y quiero cumplirla. Pero desde aquí te deseo lo mejor, amigo mío—Le contestó con honestidad.

Honestidad que enmascaraba a la tristeza. 

Una parte de él deseaba huir con Arthur y buscar su lugar fuera de las cuatro paredes de St. Edmund. Deseaba ser más como Arthur: temerario y confiado. Seguro de si mismo. Si había un sitio para el en ese mundo, lo tomaría ignorando sus promesas y principios, pero a sus ojos, el camino era sinuoso y difuso sin un destino claro y donde un joven como él tenía más que perder.

Solo una cosa era necesaria aceptar ahora: que Arthur se iría pronto, y que se quedaría solo en aquel lugar frío y silencioso.

— —

La lluvia empezó a caer a las 9 de la noche, y los jóvenes seminaristas se apresuraron a ir a sus dormitorios.

Arthur y Marcus, que habían terminado sus obligaciones y compartían habitación, se prepararon para acostarse a sabiendas de que tenían que levantarse temprano al día siguiente. Eran los últimos días de Arthur en aquel lugar.

—Quiero enseñarte el anillo que le daré a Margie— dijo Arthur, sacando del cajón aledaño a su cama, una bolsita de terciopelo.

El diamante ceñido a un fino aro dorado brilló, dejando a Marcus maravillado. 

—Es precioso, Arthur. Le encantará. Enhorabuena de nuevo, hermano mío.—Manifestó Marcus genuinamente encantado. Su poca expresividad natural era conocida por su amigo, que sabía que realmente estaba feliz por él.

—Dame la mano—, ordenó emocionado Arthur, y Marcus obedeció.—En el futuro, llevarás un símbolo de la iglesia en el dedo, y sabrás que te has comprometido con Dios—.Dijo Arthur mientras sujetaba delicadamente la delgada mano izquierda de su amigo.

Marcus no estaba del todo seguro de lo que eso significaba, pero sintió que el anillo se deslizaba suavemente en su dedo anular y quedó desconcertado.

—Oh no, Arthur…— dijo Marcus, intentando apartar la mano. 

—Deja que te lo ponga. Siempre he pensado que Margie y tu tienen los mismos dedos largos y delicados.—Contestó Arthur sujetándole la mano.

El corazón de Marcus latía desbocado y casi podía oír los golpeteos en su pecho. 

Los dos amigos se miraron a los ojos y sonrieron como si se tratara de un juego infantil que solo ellos comprendían. Arthur se acercó a Marcus le besó la mejilla cerca de la comisura de los labios. Una costumbre que Arthur tenía siempre que estaban solos contando sus más íntimos secretos.

—Te echaré de menos, querido Marcus.

El tímido seminarista agachó la cabeza y sonrió con tristeza.

— — 

Fuera del edificio del seminario, la figura sombría de un hombre apareció con un paraguas bajo la fuerte lluvia. Su aguda mirada parecía atravesar las viejas paredes del colegio, consciente de lo que ocurría al interior.

Aquella noche Arthur escuchó su nombre como un susurro en el viento que le despertó. Como una luz tenue entre las sombras. Una voz como de seda, como si se arrastrara por los pasillos de piedra: «Arthur».

Arthur abrió los ojos. Se levantó de la cama como un sonámbulo, y de nuevo oyó su nombre con voz juguetona y femenina.

—¿Margaret?—Preguntó.

La voz de su Margie recorrió los oscuros corredores del seminario girando y perdiéndose entre las esquinas.

Al final de un pasillo, como en un sueño, Margaret estaba de pie en la pequeña capilla, vestida con un hermoso vestido beige de satín y su hermoso cabello semi recogido caía hacia los lados como cascadas, tal y como él la había imaginado para el día de su boda. Él sonrió, y ella le devolvió la sonrisa, invitándolo a seguirla.

Margaret parecía flotar por los pasillos, apareciendo y desapareciendo, jugando entre la oscuridad mientras Arthur la buscaba ansiosamente.

«Ven, Arthur», dijo ella entre juguetonas risitas, abriendo la puerta del cuarto de la cocina que daba hacia el jardín.

Arthur se acercó hasta casi tocarla y salió tras ella riendo, casi como embriagado.

Allí, sin rastro de ella, la buscó girando la cabeza de un lado a otro y entonces Margaret apareció frente a el, lo abrazó y lo besó en los labios.

Arthur, que hasta ese momento había reprimido su deseo entre los muros del seminario, la tocó de arriba a abajo desde el cuello hasta donde sus manos podían llegar y los besos de Margaret se hicieron más intensos. 

Parecía dispuesta a entregarse a él aquella noche, y Arthur, asombrado por lo que parecía un sueño dentro de sus sueños, la miró con dulce inocencia.

—Margie, puedo esperar para esto hasta nuestro matrimonio.—dijo el joven ahogado entre alientos mezclados de deseo y frugal abstinencia.

La joven se aferró a el y susurró:

—No puedo esperar más, mi amado Arthur.

Arthur se sentía más dormido que despierto y la voz de su amada parecía cada vez más diferente. Parecía no entender nada y, al mismo tiempo, desearla por completo. Veía a Margie y nada más que a ella. Su amor y su pasión eran tan grandes que se dejó llevar por una fuerza superior a su voluntad.

Con la luna como única confidente, cayeron sobre la hierba y los besos de Margaret continuaron envolviendo su frente, mejillas y labios hasta llegar a su mandíbula, la que lamió con dedicada pasión. Desabrochó el camisón de Arthur desde el cuello y una vez descubierto lo besó con vehemencia. El joven se retorció de un dulce placer y cerró los ojos para sentirla mejor.

El placer le pareció de repente agudamente doloroso. Se retorció con un seco quejido y los ojos comenzaron a pesarle. De Margaret apenas comenzó a ver una sombra difusa. Intentó tocarla pero su vestido de seda se sintió áspero. Arthur se aferró a la cabeza de su amada y no sintió su largo cabello, en su lugar, una suave cabellera corta se deslizó entre sus dedos. El corazón de Arthur se detuvo por un momento y tragó aire abriendo los ojos por última vez. Aferrado a él, no estaba Margie, si no, un ser intrigante de traje oscuro que se asía firmemente a su cuello con los dientes y que parecía absorberle el alma. Después de un rato, aquél ser se soltó satisfecho y Arthur no tuvo tiempo de pensar, ya no. Con sus últimas fuerzas, giró los ojos y miró a un extraño hombre sosteniéndolo entre sus brazos con una fina gota de sangre cayendo de su boca. Le resultó intrigante su aspecto pálido y su bigote de manillar, al igual que su negro cabello y la intensidad de sus ojos cafés casi dorados. El joven intentó decir algo con su último aliento, pero entonces el hombre le calmó y consoló acariciando su cabello y recostándolo suavemente en la hierba. 

El hombre se inclinó de nuevo hacia el y le dio un suave beso en los labios, dejándole como sello, una borrosa mancha de sangre. Fue ahí donde Arthur dejó de ser y donde un último atisbo de vida se le escapó de la boca en forma de aliento.

Esa noche, Margaret haba sido una ilusión. Junto al cuerpo inerte de Arthur, la luna revelaba la imponente figura de un hombre con muchos pecados a cuestas, con colmillos casi felinos que fueron retomando su forma lisa y una sonrisa tan cautivadora como siniestra que demostraban satisfacción. Sacó un pañuelo dorado de seda del bolsillo de su solapa y se limpió la boca con elegancia.

—Oh, querido Arthur, yo me haré cargo a partir de ahora. Duerme.— dijo con una voz grave y serpentina, acariciando las pálidas y frías mejillas del joven. Le cerró los ojos suavemente y se marchó caminando entre las sombras de la noche, dejando tras de si esperanzas perdidas e ilusiones rotas.

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Mess_st 2025-07-02 21:41:50

Gracias por leer mi novela histórica: "El último rayo del sol" que comencé a escribir en Instagram con el nombre original de "Vampir". Empecé a transcribirla hace unas semanas y la he estado puliendo pues inicialmente era una especie de resumen para instagram donde ya va muy avanzado. Mi único objetivo es seguir aprendiendo así que por favor siéntete libre de dejar tus comentarios y sugerencias. También estoy conociendo Fictograma así que por favor, ténganme paciencia con algunos cambios de último momento, imágenes y tamaños de letra que aún estoy aprendiendo a editar. De nuevo les agradezco sus visitas.