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El último rayo del sol. 1.4. - Fictograma
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El último rayo del sol. 1.4.

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Mess_st

Publicado el 2025-07-08 19:53:04 | Vistas 125
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1.4

El cuerpo de Arthur fue encontrado la mañana siguiente por el diácono que daba su primera ronda. El clérigo había dado la vuelta al colegio y se dirigía tranquilamente hacia la cocina para supervisar la despensa antes de que los cocineros llegaran y mandaran al fámulo del colegio a comprar; fue ahí cuando vio una figura vestida de blanco tendida en el césped del jardín rodeado de hortensias blancas. El diácono, que no pasaba de treinta años, ya estaba formulando la reprimenda en su cabeza hacia el rebelde estudiante que se hubiera alejado de su dormitorio y hubiera acabado recostado ahí haciendo quien sabe qué en los jardines del seminario. Caminó con premura pero al acercarse no encontró nada que reprender: como una grotesca escena de los infernales paisajes de las sagradas escrituras, el cuerpo de un joven estudiante yacía pálido y muerto. Su piel mortecina y sus labios ya no tenían color; sus ojos estaban cerrados y su apacible semblante le hacía parecer simplemente dormido, pero su cuerpo se veía casi artificial.

El diácono se tapó la boca dando un gran paso hacia atrás para no gritar y alarmar a todo el mundo. De lejos vio llegar a la señora Harker, la única mujer del lugar y feligresa encargada del huerto del seminario, e inmediatamente le pidió con un gesto y un grito apagado desde lejos, que llamara al presbítero con urgencia. Así aprovecharía a examinar a Arthur.

Sabía que era inútil, pero tocó a un lado de la tráquea y en la muñeca con la esperanza de que pudiera sentir alguna chispa de vida. Nada. Arthur Withington ya no estaba más en este mundo. No había rastros de violencia, sangre o heridas en él, simplemente parecía estar marchito.

El diácono cerró los ojos mientras sostenía la fría mano del joven. ¿Que había pasado?, se preguntó. Conocía a Arthur desde que había llegado al seminario años antes, lo había visto crecer y aprender, a frustrarse y enamorarse. Sabía que pronto colgaría el hábito para contraer matrimonio y sentía una terrible lástima por su familia y la joven que ahora ya no sería su esposa. También por Marcus, su mejor amigo, con quien pasaba todo el día dentro del colegio y con quien compartía secretos que ni Dios conocía.

—Requiescat in pace—Dijo el hombre intentando no llorar. Luego se levantó para enfrentar el fárrago de preguntas que se le vendrían encima.




Desde que abrió los ojos, Marcus se dio cuenta de que Arthur no estaba en la habitación. Su sotana y sus zapatos estaban preparados y dispuestos para las clases del día. La cama no estaba hecha, algo raro en él; y sus libros estaban sobre la mesa junto a su maletín pues solía estudiar de noche y meterlos a toda prisa en la mañana antes de salir. Pensó que quizás se había sentido mal y había ido de emergencia a la enfermería aún cuando lo había visto con buena salud la noche anterior. Nada era normal. 

Marcus se vistió y se preparó como todos los días, pero antes de ir a los salones, se desvió hacia el consultorio. 

Ya había visto a su amigo enfermo antes y Arthur siempre le pedía que lo acompañase al sanatorio para evitar ponerse a llorar en caso de algún remedio doloroso, porque le daba vergüenza hacerlo frente a él. Lo acompañó antes cuando tuvo un severo dolor de barriga por haber comido un ingrediente extraño en una comida de uno de los almuerzos, cuando sufrió un dolor de garganta durante el invierno pasado y pensó que había sido causado por tener pensamientos violentos contra Elton, un compañero arrogante y mimado del seminario, y también cuando se cortó la mano con una roca al tropezarse mientras corría jugando críquet. Marcus siempre estuvo con él, excepto tres años antes cuando pescó una fuerte calentura y tuvo que ser llevado a casa de sus padres para ser atendido por el médico personal de éstos porque la fiebre no menguaba. En esos momentos Marcus creyó que lo perdería, pero Arthur regresó al colegio tan solo una semana después campante y andando como si nada.

Este parecía ser un caso diferente. En la enfermería tampoco había nadie. No estaba cerrada pero no había quien pudiera dar atención o a quien pudiera preguntar, y tampoco era su naturaleza ir de un lado a otro cuestionando cosas a todo el mundo, para eso estaba siempre Arthur. Marcus se quedó con la espinita de la duda, una espinita que más bien parecía un clavo introducido en el pecho que no le dejaba de provocar sensaciones preocupantes.

La clase de liturgia pasó más lenta de lo normal y el pupitre junto a Marcus seguía vacío. 

Dos jovenes cuchicheaban al fondo del salón y Marcus notó sus miradas sobre él. Luego, otro se unió al chismorreo. El clérigo a cargo los cayó poniéndose el dedo índice en los labios, sabían que la reprimenda iría a peor después de ese primer aviso. Fue entonces que después de terminada la clase, el presbítero entró junto con el diácono y otros dos clérigos al salón. El profesor se hizo a un lado, bajó la cabeza y les cedió la palabra. Los murmullos aumentaron de intensidad y Marcus, que no apartaba la vista de los hombres al frente, estaba más nervioso que nunca y no sabía porqué.

El presbítero, un hombre de más de cincuenta años, de estatura media y pálido pero con un talante recio y firme que le hacía ver más imponente que los demás, habló:

—Silencio. Tengo que hacerles un desafortunado anuncio. 

Todos voltearon a verse con incertidumbre evitando levantar la voz para ser nuevamente regañados. 

El religioso continuó:—Su compañero y nuestro querido hermano con Dios, Arthur Withington ha fallecido esta mañana en el seminario. Las causas aún están siendo analizadas.

Al oír la noticia, Marcus se quedó perplejo, no daba crédito a lo que sus oídos habían escuchado. Tenía que ser una pesadilla, tenía que ser mentira. El corazón se le apretó como una bolsa de papel y podía sentir cada pliegue doblándose en cada vez más pequeños trozos. Estaba inmóvil porque solo quería voltear a ver Arthur pero el no estaba ahí.

Las preguntas saltaron de un lado a otro en el salón. Un alumno dijo:—Dios mío, ¿Arthur? ¿Cómo ha sido posible, padre?—, y otra voz al fondo exclamó: —¡Pero anoche estaba bien…!—, Otro más había comenzado a llorar y Marcus se sintió traicionado por si mismo por no poder reaccionar de la misma forma cuando él era su más fiel amigo, como su hermano. Lo cierto era que el dolor de Marcus iba más allá de lo visible. Se estaba despedazando por dentro y ni su cabeza era capaz de comprender lo que ocurría. No era capaz de asimilar que Arthur no estaba más, que lo había visto una noche antes y que había bromeado con él antes de dormir, que ahora su espíritu no estaba en este mundo y que no abrazaría nunca más su cuerpo ni pondría su cabeza sobre su hombro, que nunca más le tocaría las manos y que tampoco le mandaría una sonrisa burlona antes de dormir.

—Mañana en la mañana ofreceremos una misa en su nombre en la catedral de Westminster y esta noche será el velorio de cuerpo presente en la capilla junto al cementerio.—Informó el presbítero y luego concluyó:—Se que quieren despedirse de Arthur. Estamos igual de conmocionados que ustedes. Recuerden guardar el debido respeto cuando su familia se reúna con nosotros. Ahora por favor, Pongamonos de pie y recemos un rosario por nuestro querido amigo Arthur y que Dios nuestro señor lo reciba en su santa gloria.—La voz del presbítero sonaba solemne. A pesar de su entereza se podía percibir la tristeza y la preocupación en su hablar.

Entre sollozos, todos se pusieron de pie y se santiguaron para dar inicio al rosario. El presbítero dirigió el rezo y los demás contestaban mecánicamente. Marcus Hastings estaba como en otro mundo, su mirada estaba fija en su escritorio y apenas abría la boca para contestar. Fue entonces cuando sintió una lágrima caer por su mejilla, la voz se le quebró y los ojos se le llenaron de lágrimas, lágrimas que secó rápidamente antes de que cayeran hasta su barbilla pues a el también le daba vergüenza llorar frente a los demás.

Llorar no sería suficiente, gritar no despertaría a los muertos, y recordar solo lo sumiría en una terrible tristeza que sentía que le provocaría la muerte, así que Marcus simplemente se sumió en su familiar silencio; sus ojos estaban rojos y su mundo colapsado.




Todos los seminaristas y la familia de Arthur, junto con los miembros de la arquidiócesis, se congregaron en la capilla para velar el cuerpo del joven fallecido. Margaret, su triste enamorada, se había reunido con su familia después de darle el pésame a los padres de Arthur, quienes lloraban amargamente ante tan trágico y repentino suceso. 

Esa mañana, la familia fue avisada directamente por el presbítero y algunos miembros del seminario. La señora Withington estuvo a punto de desmayarse ante la noticia sin poder entender como le había sucedido tal cosa a su saludable hijo. En sus palabras llenas de dolor, Arthur era fuerte y siempre estaba de buen humor. Incluso el hecho de poder regresar a casa y tomar la mano de su bella enamorada le había subido el ánimo últimamente. Para un padre, no hay ningún motivo digno para ser separado de su hijo, ni Dios mismo debía poder quitar ese derecho de sangre.

Marcus, que estaba con su grupo, miraba a Margaret de lejos y al verla sabía el terrible dolor que estaba padeciendo, un dolor que el mismo podía sentir en su propio pecho. El había amado a Arthur casi desde que se conocieron, fue su compañero y amigo, no fue feliz con otro tanto como con él, y aunque Arthur parecía siempre responder a su afecto, nunca vio alguna señal de que tuviera otras intenciones más que de ser su amigo, cómplice y hermano, ¿Qué otra cosa podía pedir?. Se había puesto celoso de Margaret desde el momento que le dijo que se había enamorado a primera vista de una mujer, aún cuando ellos eran dos hombres y no podía esperar alguna otra cosa que no fuera un cariño filial y con otro objetivo que no fuera salir y casarse para formar una familia. Sin embargo, Marcus reprimió cualquier pensamiento que lo alejara de Dios y rezó sus penitencias cuando se sentía más culpable. Aceptando su lugar en el mundo, le deseó a Arthur la más eterna felicidad al lado de la mujer que amaba.

En el funeral, Marcus tomó valor para acercarse a Margaret, con quien ya había intercambiado palabras en alguna ocasión, llevando consigo una bolsita de terciopelo que había tomado del cajón de Arthur; sabía que lo guardaba ahí. Sólo tenía un dueño.

—Margaret.—La llamó el joven con su tímida voz.

—Hola, Marcus.—Contestó ella con el bello rostro hinchado por el llanto, aún visible tras el velo negro que la cubría.

No habían palabras para expresar las condolencias, sabían uno del otro que habían amado al mismo hombre de alguna u otra manera y que ambos sentían el mismo dolor.

—Esto es para ti,… de Arthur— Dijo Marcus extendiendo su mano y entregándole a la joven su anillo de compromiso dentro de la bolsita. No podía verse pero Margaret lo supo desde que el objeto tocó su mano y sus lágrimas comenzaron a brotar de nuevo.

Marcus que sintió que rompería en llanto en cualquier momento, movió un pie para darse la vuelta cuando Margaret declaró: —Arthur te amaba, Marcus—El joven se detuvo mirándola y sin saber que decir. Ella continuó: —A veces me ponía celosa porque no había carta en la que no te mencionara. Decía que te convencería de venir a casa. Y en su última carta dijo que te necesitaba más de lo que tu lo necesitabas a él. El te amaba.

Margaret le sonrió entre lágrimas secándoselas delicadamente con un pañuelo. Marcus intentó devolverle la sonrisa por compasión, pero sus ojos comenzaron a llenarse de agua, agachó la cabeza con cortesía y se alejó. Sentía que la respiración se le iba de tanta aflicción, quería arrancarse el corazón y aceptar la invitación de Arthur de partir con él donde sea que el estuviera.

Salió de la capilla para tomar aire y miró a su al rededor con el cementerio a unos metros de él, contempló los árboles, el cielo gris, el húmedo césped, el sol de las 7 que ya se ocultaba tras las nubes en el horizonte, el canto de las aves que se avisaban unas a otras que era hora de partir, las campanadas de la iglesia que había marcado la sinfonía de su vida. Observó todas las cosas que le rodeaban y pensó que podía vivir sin todas ellas, excepto sin la existencia de Arthur. Y estaba inmerso en sus desoladoras reflexiones, cuando en el cementerio divisó la silueta de un extraño hombre con una capa negra de pie frente a una tumba en la parte más lejana. Trató de no darle importancia, pero algo en la atmósfera se sintió diferente, como si el tiempo se detuviera y la tristeza lo hubiera invadido todo a tal punto que ya no podía sentirla. Marcus observó intrigado hacia la dirección del misterioso hombre y después de un rato, éste simplemente se alejó.




Horas antes en la morgue, se habían encontrado dos pequeñas picaduras en el cuello de Arthur muy cercanas al hombro. Se consideró envenenamiento por picadura de serpiente pero la parroquia aseguró no haber visto esos reptiles en la zona nunca porque ni siquiera eran comunes dentro de la ciudad. También se descartó el suicidio alegando que el joven era un chico muy entusiasta y estaba emocionado por su cercano compromiso, además de que era consciente como estudioso de las leyes de la fé católica, de la terrible falta que era quitarse la vida que Dios le había regalado. Después de las especulaciones, varios análisis y observaciones que descartaban una cosa u otra, se acreditó el informe oficial del deceso y la muerte se registró como marasmo y fatiga extrema concluyente en un fallo cardíaco con causa indeterminada. Arthur probablemente padeció sonambulismo durante la noche, se desmayó y luego su corazón no respondió más debido a una severa deshidratación. No había otra explicación.


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yamifernan 2025-07-08 20:12:06

Me encanta esta historia, y este capitulo en especial me puso algo triste con lo del funeral de Arthur y el anillo de compromiso que le fue entregado a Margaret. Me intrigan estas historias paralelas, la del investigador Smith y la de Marcus, Arthur y Margaret y de cómo acabaran atándose estos cabos. Gracias. Saludos