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El último rayo del sol. 1.5. - Fictograma
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El último rayo del sol. 1.5.

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Mess_st

Publicado el 2025-07-12 03:15:02 | Vistas 138
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1.5.


Marcus se despidió de sus compañeros que se retiraron al colegio después de la ceremonia y pidió permiso para estar un tiempo a solas en la capilla una vez había sido retirado el cuerpo de Arthur para su entierro. Marcus apenas y lo había visto ahí acostado. No quería mantener esa imagen de Arthur en su cabeza, quería recordarlo sonriente y jovial, así que solo miró sus blancas manos puestas una sobre otra, contrastando con el negro de su impecable sotana negra y sosteniendo un hermoso rosario de plata y nacar, rezó un padre nuestro con los ojos cerrados y luego se retiró.

Nunca había estado tan solo. Esa noche se quedó en la capilla poco después de que ésta cerrara sus puertas, dejando una pequeña entrada abierta a un costado para el ingreso y salida del capellán. Marcus había adquirido la costumbre de rezar durante las tardes en la iglesia cuando se sentía abrumado por algo o cuando simplemente quería paz. Ya no llegaría Arthur tocándole el hombro para recordarle la hora de la cena, ya no vendría y le preguntaría si todo estaba bien. Ahora estaba completamente solo.

Caminó hacia un lado del altar y se asió a una columna de piedra lo suficientemente gruesa para abrazarla sin tocarse las manos del otro lado y solo ahí rompió a llorar. Sus sollozos habrían sido perfectamente audibles para el Cristo en la cruz, para los santos y para la Virgen que lo observaban desde su altar. Ni el eco de la capilla, que no era un recinto tan pequeño, fue misericordioso y le hizo compañía tras cada lamento. El desconsuelo no era más que la propia muerte arrancándole lo que más amaba.

Las lágrimas no paraban de brotar una tras otra empapándole el rostro, su semblante tenso y los ojos fuertemente cerrados eran su única manifestación de dolor. Todo le parecía injusto, y no encontraba respuesta a la repentina partida de su amigo. Se sentó en el piso y se apoyó contra el pilar, miró al altar y se preguntó porqué Dios lo había hecho tan desdichado. Sin un padre a quien recurrir, sin una madre a quien amar y con sus abuelos fallecidos años atrás, Arthur era lo único que le quedaba.

El joven seminarista se quedó en contemplación por largo rato mientras sus ojos aún ardían. Los cirios parecían próximos a extinguirse y el capellán regresaría pronto, así que se paró y se empezó secar las lágrimas cuando una voz masculina resonó en el oratorio.

—Buenas noches, ¿Se encuentra el cura?

Marcus se terminó de limpiar rápidamente las lágrimas y se giró hacia el hombre que había entrado; un elegante caballero con sombrero de copa en mano, de unos treinta años, bien parecido y más alto que él, de piel pálida con cabello y bigote negros y un distinguido tono de voz.

—Buenas noches, señor. La capilla está cerrada. Mis disculpas— Contestó Marcus con la voz ronca.

—Es una pena. No me he dado cuenta del tiempo y me he retrasado.—Dijo el hombre dibujando una amable sonrisa.—Volveré mañana.—afirmó, y se dio la vuelta para marcharse.

Marcus se fijó en la capa negra que traía colgando del brazo y recordó a la figura del cementerio. No tenía ganas de hablar, estaba decidido a seguir lamentándose en silencio hasta que el capellán llegara para luego retirarse y continuar con sus obligaciones en el colegio. Pero un impulso extraño, al que llamó inopinada curiosidad, le hizo abrir la boca y generar palabras.

—Si desea rezar de todos modos, puede hacerlo aquí.— Dijo subiendo un poco el volumen de su voz y dirigiéndose al visitante que no había llegado al umbral de la puerta.—En un rato llegará el capellán para cerrar. Yo ya me retiro.

El elegante hombre se volvió hacia Marcus con una sonrisa de satisfacción. 

—Que amable. Si no hay problema, si quisiera quedarme un rato.— Contestó aproximándose a un asiento junto a la nave central, y observando el hermoso retablo de madera tallada del altar, adornado con pilastras de mármol que enmarcaban cada nicho donde posaban la virgen María y san Jorge, el patrono de Inglaterra. Se sentó, miró discretamente a Marcus que se santiguaba antes de partir y le habló:

—Disculpe, no suelo ser tan atrevido al preguntar, pero me ha parecido escuchar el llanto de alguien desde afuera, ¿Está todo bien?

Marcus bajó la cabeza terriblemente avergonzado. El hombre le hubiera parecido lo suficientemente entrometido si no fuera por su agradable voz con un acento un tanto extraño que no era tosco, si no más bien armónico.

—Si… no ocurre nada. Gracias por su preocupación.—Respondió limpiándose la nariz que se empeñaba en escurrir sola.

El visitante no disimuló. Observó cautelosamente el rostro del joven seminarista con señales evidentes de haber llorado y le habló con sutil ponderación:

—Un cortejo acompañó un féretro esta tarde. No pude evitar ver a la comitiva caminar por el suelo santo e ingresar al templo después de las campanadas. Las escuché una tras otra mientras visitaba la tumba de mi querida esposa en el cementerio justo cuando terminaba de rezar y le preguntaba porqué me había dejado solo después haber disfrutado esta vida tan poco tiempo juntos.

Marcus, que aún estaba de pie, escuchaba atentamente al caballero. En sus palabras se encontró a si mismo lamentándose y se sintió menos solo entre los desdichados, sin embargo, rechazó egoístamente la sensación de acompañamiento pues quería que su dolor sea algo único que pudiera compartir con el espíritu de Arthur a partir de ahora.

—Puede llamarme supersticioso,—Continuó hablando el hombre—pero sentía que tenía que regresar aquí a hacerme preguntas, a buscar respuestas, quizás a rogar por consuelo pues creo que una poderosa fuerza impulsada por el amor y la desesperanza me atrajo hasta este momento y lugar, del que si no fuera por usted, me hubiera alejado sin más.

—Dios obra de maneras imprevisibles.—Contestó Marcus en su habitual tono bajo. Con ‘poderosa fuerza’ no entendía otro concepto que Dios mismo obrando por medio de la fe, la gratitud, la duda o la aflicción. 

—Sin duda, señor…

—Hastings, Marcus Hastings. Seminarista de Saint Edmund.

—Encantado, señor Hastings. Sir Vincent Vaughan.

Se estrecharon las manos. Sir Vincent no solo parecía un hombre de clase, si no que el título demostraba que lo era. Se hizo evidente el origen de la confianza y elegancia con la que hablaba. 

El hombre sonrió de madera condescendiente y analizó rápidamente a Marcus; un joven que pasaba de los veinte años, de semblante tímido, ligeramente melancólico, de ojos cafés y cabello castaño corto en la nuca pero un poco más largo del fleco ondulado que se acomodaba hacia atrás, guapo, pero de pocas palabras, cosa que no atribuyó a la desconfianza en otros, si no a la inseguridad en si mismo. El distinguido hombre se sentía complacido hacia la figura del joven seminarista quien le había parecido ante todo, interesante.

Marcus siempre había sido poco hablador y dejaba las conversaciones y las relaciones para Arthur; sólo a través de él había conseguido tener algunos amigos fuera del seminario. Era bueno siguiendo las órdenes de sus mayores y hablaba cuando tenía que hablar durante las misas, pero era parco de palabras con los feligreses.  

Sir Vaughan rompió el silencio y preguntó fingiendo ignorancia: —Sr. Hastings, ¿Estaba usted presente en la comitiva de hoy?

Marcus bajó la cabeza y asintió con tristeza.—Así es—Dijo.—Un compañero falleció esta mañana…

La voz de Marcus se quebró, pero el joven mantuvo su entereza. Arthur no era un simple compañero, era su mejor amigo y hermano de fé, y había muerto en extrañas circunstancias. Tan extrañas como las cosas que Dios depara para cada individuo después de la partida de un ser amado.

—Oh, lamento haber sido tan entrometido—Se disculpó el caballero—No debí haber preguntado lo obvio antes. 

—No se preocupe. Fue algo inesperado y solo ha asistido la gente más cercana.

—La importancia de la compañía en el inicio de un nuevo camino.—Respondió el hombre—Déjeme decirle que como seres que hemos quedado atrás, el tiempo nos va dejando claro que necesitamos pasar por el tormento para encontrar un nuevo propósito, aún cuando no vemos ninguna salida. Creo firmemente que la muerte no es más que una transición y el alma, pulida por nuestros buenos actos en vida, alcanza la bondad suprema. Créame señor Hastings, que su compañero ha alcanzado la plenitud divina. A nosotros nos toca esculpir nuestra alma mientras pisemos el suelo terrenal.

Marcus había escuchado cada palabra. La premisa de que tus actos te llevan a alcanzar la gloria de Dios era la base de la fé católica. Arthur había sido un hombre de bien y estaba seguro de que de existir un paraíso, sea cual fuere su estructura, él estaría ahí. Pero el dolor remanente era insoportable a pesar de tener ese consuelo.

Vincent Vaughan se puso de pie y sacó un pañuelo de seda dorado de la solapa de su fino traje y se lo entregó a Marcus. El seminarista dudó unos instantes y se negó educadamente a tomarlo. El caballero insistió.

—Puede quedarselo.—Dijo.—No lo echaré de menos.

—Gracias.—Respondió Marcus agarrando el pañuelo de la mano de Sir Vaughan y rozando accidentalmente sus dedos con los de él.

—Todos necesitamos algo sobre lo que llorar. —Dijo el sonriente hombre acomodándose el sombrero de copa en la cabeza y colgando su capa nuevamente sobre su brazo.

Marcus intentó sonreír en agradecimiento pero apenas se dibujó una lamentable mueca en su rostro que reflejaba más tristeza que otra cosa.

—Fue un placer conocerle, Sr. Hastings. Nos volveremos a ver.—Afirmó Sir Vaughan y caminó hacia la salida justo cuando el capellán hizo acto de presencia. Ambos hombres se saludaron con cortesía; el hombre de la capa negra cruzó la puerta y se fue. 

Vincent Vaughan había conseguido acercarse al melancólico mejor amigo de su última víctima y le había marcado con un inofensivo gesto como quien marca una presa que va a cazar durante mucho tiempo.


5.0 (2)
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