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El último rayo del sol - 2.2. - Fictograma
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El último rayo del sol - 2.2.

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Mess_st

Publicado el 2025-07-19 00:03:42 | Vistas 198
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2.2


El domingo, y tan solo unos días después del encuentro de Marcus con el hombre de la capa negra, se celebraba la última misa del día en la iglesia de Nuestra Señora de las Victorias, en Kensington. La procatedral, era la más importante sede de la congregación católica de Londres, una institución que poco a poco se hacía lugar entre la sociedad británica dominada por el anglicanismo. El sol de las seis se ocultaba en el horizonte esparciendo tonos naranjas, rosas y violetas sobre las nubes grises resaltando el rojo ladrillo de las paredes de la hermosa iglesia de estilo neogótico. Un dosel al frente enmarcaba a la Virgen María sobre su portal de entrada apuntada que daba la bienvenida a los feligreses de los distritos aledaños para presenciar la ceremonia. A pesar de la común segregación social, los de las clases más altas coexistían en encomiable armonía con la clases más bajas, que casi siempre se situaban al fondo, como una forma de dar el digno ejemplo de fraternidad ante los ojos de Dios; aunque sea solo un par de horas al día.

Bajo las robustas columnas blancas de mármol, la imponente bóveda y los hermosos ventanales que poco a poco se oscurecían a la par con la llegada de la noche, el sacerdote oficiaba la misa de pie en el presbiterio, con los monaguillos a su lado y los estudiantes del seminario de Saint Edmund de pie cerca del altar entonando en coro los cantos que amenizaban la liturgia. 

Si no miraba hacia el suelo recitando mecánicamente las oraciones, Marcus se perdía entre los vitrales y los detalles del retablo de la iglesia, o entre las palabras del sacerdote que caminaba de un lado a otro mientras predicaba el evangelio. Apenas miró hacia los parroquianos un par de veces a la hora de la comunión y sin hacer contacto visual con nadie.

Fue solo al final de la homilía y mientras se santiguaba en el nombre del padre, que su cabeza giró hacia la gente casi involuntariamente y advirtió entre los feligreses al curioso hombre que había visitado la capilla del seminario unas noches antes. Estaba vestido con un impecable traje negro que resaltaba la palidez de su piel y Marcus no pudo evitar inquietarse ante su llamativa presencia. Sir Vincent Vaughan estaba sentado casi en las últimas filas esperando pacientemente su oportunidad para ponerse de pie, mientras miraba al altar e ignoraba al gentío que caminaba lentamente para salir de la sede. Parecía no notar que Marcus le había visto, pero en un momento hizo contacto visual con él y le sonrió de lejos. La timidez de Marcus le impidió devolverle la sonrisa apartando la mirada con nerviosismo. El joven seminarista se arrepintió al instante ante la idea de parecer grosero por lo que juntó valor para volver a mirarle y al menos inclinar la cabeza en señal de saludo, pero el caballero ya se había puesto de pie y caminaba lentamente sobre una de las naves laterales del recinto esperando la llegada de alguien. Ese alguien era el decano Gilbert Collins, sacerdote y director del seminario quien atendía también los asuntos inmediatos y concernientes a la arquidiócesis de Westminster. Los hombres se encontraron y se dieron la mano con cortesía para luego dirigirse en dirección a la sacristía mientras se enfrascaban en una conversación que parecía de importancia.

Los fieles se habían retirado, pero los estudiantes tenían que quedarse hasta que el decano terminara con sus tareas después de la misa, que casi siempre eran asuntos sencillos que no tomaban mucho tiempo. Algunos chicos se sentaron en las largas bancas de madera de la iglesia a esperar mientras conversaban o hacían bromas entre ellos sin subir la voz; las faltas de respeto ante la cruz eran severamente sancionadas. Marcus se sentó un poco apartado de los demás echando de menos los días en que Arthur y él compartían entre discretas risas las observaciones que hacían durante la ceremonia. Casi siempre camino al colegio se divertían mofándose, por ejemplo, de la cada vez más prominente calvicie del tapicero del distrito cuya cabeza brillaba más que el cáliz de bronce de la iglesia, o de la rígida cara de la vieja viuda que siempre llevaba el mismo vestido aunque le sobrara dinero y se reían preguntándose cuantos hilos había perdido aquella prenda con los años; o del dueño de un hotel cercano que engañaba a su esposa y del que el padre se prendía en el sermón para acusarle indirectamente mientras hablaba de los tormentos que el infierno inflige a los adúlteros. Hasta los recuerdos más divertidos le hacían daño a Marcus. 

El joven había pasado la semana desconsolado y aún no se reponía de la pérdida de su amigo. Algunos compañeros solían acercarse a él y platicaban amistosamente sobre los temas de clase y poco más; no tenía problemas con nadie pero tampoco un vínculo fuerte por lo que se sentía vacío y triste la mayor parte del tiempo, no por la falta de buenos compañeros si no por la falta de Arthur. Sin embargo, continuaba concienzudamente con sus actividades y estudios, llegando siempre temprano a clase y cumpliendo con las reglas de la institución. Cualquiera hubiera dicho que era un motivado alumno con una próspera carrera sacerdotal.

Mientras aún esperaban, los demás seminaristas se sintieron curiosos por la presencia del enigmático hombre que acababa de entrar a las oficinas con su director.

—¿Quién es el hombre que vino a hablar con el padre Collins?—Preguntó uno de los chicos a otro estudiante que tenía la mirada perdida mientras se masticaba el interior del labio.

El estudiante miró casi sin moverse en dirección a la sacristía como si pudiera ver a través de las paredes y contestó:—No tengo idea pero parece muy distinguido. ¿No es el señor Schofield?

—No puede ser. El señor Schofield es gordo.

—Este caballero nunca había estado por aquí, ¿Verdad, Tom?—Dijo otro chico con curiosidad dirigiéndose al que estaba su lado y que se aguantaba la risa mientras se distraía con otros temas con un compañero distinto.

Otro que no era Tom le contestó:—Tu te crees que vas a conocer a todos los católicos adinerados de Londres.

—Ni siquiera pasan de veinte.—Dijo con tono sarcástico Elton, un estudiante de estatura promedio, de cabello castaño, ojos verdes y presencia un tanto altiva. El joven, de la misma edad que los demás y que los mayores consideraban una promesa por las cercana relación de su familia con el arzobispo, tenía los humos bastante subidos y no reparaba en tomar decisiones en nombre del grupo o corregir el comportamiento de alguno de sus futuros colegas como si lo profesores le hubiesen dado esa autoridad. Él aseguraba que todo lo hacía con humildad y sin afán de herir los sentimientos de nadie.

Elton vio a Marcus, quien escuchaba impasible la conversación sin involucrarse a pesar de que conocía el nombre del elegante hombre en cuestión. Se acercó a él y le habló en un tono que podía pasar perfectamente como amistoso.

—Hola, Marcus.—Dijo. 

Marcus alzó la vista y dio con Elton, al que saludó de la misma forma con su suave voz.

—Hola, Elton.

—¿Cómo te sientes? No habíamos tenido la oportunidad de hablar desde la muerte de Arthur. Yo sé que eran muy unidos. A todos nos ha consternado su partida.—Dijo mientras se sentaba Junto a él.

Marcus conocía perfectamente bien a Elton, nunca se sabía si sus palabras eran bienintencionadas o tenían el propósito de afrentar; eso casi siempre se intuía de acuerdo a la simpatía que él tuviera hacia el otro. Algunos pensaban que era tan astuto que lograba sonar inocente y otros, que genuinamente tenía vocación y le gustaba reflexionar y filosofar con sus compañeros, aún cuando ellos no tenían la misma disposición.  

Lo cierto era que Marcus no sabía que pensar. Solían intercambiar palabras pero muchas veces era a través de Arthur, con quien Elton tenía buena relación. Marcus le contestó con su característica modestia: —Si, ha sido repentino.

—A veces Dios nos pone estas pruebas en el camino, no para probar nuestra fe, si no para probarnos a nosotros mismos. Para saber que tan fuertes seremos en las desgracias y si seremos capaces de vivir en abnegación con los demás.—Le contestó el otro con aire solemne.

Si la intención de Elton era consolarle, no estaba ayudando mucho. El mismo Marcus se había dicho eso a sí mismo varias veces sin tener éxito: ‘ayudar a otros para aliviar la pena de uno’. Ni siquiera hablar con el padre Collins había sido esclarecedor pues su dolor parecía una enfermedad de la que no existía cura.

Elton se quedó mirando a Marcus como si quisiera leer su mente y éste apenas había suspirado como respuesta como si pudiera pero no quisiera decir algo más. Elton se preguntó cómo el simpático y sociable Arthur había podido ser amigo de alguien tan reservado. Y sin embargo, él siempre presintió que había algo más. 

Todo el mundo sabía del afecto que se profesaban Arthur Whittington y Marcus Hastings; siempre inseparables, como el río y el mar, no podían ser más diferentes pero parecían uno mismo. Elton siempre había sido muy agudo y observador. Más de una vez los vio acercándose demasiado mientras se hablaban al oído o sonriéndose de un lado al otro en alguna habitación, incluso rozando los dedos de sus manos mientras platicaban y manipulaban algún objeto. Y él, Elton, siempre guardó silencio pues nadie más parecía darse cuenta de su comportamiento y no quería generar un escándalo en base a conjeturas. No quedaban muchos años de estudio y ambos se tendrían que separar en algún momento, es por eso que incluso hasta para él la muerte de Arthur había sido inesperada, lo que no evitó que se sintiera mal consigo mismo, y con Marcus.

—Que dichosa amistad, Marcus.—Dijo y luego citó un versículo de la biblia mientras miraba al altar:—“Como el hierro afila el hierro, así afila el hombre el semblante de sus amigos”

El pasaje narraba un fragmento del libro de Proverbios que hablaba del amor entre amigos como la fuerza que ayuda a cambiar al hombre positivamente. Marcus giró la cabeza hacia un lado y se topó con la profunda mirada de Elton, que a pesar de su inexpresividad, sintió como si le pinchara. Éste último nunca iba a preguntar nada, pero sabía que Arthur y Marcus se querían en su propio entendimiento aún cuando el difunto estaba a punto de comprometerse y cuando, según él, ambos amigos rayaran el límite de la virtud. 

El tímido Marcus nunca tuvo miedo de amar porque lo hacía de manera pura e inocente alejado de todo pensamiento mundano, y se decía que solo Dios sabía lo que había en su corazón. Pero quizás no había sido lo suficientemente discreto o quizás estaba malinterpretando el reticente señalamiento de Elton como síntoma de su enfermedad causada por la pérdida. Sea cual fuere la suposición, decidió contestar como lo hubiera hecho en cualquier otro momento y circunstancia: Dibujó en su rostro una sutil sonrisa que expresaba compasión y empatía. Su amor platónico era ahora un tesoro custodiado por él y bendecido por Dios porque una parte suya había muerto y nadie tenía porque entenderlo.

—Gracias, Elton.—Dijo secamente. Su agradecimiento era una declaración de haber comprendido el sentido de la frase bíblica y de querer concluir la conversación.

Elton lo miró con condescendencia. Entendió porqué Marcus, sin decir nada, era el favorito de Arthur Whittington. A veces no es en las palabras en común donde surge el afecto, si no en la comodidad de los silencios.

Desde la sacristía, el padre Collins y Sir Vincent Vaughan salieron de nuevo caminando con un semblante risueño entablando una desconocida pero amena conversación. 

Cuando hubieron llegado a la altura del presbiterio, el decano se acercó hacia los estudiantes y alzando ligeramente la voz llamó a uno de sus alumnos.

—Sr. Hastings, venga conmigo, por favor.

Todos miraron a ver a Marcus. Elton se puso de pie y regresó con los demás. 

Marcus se dirigió hacia el decano y a Sir Vaughan, que seguía con él, de pie, gallardo y luciendo su particular sonrisa.


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