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Guerreros de sangre parte 11 - Fictograma
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Guerreros de sangre parte 11

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averius

Publicado el 2025-08-10 18:19:18 | Vistas 260
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El sol no había salido, y el cielo parecía cubrirse de presagios. Nubes negras se arremolinaban sobre el horizonte mientras el ejército del Reino del Oeste avanzaba por el desfiladero maldito. Las armaduras brillaban entre las llamas lejanas. Al frente, marchaban Takeru y Quik, ambos con el peso del mundo sobre sus espaldas.

Quik caminaba con esfuerzo. Sus costillas aún resentían los combates anteriores, y cada paso era una punzada más. Takeru no decía una palabra, pero su katana envainada parecía vibrar con cada brisa: como si supiera que pronto volvería a probar sangre.

La Fortaleza Oscura de Darkmind no era una estructura común. Había surgido del pacto infernal, con muros tejidos de piedra, carne petrificada y magia ancestral. De sus torres brotaba fuego negro, y una niebla venenosa envolvía el terreno, obligando a los magos a conjurar barreras para cada tropa que se acercaba.

—Nunca peleamos contra algo así —murmuró Quik, observando las torres que respiraban como pulmones—. Esto no es una fortaleza. Es una herida en la tierra.

Takeru asintió, sin desviar la mirada.

La infantería tomó posiciones. Magos de guerra trazaban círculos de energía en el suelo. Arqueros afilaban flechas encantadas. Todo estaba listo. Pero en el corazón de cada soldado, había un vacío difícil de explicar.

Era miedo, sí. Pero también era tristeza.

Los primeros enemigos no fueron soldados: fueron criaturas invocadas por la magia de Darkmind. Bestias de sombra con dientes rojos y lenguas de fuego. Se lanzaron sobre los defensores, provocando una colisión brutal. Las lanzas de acero se partían al contacto con las garras demoníacas. Los escudos se derretían por el aliento tóxico.

Takeru dio la orden.

—¡Formación quebrada! ¡Ritmo cortado! ¡Magos, lanza de luz al flanco izquierdo!

Quik cogió una espada secundaria. Ya no podía blandir la suya con precisión, pero aún podía luchar. Se lanzó junto a cinco infantes, cortando con ferocidad, la desesperación filtrándose en cada grito.

El campo de batalla se tornó en caos. Fuego, sombra, acero y carne.

Pero entre todo ese horror, había una convicción silenciosa: no peleaban por gloria.

Peleaban por lo que habían perdido.

Por lo que aún deseaban redimir.

Tras romper la muralla exterior con hechizos de fuego sagrado, los soldados del Reino del Oeste se adentraron en la Fortaleza Oscura. Lo que encontraron fue una abominación: pasillos que palpitaban como venas vivas, columnas que lloraban sangre, suelos que respiraban bajo sus pies. La arquitectura era una fusión imposible entre carne maldita y piedra infernal.

En el corazón del bastión, una criatura colosal emergió entre brasas y cadenas rotas. El demonio invocado por Darkmind era el terror hecho carne: cuernos retorcidos, piel como hierro ardiente, alas desgarradas por siglos de odio. Sus ojos eran cavernas iluminadas por fuego negro.

Takeru y Quik se separaron del escuadrón principal. Sabían que este enfrentamiento no era para ejércitos: era para los hermanos que habían fallado... y sobrevivido.

—Es más que magia —murmuró Quik—. Es la forma de todo lo que arrastramos por dentro.

El demonio lanzó su primer rugido y la sala se desintegró. Magos alzaron barreras de luz, pero se quebraron ante la presión infernal. Infantes eran devorados por lenguas de sombra o aplastados por garras incandescentes.

Takeru esquivó con precisión, deslizándose por el costado de la criatura. Su katana trazó un corte sobre la piel corrupta, dejando apenas una línea humeante. Quik trepó por un muro desgajado, desde donde arrojó su espada en un arco descendente. Impactó sobre el hombro del demonio, haciendo que la criatura se tambaleara.

—¡Magos! ¡Al círculo! ¡Ahora! —gritó Takeru.

Cinco conjuradores comenzaron un encantamiento conjunto, dibujando símbolos en el aire con fuego y ceniza. Cada trazo debilitaba la barrera mágica del demonio, permitiendo que los ataques comenzaran a perforar su carne.

La criatura bramó de nuevo, extendiendo sus alas para cubrir la sala en oscuridad. Takeru cerró los ojos, confiando en sus instintos. Se lanzó hacia el pecho del demonio, girando en el aire en una técnica de corte triple. Las heridas abiertas derramaron fuego líquido.

Pero el demonio resistía. Cada herida lo hacía más furioso.

Y aun así, los hermanos peleaban.

No por venganza.

Sino por redención.

Por fin... juntos.

El aire estaba saturado de humo, sangre y magia rota. El demonio había caído de rodillas, pero aún rugía con furia milenaria. Su aliento quemaba a los soldados cercanos, su sombra cubría el altar como una muerte viva. Magos y tropas seguían peleando a los bordes, algunos resistiendo, otros derrumbándose en medio de la desesperación.

Quik jadeaba, su cuerpo envuelto en vendas y sudor. Su espada, partida en la batalla previa, era ahora un fragmento ensangrentado que apenas servía como arma. Pero su mirada lo mantenía de pie.

Takeru temblaba. Su katana vibraba en su mano, dañada por los cortes anteriores, pero aún respondía a su voluntad. Miró el monstruo a los ojos y por un instante... vio algo familiar en su expresión: la misma furia que vio en los ojos de Luke antes de alejarse.

—¡Ahora! —gritó uno de los magos, liberando el último círculo de contención.

Los símbolos flotaron por toda la cámara, atrapando al demonio en una celda de luz. La criatura estalló en rabia, golpeando el suelo, derrumbando columnas, tratando de romper el encantamiento.

Takeru corrió. No pensó. Sus pies se movían como si el alma de Wuwin lo impulsara. Quik lo siguió con lo poco que le quedaba.

El demonio lanzó una llamarada final. Varios soldados fueron consumidos. El fuego alcanzó a Quik por el costado, y cayó, pero no soltó su arma rota. Con un grito, la lanzó hacia el corazón del monstruo.

La hoja quebrada se clavó profundo. El demonio tambaleó.

Takeru escaló la espalda de la criatura, sintiendo el calor mortal en cada roce. Saltó desde sus hombros, girando en el aire, trazando un corte diagonal:
el kesa-giri perfecto.

La hoja atravesó el cuello con un sonido seco, y un silencio devastador lo siguió.

La criatura cayó. El mundo pareció detenerse.

Takeru cayó de rodillas. Quik se arrastró hasta él.

Entre humo y cenizas, los dos hermanos se miraron. No dijeron nada.

Porque sabían que ese corte no había vencido a un demonio.

Había liberado a dos almas... que ya no volverían.

La criatura infernal yacía inmóvil, su cuerpo quemado y su sombra disipándose entre cenizas. El altar se desintegró lentamente, dejando al descubierto un pasadizo oculto bajo el suelo maldito. Takeru y Quik avanzaron en silencio, arrastrando sus cuerpos heridos.


Ni las lágrimas ni la gloria tenían cabida en sus rostros. Lo que los movía era una última necesidad: entender qué quedaba de sus hermanos.

Descendieron al interior de la cámara, donde la oscuridad era densa pero silenciosa. No había sangre, ni fuego, ni gritos. Sólo un aire frío y espeso, como si el mundo contuviera la respiración. En el centro, rodeados por símbolos rotos del antiguo pacto, yacían dos cuerpos.

El primero, envuelto en ropajes ennegrecidos por magia, era el de Wuwin. Su rostro ya no reflejaba odio ni poder, sino una extraña paz. Las sombras que lo habían rodeado en vida ya no vibraban, como si hubieran huido al ver que su huésped había partido.

El segundo, más cercano al altar, era Luke. Su mano descansaba sobre el pecho de Wuwin, como si hubiera intentado protegerlo en los últimos segundos. Su semblante era rígido, pero sin rencor.

—Murieron juntos... —susurró Quik, cayendo de rodillas—. No como enemigos. Como hermanos.

Takeru se inclinó, colocó la katana al lado de Luke, como ofrenda póstuma. La magia que los había corrompido había desaparecido. El demonio los había consumido... pero también los había liberado.

Los magos que llegaron después no dijeron palabra. Los soldados, agotados y cubiertos de heridas, se mantuvieron en la entrada, respetando el momento.

—Todo lo que hicimos... todo lo que no dijimos... —murmuró Takeru—. Ahora se pierde con ellos.

Quik apretó los ojos. La culpa ardía más que el fuego que lo había quemado.

—Y nosotros seguimos aquí. No como héroes. Sino como testigos.

El silencio en la cámara se convirtió en luto. No hubo estandartes ni vítores. Solo ceniza flotando, como recuerdos suspendidos.

Porque los cuatro hermanos habían tenido una historia...

Pero sólo dos vivían para contarla.

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