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Guerreros de sangre final - Fictograma
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Guerreros de sangre final

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averius

Publicado el 2025-08-15 14:41:04 | Vistas 266
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***NA: este es el último episodio de esta obra. Agradezco mucho a todos los lectores que se tomaron la molestia en leer mi obra y también a aquellos que la comentaron. **

El sol no volvió a iluminar el altar con el mismo fulgor. Las nubes grises parecían haber hecho pacto con el duelo, cubriendo el cielo en un luto permanente. La guerra había terminado, pero no había paz. Solo los escombros de lo que alguna vez fueron convicciones, hermandades y destinos. Quik caminaba por el santuario destruido. Cada paso se hundía ligeramente en el polvo de cenizas y fragmentos. Las piedras que antes sostenían plegarias ahora servían de asiento a las promesas rotas. Su capa arrastraba los recuerdos: risas apagadas, gritos de advertencia no escuchados, y el último suspiro de Luke. —Te fallé, hermano... —dijo con voz apagada. Sus dedos temblaban mientras acariciaban una piedra marcada con un símbolo rúnico mal tallado. Lo había hecho él, torpemente, como tributo improvisado. No tenía el valor para esculpir algo digno. Sentía que cualquier homenaje sería insuficiente. Takeru llegó sin anunciarse. Ya no necesitaban palabras entre ellos. Se sentó al lado de Quik, dejando caer una flor seca en el suelo, símbolo de lo que intentaron preservar y no pudieron. El silencio entre ellos no era cómodo, pero era honesto. Un pacto tácito entre dos almas rotas. —A veces creo que deberíamos haber muerto con ellos —murmuró Takeru. Quik no respondió. Sus ojos estaban húmedos, pero la tristeza era demasiado densa para convertirse en llanto fácil. Era una pena que se solidificaba, atrapada en el pecho como una piedra negra. El miedo no era a morir, sino a seguir viviendo con esa ausencia que se volvía más cruel con el tiempo. Los soldados los observaban desde lejos. Nadie se atrevía a acercarse. En sus rostros se leía respeto y terror. No por lo que los hermanos podían hacer, sino por lo que ya habían perdido. La guerra, pensaban, no se llevó a los más débiles. Se llevó a los que no sabían rendirse. Las ruinas del altar no solo eran escombros; eran testigos del quebranto que ni el tiempo sabía cómo sanar. Las aldeas cercanas comenzaron a enviar ofrendas: telas bordadas con símbolos de consuelo, ungüentos curativos, figuras talladas que representaban el duelo. No eran regalos. Eran súplicas silenciosas para que los sobrevivientes encontraran algo parecido a la paz. Pero Quik no comía con ellos. Se apartaba de los fuegos nocturnos, del canto ceremonial, del descanso que otros intentaban reconstruir. Pasaba las noches caminando entre los restos carbonizados, susurrando nombres, pidiendo perdón a sombras que no respondían. Dormía poco. Cuando lo hacía, soñaba con túneles oscuros llenos de voces infantiles que lo llamaban desde lo profundo. —Luke... Wuwin... —balbuceaba al despertar, con los ojos llenos de terror— ¿Dónde están? Takeru, por su parte, se obligaba a mantener una rutina. Guiaba a los nuevos guerreros, reparaba caminos, enseñaba a leer antiguos textos mágicos. Pero su mirada estaba fracturada. Cada rostro joven le recordaba a Wuwin. Cada espada empuñada evocaba el filo que nunca pudo proteger. La frustración lo carcomía lentamente. No era por lo que hizo. Era por lo que no hizo a tiempo. En las noches más frías, el miedo mutaba. Ya no era el temor al regreso de demonios ni a otra guerra. Era el terror a que el arrepentimiento terminara por devorar la poca esperanza que les quedaba. A que el dolor los deshumanizara por completo. Una madrugada, Quik cayó de rodillas frente al altar. Llevaba consigo una carta sin terminar, escrita para Luke antes del último combate. Sus palabras eran torpes, interrumpidas por tachaduras de dudas y lágrimas secas. —No era esto lo que prometí —dijo con voz quebrada—. No era así como debíamos terminar. Su llanto fue largo, tembloroso, doloroso. Nadie se acercó. Nadie lo consoló. Porque había penas que no admiten compañía. Lágrimas que solo pertenecen a quien las llora por dentro. Y ahí, bajo ese cielo sin estrellas, Quik se permitió romperse. La propuesta llegó como un susurro entre cenizas. Los magos de la región, aquellos que aún conservaban algo de fe en los antiguos pactos espirituales, ofrecieron realizar un ritual para apaciguar las almas de los caídos. No era una solución. Era una tregua con el dolor. Una forma de mirar al vacío sin que este los devorara. Takeru aceptó sin discutir. No creía en la salvación mística, pero sí en el gesto. Quik dudó. Su culpa era tan vasta que temía manchar incluso un acto de paz. Pero al final cedió. Porque el remordimiento necesitaba hacer algo. Lo que fuera. La noche del ritual, cuatro círculos de fuego fueron trazados alrededor de las tumbas improvisadas. Cada uno representaba una etapa: vida, traición, dolor... y redención. El aire olía a hierbas antiguas y madera mojada. La lluvia amenazaba, pero nunca cayó. Era como si el mundo contuviera el aliento. Quik se acercó al altar con manos temblorosas. Llevaba una prenda de Luke, un trozo de tela bordado por su madre antes de que todo empezara. La colocó sin ceremonia, como quien entrega un pedazo de sí. Takeru dejó una hoja tallada por Wuwin cuando era niño: tenía marcas torpes, imperfectas... humanas. La depositó con reverencia. Los magos entonaron un canto bajo, sin palabras. El fuego crepitó de forma extraña. No era violento. Era suave, íntimo. Algunos presentes aseguraron haber visto sombras detenerse. Otros juraron haber escuchado una respiración profunda desde el interior del fuego. Quik se permitió llorar abiertamente. Ya no había vergüenza, solo pena desnuda. Takeru mantenía los puños apretados. No de ira, sino de miedo a quebrarse en público. —No sé si nos perdonaron —susurró Takeru—. Pero al menos... nos vieron. En ese instante, las nubes se abrieron brevemente. Un rayo de luz descendió, acariciando las tumbas. No fue milagro. No fue magia. Fue despedida. Y por primera vez, en mucho tiempo, algo parecido a la paz asomó entre los escombros. El Reino comenzó a sanar con pasos lentos. Las reconstrucciones avanzaban, los tratados se firmaban, y los soldados regresaban a sus hogares con ojos distintos. Pero los sobrevivientes verdaderos cargaban heridas que no se curaban con palabras diplomáticas. Quik y Takeru sabían que debían regresar. El viaje de vuelta fue largo, silencioso. Los caminos polvorientos les recordaban las decisiones que los llevaron a perder a Luke y Wuwin. Cada árbol que cruzaban parecía un testigo. Cada cruce, un juicio silencioso. Al llegar al umbral de su casa, el aire se volvió más pesado. No por el cansancio físico, sino por la culpa. Sus padres los esperaban. No con festejos. No con lágrimas. Solo con una mirada que pedía la verdad. Quik intentó hablar, pero la voz se quebró antes de nacer. Takeru lo tomó por el hombro, como si pudiera prestarle fuerza. Finalmente, se arrodillaron ante ellos. No por protocolo. Por impotencia. —Luke cayó protegiéndonos. Wuwin... —Takeru detuvo sus palabras. Le dolía incluso nombrarlo— luchó como nunca imaginamos. Pero... no pudimos salvarlos. El padre no dijo nada. Solo bajó la mirada, sus manos cerradas con fuerza. La madre se acercó lentamente, tocó los hombros de ambos y dijo: —Los vi crecer juntos. Cada uno distinto, cada uno fuerte. Pero nunca pensé que volverían incompletos. Las lágrimas no tardaron. Quik se aferró a su madre como si fuera el último refugio. Takeru se levantó y caminó al cuarto de Wuwin. Todo seguía allí. Su cuaderno, su capa infantil, sus dibujos inacabados. Se sentó y lloró en silencio. Esa noche, la casa no durmió. El dolor era un visitante persistente. El miedo al olvido se instaló como un eco entre las paredes. Y aunque los hermanos habían regresado... el hogar ya no era el mismo. El pasado había dividido a la familia en fragmentos. Y el perdón, aunque posible, todavía no se atrevía a tocar la puerta. Muchos años después, cuando las cenizas del pasado se convirtieron en ecos suaves, Quik y Takeru emprendieron el último viaje al altar. El tiempo había cambiado sus cuerpos: arrugas en la frente, manos marcadas por batallas y cicatrices, cabello gris como los inviernos que atravesaron. Pero el peso en el pecho seguía igual. Caminaron en silencio. Ya no eran soldados, ni líderes, ni culpables. Eran solo hermanos que habían sobrevivido a una historia que les arrancó partes irremplazables. Llegaron ante las tumbas que ellos mismos construyeron, ahora cubiertas de musgo y flores silvestres. La piedra marcada por Quik seguía allí, intacta, como si el dolor la hubiese conservado. Colocaron flores frescas. No por costumbre, sino como promesa de que el amor no muere con la carne. Luego se sentaron. No hablaron de batallas, ni de reyes. Solo de ellos. —A veces sueño que están juntos —susurró Quik—. Luke ayudando a Wuwin a perfeccionar su magia. Y él riendo... como antes. Takeru sonrió con tristeza. Sus ojos se humedecieron sin resistencia. —Yo sueño que nos perdonan —dijo con la voz temblorosa—. Que nos entienden. Quik cerró los ojos. El viento sopló entre los árboles. —Yo no. Pero sueño que nos recuerdan. Silencio. El mundo pareció detenerse. No había cantos, ni fuego, ni ritual. Solo dos hombres ante sus propias grietas. Lloraron juntos. Lágrimas largas, honestas, sin vergüenza. Porque algunas penas no buscan cura, solo compañía. Antes de partir, dejaron dos objetos sobre las tumbas: una daga oxidada y un pergamino con letras borrosas. Símbolos de lo que fueron y lo que aún les dolía. Al alejarse, ninguno volvió la mirada. Porque sabían que el recuerdo ya vivía dentro de ellos. Y aunque los lazos dolieran... habían elegido no soltarlos nunca.
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Avatar de averius
averius 2025-08-22 05:42:22

Muchas gracias por sus comentarios. Espero pronto subir otra historia.

Avatar de yamifernan
yamifernan 2025-08-16 15:35:10

Magnífico final. Trágico desde el inicio. Saludos, averius.

Avatar de Valentino-Prádena
Valentino-Prádena 2025-08-15 15:10:32

Un gran final, muy digno. He de decir que he quedado impresionado con cada detalle de la prosa. A lo largo de toda la novela, me sumergí en la trama gracias a tu excelente prosa. En este final, muy triste, con el peso de toda la culpa de los hermanos supervivientes, quedé con ese sabor enlutado de remordimiento y destrucción personal. Un trabajo memorable. Espero que sigas escribiendo, Averius, ya que tu público te merece. Saludos.