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El último rayo del sol - Capítulo 3 - Fictograma
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El último rayo del sol - Capítulo 3

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Mess_st

Publicado el 2025-08-19 03:49:58 | Vistas 224
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Capítulo 3.



En un café bohemio de la City de Londres, Bartholomew se rascó la cabeza con angustia con los codos sobre la mesa y reflexionando sobre la encrucijada en la que se encontraba. Por un lado, tenía que proteger a un banquero asesino que ahora resultaba ser una vil criatura bebedora de sangre, un cínico que llamaba a los suyos por un nombre y cuya sed parecía no saciarse nunca. Y por otro lado, estaba siendo chantajeado por ese mismo hombre con su propia hija, a la que, por mucho que sus pocas influencias honradas pudieran hacer por él, no podía ver. Poco creyente o lo que fuera, Dios nunca parecía estar de su lado. 

¿Qué debía hacer a partir de ahora? Vincent le había llamado con una intención desde un principio sabiendo que el pasado de Smith no era del todo honorable y que tenía mucho que expiar. Se reprochó a sí mismo el poner por delante unas muy necesarias monedas que su propia integridad. ¿Era aún momento de huir? ¿Tenía oportunidad? ¿Y si simplemente se enfrentaba a él? ¿Cómo se mataba a un Vámpír?, a un ser de esos ¿Era como decían los viejos mitos, que entre terrores, los hombres malditos volvían de sus tumbas y no podían ir al otro mundo a menos que se les clavara una estaca en el corazón, se les cortara la cabeza o se les quemara? 

Bartholomew abrió los ojos asustado de sí mismo al imaginarse matando a otro hombre que por más funesto que sea, era un ser viviente al fin y al cabo. Había hablado con él, intercambiado palabras y hecho un trato cual astuto diablo porque era un ante todo, un criminal de carne y hueso, no uno de piel pútrida que se pudiera exterminar con agua bendita. Esa era la naturaleza a la que más temía, a esos hombres que se disfrazan de bienhechores, donan, congracian, conquistan y luego solo intimidan con su elocuencia, sagacidad y perspicacia.

Sus inquietudes parecían no tener solución. “Ya no puedo echarme para atrás”, pensó, y entonces la campana de la puerta de la cafetería sonó.

La detective Keynes, caminó hacia él como si ya supiera donde estaba sentado, con esa mirada de vida dura grabada en el rostro.

—Lamento molestarle, señor Smith. Me temo que su cliente va a drenar a todos los jóvenes de Londres a este paso.—Dijo la mujer nada más entrar.

Bartholomew la miró con resignación y fingida incredulidad.

—¿Porqué lo dice?—Preguntó 

—¿Aún no lo sabe?—Dijo la detective. Suspiró con cierta impaciencia y asentó sobre la mesa tres fotografías policiales de la escena del crimen.—El mismo patrón, el mismo tipo de víctima. Ramón Carriedo, un actor de 26 años, encontrado hace cuatro días en su cama, pálido y sin sangre en las venas, ¿Le suena?

—Parece que esta vez si logró entrar a la morgue, detective.—Replicó el abogado Smith con un tono sarcástico.

—Yo no soy su enemiga, señor Smith, es usted el que está trabajando para él. ¿Todavía va a defenderle?

El Sr. Smith suspiró cansado. Se estaba esforzando por parecer todavía un ingenuo abogado, fiel a la inocencia de su cliente. Lo cierto es que engañarse a sí mismo parecía más contraproducente ante el agudo juicio de Cecilia Keynes. 

—Es mi cliente, detective y aún no tengo pruebas convincentes para culparle. Además…

Tras un silencio, se inclinó hacia la detective y bajó la voz:

—¿Cómo puedo pretender que su caso con Sir Vaughan no es algo personal? La policía podría interpretar sus intenciones como un ajuste de cuentas. Sir Vaughan también la conoce, sabe que está aquí y sabe que usted me da toda esta información sobre presuntas víctimas.

—No suelo mezclar mi vida personal con mi trabajo, pero no puedo solo sentarme e ignorar todas las atrocidades de un criminal cuando tengo el infortunio de haber sido su propia víctima y la infame ventaja de saber como opera. Sinceramente señor Smith, me cuesta creer que ni usted mismo se ha dado cuenta de su verdadera naturaleza. Pensaba que Vincent Vaughan era transparente con usted.

Bartholomew tragó saliva y se incorporó de nuevo en su asiento. El argumento de Cecilia Keynes era un ardid para ponerlo contra su cliente, sin embargo, decidió que continuaría con su vergonzoso papel de abogado servil. Tomó con disgusto un sorbo de su taza de café que ya estaba fría y haciendo una mueca contestó:

—Si Sir Vaughan es tan peligroso como dice, ¿no tiene miedo de sus represalias? 

—Para contestar a eso abogado, necesito informarle que los Vaughan me quitaron todo lo que tenía. Ya no tengo nada que perder.

No dijo más. Bartholomew sentía cierta contradicción. Cecilia Keynes era la detective que debía acusar a su cliente, darle pelea y sacar ventaja de sus investigaciones y sin embargo, parecía decidida a advertirle sobre lo que él ya había sido testigo. ¿Tan grave había sido su encuentro con él en el pasado como para prevenirle a costa de su victoria?

Lo que le quedaba a Bartholomew era poco, simplemente su capacidad de discernimiento. Su único plan en este punto era simplemente hacer su trabajo exactamente como Sir Vaughan le había pedido, expiar sus ofensas pasadas y sacar a su hija del orfanato.

—Sé que tiene que hacer su trabajo, abogado, pero yo también haré el mío. Sé que es mucho pedir porque no conozco sus circunstancias, pero mi recomendación es que salga de esto y proteja a los suyos. 

Dijo finalmente la detective Keynes, sembrando nuevamente la duda en la cabeza de Bartholomew. Si iba a renunciar, tenía que ser lo más pronto posible, antes de que de verdad sea demasiado tarde.





—¡Otra muerte! ¡¿Fue usted?!

Exclamó Bartholomew visiblemente enojado y arrojando una fotografía del cadáver del actor Ramón Carriedo sobre la elegante mesa de centro de Sir Vaughan. 

El procaz banquero, que estaba cómodamente sentado de lado y con ambas piernas sobre el sofá de su sala de estar, fumaba su pipa y apenas miró de reojo la fotografía, clavando inmediatamente su penetrante mirada en el abogado.

—No soy un asesino, Bartholomew.—Contestó fingidamente indignado.

—Ha confesado el crimen de Jacob Anderson y Arthur Whitington. A mi parecer usted es un asesino.

—Soy un depredador, abogado Smith. Creí que eso había quedado claro. Mis motivos para ‘tomar vidas’ no es el mismo que el de un vil asesino.—Replicó el bebedor de sangre.

Bartholomew Smith permaneció en silencio visiblemente irritado; cada palabra de Sir Vaughan era un crudo recordatorio de su naturaleza brutal y salvaje.

Sir Vaughan continuó:

—Bebo sangre por la misma razón que la gente caza conejos, ciervos o aves para subsistir o satisfacer sus necesidades lúdicas, la diferencia es que yo no cuelgo la cabeza de mis presas como trofeos para adornar mi hermosa pared. Hasta las inofensivas mariposas son un mero trofeo para ustedes.

—No puede comparar a los animales con un ser humano, Sir Vaughan.—Aseveró el señor Smith conteniéndose en alzar de nuevo la voz.

—No—Respondió Sir Vaughan con fingida solemnidad.—No puedo comparar a un ser despreciable, sin alma y cruel con algo tan noble como un animal.

El señor Smith se dio cuenta tardíamente de con quién estaba tratando. Era inútil lidiar con alguien que aceptaba su condición ruin y poco empática con el ser humano. Permaneció en silencio, impávido ante la idea de verse acorralado por una criatura desalmada.

—No puedo continuar así.—Dijo Bartholomew caminando pensativo de un lado a otro. Yo… no puedo ayudarle, Sir Vaughan.—Se detuvo en seco frente a él, nervioso por la reacción de su cliente.

El vampiro dio una calada a su pipa y exhaló lentamente el humo sin apartar su amenazadora mirada en Bartholomew. Y entonces el abogado continuó:

—No puedo, si persiste en asesinar y dejar su rastro de cadáveres por todo Londres. La policía tiene una ventaja.

Sir Vaughan sabía que esa ventaja era la detective Keynes. Tan solo pensar en su nombre le traía amargos recuerdos. Apagó el tabaco de su pipa y se levantó del sofá, caminó hacia el señor Smith, y lo rodeó lentamente como si quisiera adivinar sus pensamientos. 

—¿En qué ha pensado entonces, abogado?

Bartholomew tragó saliva con la inquietud haciendo agitar su respiración. Si hablaba le temblaría la voz, pero algo tenía en mente. Algo que había ahondado su cabeza una noche antes, una noche en la que se vio sin salida y sin opciones, con el único recurso que solo le traería arrepentimiento. Sir Vaughan ya sospechaba, daba tardas vueltas al rededor de él como si olfateara su cuerpo, como si fuera a tocarle en cualquier momento. El abogado Smith cerró los ojos y habló taciturno:

—¿Qué pasa si no bebe… sangre?

Vincent Vaughan se detuvo frente a él.

—Muero.—Dijo secamente con esa sutil y encantadora sonrisa que derretiría a cualquier dama.

Tenían casi la misma altura, pero el abogado Smith casi podía verlo ligeramente por debajo de él. A pesar de eso, Sir Vaughan parecía más imponente, más espléndido y más gallardo, una provechosa condición para atraer a cualquier víctima. Por un instante, él mismo no pudo evitar mirar sus delineados labios rojos bajo su bien recortado bigote, labios cuya boca había dado muerte a muchos.

—¿En cuánto tiempo?—Masculló el abogado.

—¿Porqué, señor Smith? ¿Va a amarrarme a una silla?—Contestó Sir Vaughan sarcásticamente.

—No.

 ‘No te atrevas, Bartholomew’, Pensó el abogado apretando el puño. Solo Dios sabía las decisiones con las que Bartholomew Smith estaba luchando internamente. Apretó los ojos tomando fuerza y los abrió para seguir preguntando.

—¿Cómo… cómo funciona su “cacería”? ¿Cómo los selecciona?, ¿Por qué solo mata a gente joven? ¿Dónde ha quedado su humanidad? El remordimiento de conciencia, su temor a Dios…

El abogado Smith soltó las preguntas, más que como interrogatorio de investigación, como si quisiera conseguir argumentos sólidos para justificar el ridículo pensamiento que sondeaba su cabeza.

—Deténgase, señor Smith. Voy a comenzar a preocuparme.—Dijo Sir Vaughan en un tono fingido de dramatismo. Tomó el costoso reloj de bolsillo de su elegante chaleco y miró la hora. Caminó hacia un sillón y se sentó con las piernas cruzadas. Luego suspiró, iniciando su corta pero contundente explicación.

—Mi cacería no “funciona” de ninguna manera. No hay una preparación previa; escojo y bebo de una mordida en el cuello, en el brazo, en el vientre, donde las venas sean visibles, donde el Don convenga que deba ser, ¿Cómo?—Preguntó a Bartholomew para contestar a su pregunta.—La sangre joven, señor Smith, se sabe que es más líquida y se produce con más frecuencia por lo que el cuerpo posee mayor cantidad. Es más saludable, más estimulante, más limpia y no está contaminada con los sucios hábitos que el hombre desarrolla con la edad.

—¿Cómo que se sabe?

—Lo sabemos.—Resaltó Sir Vaughan. No era tan evidente que se refería a su gente. El abogado hizo una muestra de disgusto y Sir Vaughan, tan impasible como siempre, continuó hablando.

—Ahora, ¿Remordimiento, señor Smith? ¿Usted siente remordimiento al comer huevos en el desayuno? Y ah, antes de que diga que no es lo mismo, debe ponerse en los zapatos de un hombre hambriento que se alimenta por necesidad y no por morbo. No hay remordimiento cuando hay hambre, puedes pasarte la vida llorando por la gallina que mataron en la mañana para llenar tu plato o puedes honrarla disfrutando cada tira de su carne y hacer que su sacrificio haya valido la pena.

El abogado Smith se frotó la frente con disgusto y ansiedad. ¿Era real que un hombre así pudiera existir? 

—En cuánto al temor a Dios,—Dijo Sir Vaughan respondiendo a la última inquietud del abogado.—No temo a un ser tan irascible. Si me culpara de algo, tendríamos mucho de qué hablar.

Si no había culpa, no había perdón que se requiera. Bartholomew Smith observó a Vincent Vaughan, impertérrito e invulnerable y sin aparente debilidad. Alguna debía tener. Su difunta esposa, para empezar, parecía ser el inicio de los males y aún parecía agradecido y enamorado de ella. Su maldición parecía más un sello imborrable de su esencia extinta. Y aún así, no le conocía lo suficiente para advertir un objetivo o destino. ¿Era matar lo único que le daba un significado a su vida?

Sir Vaughan, por su parte, contemplaba con curiosidad al abogado, antes valiente, ahora taciturno y desconfiado. Era atractivo y con unos ojos azules que le recordaban al azul cristalino del lago Balatón de su natal Hungría, pero esos ojos no hacían nada con el miedo en su mirada, un miedo aferrado a su atractiva fuerza de voluntad y su idiosincrasia. Tenía curiosidad por él, una curiosidad diferente a la que tenía por Marcus. Bartholomew era después de todo, un padre atormentado por su pasado capaz de defenderle por el simple perdón.

Bartholomew estaba dispuesto a todo. Cerró los ojos y rezó por su pequeña hija pues no sabía a qué umbral del abismo lo llevaría la decisión que tomaría a partir de ahora.

—Déjeme vivir. Beba mi sangre. Deje de matar inocentes y tome de mí lo que necesite. Solo déjeme vivir.

Sir Vaughan se levantó de su asiento con un rostro serio y se acercó nuevamente a Bartholomew. Su voz grave y aterciopelada estremeció al abogado desde el oído.

—¿Eres consciente de lo que estás pidiendo, Bartholomew?

Si tenía que hacer su trabajo, lo haría con su moral y dignidad ecuánimes. Estaba defendiendo a un asesino pero quería seguir evitando las muertes que éste provocaba. No quería ser un héroe, quería redimirse de sus pecados pasados, dejar ir a Vincent Vaughan y no volver a verlo nunca más.

—No. Tal vez solo es mi desesperación. Solo sé que parece ser la única forma de ayudarle.

—Un noble sacrificio, abogado. ¿Lo hará por los hombres y mujeres que también han transgredido a la decencia como usted?

Bartholomew Smith no caería en provocaciones.

—Nadie más merece morir. Y sólo será hasta que mi trabajo esté terminado.—Contestó.

Sir Vaughan se acercó más a él, escrutando la piel de su cuello con la mirada.

—¿Y luego qué, Bartholomew? ¿Dejarás a nuevos inocentes a mi merced?

—Luego tendrá que irse de Londres.—Contestó resuelto el abogado.

Sir Vaughan sonrió y gruñó entre dientes:—Me encanta cuando eres osado, Bartholomew. Deberías mostrar los colmillos más a menudo. 

El abogado tragó saliva y exhaló con el arrepentimiento acechando a cada momento en su cabeza. Algo se le ocurriría para escapar si era necesario. Los peores pensamientos pasaron por su mente, pensamientos donde estaban su hija, su reputación, su propia vida y su muerte a manos de este infame hombre, así que decidió no ahondar más en su futuro.

Eran las cuatro de la tarde, pero en la mansión de Sir Vaughan siempre parecía de noche. Las pesadas cortinas se tragaban la casi inexistente calidez del lugar. A pesar del lujo y el olor a caoba fresca de los muebles, la atmósfera era siempre fría y melancólica.

Bartholomew se alejó lentamente de Sir Vaughan y se sentó en un sillón con el corazón latiéndole intensamente como un pequeño ratón que entra voluntariamente a la jaula de un león. Sir Vaughan le siguió, con sus intensos ojos fijos en él, unos ojos que Bartholomew Smith veía por segunda vez, negros, dilatados, casi sin iris.

Vincent Vaughan podía percibir cada sensación, cada bombeo y cada vena, podía oler el hierro de la sangre y sentir el miedo a través de su piel; un miedo contenido dentro de su fortaleza. Un recurso de defensa que le estimulaba. Sin embargo, como ávido bebedor de sangre, había aprendido a mantener el control incluso cuando la presa era demasiado tentadora. Incluso en los momentos más inoportunos.

Se inclinó frente a su dispuesta presa y, delicadamente con la mano, le tocó las venas de la muñeca y deslizó sus dedos hasta el cuello. Bartholomew se estremeció e inhaló incómodo, listo para sucumbir ante el límite de la vida. Sir Vaughan saboreó con la mirada al hombre que tenía delante como a un exquisito plato sobre su mesa. Luego acercó su rostro a su oído y le susurró:

—No ahora, señor Smith. Será esta noche. No venga, yo le encontraré dondequiera que esté.

Era una advertencia, un aviso para asegurarse de que no escaparía. Aunque cambiara de opinión, aquél hombre parecía decidido a seguirle hasta el mismo abismo.

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